Una sencilla fachada de madera
La simple estructura de madera situada al final de la Ronda del Tunante parecía muy pobre, aun en aquella decrépita zona de la extensa ciudad sureña de Calimport. El edificio tenía pocas ventanas, todas ellas con rejas cegadas con tablas, y no había ni una sola terraza o balcón que pudiera considerarse como tal. De forma similar, no se veía cartel alguno que identificara el edificio; ni siquiera un número pendía de la puerta. Pero todo el mundo en la ciudad conocía la casa y sabía bien dónde se encontraba, pues tras las puertas enrejadas, el escenario variaba…, espectacularmente. Lo que por fuera mostraba sólo el tono marronáceo de la madera vieja gastada por el tiempo, en el interior exhibía una miríada de brillantes colores y tapicerías, espesas alfombras de lana y estatuas de oro macizo. Aquello era la cofradía de ladrones, que en riquezas y pomposidad rivalizaba con el propio palacio de Calimshan.
Tenía tres pisos por encima del nivel del suelo, y dos más subterráneos. El nivel superior era el más impresionante; constaba de cinco habitaciones: una sala central de forma octogonal y cuatro antecámaras por las que se accedía a ella; todas ellas diseñadas a gusto y conveniencia de una sola persona: el bajá Pook. Él era el jefe de la cofradía, el artífice de una intrincada red de ladrones. Y se aseguraba siempre de ser el primero en disfrutar de los botines que conseguían los miembros de su organización.
Pook caminaba en círculos por la sala central del piso superior, su sala de audiencias, deteniéndose a cada vuelta para acariciar la reluciente piel del leopardo que yacía junto a su gran trono. La cara redonda del jefe de la cofradía traducía una ansiedad poco habitual en él y se frotaba las manos con nerviosismo cuando dejaba de acariciar a su exótico animal.
Sus ropas eran de seda de la mejor calidad, pero, aparte del broche con el que se sujetaba la túnica, no iba cargado de joyas como otros de su misma condición…, aunque el oro relucía en su dentadura. En realidad, Pook parecía una versión reducida de los cuatro eunucos gigantes que se alineaban en la sala; tenía un aspecto discreto para ser un dueño de cofradía de renombrada lengua de plata, que había hecho arrodillarse ante él a sultanes y cuya sola mención bastaba para que el más aguerrido de los delincuentes callejeros saliera huyendo.
Pook casi pegó un respingo cuando una llamada resonó en la puerta principal de la estancia, la que comunicaba con los pisos inferiores. Permaneció indeciso durante largo rato, convenciéndose a sí mismo de que la espera acobardaría a su visitante…, aunque en realidad necesitaba tiempo para recuperar la propia compostura. Luego, con aire ausente, hizo un gesto a uno de los eunucos y, tras instalarse en el recargado trono colocado en lo alto de una plataforma, dejó caer de nuevo la mano sobre su consentido felino.
Un luchador larguirucho se introdujo en la estancia, con su delgado estoque balanceándose al compás de sus zancadas. Llevaba una capa negra atada del cuello y el aire la hacía flotar a sus espaldas. Sus cabellos, espesos y castaños, se ensortijaban por encima de ella. Iba vestido con ropas oscuras y sencillas, pero cruzadas por correas y cinturones, cada uno de ellos con una bolsa, una daga enfundada o alguna otra arma rara colgando. Sus botas de piel, de caña alta, sumamente gastadas, no producían otro sonido que el acompasado pisar de sus ágiles pies.
—¡Saludos, Pook! —exclamó sin ceremonia.
Pook entornó los ojos de inmediato al ver al hombre.
—Rassiter… —contestó al hombre rata.
El visitante se acercó al trono y, tras hacer una reverencia displicente, dirigió al felino una mirada de desagrado. Acto seguido, esbozando una degenerada sonrisa, que denotaba su origen inferior, colocó un pie sobre el trono y se inclinó profundamente sobre el jefe de la cofradía hasta que éste pudo sentir su aliento en el rostro.
