7


Conmociones

Lo primero que notó fue la ausencia de viento. Había permanecido hora tras hora en su precaria posición allí en lo alto de la chimenea, y, durante todo el tiempo, aun en su estado semiconsciente, no había dejado de percibir la incesante presencia del viento, que había hecho volar su mente de regreso al valle del Viento Helado, su hogar durante casi doscientos años. Sin embargo, aquel persistente gemido lastimero no le había producido ningún alivio sino un continuo recuerdo de su difícil situación y la certeza de que aquél iba a ser el último sonido que escucharía con vida.

Pero había desaparecido. Únicamente el crepitar de un fuego cercano rompía el plácido silencio. Bruenor abrió con dificultad un párpado y miró con aire ausente las llamas, intentando discernir dónde se encontraba y lo que había a su alrededor. El ambiente era cálido y confortable, y un pesado edredón le cubría el cuerpo hasta los hombros.

Se hallaba en el interior de algún lugar, pues el fuego ardía en una chimenea, no al aire libre.

El ojo de Bruenor se apartó del hogar y se centró en unos bultos cuidadosamente apilados.

¡Su equipo!

El casco de un solo cuerno, la cimitarra de Drizzt, la armadura de mithril, su nueva hacha de guerra y el reluciente escudo. Y él estaba tumbado debajo del edredón, vestido sólo con una camisa de dormir de seda.

Sintiéndose súbitamente vulnerable, Bruenor se incorporó y se apoyó sobre los codos.

Una oleada de oscuridad lo envolvió e hizo que sus pensamientos empezaran a girar en unos incesantes círculos. Mareado, se dejó caer pesadamente.

Recobró la vista durante un breve instante, lo suficiente para ver la silueta de una mujer, alta y hermosa, que se inclinaba sobre él. Sintió cómo sus largos cabellos, que a la luz del fuego relucían como la plata, le acariciaban el rostro.

—Veneno de araña —murmuró suavemente la mujer—. Hubiera podido matar cualquier cosa menos a un enano.

Luego, todo quedó sumido de nuevo en la oscuridad.

Bruenor volvió a despertarse pocas horas después, más fuerte y despabilado. Intentando no moverse ni llamar la atención, entreabrió un ojo y se puso a inspeccionar lo que había a su alrededor. En primer lugar, dirigió la vista a sus cosas apiladas. Satisfecho al ver que todo su equipo seguía allí, volvió lentamente la cabeza.

Se encontraba en una habitación de reducidas dimensiones, aparentemente una estancia única, pues sólo se veía una puerta, que parecía conducir al exterior. La mujer que había vislumbrado antes —aunque hasta ahora Bruenor no había estado seguro de que la imagen no había sido un sueño— estaba de pie junto a la puerta, observando a través de la única ventana el cielo nocturno del exterior. Sus cabellos eran en verdad plateados, no un reflejo de la luz del fuego. Pero no parecían encanecidos por la edad; aquella lustrosa cabellera brillaba con asombrosa viveza.

—Disculpe, señora —murmuró el enano, aunque la voz le fallaba. La mujer se dio la vuelta y lo observó con curiosidad—. ¿Podría darme algo de comer? —inquirió. El enano nunca olvidaba las prioridades.

La mujer atravesó la habitación como si flotara y ayudó a Bruenor a incorporarse. De nuevo una oleada de oscuridad se abatió sobre el enano, pero luchó por controlarla.

—¡Sólo un enano es capaz de esto! —susurró la mujer, atónita al ver que Bruenor había podido sobrevivir a su odisea.

Bruenor alzó la cabeza hacia ella.

—Te conozco, pero no puedo encontrar tu nombre entre mis pensamientos.

—No tiene importancia —contestó la mujer—. Has pasado una amarga experiencia, Bruenor Battlehammer. —El enano levantó aún más la cabeza y se echó hacia atrás al oír mencionar su nombre, pero la mujer lo tranquilizó—. Te curé las heridas lo mejor que pude, pero llegué demasiado tarde para eliminar los efectos del veneno de la araña.

Bruenor observó su antebrazo vendado y volvió a revivir aquellos horrorosos momentos de su encuentro con la araña gigante.

—¿Cuánto tiempo llevo aquí?

