6


Puerta de Baldur

—¡Por la borda! ¡Por la borda! —gritó una voz.

—¡Lanzadlos de una vez! —añadió otra. El tropel de marineros se apiñaba a su alrededor, blandiendo palos y espadas curvas.

Entreri permanecía impasible en el centro de la tormenta, y Regis, nervioso, se encontraba junto a él. El asesino no comprendía el repentino arranque de ira de la tripulación, pero suponía que aquel cobarde de halfling estaba detrás de todo aquello. No había desenfundado las armas; sabía que podía tener listos su sable y su daga en cuanto los necesitara y, además, ninguno de los marineros, a pesar de sus gritos y amenazas, se había acercado a más de tres metros de él.

El capitán del barco, un hombre de poca estatura, cabellos grises, con una blanca dentadura perlada, unos ojos perpetuamente entornados y que andaba como un pato, salió de su cabina para investigar el origen del tumulto.

—Ven conmigo, Redeye —dijo al sucio marinero que había sido el primero en enterarse de que los pasajeros estaban aquejados de una terrible enfermedad…, y que evidentemente se había apresurado a hacer correr el rumor entre los demás miembros de la tripulación. Redeye obedeció al instante y siguió al capitán. Caminaron entre los hombres, que se iban apartando a su paso, hasta llegar frente a Entreri y Regis.

El capitán, con gestos parsimoniosos, sacó su pipa y empezó a llenarla, sin apartar su penetrante mirada de Entreri.

—¡Lanzadlos por la borda! —gritaban de vez en cuando los marineros, pero el capitán los silenciaba cada vez con un ademán. Antes de actuar, quería estudiar a fondo a aquellos extraños; así que dejó pasar pacientemente los segundos mientras encendía la pipa y daba una profunda bocanada.

Entreri no parpadeó en ningún momento ni apartó la vista del capitán. Se echó la capa hacia atrás, dejando al descubierto las vainas de su cinturón, y cruzó los brazos. Todos sus movimientos eran pausados y destilaban seguridad, pero dejó sus manos a apenas unos centímetros de las empuñaduras de sus armas.

—Debería habérmelo comunicado, señor —dijo el capitán por fin.

—Sus palabras son para mí tan desconcertantes como los actos de su tripulación —replicó Entreri sin inmutarse.

—Por supuesto —contestó el capitán, mientras otra nube de humo emergía de sus labios.

Varios miembros de la tripulación no tenían tanta paciencia como su capitán. Un hombre corpulento como un tonel, de brazos musculosos y tatuados, empezó a cansarse de la escena y se situó con paso arrogante detrás del asesino, con la intención de lanzarlo por la borda y acabar de una vez con todo aquello.

En el preciso instante en que el marinero alargaba los brazos para coger los delgados hombros del asesino, Entreri pasó a la acción. Se volvió como una peonza y regresó con tanta rapidez a su posición de brazos cruzados que los marineros que lo observaban parpadearon ante los rayos del sol, sin saber si el hombre se había movido o no.

El fornido marinero cayó de rodillas y luego de bruces sobre la cubierta, pues en aquel abrir y cerrar de ojos un talonazo le había aplastado la rodilla y, de forma más mortífera, una daga de pedrería había salido de su funda, le había atravesado el corazón y se hallaba de nuevo reposando en el cinto del asesino.

—Su reputación lo precede —dijo el capitán, sin parpadear.

—Espero haber hecho honor a ella —replicó Entreri mientras realizaba una sarcástica reverencia.

—Por supuesto —afirmó el capitán. Luego, se acercó al hombre caído—. ¿Pueden ayudarlo sus amigos?

—Ya está muerto —le aseguró Entreri—. Si alguno de ellos desea de verdad unirse a él, déjeles dar un paso al frente.

—Están asustados —explicó el capitán—. Han visto enfermedades terribles en el puerto y a lo largo de la costa de la Espada.

—¿Enfermedades? —repitió Entreri.

—Su compañero nos lo confesó.

Una amplia sonrisa se dibujó en el rostro de Entreri mientras todo el asunto se iba esclareciendo en su mente. Con la rapidez del rayo, arrancó la capa a Regis y agarró la muñeca desnuda del halfling. Lo levantó en el aire y observó fijamente los ojos cargados de terror de su prisionero con una mirada que prometía una muerte lenta y dolorosa. Al instante, reparó en las cicatrices del brazo de Regis.

—¿Quemaduras? —graznó.

