5


Cenizas

La habitación estaba vacía y el fuego crepitaba quedamente. El ser sabía que había enanos grises, duergars, en la estancia contigua, al otro lado de la puerta entreabierta, pero tenía que arriesgarse. Aquella sección del complejo estaba demasiado llena de escoria para que pudiera continuar caminando por los túneles sin su disfraz.

Se deslizó hacia dentro y pasó de puntillas ante la puerta lateral para llegar a la hoguera. Se arrodilló frente a ella y dejó a un lado su hacha de mithril puro. El brillo de las llamas lo hizo parpadear instintivamente, aunque no sintió dolor alguno al hundir sus dedos en las cenizas.

Un instante después, oyó que la puerta lateral se abría y se frotó el rostro con un último puñado de ceniza, deseando haber cubierto adecuadamente su reveladora barba rojiza y la piel pálida de su nariz hasta la punta.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó una voz que sonó como un graznido a sus espaldas.

El enano cubierto de cenizas sopló sobre las ascuas y apareció una débil llama.

—Hace un poco de frío —respondió—. Necesitaba descansar. —Se puso en pie y dio media vuelta, mientras levantaba el hacha de mithril.

Dos enanos grises atravesaron la estancia y se detuvieron frente a él, con sus armas enfundadas.

—¿Quién eres? —preguntó uno de los duergars—. ¡No eres del clan McUduch ni perteneces a estos túneles!

—Soy Tooktokk, del clan Trilk —mintió el enano, utilizando el nombre de un enano gris que había matado el día anterior—. Estaba de patrulla y me perdí. ¡Me alegro de haber encontrado una habitación en la que arde una hoguera!

Los dos enanos grises se miraron y luego volvieron a desviar la vista hacia el extraño, con actitud recelosa. Se habían enterado de las noticias que corrían aquellas últimas semanas —desde que Tiniebla Brillante, el dragón de la oscuridad que había sido su dios, había sido derrotado—; eran rumores acerca de duergars asesinados, y muchos de ellos incluso decapitados, que habían sido hallados en los túneles exteriores. ¿Qué hacía éste solo en esa habitación? ¿Dónde estaba el resto de la patrulla? Sin duda el clan Trilk conocía lo suficiente el complejo para salir de los túneles del clan McUduch.

Y, ¿por qué —según observó uno de ellos— había una mancha rojiza en la barba de este duergar?

El enano percibió sus sospechas al instante y supo que no podría continuar con la farsa durante mucho más rato.

—Perdí a dos de los míos —dijo—, a manos de un drow. —Sonrió al ver que los duergars abrían los ojos desmesuradamente. La sola mención de un elfo oscuro siempre hacía retroceder a los enanos grises…, lo cual proporcionaba al enano unos segundos de ventaja—. Pero valió la pena —proclamó, mientras sostenía el hacha de mithril junto a su rostro—. ¡Encontró un arma mortífera! ¿La veis?

Uno de los duergars se atrevió incluso a inclinarse hacia adelante, atraído por el reluciente acero, y el enano de barba rojiza, después de observarlo más de cerca, le incrustó cruelmente la hoja en el rostro. El otro duergar apenas tuvo tiempo de empuñar su espada, cuando de un revés, el enano lo golpeó en los ojos con el mango del hacha. Se tambaleó hacia atrás por el impacto, pero a través de aquella nube de dolor que lo invadía supo que estaba perdido un segundo antes de que el hacha de mithril le cortara el cuello.

Dos duergars más se precipitaron en la estancia, procedentes de la habitación contigua, con las armas desenfundadas.

—¡Consigue ayuda! —gritó uno de ellos, antes de enfrentarse al enano. El otro corrió hacia la puerta.

Una vez más, la suerte estuvo de parte del enano de barbas rojizas. De un puntapié, lanzó por los aires un bulto que había en el suelo directo hacia el duergar que huía, mientras con su escudo de oro esquivaba el golpe de su nuevo oponente.

El duergar que había salido en busca de ayuda, había dado sólo un par de zancadas, cuando algo le golpeó las piernas, haciéndole perder el equilibrio y lanzándolo por el suelo. Se puso de inmediato en pie, pero titubeó al ver el bulto que lo había derribado, y estuvo a punto de vomitar.

Era la cabeza de uno de los suyos.