Pook echó una mirada al sucio pie apoyado sobre su hermosa silla y luego desvió la vista hacia el hombre, con una sonrisa que incluso el inculto Rassiter pudo percibir que era fingida. Al darse cuenta de que quizá se estaba excediendo por tratar con tanta familiaridad al bajá, Rassiter apartó el pie de la silla y dio un paso atrás.
La sonrisa de Pook se desvaneció, pero estaba satisfecho.
—¿Misión cumplida? —preguntó al hombre.
Rassiter esbozó un paso de baile y estuvo a punto de soltar una carcajada.
—Por supuesto —respondió, mientras extraía un collar de perlas de su bolsa.
Pook frunció el entrecejo al ver el objeto, pero aquélla era justo la expresión que esperaba el misterioso luchador.
—¿Tenías que matarlos a todos? —siseó el jefe de la cofradía.
Rassiter se encogió de hombros y guardó de nuevo el collar.
—Dijiste que querías acabar con ella, ¿no es así? Pues ya está.
Las manos de Pook agarraron con fuerza los apoyabrazos de su trono.
—¡Dije que quería que la apartarais de las calles hasta que el trabajo hubiera finalizado!
—Sabía demasiado —respondió Rassiter, examinándose los nudillos.
—Era una prostituta valiosa —comentó Pook, recobrando de nuevo el control. Pocos hombres eran capaces de enfurecer al bajá Pook como lo hacía Rassiter, y muchos menos todavía hubieran podido salir de aquella sala con vida.
—Una de tantas. —El larguirucho luchador rio entre dientes.
De pronto, se abrió otra puerta y un anciano se introdujo en la estancia. Llevaba una túnica bordada con estrellas doradas y lunas, y se sujetaba el alto turbante con un diamante de grandes dimensiones.
—Tengo que ver a…
Pook le dirigió una soslayada mirada.
—Ahora no, LaValle.
—Pero, señor…
Pook volvió a entornar los ojos peligrosamente hasta que formaron dos líneas casi rectas, en consonancia con sus labios fruncidos. El anciano hizo una profunda reverencia a modo de disculpa y desapareció por donde había entrado, cerrando la puerta a sus espaldas con suavidad y en silencio.
Rassiter soltó una carcajada ante semejante escena.
—¡Bien hecho!
—Deberías aprender de los buenos modales de LaValle —respondió el bajá.
—Vamos, Pook, que somos socios. —El hombre se acercó a una de las dos únicas ventanas que había en la habitación, la que daba a los muelles y al amplio océano—. Esta noche hay luna llena —dijo con gran excitación, mientras regresaba junto al trono—. ¡Deberías unirte a nosotros, bajá! ¡Habrá una gran fiesta!
Pook se estremeció al pensar en el macabro festín que iban a celebrar Rassiter y sus amigos ratas. Tal vez la mujer aún no estuviera muerta…
Apartó de su mente aquellos pensamientos.
—Me temo que no puedo aceptar la invitación —respondió con voz pausada.
Rassiter comprendió la repugnancia de Pook, aunque lo había provocado a propósito. Se inclinó de nuevo hacia adelante y, tras volver a colocar el pie sobre el trono, dedicó a Pook su siniestra sonrisa.
—No sabes lo que te pierdes —afirmó—. Pero tú eliges; ése es el trato. —Se echó hacia atrás e hizo una profunda reverencia—. Y tú eres el jefe.
—Un trato que os favorece, a ti y a los tuyos —le recordó Pook.
Rassiter abrió las palmas de las manos en señal de asentimiento y luego dio una palmada.
—No puedo discutir que mi cofradía funciona mejor desde que nos unimos a ti. —Volvió a inclinarse—. Perdona mi insolencia, querido amigo, pero apenas puedo contener la alegría que me produce mi buena fortuna. ¡Y, además, esta noche hay luna llena!