—Sí, así es como el pequeño dice que sucede —gritó Redeye, ocultándose detrás del capitán cuando la mirada de Entreri se posó en él—. ¡Quemaduras que vienen del interior!

—Quemaduras producidas por cera de vela, diría yo —replicó Entreri—. Inspeccione las heridas usted mismo —añadió, dirigiéndose al capitán—. No se trata de ninguna enfermedad, sino de los trucos desesperados de un ladrón acorralado. —Soltó a Regis y el halfling cayó sobre la cubierta con un ruido sordo.

Permaneció inmóvil, sin atreverse siquiera a respirar. La situación no se había desarrollado tal como había esperado.

—¡Lanzadlos por la borda! —gritó una voz anónima.

—¡No nos arriesguemos! —añadió otra.

—¿Cuántas personas necesita para manejar el barco? —preguntó Entreri al capitán—. ¿Cuántas puede permitirse el lujo de perder?

El capitán, que había visto la actuación del asesino y conocía su fama, no consideró aquellas preguntas como una simple amenaza. Además, la mirada de Entreri no dejaba lugar a dudas de que él mismo sería el primer objetivo si la tripulación se lanzaba contra el asesino.

—Confiaré en su palabra —dijo en tono autoritario, silenciando las protestas de la nerviosa tripulación—. No necesito inspeccionar las heridas. Pero, sanos o enfermos, hemos roto el trato. —Echó una significativa mirada al marinero muerto.

—No pienso ir nadando a Calimport —siseó Entreri.

—Por supuesto. Dentro de dos días, llegaremos a Puerta de Baldur. Allí encontrarán algún otro barco.

—Entonces usted tendrá que devolverme todas las piezas de oro —dijo Entreri con voz pausada.

El capitán exhaló otra bocanada de humo de su pipa. Prefería no tener que enfrentarse con aquel hombre.

—Por supuesto —replicó con la misma calma. Se volvió hacia su cabina y, por el camino, ordenó a su tripulación que regresara a sus puestos.

Recordaba los perezosos días de verano a orillas de Maer Dualdon, en el valle del Viento Helado. ¿Cuántas horas habría pasado allí, pescando escurridizas truchas o simplemente disfrutando de la inusual calidez del sol veraniego en el valle? Al repasar los diez años que había vivido en Diez Ciudades, Regis apenas podía creer en el curso que le había deparado el destino.

Pensó que había encontrado su hogar, y una placentera existencia —más cómoda todavía gracias al rubí robado—, y una lucrativa carrera como tallador. Convertía las ebúrneas espinas de la trucha de cabeza de jarrete en maravillosos adornos. Pero entonces llegó aquel día fatídico en que Artemis Entreri apareció en Bryn Shander, la ciudad que Regis había terminado por llamar su hogar, y obligó al halfling a lanzarse a la aventura con sus amigos.

Sin embargo, ni siquiera Drizzt, Bruenor, Catti-brie o Wulfgar habían sido capaces de protegerlo de Entreri.

Los recuerdos no le llevaban mucho consuelo en las largas horas de soledad encerrado en su reducido camarote. Regis hubiera querido refugiarse en aquellas agradables memorias del pasado, pero sus pensamientos volvían a conducirlo invariablemente al horroroso presente, y siempre acababa preguntándose cómo pensaba castigarlo el asesino por su fallida estratagema. Entreri no había perdido la calma, e incluso parecía divertido, tras el incidente en cubierta; y después de conducir a Regis hasta el camarote, había desaparecido sin decir palabra.

Se había mostrado incluso demasiado tranquilo, a juicio del halfling.

Pero aquello formaba parte del misterio del asesino. Nadie conocía lo suficiente a Artemis Entreri para poder llamarlo amigo, y ningún enemigo podía llegar a comprender lo suficiente a aquel hombre para poder conseguir una mínima ventaja sobre él.

Regis se acurrucó contra la pared cuando por fin apareció Entreri, que atravesó el umbral del camarote y se dirigió a la mesa sin dedicar más que una mirada de reojo al halfling. El asesino se sentó, echó hacia atrás su cabello negro y se quedó mirando la única vela que ardía sobre la mesa.

—Una vela —murmuró, evidentemente divertido. Desvió la vista hacia Regis—. Tienes algunos buenos trucos, halfling —dijo con una risita sarcástica.

Regis no le devolvió la sonrisa. Sabía que el corazón de Entreri no se había reblandecido, y nunca se perdonaría si la aparente expresión de jovialidad del asesino lo pillaba con la guardia baja.