El enano de barbas rojizas esquivó de un salto otro ataque y atravesó corriendo la estancia para acabar con el duergar que había intentado huir y que ahora estaba de rodillas. Lo golpeó con tanta fuerza con el escudo, que aplastó su cabeza contra el muro de piedra.

Pero su propio impulso le hizo perder el equilibrio y se encontró con una rodilla en el suelo cuando el duergar que quedaba lo alcanzó. El enano se colocó el escudo sobre la cabeza, para protegerse del golpe que el duergar estaba a punto de asestarle con la espada y, al mismo tiempo, contraatacó con un barrido bajo de su hacha, intentando alcanzarle las rodillas.

El duergar se echó hacia atrás justo a tiempo, con un simple corte en una pierna; pero, antes de que pudiera recuperarse del todo y lanzarse de nuevo al ataque, el enano de barba rojiza estaba de nuevo en pie y dispuesto.

—¡Tus huesos servirán para los carroñeros! —gruñó el enano.

—¿Quién eres? —preguntó el duergar—. ¡Seguro que no de los míos!

Una blanca sonrisa se dibujó en el rostro cubierto de ceniza del enano.

—Me llamo Battlehammer —gritó, mientras se colocaba el escudo delante para que viera el estandarte grabado en él: una jarra repleta de espuma, emblema del clan Battlehammer—. ¡Bruenor Battlehammer, legítimo rey de Mithril Hall!

Bruenor soltó una risa entre dientes al ver que el rostro del enano gris palidecía. El duergar se acercó con paso inseguro hacia la puerta lateral, comprendiendo que no podía ganar a un adversario tan poderoso. Llevado por la desesperación, dio media vuelta y echó a correr, intentando cerrar la puerta a sus espaldas.

Pero Bruenor adivinó las intenciones del duergar y, antes de que la puerta pudiera cerrarse, interpuso una de sus pesadas botas entre la hoja y el marco. A continuación, el corpulento enano empujó la puerta con el hombro y el duergar salió volando por los aires en la reducida estancia, derribando una mesa y una silla.

Bruenor atravesó el umbral con paso confiado, sin temor alguno.

Al ver que no tenía salida, el enano gris se lanzó contra él de forma salvaje, con el escudo por delante y blandiendo su espada por encima de la cabeza. Bruenor repelió el ataque sin problemas y luego incrustó su hacha en el escudo del duergar; pero, como éste también era de mithril, no pudo romperlo, aunque fue tan fuerte el golpe que las correas de cuero se rompieron. El brazo del duergar quedó entumecido y el enano gris cayó sin resistencia. Entonces soltó un chillido de terror y cruzó la corta espada por encima de su pecho para proteger el flanco que había quedado al descubierto.

Bruenor siguió el movimiento del duergar con una embestida de su propio escudo, que golpeó a su oponente en el codo y le hizo perder el equilibrio. Luego, con un hábil movimiento de su hacha, Bruenor deslizó la hoja mortal por encima del hombro descubierto del duergar.

Una segunda cabeza cayó al suelo.

Bruenor soltó un gruñido de satisfacción por el trabajo bien hecho y retrocedió hasta la habitación de mayores proporciones. El duergar caído junto a la puerta estaba recobrando el sentido cuando se acercó a él y, con ayuda del escudo, volvió a aplastarle la cabeza contra el muro.

—Veintidós —murmuró para sí, para mantener la cuenta de los enanos grises que había derrotado durante esas últimas semanas.

Bruenor se asomó y echó un vistazo al oscuro corredor. Todo estaba despejado. Cerró con suavidad la puerta y se acercó de nuevo a la hoguera para dar los últimos toques a su disfraz.

Tras la salvaje caída hasta el fondo del barranco de Garumn subido a lomos del dragón en llamas, Bruenor había perdido el sentido. Cuando consiguió abrir de nuevo los ojos, se quedó atónito. Nada más echar un vistazo a su alrededor, supo que el dragón estaba muerto, pero no podía comprender por qué él, que todavía permanecía encima de la humeante masa de carne, no se había quemado.

El barranco estaba en silencio y a oscuras, y Bruenor no podía determinar cuánto tiempo había permanecido inconsciente. A pesar de todo, sabía que sus amigos, si habían conseguido escapar, habrían logrado abrirse camino por la puerta de atrás hacia la seguridad de la superficie.

