Wulfgar tiraba de los cabos y los tensaba, intentando desplegar al máximo la vela mayor ante el escaso viento, mientras la tripulación del Duende del Mar lo observaba divertida. Las corrientes del río Chionthar empujaban contra el barco, y un capitán más sensato no hubiera dudado en echar el ancla y esperar a que se levantara una brisa más favorable para zarpar; pero Wulfgar, bajo la tutela de un viejo lobo de mar llamado Mirky, estaba haciendo un trabajo estupendo. Los primeros muelles de Puerta de Baldur estaban ya a la vista y el Duende del Mar, para alegría de los numerosos marineros que observaban la escena, pronto llegaría a puerto.
—Querría diez como él en mi tripulación —comentó el capitán Deudermont a Drizzt.
El drow sonrió, divertido, como siempre que veía la fuerza de su joven amigo.
—Parece que disfruta haciéndolo. Nunca hubiera dicho que pudiese ser tan buen marino.
—Yo tampoco —contestó Deudermont—. Sólo pensé que su fuerza podía sernos de utilidad si nos topábamos con piratas. Pero Wulfgar pronto se ha acostumbrado a la vida en el mar.
—Y disfruta con el desafío —añadió Drizzt—. El océano abierto, el empuje del agua y del viento, lo ponen a prueba de una forma diferente a lo que ha conocido hasta ahora.
—Lo hace mejor que muchos otros —respondió Deudermont. El experto capitán miró hacia atrás, a la desembocadura del río, donde esperaba el océano—. Tú y tu amigo habéis realizado un viaje muy breve, siguiendo la línea de la costa. Todavía no habéis podido apreciar la vastedad y el poder del mar abierto.
Drizzt observó a Deudermont con un semblante de sincera admiración, e incluso con cierta envidia. El capitán era un hombre altivo, pero controlaba su orgullo con una mente práctica. Deudermont respetaba el mar y lo aceptaba como su superior. Y aquella aceptación, aquella profunda comprensión del lugar que le correspondía en el mundo, le otorgaba la mejor de las ventajas que cualquier hombre pudiera obtener para enfrentarse al indómito océano. Drizzt siguió con la vista la mirada llena de anhelo del capitán y reflexionó sobre aquella misteriosa fascinación que las aguas abiertas parecían ejercer sobre tanta gente.
Meditó sobre las últimas palabras de Deudermont.
—Un día, tal vez —dijo en un susurro.
Ahora estaban ya lo suficientemente cerca, así que Wulfgar soltó la cuerda y saltó, exhausto, a cubierta. La tripulación trabajaba con tesón para ultimar la maniobra de atracada en el muelle, pero todos los hombres se detuvieron al menos una vez para dar unas palmaditas a Wulfgar en el hombro, aunque el bárbaro estaba demasiado cansado para responder a sus efusiones.
—Permaneceremos en tierra dos días —dijo Deudermont a Drizzt—. En un principio, teníamos que descansar una semana, pero comprendo vuestra impaciencia. Anoche hablé con la tripulación y todos están de acuerdo, por unanimidad, en zarpar lo antes posible.
—Muchas gracias, a todos ellos y también a ti —contestó con sinceridad Drizzt.
En aquel momento, un hombre delgado y bien vestido se acercó al embarcadero.
—¡Ah del barco, Duende del Mar! —gritó—. ¿Está Deudermont a vuestro mando?
—Es Pellman, el oficial de puerto —explicó el capitán a Drizzt—. ¡En efecto! —gritó al hombre—. ¡Y me alegro de verte, Pellman!
—Bienvenido, capitán —saludó Pellman—. ¡Ha sido el remonte del río más espectacular que he visto nunca! ¿Cuánto tiempo permaneceréis en tierra?
—Dos días —respondió Deudermont—. Luego regresaremos al mar y emprenderemos rumbo al sur.
El oficial meditó un instante, como si intentara recordar algo y, luego, tal como había hecho con todos los barcos que habían atracado aquellos últimos días, planteó la cuestión que le había hecho memorizar Entreri.