—Una valiosa estratagema —prosiguió Entreri—. Y eficaz. Nos puede costar una semana encontrar otro pasaje hacia el sur en Puerta de Baldur. Un tiempo precioso para que tus amigos acorten distancias. Nunca supuse que fueras tan atrevido.

La sonrisa desapareció de pronto de su rostro, y su tono de voz era mucho más severo cuando añadió:

—No creía que estuvieras tan dispuesto a sufrir las consecuencias.

El halfling alzó la cabeza para controlar todos los movimientos del hombre.

—Ha llegado el momento —murmuró en voz inaudible.

—¿Creías que no las habría, loco? Alabo tu intento…, y espero que me proporciones más diversiones en este tedioso viaje, pero no puedo olvidar el castigo, pues si lo hiciera, restaría valor a tu osadía, y, por tanto, perdería la excitación que me ha producido tu truco.

Se levantó de su asiento y empezó a andar alrededor de la mesa. Regis ahogó un grito y cerró los ojos; sabía que no tenía escapatoria.

La última cosa que vio fue la daga de pedrería que daba vueltas lentamente en las manos del asesino.

Llegaron al río Chionthar al día siguiente, por la tarde, y empezaron a remontar la corriente con las velas henchidas por la brisa marina. Al anochecer, las terrazas superiores de la ciudad de Puerta de Baldur aparecieron en el horizonte, y, cuando los últimos rayos de sol desaparecieron, las luces del enorme puerto les marcaron la ruta como un faro. Sin embargo, la ciudad no permitía el acceso a los muelles después del crepúsculo, y el barco tuvo que echar el ancla a casi media milla de distancia.

Regis, incapaz de conciliar el sueño, oyó cómo Entreri paseaba por el camarote hasta altas horas de la noche. El halfling cerró los ojos con firmeza y se obligó a sí mismo a respirar con un ritmo lento y pesado. No tenía ni idea de lo que intentaba hacer el asesino, pero fuera lo que fuese, no quería que sospechara siquiera que estaba despierto.

Sin embargo, Entreri no pensaba en absoluto en él. Silencioso como un felino —silencioso como la muerte—, el asesino abrió la puerta y se deslizó fuera del camarote. La dotación del barco era de veinticinco marineros, pero después del largo día de viaje y con la expectativa de llegar a Puerta de Baldur con las primeras luces del alba, era probable que sólo hubiera cuatro hombres despiertos.

El asesino pasó furtivamente delante de los compartimientos de la tripulación, siguiendo la luz de una única vela que brillaba en la popa del barco. Junto a los fogones, el cocinero preparaba ajetreado el desayuno de la mañana, una sopa espesa, que hervía en un enorme caldero. Estaba cantando, como siempre hacía cuando trabajaba, y no prestaba atención a lo que lo rodeaba. Pero, aunque hubiera estado en silencio y alerta, probablemente no hubiera oído las ligeras pisadas a sus espaldas.

Murió con el rostro sumergido en la sopa.

Entreri regresó a los compartimientos, donde asesinó a veinte marineros más sin provocar ningún ruido. Luego, subió a cubierta.

Había luna llena aquella noche, pero el experto asesino estaba acostumbrado a moverse entre sombras y conocía bien la rutina de la vigilancia. Había pasado muchas noches estudiando los movimientos de los vigías, preparándose, como siempre, para el escenario más desfavorable posible. Contó la frecuencia de los pasos de los vigías de la cubierta, y empezó a trepar por el mástil principal, sujetando entre los dientes la daga de pedrería.

Con un ágil movimiento de sus entrenados músculos, se situó en la torre de vigía.

Allí había dos hombres.

De regreso a cubierta, Entreri se acercó con calma y sin disimulo alguno a la borda.

—¡Un barco! —gritó, señalando hacia la noche—. ¡Se acerca a nosotros!

Instintivamente, los dos vigías que quedaban se acercaron al asesino y entornaron los ojos para ver el peligro que acechaba en la oscuridad…, hasta que el brillo de la daga les hizo comprender su error.

Sólo quedaba el capitán.

Entreri hubiera podido forzar la cerradura de su camarote con facilidad y matar al hombre mientras dormía, pero el asesino deseaba imprimir un final más dramático a su trabajo. Quería que el capitán se diera cuenta de la suerte funesta que se había apoderado de su barco aquella noche. Entreri se acercó a la puerta, que daba a cubierta, y extrajo sus herramientas y un pedazo de alambre fino.