¡Y Drizzt estaba vivo! La imagen de los ojos color de espliego del drow, mientras observaba desde la pared del precipicio cómo caía agarrándose al dragón, había quedado firmemente impresa en la mente de Bruenor. Incluso ahora, tras haber transcurrido, según suponía él, varias semanas, utilizaba esa imagen del indomable Drizzt Do’Urden como una letanía contra el desaliento de su propia situación. Porque Bruenor no había podido subir por la pared del precipicio, muy escarpada y vertical. Su única opción había sido deslizarse por el único túnel que salía de la base del abismo y abrirse camino a través de las minas inferiores.

Y eso, a través de un ejército de enanos grises…, duergars que ahora estaban mucho más alerta, pues el dragón que Bruenor había matado, Tiniebla Brillante, había sido su señor.

Había conseguido llegar lejos, y cada paso que daba lo acercaba un poco más a la libertad de la superficie. Pero cada paso lo acercaba también a la horda principal de los duergars. Incluso ahora era capaz de oír el acompasado ruido de los hornos de la gran ciudad subterránea, y estaba convencido de que quien los manejaba era también aquella escoria de color gris. Bruenor era consciente de que tenía que pasar por allí para llegar a los túneles que conectaban con los niveles superiores.

Pero incluso aquí, en la oscuridad de las minas, su disfraz no podría superar un examen de cerca. ¿Cómo iba pues a atreverse a cruzar la iluminada ciudad subterránea con un millar de enanos grises trabajando a su alrededor?

Bruenor trató de apartar de su mente ese pensamiento y se restregó más ceniza sobre el rostro. No tenía por qué preocuparse; conseguiría pasar. Recogió el hacha y el escudo y se dirigió a la puerta.

Sacudió la cabeza y sonrió al acercarse a ella, pues el atontado duergar había recobrado el sentido, aunque no del todo, e intentaba ponerse en pie.

Bruenor lo incrustó contra la pared por tercera vez y, mientras lo hacía, dejó caer el hacha con indiferencia sobre su cabeza, para que ya nunca más volviera a despertarse.

—¡Veintitrés! —exclamó satisfecho el poderoso enano con una mueca mientras salía al corredor.

El sonido de la puerta al cerrarse resonó en la oscuridad y, cuando el eco se desvaneció, Bruenor volvió a oír el rítmico ruido de los hornos.

La ciudad subterránea, su única posibilidad.

Respiró hondo para calmarse, luego golpeó el hacha contra el escudo con gran determinación y empezó a andar por el corredor en dirección de donde provenía el sonido.

Era ya hora de acabar con este asunto.

El corredor serpenteaba y daba vueltas una y otra vez antes de desembocar en una arcada que conducía a una caverna brillantemente iluminada.

Por primera vez en casi doscientos años, Bruenor Battlehammer pudo observar la gran ciudad subterránea de Mithril Hall. Edificada en una profunda sima, con muros escalonados sobre los que se alineaban puertas decoradas, aquel imponente lugar había albergado en su día a la totalidad del clan Battlehammer, y todavía les habían sobrado muchas habitaciones.

El lugar había permanecido exactamente tal como lo recordaba el enano, y ahora, como en aquellos lejanos años de su niñez, brillantes fuegos relucían en la mayoría de los hornos, y en el nivel inferior se distinguían las siluetas inclinadas de los trabajadores enanos. ¿Cuántas veces había observado el joven Bruenor junto con sus amigos la magnificencia de aquel lugar y había escuchado el repicar de los martillos de los herreros, y el resoplido de los enormes fuelles?

Bruenor apartó de su mente aquellos agradables recuerdos al recordarse a sí mismo que aquellos trabajadores inclinados que veía eran diabólicos duergars, no su propia gente. Consiguió retornar su mente al presente y a la tarea que tenía por delante. De alguna forma debería cruzar forzosamente por el espacio descubierto y subir por los escalones del otro extremo para alcanzar un túnel que lo condujera a un nivel superior del complejo.

Un rumor de botas hizo que Bruenor se ocultara de nuevo en las sombras del túnel. Sujetó con fuerza su hacha y ni siquiera se atrevió a respirar, preguntándose si finalmente habría llegado la hora de su última gloria. Una patrulla de duergars equipados con pesadas armas llegó hasta la arcada y luego continuó su camino, echando tan sólo una ojeada indiferente al túnel.

