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La Ciudad del Esplendor

Antes del alba, estaban de nuevo en la carretera principal y se dirigían a toda prisa hacia el oeste, camino de la costa y la ciudad de Aguas Profundas. Una vez cumplida la visita a Malchor, y resuelto el asunto con Águeda, Drizzt y Wulfgar volvieron a concentrar sus pensamientos en el viaje que tenían por delante, y recordar una vez más el peligro con que tendría que enfrentarse su amigo el halfling si fallaban en su empresa. Sus monturas, con ayuda de las herraduras encantadas de Malchor, avanzaban a una velocidad increíble y el paisaje que se sucedía ante sus ojos no era más que una imagen confusa.

No se detuvieron para hacer un alto en su camino cuando el alba despuntó a sus espaldas, ni tampoco descansaron para comer cuando el sol alcanzó el cénit sobre sus cabezas.

—Nos tomaremos el respiro que nos merecemos cuando embarquemos y emprendamos el viaje hacia el sur —dijo Drizzt a Wulfgar.

El bárbaro, resuelto a salvar a Regis, no necesitaba que lo urgieran.

La oscuridad de la noche se cernió sobre ellos de nuevo, y el estampido de los cascos continuó resonando incansable. Luego, cuando el segundo amanecer apareció a sus espaldas, una brisa salada envolvió el aire y las altas torres de Aguas Profundas, la Ciudad del Esplendor, aparecieron en el horizonte, frente a ellos. Si a principios de aquel mismo año Wulfgar se había quedado asombrado al ver Luskan, ciudad situada también en la costa, aunque ochocientos kilómetros más arriba, ahora se quedó sin habla, pues Aguas Profundas, la joya del norte, el mayor puerto de todos los Reinos, era diez veces más grande que Luskan. A pesar de estar rodeada por una elevada muralla, se extendía suavemente y como si no tuviera fin a lo largo de la costa, con torres y espirales que se alzaban tan altas por encima de la neblina del mar que apenas alcanzaban a ver los extremos.

—¿Cuánta gente vive ahí? —balbució Wulfgar.

—Cien tribus como la tuya podrían encontrar alojamiento dentro de la ciudad —le explicó el drow. Percibió la ansiedad de Wulfgar y él mismo se sintió un poco inquieto. El joven no había conocido las grandes ciudades y la única vez que se había aventurado en una, Luskan, había provocado casi un desastre. Y ahora se hallaba ante Aguas Profundas, con la población multiplicada por diez, al igual que la intriga…, y que los problemas.

Wulfgar pareció serenarse un poco y Drizzt vio que no le quedaba otra alternativa que confiar en el joven guerrero. El drow tenía por el momento su propio dilema, una batalla interna que debía resolver él solo. Con gran reticencia, extrajo la máscara mágica de la bolsa que pendía de su cinto.

Wulfgar comprendió la gran resolución que demostraban los indecisos movimientos del drow y observó a su amigo con sincero pesar. No sabía si él mismo podría llegar a ser tan valeroso…, ni siquiera cuando la vida de Regis dependía de sus actos.

Drizzt colocó la máscara sobre sus manos, preguntándose qué límites tendría su magia. Podía percibir que no se trataba de un objeto corriente; su poder le provocaba un hormigueo en sus sensibles dedos. ¿Se limitaría únicamente a cambiarle el aspecto? ¿O acaso le robaría su auténtica identidad? Había oído hablar de otros objetos mágicos, supuestamente beneficiosos, que, una vez puestos, ya no podían volver a quitarse.

—Tal vez te acepten como eres —murmuró Wulfgar con voz esperanzada.

Drizzt asintió y esbozó una sonrisa, pues acababa de tomar una decisión.

—No —respondió—. Los soldados de Aguas Profundas nunca permitirían la entrada a un elfo oscuro, ni ningún capitán de barco me admitiría como pasajero para conducirnos al sur. —Sin más dilación, acercó las manos a su rostro y se colocó la máscara.

Por un instante, no sucedió nada y Drizzt empezó a preguntarse si todas sus inquietudes habían sido en vano, si la máscara no era en realidad auténtica.

—Nada. —Se rio entre dientes, incómodo, al cabo de unos segundos, y en su tono de voz se percibía cierto alivio—. No fun… —Se detuvo al ver la expresión atónita de Wulfgar.

El bárbaro rebuscó en su bolsa y extrajo una resplandeciente copa de metal.

—Mira —balbució, mientras le pasaba a Drizzt el improvisado espejo.

Drizzt cogió la copa con manos temblorosas, que temblaron todavía más cuando el drow descubrió que ya no eran oscuras, y la levantó para acercarla a su rostro. El reflejo era impreciso, más impreciso todavía a la luz del día pues los ojos del drow estaban habituados a la oscuridad; pero Drizzt vio con toda claridad la imagen que tenía ante él. Sus rasgos no habían cambiado, pero su piel, antes oscura, tenía ahora el dorado matiz de un elfo de la superficie. Y sus largos cabellos, antes completamente blancos, aparecían ahora con un brillante color rubio, tan resplandecientes que era como si se hubieran apoderado de los rayos del sol.

Sólo los ojos de Drizzt permanecían como siempre habían sido: dos profundas gotas de un brillante color de espliego. La magia no podía amortiguar su brillo y Drizzt se sintió en parte aliviado al ver que, como mínimo, su naturaleza interna permanecía aparentemente intacta.