Pocos minutos después, estaba de regreso a su propio camarote, y se apresuró a despertar a Regis.

—Un solo ruido y te arranco la lengua —advirtió al halfling.

Regis comprendió entonces lo que estaba ocurriendo. Si los hombres de la tripulación llegaban a los muelles de Puerta de Baldur, sin duda difundirían el rumor acerca del mortífero asesino y su amigo «enfermo», lo cual impediría a Entreri obtener ningún otro pasaje hacia el sur.

No iba a permitir que ocurriera una cosa así, a ningún precio, y Regis no pudo por menos de sentirse responsable por la carnicería de aquella noche.

Desalentado, echó a andar en silencio, junto a Entreri, a través de los compartimientos de la tripulación, y reparó en la ausencia de ronquidos y el silencio de la cocina, al fondo. A buen seguro estaba a punto de amanecer y, sin duda, el cocinero debía de estar trabajando duro para preparar la comida de la mañana. Sin embargo, no le llegaba ningún ruido de la puerta entreabierta de la cocina.

En Aguas Profundas habían cargado suficiente combustible para concluir el viaje hasta Calimport, y todavía había barriles llenos en la bodega. Entreri abrió la trampilla y subió dos de los pesados toneles. Tras romper el precinto de uno de ellos, lo lanzó rodando de una patada entre las camas de los marineros, derramando de ese modo el líquido. Luego llevó el otro —al tiempo que arrastraba a Regis, que apenas podía andar por el miedo y la repulsión que sentía— hasta cubierta y empezó a esparcir el combustible en silencio, trazando un semicírculo alrededor de la puerta del capitán.

—Métete ahí —ordenó a Regis, mientras señalaba un único bote salvavidas que colgaba del lado de estribor—. Y llévate esto. —Tendió una diminuta bolsa al halfling.

A Regis se le hizo un nudo en la garganta al pensar en lo que había en su interior, pero de todas formas la cogió y la sujetó con fuerza, consciente de que si lo perdía, Entreri cogería otro.

El asesino corría ligero por la cubierta mientras preparaba una antorcha. Regis lo miró horrorizado y se puso a temblar al ver la frialdad de su ensombrecido rostro cuando lanzó la antorcha por la escalera en dirección a los camarotes empapados de petróleo. Entreri observó con satisfacción cómo las llamas cobraban vida en un santiamén, y atravesó de nuevo la cubierta en dirección a la cabina del capitán.

—¡Adiós! —Fue su única explicación mientras golpeaba la puerta. Luego, con un par de zancadas, se introdujo en el bote salvavidas.

El capitán se incorporó de un salto en la cama, totalmente desorientado. En el barco reinaba una extraña calma, a excepción de unos reveladores crujidos y unas volutas de humo que emergían a través de los tablones del suelo.

Espada en mano, el capitán corrió el pestillo y abrió la puerta de par en par. Miró a su alrededor, desesperado, y llamó a gritos a su tripulación. Las llamas no habían alcanzado aún la cubierta, pero para él era evidente —al igual que debía de haberlo sido para los vigías— que el barco estaba ardiendo. El capitán empezó a sospechar la terrible verdad y se precipitó fuera de la cabina, vestido sólo con su camisa de dormir.

Sintió el enganchón y esbozó una mueca al comprender la estratagema, mientras el fino alambre se hundía en su tobillo desnudo. Cayó de bruces sobre la cubierta y la espada salió disparada delante de él. Percibió un olor característico y al instante comprendió las mortíferas imprecaciones del líquido que empapaba ahora su ropa. Alargó el brazo para intentar coger la vaina de su espada y se agarró inútilmente al suelo hasta que los dedos empezaron a sangrarle.

Una débil llama se abrió paso entre las juntas de la madera.

Los ruidos resonaban misteriosamente en la amplia extensión de agua, en medio de la vacía oscuridad de la noche. Un sonido envolvió enteramente a Entreri y Regis mientras el asesino empujaba el pequeño bote salvavidas contra las corrientes del río Chionthar, e incluso llegó a oírse a través del bullicio que imperaba en las tabernas de los muelles de Puerta de Baldur, a más de medio kilómetro de distancia.

Como si se hubiera incrementado por los mudos gritos de protesta de la tripulación asesinada, y por el propio barco moribundo, una única voz agonizante gritó por todos ellos.

Luego, sólo el crepitar del fuego rompió el silencio.