Bruenor respiró aliviado y se reprendió a sí mismo por el tiempo que había perdido. No podía permitírselo; cada movimiento que hacía en aquella zona era un riesgo peligroso. Pensó a toda prisa en las opciones que tenía. Estaba aproximadamente en mitad de una pared, cinco terrazas por encima del suelo. En la de más arriba, había un puente que cruzaba el abismo, pero sin duda tendría una fuerte vigilancia. Si subía desde allí, solo, fuera del bullicio de la planta baja, llamaría demasiado la atención.

Atravesar la concurrida planta baja parecía una ruta más adecuada. Los túneles situados en mitad del otro muro, casi justamente frente donde él estaba, lo conducirían al extremo más occidental del complejo, de vuelta a la primera sala que había encontrado a su retorno a Mithril Hall y, por allí, al campo abierto del valle del Guardián. Suponía que aquélla era la mejor alternativa…, siempre que pudiera atravesar la planta baja al descubierto.

Echó un vistazo por debajo de la arcada en busca de algún indicio que indicara el regreso de la patrulla. Satisfecho al ver que todo parecía despejado, se recordó a sí mismo que él era el rey, el legítimo rey del complejo y, con paso orgulloso, echó a andar hacia la terraza. La escalera que le quedaba más cerca estaba situada a su derecha, pero aquél había sido el camino que había tomado la patrulla y Bruenor pensó que sería más conveniente intentar no tropezarse con ellos.

Su confianza no hacía sino crecer. Pasó junto a una pareja de enanos grises y respondió a sus indiferentes saludos con un rápido gesto de cabeza, sin aflojar la marcha.

Descendió una terraza, y luego otra, y antes de que tuviera tiempo de meditar sobre los progresos que hacía, Bruenor se vio envuelto en la brillante luz procedente de los enormes hornos situados al final de la rampa, a menos de cinco metros del suelo. Se encogió instintivamente ante el resplandor de luz, pero un rincón de su mente se dio cuenta de pronto de que la claridad era en realidad su aliada. Los duergars eran criaturas de la oscuridad y ni estaban acostumbradas ni les gustaba la luz. Los que caminaban por la planta baja se ponían capuchas para protegerse los ojos, y Bruenor se apresuró a hacer lo mismo, mejorando todavía más su disfraz. Al ver la confusión que parecía reinar allí, empezó a pensar que su propósito iba a resultar fácil.

Al principio, comenzó a moverse con lentitud, pero pronto fue adquiriendo velocidad, a pesar de que avanzaba con el cuerpo encogido, el cuello de la capa subido hasta las mejillas y el abollado casco de un solo cuerno hundido hasta las cejas. Intentando aparentar un aire de naturalidad, Bruenor mantenía el brazo con el que sostenía el escudo, pegado al costado; pero la otra mano se apoyaba con firmeza en el hacha que llevaba al cinto. Procuraba estar preparado, por si la situación se complicaba.

Pasó frente a las tres forjas centrales —y delante de la multitud de duergars que allí había— sin incidentes, y luego esperó pacientemente a que pasara una pequeña caravana de vagonetas cargadas de mineral. Tratando de mantener aquel aspecto desenvuelto y cordial, hizo un gesto de asentimiento al grupo; pero se le hizo un nudo en la garganta al ver el mithril que iba cargado en los carros… y al pensar en que aquellos canallas grises extraían los metales preciosos de las paredes de su amada tierra.

—Pagaréis por todo esto —murmuró en voz apenas audible mientras se pasaba una manga por la frente. Había olvidado lo calurosa que se volvía la atmósfera en la zona inferior de la ciudad subterránea cuando los hornos estaban en funcionamiento. Como les ocurría a todos los que pasaban por allí, gruesas gotas de sudor empezaron a deslizarse por su rostro.

En un principio, no pensó en lo embarazoso de la situación, pero de pronto el último enano del grupo de mineros que pasaba le dirigió una curiosa y prolongada mirada.

Bruenor se encogió todavía más y echó a andar a toda prisa, al comprender de repente el efecto que el sudor habría provocado en su frágil disfraz. Cuando llegó a la primera escalera, al otro lado del abismo, llevaba el rostro lleno de churretes, y en algunas zonas se adivinaba ya su color original.

Aun así, pensó que podría conseguirlo; pero en mitad de la escalera sucedió el desastre. Iba tan concentrado en ocultar su rostro que perdió el equilibrio y tropezó con un soldado duergar que permanecía de pie un par de escalones más arriba. De forma impulsiva, Bruenor alzó el rostro y sus ojos se toparon con los del duergar.