—Entonces, ve a tu fiesta, Rassiter.
El hombre delgaducho hizo una reverencia más y, tras echar otra ojeada al leopardo, se escabulló por la puerta.
En cuanto ésta se cerró a sus espaldas, Pook se pasó una mano por la frente y luego se acarició los restos de lo que en su día había sido una espesa cabellera negra. Acto seguido, apoyó con gesto impotente la barbilla sobre la palma de la mano y rio entre dientes al pensar en el desagrado que le producía tener que tratar con esa rata de Rassiter.
Observó la puerta que conducía a su harén, preguntándose si de ese modo podía apartar de su pensamiento a su socio, pero de pronto se acordó de LaValle. El mago no hubiera osado interrumpirlo, y menos con Rassiter en la habitación, si las noticias que traía no fueran importantes.
Dio a su mascota un último golpecito en el lomo y se encaminó a través de la puerta sudoriental de la estancia hacia los aposentos apenas iluminados del mago, LaValle estaba observando intensamente su bola de cristal y, en un principio, no advirtió su presencia; así que, para no molestar al mago, Pook se sentó en silencio al otro lado de la mesa y esperó, mirando divertido las curiosas distorsiones de la rala barba grisácea de LaValle a través de la bola de cristal.
LaValle levantó por fin la vista, y pudo ver con toda claridad los signos de tensión que todavía traducía el rostro de Pook y que solían ser habituales tras una visita de Rassiter.
—La han matado, ¿no? —preguntó, aunque conocía ya la respuesta.
—Lo desprecio por lo que ha hecho —respondió Pook.
LaValle asintió en señal de conformidad.
—Pero no puedes negar que Rassiter te ha otorgado un gran poder.
El mago tenía razón. En los dos años que hacía que Pook se había aliado con los hombres rata, su cofradía se había convertido en la más importante y poderosa de la ciudad. Podía vivir cómodamente de los tributos que los mercaderes de los muelles pagaban para que los protegieran… de su propia cofradía. Incluso los capitanes de muchos de los barcos mercantes que llegaban sólo de paso sabían que no había que volver la espalda al recaudador de Pook cuando lo encontraban en los muelles.
Y los que no lo sabían, lo aprendían rápido.
No, Pook no podía negar que tener a su alrededor a Rassiter y a los suyos le producía beneficios, pero el jefe de la cofradía no apreciaba en absoluto a aquellos miserables licántropos, que durante el día eran humanos pero que durante la noche se convertían en bestias, mitad ratas, mitad hombres. Y tampoco le gustaba el modo como atendían sus negocios.
—Bueno, basta ya de hablar de él —dijo Pook, mientras dejaba caer las manos sobre el tapete negro de terciopelo—. ¡Estoy seguro de que necesitaré estar doce horas en el harén para olvidar este encuentro! —La expresión de su rostro mostraba que la idea no le desagradaba en absoluto—. Pero tú, ¿qué querías?
Una ancha sonrisa se dibujó en el rostro del mago.
—He hablado hoy con Oberon, de Puerta de Baldur —empezó con orgullo—. Me he enterado de algo que te hará olvidar enseguida tu conversación con Rassiter.
Pook aguardaba con gran curiosidad, permitiendo que LaValle disfrutara de la incógnita. El mago le había sido siempre de gran ayuda y muy fiel, y era lo más parecido a un amigo que el bajá tenía.
—¡Tu asesino viene de regreso! —proclamó LaValle triunfante.
Pook tardó varios segundos en entender el significado y las implicaciones de las palabras del mago, pero de repente lo comprendió y se levantó de un salto.
—¿Entreri? —balbució, casi sin aliento.
LaValle asintió y estuvo a punto de soltar una carcajada.
Pook se pasó los dedos por el cabello. Tres años… Entreri, el más mortífero de los asesinos, volvía de nuevo a él después de tres largos años. Observó con curiosidad al mago.