Entreri y Regis llegaron a Puerta de Baldur a pie, después de amanecer. Habían atracado el pequeño bote salvavidas en una ensenada situada un centenar de metros río abajo, y luego lo habían hundido. Entreri no quería dejar ninguna prueba que pudiera relacionarlo con el desastre de la noche anterior.

—Será agradable volver a casa —dijo el asesino a Regis mientras se abrían paso por los amplios muelles de la parte inferior de la ciudad. Hizo que el halfling se fijara en un enorme barco mercante anclado en uno de los embarcaderos exteriores—. ¿Recuerdas el gallardete?

Regis observó la bandera que ondeaba en lo alto de la embarcación: un fondo dorado sobre el que se destacaban unas líneas azules inclinadas, el estandarte de Calimport.

—Los barcos mercantes de Calimport nunca aceptan pasajeros a bordo —le recordó al asesino, con la esperanza de confundir la actitud arrogante de Entreri.

—Harán una excepción —respondió Entreri, mientras extraía el rubí de debajo de su chaqueta y lo observaba con una malévola sonrisa.

Regis permaneció en silencio una vez más. Conocía de sobra el poder del rubí y no podía refutar la afirmación del asesino.

Con zancadas seguras y directas, que indicaban que había estado con anterioridad en Puerta de Baldur, Entreri condujo a Regis a la oficina del oficial de puerto, situada en una pequeña y desvencijada construcción junto a los muelles. Regis lo seguía, obediente, aunque sus pensamientos apenas reparaban en los sucesos del presente. Todavía se sentía inmerso en la pesadilla de la tragedia de la noche anterior, intentando determinar cuál había sido su participación en la muerte de aquellos veintiséis hombres. Casi ni se fijó en el oficial y ni siquiera oyó su nombre.

Pero, tras unos pocos segundos de conversación, Regis se dio cuenta de que Entreri había encantado totalmente al hombre bajo el hechizo hipnótico del rubí. El halfling se abstrajo por completo de la reunión, angustiado al ver cómo Entreri había aprendido a utilizar los poderes de la gema. Sus pensamientos volaron de nuevo hacia sus amigos y a su hogar, aunque ahora los recordaba apenado, sin esperanza alguna. ¿Habrían escapado Drizzt y Wulfgar, de los horrores de Mithril Hall y estarían ahora tras su pista? Al ver a Entreri en acción y al ser consciente de que pronto regresaría a los dominios del reino de Pook, Regis casi deseaba que no vinieran en su busca. ¿Con cuánta sangre más se iban a manchar sus pequeñas manos?

Gradualmente, el halfling volvió al presente, escuchando a medias las palabras de la conversación y diciéndose a sí mismo que tal vez podría enterarse de algo importante.

—¿Cuándo zarparán? —preguntaba en aquel momento Entreri.

Regis aguzó el oído. El tiempo era importante. Quizá sus amigos pudieran alcanzarlos allí, a cientos de kilómetros de distancia del dominio del bajá Pook.

—Dentro de una semana —contestó el oficial, sin parpadear ni apartar la vista de la gema que no paraba de girar.

—Demasiado tarde —murmuró Entreri para sí. Luego, dirigiéndose al obnubilado hombre, añadió—: Desearía conversar con el capitán.

—Podría intentarlo.

—Esta misma noche…, aquí.

El hombre se encogió de hombros, en signo de asentimiento.

—Y un favor más, amigo mío —dijo Entreri con una irónica sonrisa—. ¿Conoce usted a todos los barcos que llegan a puerto?

—Ése es mi trabajo —respondió el aturdido oficial.

—Y seguro que tiene también ojos en las puertas, ¿verdad? —preguntó Entreri con un guiño.

—Tengo muchos amigos —contestó el hombre—. Nada sucede en Puerta de Baldur sin mi conocimiento.

Entreri observó a Regis.

—Dásela —ordenó.

Regis no comprendió la orden y respondió con una mirada interrogativa.

—La bolsa —explicó el asesino, utilizando el mismo tono alegre que había empleado en su conversación con el hipnotizado oficial.

Regis entornó los ojos y se mantuvo inmóvil, en el acto más desafiante que nunca se había atrevido a hacer ante su raptor.

—La bolsa —reiteró Entreri, ahora en un tono de voz muy serio—. Nuestro regalo para tus amigos.

Regis titubeó un instante, pero luego tendió la diminuta bolsa al oficial de puerto.