La atónita mirada que le dirigió el enano gris le hizo comprender sin la menor duda que la estratagema había llegado a su fin. El enano gris hizo ademán de coger su espada, pero Bruenor no tenía tiempo de entablar una lucha en regla. Introdujo la cabeza entre las rodillas del duergar —rompiéndole una rótula con el cuerno que todavía le quedaba en el casco—, y lo lanzó por encima de su espalda escaleras abajo.

Bruenor echó un vistazo a su alrededor. Pocos parecían haberse dado cuenta del incidente y las peleas eran habituales entre las filas de los duergars. El enano empezó a subir la escalera, con aire indiferente.

Pero el soldado no había perdido del todo el sentido después de estrellarse contra el suelo y tenía todavía suficiente conciencia para señalar con el dedo hacia la terraza y gritar.

—¡Detenedlo!

Bruenor abandonó toda esperanza de pasar inadvertido. Al instante, extrajo su hacha de mithril y echó a correr por la terraza en dirección al siguiente tramo de escaleras. Los gritos de alarma empezaron a resonar por todo el abismo. Al momento, reinaba el caos más absoluto a los pies de Bruenor: vagonetas que volcaban, el sonido metálico al desenvainar las armas y el estruendo de las pesadas botas que sacudían el suelo. En el preciso momento en que empezaba a subir el siguiente tramo de escaleras, dos guardias le cerraron el paso.

—¿Qué ocurre? —gritó confuso uno de ellos, sin acabar de comprender que el enano que tenía frente a él pudiera ser el motivo de aquella conmoción. Horrorizados, los dos guardias reconocieron la raza de Bruenor en el mismo instante en que su hacha atravesaba el rostro de uno de ellos y, de un empujón, lanzaba fuera de la terraza al otro.

A continuación, Bruenor se precipitó escaleras arriba, pero tuvo que retroceder sobre sus pasos al ver aparecer en lo alto a una patrulla. Cientos de enanos grises empezaron a salir por todas partes en la ciudad subterránea, y Bruenor se convirtió pronto en el foco de atención de todos.

El enano encontró otra escalera y llegó a la segunda terraza.

Pero se detuvo allí, atrapado. Una docena de soldados duergars se acercaba a él, desde ambas direcciones, con las armas desenfundadas.

Bruenor echó un vistazo desesperado a su alrededor. La confusión había atraído a más de un centenar de enanos grises que había en la planta baja y que ahora subían precipitadamente por la escalera que él acababa de dejar.

Una amplia sonrisa se dibujó en el rostro del enano al encontrar una solución, por muy desesperada que fuera. Observó de nuevo a los soldados que se lanzaban al ataque y supo que no le quedaba otra alternativa. Tras hacer un saludo, se ajustó el casco y saltó de repente de la terraza, precipitándose sobre la muchedumbre que se había acumulado en el nivel inmediatamente inferior. Sin perder el ímpetu, Bruenor continuó rodando hasta la barandilla para caer, junto con otros desafortunados duergars, sobre otro grupo que se apiñaba en la planta baja.

Al llegar al suelo, se puso en pie al instante y empezó a abrirse paso con el hacha. Los sorprendidos duergars que allí se arremolinaban se subieron unos encima de los otros en un intento desesperado por apartarse del camino de aquel salvaje enano y su mortífera arma y, al cabo de pocos segundos, Bruenor lograba atravesar a la carrera la planta baja, libre ya de obstáculos.

El enano se detuvo y observó a su alrededor. ¿Adónde podía ir ahora? Docenas de duergars se interponían entre él y cualquiera de las salidas de la ciudad subterránea, y, a cada minuto que pasaba, estaban más organizados.

Uno de los soldados embistió contra él, pero fue cortado en dos de un solo golpe.

—¡Venid a buscarme! —gritó Bruenor en tono desafiante, con la esperanza de poder tumbar a varios duergars más antes de que lo atraparan—. ¡Venid, todos los que queráis! ¡Conoceréis la cólera del verdadero rey de Mithril Hall!

Una flecha rebotó en su escudo, robando parte del orgullo de sus palabras. Movido más por el instinto que por la razón, el enano se volvió de pronto hacia el único camino que le quedaba libre: los rugientes hornos. Colocó el hacha de mithril en su cinto y no se lo pensó dos veces. El fuego no le había hecho daño cuando había caído a lomos del dragón en llamas, y el calor de las cenizas con que se había frotado el rostro no parecía ni siquiera haber tocado su piel.