—Tiene al halfling —respondió LaValle a la tácita pregunta. Pook esbozó una amplia sonrisa y se inclinó impaciente hacia adelante. Su dentadura de oro resplandeció a la luz de la vela.
En verdad, LaValle estaba encantado por poder contentar al jefe de la cofradía, por poder darle las noticias que había esperado durante tanto tiempo.
—Y también el rubí —concluyó, dando un puñetazo a la mesa.
—¡Sí! —exclamó Pook, y luego se echó a reír a carcajadas. Su gema, su posesión más preciada… Con sus poderes hipnóticos, podía alcanzar la máxima prosperidad y el poder más alto. No sólo podría dominar a todo aquel que conociera, sino que la experiencia sería agradable para los que sometiera a su dominio.
—¡Ah!, Rassiter —murmuró, pensando de pronto en la baza que podría ganar a su socio—. Nuestra relación está a punto de cambiar, mi roedor amigo.
—¿Cuánto tiempo más lo necesitarás? —preguntó LaValle.
Pook se encogió de hombros y observó un rincón de la estancia, donde colgaba una diminuta cortina.
El Aro de Teros.
LaValle palideció al pensar en aquella cosa. Era un poderoso artilugio capaz de desplazar a su poseedor, o a sus enemigos, a través de los planos de la existencia. Pero el poder de aquel objeto no se conseguía sin pagar un precio. Era tan diabólico que, en cada una de las pocas ocasiones que LaValle había acudido a él, el mago había sentido que una parte de sí mismo desaparecía, como si el Aro de Teros obtuviera su poder robando a su dueño la fuerza vital. LaValle odiaba a Rassiter, pero esperaba de verdad que el jefe de la cofradía pensara en otra solución mejor que aquel terrible artilugio.
Cuando el mago apartó la vista de la cortina, vio que Pook lo estaba observando.
—¡Cuéntame más! —insistió el bajá, impaciente.
LaValle se encogió de hombros y colocó la mano sobre su bola de cristal.
—No he sido capaz de verlos por mí mismo —murmuró—. Artemis Entreri siempre ha sabido eludir mi observación; pero, según dice Oberon, no está muy lejos. Navegan por el norte de Calimshan, si no han cruzado ya nuestras fronteras. Y el viento les es favorable, señor. Tardarán una o dos semanas más, como máximo.
—¿Y Regis está con él?
—Sí.
—¿Vivo?
—Por supuesto.
—¡Perfecto! —se rio Pook. ¡Cómo ansiaba ver de nuevo a aquel halfling traidor, poner las manos alrededor de su pequeño cuello! Después de que Regis huyera con la joya, la cofradía había pasado por momentos difíciles. De hecho, el problema había sido la propia inseguridad de Pook al tratar con los demás sin la gema, por lo acostumbrado que estaba a utilizarla, y la caza obsesiva —y costosa— que había emprendido para encontrar al halfling. Pero a juicio de Pook, toda la culpa había sido exclusivamente de Regis. Incluso lo hacía responsable de su alianza con los hombres rata, pues de haber poseído la gema, no habría necesitado a Rassiter.
Ahora el bajá estaba convencido de que todo se solucionaría. Una vez tuviera el rubí en su poder y hubiera dominado a los hombres rata, quizá podría incluso pensar en expandir su poder fuera de Calimport, con socios y aliados licántropos que dirigieran cofradías en todas las tierras del sur.
LaValle había adquirido una expresión mucho más seria cuando Pook desvió la vista de nuevo hacia él.
—¿Qué crees que opinará Entreri de nuestros nuevos socios? —le preguntó en tono severo.
—Ah, cierto, no lo sabe —respondió Pook, pensando en las consecuencias—. Ha estado fuera demasiado tiempo. —Meditó unos instantes y luego se encogió de hombros—. Después de todo, están en el mismo negocio. Entreri tendrá que aceptarlos.