—No sé el tiempo que estuviste tumbado sobre la reja rota, pero aquí has descansado durante más de tres días… ¡demasiado tiempo, para tu estómago, por lo que se ve! Te prepararé algo de comer. —Empezó a levantarse, pero Bruenor la cogió del brazo.

—¿Dónde estoy?

La sonrisa de la mujer le hizo aflojar la presión sobre su brazo.

—En un claro, cerca de la boca de la chimenea. No me atreví a moverte demasiado.

Bruenor no acababa de comprenderlo.

—¿Tu casa?

—¡Oh, no! —La mujer se echó a reír—. Es una ilusión, y sólo temporal. Nos iremos con la primera luz del alba, si te sientes con fuerzas para viajar.

Aquella referencia a la magia hizo que súbitamente la reconociera.

—¡Eres la dama de Luna Plateada! —gritó Bruenor de improviso.

—Claro de Luna Alustriel —respondió la mujer con una educada reverencia—. Saludos, noble rey.

—¿Rey? —repitió Bruenor con desagrado—. Mis dominios pertenecen ahora a esa escoria.

—Ya veremos —dijo Alustriel.

Pero Bruenor no prestó atención a sus palabras. Sus pensamientos no estaban en Mithril Hall, sino en Drizzt, Wulfgar, Regis y, especialmente, en Catti-brie, la alegría de su vida.

—Mis amigos… —suplicó a la mujer—. ¿Sabes algo de mis amigos?

—Tranquilízate —respondió la dama—. Lograron escapar de Mithril Hall, todos ellos.

—¿Incluido el drow?

Alustriel asintió.

—Drizzt Do’Urden no estaba destinado a morir en el hogar de su querido amigo.

La familiaridad con que Alustriel hablaba de Drizzt evocó otro recuerdo en el enano.

—Te encontraste con él antes, ¿verdad? De camino a Mithril Hall. Tú nos indicaste el camino; así se explica que conozcas mi nombre.

—Sí, y por eso sabía dónde buscarte —añadió Alustriel—. Tus amigos creen que has muerto y están profundamente apenados; pero, como maga tengo ciertos dones y puedo hablar con mundos que, a menudo, nos comunican revelaciones sorprendentes. Cuando el espectro de Morkai, un antiguo socio mío que pasó por este mundo hace pocos años, me describió la imagen de un enano caído y a medio salir de un agujero en este lado de la montaña, supe la verdad sobre el destino de Bruenor Battlehammer. Lo único que anhelaba era no llegar demasiado tarde.

—¡Bah! ¡Estoy mejor que nunca! —alardeó Bruenor, mientras se golpeaba el pecho con el puño. Luego, al incorporarse, sintió un punzante dolor en las posaderas, que le hizo perder la compostura.

—Una flecha de ballesta —le explicó Alustriel.

Bruenor reflexionó unos instantes. No recordaba haber sido herido, a pesar de que las imágenes de su huida de la ciudad subterránea eran perfectamente claras. Se encogió de hombros y atribuyó el olvido a la propia ansia de la batalla.

—Así que uno de esos canallas grises me alcanzó… —empezó a decir, pero luego se ruborizó y apartó la vista, al pensar en que aquella mujer le había extraído la flecha de las posaderas.

Alustriel tuvo la cortesía suficiente para cambiar de tema.

—Come y luego descansa un rato —le ordenó—. Tus amigos están a salvo…, por el momento.

—¿Dónde…?

Alustriel lo interrumpió con un gesto.

—Mis conocimientos en este asunto no son suficientes aún —le explicó—. Pronto hallarás las respuestas a tus preguntas. Mañana por la mañana, te llevaré a Longsaddle y hasta Catti-brie. Ella podrá decirte más que yo.

Bruenor deseó poder estar en aquel mismo instante junto a la joven humana que había recogido de unas ruinas tras una incursión de los goblins y a la que había criado como si de su propia hija se tratara; deseó poder estrecharla entre sus brazos y decirle que todo iba bien. Pero luego se recordó a sí mismo que en realidad nunca había esperado volver a ver con vida a Catti-brie; así que podría sufrir la espera de una noche más.