Así, una vez más, de pie en el centro de un horno abierto, Bruenor descubrió que era inmune a las llamas. No tenía tiempo para reflexionar sobre ese misterio y tan sólo supuso que la protección de la que gozaba frente al fuego era una de las propiedades mágicas de la armadura que se había puesto al entrar por primera vez en Mithril Hall.

Pero en realidad, lo que una vez más le había salvado la vida, era la cimitarra perdida de Drizzt, cuidadosamente atada bajo la mochila de Bruenor y cuya existencia el enano casi había olvidado.

El fuego crepitó como si protestara y la intensidad de las llamas disminuyó cuando el acero mágico se introdujo en el horno. Pero se avivaron de nuevo en cuanto Bruenor empezó a ascender por la chimenea. Oyó los gritos de los atónitos duergars detrás de él, junto con otros chillidos de que apagaran el fuego. Luego, una voz se alzó por encima de las demás, en un tono autoritario.

—¡Ahogadlo con humo!

Empezaron a lanzar trapos humedecidos a las llamas y grandes oleadas de humo gris envolvieron a Bruenor. Tenía los ojos llenos de hollín y le faltaba aire, pero aun así no podía hacer otra cosa que seguir subiendo. A ciegas, buscaba hendiduras en la pared donde afianzar sus rechonchos dedos, y se impulsaba hacia arriba con todas sus fuerzas.

Sabía que seguramente moriría si respiraba, pero ya no le quedaba aire y sentía un dolor agudo en los pulmones.

De pronto, encontró un hueco en la pared y estuvo a punto de caer al no encontrar donde apoyar la mano. ¿Un túnel lateral?, se preguntó, atónito. Y entonces recordó que todas las chimeneas de la ciudad subterránea habían sido interconectadas para facilitar su limpieza.

Bruenor se apartó de la nube de humo y se introdujo en el nuevo pasadizo. Intentó quitarse el hollín de los ojos mientras sus pulmones agradecían una profunda bocanada de aire limpio; sin embargo, sólo consiguió aumentar la irritación pues la manga también estaba cubierta de hollín. No alcanzaba a ver las heridas de sus manos que manaban sangre, pero las intuía por el dolor agudo que sentía en las uñas.

Por muy exhausto que estuviera, sabía que no podía permitirse perder tiempo. Empezó a arrastrarse por el pequeño túnel, deseando que el horno de la chimenea siguiente estuviera fuera de servicio.

El suelo desapareció de pronto frente a él y Bruenor estuvo a punto de caer por el hueco. Notó que no olía a humo y que la pared era irregular y fácil de escalar como la de la chimenea anterior. Revisó las ataduras de su equipo, se ajustó una vez más el casco y avanzó un poco más, buscando a ciegas algún punto de apoyo, sin hacer caso del dolor que sentía en los hombros y los dedos. Pronto estaba de nuevo ascendiendo de forma pausada.

Pero los segundos parecían minutos, y los minutos horas para el cansado enano. No tardó en descubrir que se pasaba tanto rato descansando como subiendo y que respiraba con dificultad. Durante uno de esos descansos, le pareció oír un ruido de pasos por encima de su cabeza y se detuvo para considerar el sonido. Pensó que aquellas chimeneas no comunicaban con ningún pasadizo de un nivel más alto, ni con la parte superior de la ciudad, sino que ascendían directamente al aire libre de la superficie. Bruenor se estiró para observar hacia arriba con sus ojos cubiertos de hollín. Sabía que había oído un ruido.

El enigma se solucionó de pronto, cuando una forma monstruosa descendió por la chimenea, y pasó junto a Bruenor que se encontraba en tan precaria posición. Unos miembros largos y peludos empezaron a palparlo. El enano adivinó el peligro de inmediato.

Era una araña gigante.

Unas pinzas inyectoras de veneno arañaron el antebrazo de Bruenor, pero el enano no hizo caso del dolor ni de las posibles implicaciones de la herida, y reaccionó con furia. Se impulsó hacia arriba y, tras incrustar su cabeza en el cuerpo blando de aquella cosa asquerosa, estiró con todas sus fuerzas una de sus patas para separarla del muro.

La araña agarró con su pinza mortal una de las botas del enano y se defendió con cuantas patas pudo sin soltar las que la sujetaban a la pared.