—Pregunte a cada barco y a cada jinete que llegue a Puerta de Baldur —le explicó Entreri—. Busque un grupo de viajeros…, dos como mínimo: uno de ellos es un elfo, aunque es posible que vaya disfrazado para conservar el anonimato, y el otro, un bárbaro gigantesco de cabellos rubios. Búsquelos, amigo mío. Encuentre al aventurero que se hace llamar Drizzt Do’Urden. Este regalo es exclusivo para él. Dígale que espero su llegada en Calimport. —Lanzó una malévola mirada a Regis—. Con más regalos…

El oficial introdujo la bolsa en su bolsillo y aseguró a Entreri que cumpliría el encargo.

—Debo irme —concluyó el asesino, levantando a Regis de un tirón—. Nos veremos esta noche, una hora después de la puesta de sol.

Regis sabía que el bajá Pook tenía contactos en Puerta de Baldur, pero no podía por menos de sorprenderse al ver la facilidad con que el asesino se desenvolvía por allí. En menos de una hora, Entreri había encontrado alojamiento y había contratado los servicios de dos tipos para que mantuvieran guardia junto a Regis mientras él iba a hacer unos encargos.

—¿Ha llegado ya la hora de tu segunda estratagema? —le preguntó sibilinamente poco antes de partir. Luego, desvió la mirada hacia los dos tipos que estaban apoyados contra la pared de la habitación, enfrascados en un debate poco intelectual sobre las afamadas virtudes de una «dama» local.

—Quizá puedas burlarlos a ellos —susurró Entreri.

Regis desvió los ojos, pues le desagradaba profundamente el macabro sentido del humor del asesino.

—Pero recuerda, mi pequeño ladrón, que, una vez en el exterior, te encontrarás en la calle…, entre las sombras de los callejones donde no hallarás amigos y en donde te estaré esperando. —Dio media vuelta, riéndose entre dientes, y desapareció por la puerta.

Regis observó a los dos tipos, que ahora estaban enfrascados en otra acalorada discusión. Probablemente en aquel momento hubiera podido huir sin que se dieran cuenta.

Se recostó en la cama con un suspiro resignado y, no sin dificultad, cruzó los dedos por debajo de la nuca. El dolor que sentía en una de las manos le recordaba el precio que había tenido que pagar por su osadía.

Puerta de Baldur estaba dividida en dos distritos: la ciudad inferior de los muelles y la ciudad superior, al otro lado de la muralla, donde residían los ciudadanos más importantes. La ciudad había rebasado literalmente sus límites con el descontrolado crecimiento del comercio a lo largo de la costa de la Espada; y la antigua muralla constituía una útil barrera para los marineros de paso y los aventureros que constantemente se acercaban a las viejas casas de tierra firme. «De camino a todas partes» era una frase habitual allí, referida a que la ciudad se encontraba más o menos a medio camino de Aguas Profundas, en el norte, y Calimport, en el sur; las dos ciudades más importantes de la costa de la Espada.

A la vista del constante movimiento y bullicio que le otorgaba aquel título, Entreri atrajo poca atención mientras se deslizaba a través de las callejuelas en dirección al centro de la ciudad. Tenía un aliado, un poderoso mago llamado Oberon, que también estaba asociado con el bajá Pook. Entreri sabía que Oberon era totalmente leal a Pook, y el mago no dudaría en ponerse en contacto con el jefe de la cofradía en Calimport para darle la noticia de la recuperación del colgante y del inminente regreso de Entreri.

Pero a éste le traía sin cuidado que Pook estuviera o no al corriente de su llegada. Su objetivo se encontraba a sus espaldas, en Drizzt Do’Urden, no frente a él, en Pook; y el mago podía serle de gran utilidad para averiguar el paradero de sus perseguidores.

Tras una reunión que lo mantuvo ocupado el resto del día, Entreri salió de la torre de Oberon y regresó a la oficina del oficial de puerto para la cita acordada con el capitán del barco mercante de Calimport.

El rostro de Entreri había recuperado su resuelta confianza; había dejado atrás el desafortunado incidente de la noche anterior y todo volvía a ir sobre ruedas. Acarició el rubí mientras se acercaba a la desvencijada barraca.

Una semana suponía un retraso demasiado largo.

Regis apenas se sorprendió cuando a última hora de aquella misma noche Entreri regresó a la habitación y anunció que había «persuadido» al capitán de la embarcación de Calimport para que cambiara su programa.

Zarparían al cabo de tres días.