Pocos minutos después de acabar de comer, todos los temores que tenía de que la ansiedad no le dejara dormir se desvanecieron, y cayó exhausto en la serenidad de un profundo sueño. Alustriel permaneció junto a él hasta que los suaves ronquidos resonaron en el mágico refugio.

Satisfecha al comprobar que sólo una persona sana podía soltar una respiración tan ruidosa, la dama de Luna Plateada se apoyó en la pared y cerró los ojos.

Habían sido tres largos días.

Bruenor se quedó asombrado al observar cómo el edificio se esfumaba a su alrededor con las primeras luces del alba; en cierto modo, era como si la oscuridad de la noche hubiera prestado al lugar el material tangible para su construcción. Se volvió para decir algo a Alustriel, pero vio que la mujer estaba inmersa en la invocación de un hechizo, de cara al cielo que iba adquiriendo un color rosáceo, con los brazos extendidos, como si intentara agarrar los rayos de luz.

Juntó las manos y las acercó a su boca, para susurrar el encantamiento en la cavidad que formaban. Luego, lanzó de pronto hacia adelante la luz que había capturado y pronunció las últimas palabras de la invocación:

—¡Equino en llamas!

Una reluciente bola rojiza cayó sobre el suelo rocoso y estalló en una lluvia de fuego, tomando casi al instante la forma de un flamígero carro y dos caballos. Sus imágenes tenían un perfil confuso debido al fuego que las conformaba, pero no quemaban el suelo.

—Recoge tus cosas —indicó la mujer a Bruenor—. Es hora de partir.

El enano permaneció inmóvil durante largo rato. Nunca había llegado a apreciar la magia, únicamente aquella que otorgaba fuerza a las armas y a las armaduras; pero tampoco había negado en ninguna ocasión que podía ser de gran utilidad. Recogió su equipo, sin molestarse en ponerse la armadura ni el escudo, y se acercó a Alustriel, que estaba junto al carro. Subió a él con cierta reticencia, pero comprobó que no sólo no quemaba sino que parecía tan tangible como la madera.

Alustriel agarró una llameante rienda con sus ágiles dedos y azuzó a los animales. De un solo salto, se alzaron hacia el cielo y emprendieron una veloz carrera, primero rumbo al oeste, rodeando el macizo montañoso, y luego en dirección sur.

El enano, atónito, dejó caer su equipo a sus pies y hundió la barbilla en el pecho, agarrándose con fuerza al carro. Las montañas se sucedían por debajo de él; a lo lejos, vislumbró las ruinas de Piedra Alzada, la antigua ciudad enana, y, un instante después, se perdieron en la lejanía. El carro volaba ahora por encima de los campos, que parecían mares de hierba, y se desvió hacia el oeste, bordeando el extremo septentrional de los Páramos de los Trolls. Al sobrevolar la ciudad de Nesme, Bruenor se había relajado ya lo suficiente para soltar una maldición, al recordar el más que inhospitalario trato que él y sus amigos habían recibido a manos de una patrulla de aquella ciudad. Acto seguido, pasaron por encima del río Dessarin, que desde aquella altura parecía una reluciente serpiente que culebreaba a través de los campos, y Bruenor alcanzó a divisar un enorme campamento de bárbaros más hacia el norte.

Alustriel volvió a dirigir el flamígero carro rumbo al sur y, al cabo de pocos minutos, apareció ante ellos la renombrada Mansión de Hiedra de los Harpell, en Longsaddle.

Un grupo de magos curiosos se habían arremolinado en lo alto de la colina para asistir a la llegada del carro, y lanzaban discretas exclamaciones —intentando mantener un aire distinguido—, como siempre que la dama Alustriel los agraciaba con una visita. Uno de los rostros que observaba el carro palideció de improviso cuando la barba rojiza, la nariz puntiaguda y el casco desastado de Bruenor Battlehammer se destacaron en la distancia.

—Pero…, tú…, oh…, muerto…, caído… —balbució Harkle Harpell cuando el enano descendió de un salto por la parte trasera del carro.

—Yo también me alegro de verte —contestó Bruenor, que sólo llevaba su camisa de noche y el casco. A continuación, sacó su equipo del carro y lo dejó caer a los pies de Harkle—. ¿Dónde está mi hija?