—Busco a dos aventureros —dijo a Deudermont—. Tal vez los hayáis visto.
Deudermont observó a Drizzt, intuyendo, como el drow, que aquello era más que una coincidencia.
—Se llaman Drizzt Do’Urden y Wulfgar —prosiguió Pellman—, aunque tal vez usen nombres falsos. Uno es pequeño y misterioso, parecido a un elfo, y el otro, gigantesco, más fuerte que ningún otro hombre.
—¿Algún problema? —preguntó el capitán.
—No creo —contestó Pellman—. Tengo un mensaje para ellos.
Wulfgar se había acercado a Drizzt y había oído la última parte de la conversación. Deudermont miró a Drizzt como si esperara instrucciones.
—Tú decides.
Drizzt no creía que Entreri les hubiera preparado ninguna emboscada seria; sabía que el asesino quería luchar con ellos, o al menos con él, personalmente.
—Hablaremos con él —respondió.
—Viajan conmigo —dijo Deudermont dirigiéndose a Pellman—. Fue Wulfgar quien hizo el remonte. —Observó al bárbaro y, haciendo un guiño, utilizó las mismas palabras de Pellman: «Más fuerte que ningún otro hombre»—. Si hay problemas, haré lo posible por recuperaros —continuó con voz pausada Deudermont mientras los acompañaba hasta la rampa—. Y tened por seguro que, si es necesario, podemos esperar en el puerto hasta dos semanas.
—Muchas gracias de nuevo —contestó Drizzt—. Estoy seguro de que Orlpar, en Aguas Profundas, nos condujo al hombre adecuado.
—No me nombres a ese cerdo —replicó Deudermont—. Muy rara vez obtengo resultados tan estupendos de mis tratos con él. Bueno, hasta la vista. Podéis dormir en el barco, si queréis.
Drizzt y Wulfgar se acercaron con cautela al oficial de puerto. Wulfgar bajó el primero; detrás de él Drizzt buscaba algún indicio de una posible emboscada.
—Somos los dos tipos que busca —dijo Wulfgar con voz severa, irguiéndose en toda su estatura delante del hombre.
—Saludos —respondió Pellman con una desmayada sonrisa, mientras rebuscaba en su bolsillo—. Me encontré con uno de vuestros socios, un hombre de cabellos oscuros con un lacayo halfling.
Drizzt se situó junto a Wulfgar y ambos intercambiaron una mirada de inquietud.
—Dejó esto —prosiguió Pellman mientras tendía la pequeña bolsa a Wulfgar—, y me ordenó que os dijera que os estaría esperando en Calimport.
Wulfgar cogió la bolsa con gesto indeciso, como si temiera que fuera a estallarle en la cara.
—Muchas gracias —respondió Drizzt a Pellman—. Diremos a nuestro socio que cumplió usted admirablemente con la tarea que le encomendó.
Pellman asintió e hizo una ligera reverencia, antes de dar media vuelta para continuar con sus quehaceres. Pero, en aquel instante, se dio cuenta de pronto de que tenía otra misión que cumplir, una orden inconsciente a la que no podía resistirse. Siguiendo las instrucciones de Entreri, el oficial del puerto salió del muelle y subió a la parte superior de la ciudad.
A la torre de Oberon.
Drizzt condujo a Wulfgar hacia un lado, para que no los vieran, y, al percibir la palidez del rostro del bárbaro, cogió la bolsa y empezó a desatar la cuerda con gran cautela, manteniéndola lo más lejos posible de su cuerpo. Tras hacer un gesto a Wulfgar, que había retrocedido un paso atrás por precaución, estiró el cuello para echar una ojeada al contenido de la bolsa.
Wulfgar se acercó a él, con curiosidad e inquietud, al ver cómo la espalda de Drizzt se encorvaba. El drow le dirigió una mirada resignada e invirtió la bolsa para mostrarle su contenido.
Era un dedo de halfling.