—Rassiter suele caer mal a todo el mundo —le recordó el mago—. Supón que se enfrenta a Entreri…
Pook rio al pensar en ello.
—Te aseguro que se enfrentará a Artemis Entreri una sola vez, amigo mío.
—Y entonces tendrás que hacer negocios con el nuevo jefe de los hombres rata —musitó LaValle.
Pook le dio unas palmadas en el hombro y se encaminó hacia la puerta.
—Infórmate de todo lo que puedas —ordenó al mago—. Si puedes encontrarlos en tu bola de cristal, llámame. Estoy impaciente por ver de nuevo el rostro de Regis el halfling. Tengo una deuda que saldar con él.
—¿Dónde estarás?
—En el harén —respondió Pook con un guiño—. Ya sabes…, la tensión.
En cuanto Pook se hubo marchado, LaValle se recostó en su asiento y meditó de nuevo sobre el retorno de su rival más importante. Durante los años en que Entreri había estado ausente, había ganado mucho, incluida esta habitación en el tercer piso, como ayudante principal de Pook.
Esta habitación…, la habitación de Entreri.
Pero el mago nunca había tenido problemas con el asesino. Habían sido socios en buenas relaciones, si no amigos, y en el pasado se habían ayudado mutuamente en varias ocasiones. LaValle era incapaz de enumerar la cantidad de veces que había mostrado a Entreri la vía más rápida para alcanzar un objetivo.
Pero también había habido aquel desagradable conflicto con Mancas Tiveros, el mago. Los demás magos de Calimport lo llamaban «Mancas el Poderoso» y habían sentido lástima por LaValle cuando él y Mancas entablaron una discusión respecto al origen de cierto hechizo. Ambos reclamaban para sí el descubrimiento, y todo el mundo esperaba que estallara una guerra de magia. Pero de improviso, Mancas desapareció inexplicablemente, dejando una nota en la que negaba su participación en la creación del hechizo y en la que otorgaba todo el honor a LaValle. Nadie había vuelto a ver a Mancas…, ni en Calimport, ni en ningún otro lugar.
—¡Bien, pues! —suspiró LaValle, volviendo a su bola de cristal. Artemis Entreri tenía sus propios métodos.
La puerta de la habitación se abrió de nuevo y Pook asomó la cabeza.
—Envía a un mensajero a la cofradía de carpinteros —ordenó—. Diles que necesitamos de inmediato a varios hombres experimentados.
LaValle sacudió la cabeza, sin acabar de comprender.
—El harén y el tesoro permanecerán dónde están —añadió Pook con énfasis, fingiendo estar disgustado por la incapacidad del mago de ver la lógica de todo aquello—. Y, por supuesto, no voy a ceder mi habitación.
LaValle frunció el entrecejo al empezar a comprender.
—Así como tampoco voy a decir a Artemis Entreri que no puede recuperar su habitación —prosiguió Pook—, no después de llevar a cabo su misión de forma tan excelente.
—Comprendo —respondió el mago con voz triste, al sentir que lo relegaban de nuevo a los niveles inferiores.
—Por lo tanto, debe construirse una sexta habitación —se rio Pook, disfrutando de su pequeña broma—. Entre la de Entreri y la del harén. —Guiñó de nuevo el ojo a su valioso ayudante—. Podrás diseñarla tú mismo, querido LaValle. ¡Y no repares en gastos! —Cerró la puerta y desapareció.
El mago se secó las lágrimas que habían aflorado a sus ojos. Pook siempre lo sorprendía, pero nunca lo defraudaba.
—Eres un señor generoso, mi bajá Pook —susurró a la habitación vacía.
Y, sin duda, el bajá Pook era un jefe poderoso, pues LaValle volvió a concentrarse de nuevo en su bola de cristal, con los dientes apretados. Estaba resuelto a encontrar a Entreri y al halfling.
No defraudaría a tan generoso amo.