—Sí, sí…, la muchacha…, Catti-brie…, que ¿dónde? ¡Oh, allí! —consiguió articular, mientras se frotaba con nerviosismo el labio inferior—. ¡Ven, ven! —Agarró a Bruenor de la mano y echó a correr hacia la Mansión de Hiedra.

En un amplio vestíbulo se toparon con Catti-brie, que acababa de levantarse e iba aún en camisón. Los ojos de la joven se abrieron desmesuradamente al ver que Bruenor corría hacia ella y, tras dejar caer la toalla que llevaba en las manos, se quedó con los brazos colgando a los costados. Bruenor hundió la cabeza en su pecho y la abrazó con tanta fuerza que casi la dejó sin aliento. En cuanto se hubo recuperado de la impresión, Catti-brie le devolvió el abrazo.

—Mis súplicas… —balbució, con voz temblorosa por la emoción—. ¡Por todos los dioses, pensé que habías muerto!

Bruenor no respondió, pues a duras penas podía mantener la compostura. El camisón de Catti-brie estaba empapado de lágrimas suyas y sentía los ojos de una multitud de Harpell clavados en su espalda. Avergonzado, abrió una puerta lateral, sorprendiendo a un Harpell, a medio vestir, desnudo de cintura para arriba.

—Perdón… —empezó el mago, pero Bruenor lo cogió del hombro y lo sacó al vestíbulo, al tiempo que empujaba a Catti-brie hacia la habitación. Cuando el mago giró la cabeza hacia su alcoba, la puerta se cerró en sus narices. Sin saber qué hacer, observó a los suyos allí reunidos, pero las amplias sonrisas de sus rostros y las sofocadas risas le indicaron que no iba a recibir ayuda alguna por su parte; así que, encogiéndose de hombros, se marchó a hacer sus quehaceres cotidianos como si nada inusual hubiera ocurrido.

Era la primera vez que Catti-brie había visto llorar de verdad al estoico enano, pero a Bruenor no le importaba y, además, tampoco hubiera podido hacer nada para evitar aquella escena.

—Mis súplicas, también… —susurró a su adorada hija, la niña humana a la que había adoptado hacía casi dos décadas.

—Si lo hubiéramos sabido… —empezó a decir Catti-brie, pero Bruenor colocó un dedo en sus labios para hacerla callar. Aquello ya no tenía importancia; Bruenor estaba convencido de que ni Catti-brie ni los demás lo habrían abandonado si hubieran sospechado siquiera que seguía con vida.

—Te aseguro que ni yo mismo sé por qué sigo vivo —contestó el enano—. El fuego no prendió en mi cuerpo. —Se estremeció al rememorar las semanas que había permanecido solo en las minas de Mithril Hall—. Pero no hablemos más de ese lugar —suplicó—. Lo he dejado atrás. ¡Para siempre!

Catti-brie empezó a mover la cabeza, pues sabía que se aproximaban ejércitos dispuestos a reclamar el hogar de los enanos, pero Bruenor no se dio cuenta.

—¿Y mis amigos? —preguntó a la joven—. Vi los ojos del drow al caer por el precipicio.

—Drizzt sigue vivo —contestó Catti-brie—, al igual que el asesino que perseguía a Regis. Llegó al borde del abismo un instante después de que tú cayeras, y se llevó prisionero al pequeño.

—¿Panza Redonda? —balbució Bruenor.

—Sí, y también se llevó la pantera del drow…

—Entonces, no está muerto…

—No, que yo sepa —respondió Catti-brie con rapidez—. Todavía no. Drizzt y Wulfgar han salido en su persecución y saben que su destino final es Calimport.

—Un largo viaje —murmuró Bruenor. Luego, observó a Catti-brie, confuso—. Pero yo pensaba que estarías con ellos…

—Tenía un asunto que atender —contestó Catti-brie con el rostro súbitamente serio—. Una deuda que saldar.

Bruenor comprendió al instante.

—¿Mithril Hall? —preguntó—. ¿Pensabas volver allí para vengarme?

Catti-brie asintió, sin parpadear.

—¡Estás loca, hija! Lo que no comprendo es cómo te dejó aquí sola el drow.