El desesperado enano no veía más que un ataque factible: conseguir que aquella bestia se separara del muro. Agarró las peludas patas, retorciendo su propio cuerpo para poder morderlas o al menos para poder apartarlas de la pared. El brazo le ardía por el efecto del veneno y, a pesar de que la bota le había protegido el pie del segundo ataque, lo tenía torcido y probablemente roto.

Pero no tenía tiempo para pensar en el dolor. Tras soltar un gruñido, agarró otra pata y la separó del muro.

Luego, de pronto, sintió que ambos estaban cayendo.

La araña, como una estúpida, encogió las patas lo mejor que pudo y soltó al enano. Bruenor percibía el silbido del viento y la proximidad de los muros mientras seguían cayendo. Lo único que deseaba era que las paredes de la chimenea fueran lo suficientemente verticales para no chocar contra ningún saliente afilado. Intentó colocarse lo mejor que pudo encima de la araña, interponiendo aquella masa de carne entre su cuerpo y el inminente impacto.

Aterrizaron con gran estrépito. Bruenor se quedó de pronto sin aire en los pulmones, pero gracias a la húmeda explosión del cuerpo de la araña por debajo de él, no se hizo ninguna herida seria. Todavía era incapaz de ver, pero supuso que se encontraba de nuevo en la planta baja de la ciudad subterránea, aunque afortunadamente en una sección menos concurrida, pues no oyó gritos de alarma. Aturdido pero sin perder la valentía, el intrépido enano se puso en pie y se limpió el pegajoso líquido que le cubría las manos.

—«Convencido de ser la madre de la madre de un mañana tormentoso» —murmuró, recordando una antigua superstición enana contra arañas asesinas. Y de nuevo empezó el ascenso por la chimenea, sin prestar atención al dolor que sentía en las manos, las costillas y los pies, y la quemazón que le producía la herida en el antebrazo.

Y, sobre todo, sin pensar en que pudieran haber más arañas gigantes arriba.

Trepó durante horas, colocando con obstinación una mano sobre la otra e impulsándose hacia arriba. El maligno veneno de la araña le producía oleadas de náuseas y le arrancaba la fuerza de los brazos, pero Bruenor era más duro que la piedra. Tal vez muriera a causa de esa picadura, pero estaba resuelto a que eso sucediera en el exterior, al aire libre, bajo las estrellas o la luz del sol.

Escaparía de Mithril Hall.

Una gélida ráfaga de viento le arrancó el cansancio de los miembros. Alzó la cabeza esperanzado, pero no pudo ver nada aún. Tal vez fuera de noche en el exterior. Escuchó durante unos instantes el silbido del viento y comprendió que estaba ya a pocos metros de su objetivo. Un torrente de adrenalina lo impulsó hasta la salida de la chimenea…, y hacia la reja de hierro que la cubría.

—¡Malditos seáis, en nombre del martillo de Moradin! —gritó. Apartó las manos de la pared y se agarró a los barrotes con sus dedos sanguinolentos. Las barras cedieron un poco bajo su peso, pero resistieron.

—Wulfgar podría romperlas —murmuró, medio delirando de cansancio—. Préstame tu fuerza, mi gran amigo —gritó a la oscuridad, mientras empezaba a tirar de los hierros e intentaba retorcerlos.

A miles de kilómetros de distancia, inmerso en sus pesadillas de Bruenor, su perdido mentor, Wulfgar se agitó inquieto en su sueño a bordo del Duende del Mar. Quizás el espíritu del joven bárbaro fuera en ayuda de Bruenor en aquel momento desesperado, pero lo más probable es que la incansable obstinación del enano resultara ser más fuerte que el hierro. Uno de los barrotes de la reja se curvó lo suficiente para poder desencajarlo del muro, y Bruenor logró sacarlo.

Colgado de una mano, el enano lo dejó caer al vacío que se abría bajo sus pies y, con una malévola sonrisa, deseó que en aquel mismo instante alguno de aquellos canallas duergars se encontrara en la base de la chimenea, inspeccionando la araña muerta y observando el negro hueco para encontrar la causa.

Bruenor se empujó hacia arriba y pasó medio cuerpo a través del reducido espacio que había abierto, pero no tenía ya fuerza suficiente para pasar las caderas y el cargado cinturón. Completamente exhausto, se agarró a la tierra y se quedó con las piernas colgando sobre un pozo de oscuridad de trescientos metros.

Apoyó la cabeza sobre los barrotes de hierro y perdió el conocimiento.