—¿Sola? —repitió Catti-brie. Había llegado el momento de que el legítimo rey supiera la verdad—. No, nunca me hubiera atrevido a acabar con mi vida de una forma tan alocada. Un centenar de enanos están ahora de camino hacia aquí, procedentes del norte y del oeste —le explicó—. Y tras ellos acude un número similar de bárbaros, la gente de Wulfgar.

—No serán suficientes —contestó Bruenor—. Un ejército completo de canallas grises se ha apoderado de Mithril Hall.

—Y ochocientos más procedentes de la Ciudadela de Adbar, en el nordeste —prosiguió Catti-brie impertérrita y sin apenas tomar aliento—. El rey Harbromm, de los enanos de Adbar, asegura que volverá a ver los muros de Mithril Hall libres e incluso los Harpell han prometido ayudar.

Bruenor construyó una imagen mental de la envergadura del ejército que se acercaba: magos, bárbaros y una arrolladora columna de enanos…, con Catti-brie a la cabeza. Una débil sonrisa hizo desaparecer el entrecejo fruncido de su rostro. Levantó la mirada hacia su hija, acrecentado todavía más el respeto que siempre había sentido por ella, y sus ojos se empañaron de lágrimas una vez más.

—No me habrían derrotado —gruñó Catti-brie—. Quiero ver tu busto esculpido en la Sala de los Reyes, padre, y quiero que tu nombre ocupe el puesto de honor que le corresponde.

Bruenor la acercó a él y la abrazó con todas sus fuerzas. De todos los mantos y laureles que le habían colocado en el pasado, o que podían colocarle en el futuro, ninguno le era tan preciado ni le llenaba tanto de felicidad como el de «padre».

Bruenor permanecía solemnemente de pie en la ladera meridional de la colina de los Harpell aquella misma tarde, observando a su derecha cómo se desvanecían los colores por el horizonte y qué vacía parecía la llanura que se extendía hacia el sur. Sus pensamientos no se apartaban de sus amigos, en especial de Regis, Panza Redonda, el conflictivo halfling que sin duda había sabido encontrar un cálido rincón en el corazón de piedra del enano.

Drizzt estaría a buen seguro bien —Drizzt siempre estaba bien—, y con el poderoso Wulfgar a su lado, haría falta un ejército entero para derrotarlos.

Pero Regis…

Bruenor nunca había puesto en duda el despreocupado estilo de vida del halfling, que solía jugar con los sentimientos de los demás con aquella indiferencia suya, medio disculpándose, medio divirtiéndose, pero que podía llegar a hundirlo en un lodo demasiado profundo para que sus cortas piernas le permitieran salir de él. Panza Redonda había actuado alocadamente al robar aquel rubí al jefe de la cofradía.

Pero el pensar que se lo merecía no contribuía en nada a aliviar la pena que sentía el enano por el problema en que se hallaba su amigo halfling, ni la rabia que le producía el no poder ayudarlo. Sabía con certeza que su lugar estaba allí, que debía conducir a tan ingente ejército hacia la victoria y la gloria, reduciendo a los duergars y devolviendo la prosperidad a Mithril Hall. Su nuevo reino sería la envidia de todas las tierras del norte y los objetos que en él se forjarían rivalizarían con los trabajos de antaño, y se expandirían por todos los Reinos a través de las rutas comerciales.

Ése había sido su sueño, el objetivo de toda su vida, desde aquel terrible día de hacía casi dos siglos, en el que el clan Battlehammer había sido prácticamente diezmado, y a los pocos que habían logrado sobrevivir, la mayoría niños, los habían expulsado de su hogar y condenado al exilio en las exiguas minas del valle del Viento Helado.

El sueño que Bruenor había perseguido durante toda su vida era regresar allí; pero, ¡qué vano le parecía ahora su objetivo, cuando sus amigos estaban enzarzados en una desesperada persecución por las tierras del sur!

La última luz desapareció del cielo y en su lugar asomaron las primeras estrellas titilantes. «Ya es de noche», pensó Bruenor con cierto alivio.

El momento idóneo para el drow.

Empezó a esbozar una sonrisa, pero la alegría se le truncó de pronto, al considerar la creciente oscuridad desde otra perspectiva.

—Ya es de noche —murmuró en voz alta.

El momento idóneo para un asesino.