Sin embargo, no sabía cómo reaccionar ante una transformación tan asombrosa. Incómodo, desvió la vista hacia Wulfgar en busca de su aprobación.

La expresión del bárbaro parecía haberse agriado.

—Según todos mis conocimientos, tienes el aspecto de un atractivo guerrero elfo —respondió ante los ojos inquisidores de Drizzt—. Y más de una joven se ruborizará y volverá la vista a tu paso.

Drizzt desvió la mirada al suelo e intentó disimular la turbación que le producía aquel comentario.

—Pero no me gusta —prosiguió con sinceridad Wulfgar—. No me gusta en absoluto. —Drizzt volvió a observarlo incómodo, casi intimidado—. Y menos me gusta todavía el sufrimiento que traduce tu rostro —añadió Wulfgar, que ahora parecía un tanto inquieto—. Soy un guerrero que se ha enfrentado con gigantes y dragones sin miedo alguno, pero que palidecería de miedo ante la posibilidad de luchar contra Drizzt Do’Urden. Recuerda quién eres, noble guerrero.

Una sonrisa se perfiló en el rostro de Drizzt.

—Gracias, amigo mío —murmuró—. De todos los desafíos que he tenido que afrontar, éste es quizás el más difícil.

—Francamente, te prefiero sin esa máscara —declaró Wulfgar.

—Yo también —dijo una voz a sus espaldas.

Al volverse, divisaron a un hombre de mediana edad, alto y musculoso, que caminaba hacia ellos. Tenía un aspecto bastante informal, vestía ropas simples y lucía una barba negra bien cuidada. El pelo también era negro, pero aquí y allá estaba salpicado de hebras de plata.

—Saludos, Wulfgar y Drizzt Do’Urden —dijo, mientras realizaba una grácil reverencia—. Soy Khelben, socio de Malchor. Ese Harpell tan notable me pidió que viniera a recibiros.

—¿Un mago? —inquirió Wulfgar, aunque no había tenido intención de pronunciar sus pensamientos en voz alta.

Khelben se encogió de hombros.

—Un montaraz —contestó—, aficionado a la pintura, aunque he de confesar que no soy muy bueno.

Drizzt estudió a Khelben, sin creer que su respuesta fuera cierta. El hombre parecía tener un halo de distinción a su alrededor, unos modales educados y una confianza propia de un lord. En opinión de Drizzt, Khelben debía de ser alguien como Malchor, como mínimo. Y si en verdad el hombre amaba la pintura, a Drizzt no le cabía la menor duda de que practicaba ese arte como ninguna otra persona en el norte.

—¿Un guía en Aguas Profundas? —preguntó el drow.

—Un guía para un guía —fue la respuesta de Khelben—. Sé lo que andáis buscando y lo que necesitáis. Encontrar pasaje en un barco no es fácil en esta época tardía del año, a menos que sepáis dónde preguntar. Venid ahora conmigo a la puerta sur, donde tal vez encontremos a alguien que sí lo sepa. —Fue en busca de su montura, que había dejado a poca distancia de allí, y los condujo al trote hacia el sur.

Pasaron por el abrupto acantilado de una altura de treinta metros, que protegía la muralla oriental de la ciudad y, al descender hasta el nivel del mar, encontraron otra muralla. Al llegar a este punto, Khelben se alejó de la ciudad, aunque la puerta sur quedaba ahora a la vista, y señaló una colina cubierta de hierba en cuya cima se destacaba un solitario sauce.

Al llegar a lo alto de la loma, un hombre de baja estatura bajó del árbol de un salto y observó con nerviosismo a su alrededor. Por su indumentaria, no parecía un pobre, y su inquietud al ver que se acercaban no hizo sino confirmar las sospechas de Drizzt de que Khelben era algo más de lo que aparentaba.

—¡Ah!, Orlpar, gracias por venir —saludó Khelben en tono frívolo. Drizzt y Wulfgar intercambiaron una sonrisa de complicidad; sin duda, el hombre no había tenido otra alternativa.

—Saludos —respondió Orlpar con rapidez, pues deseaba acabar con aquel asunto lo antes posible—. He conseguido los pasajes. ¿Tenéis el dinero?

—¿Cuánto? —preguntó Khelben.

—Dentro de una semana —respondió Orlpar—. El Bailarín de la Costa zarpará de aquí a una semana.

Khelben percibió la mirada de inquietud que intercambiaron Drizzt y Wulfgar en aquel momento.

—Es demasiado tiempo —le dijo a Orlpar—. Todos los marineros del puerto te deben favores. Mis amigos no pueden esperar tanto.

—Este tipo de acuerdos requiere tiempo —protestó Orlpar en un tono de voz más alto. Pero luego, como si de pronto recordara con quién estaba hablando, se echó atrás y bajó la vista.

—Tiene que ser antes —insistió Khelben con calma.

Orlpar sacudió la cabeza, intentando encontrar alguna solución.

—Deudermont —dijo por fin, mirando con ojos esperanzados a Khelben—. El capitán Deudermont zarpa con el Duende del Mar esta misma noche. No encontrarás a un hombre más justo que él, pero no sé hasta dónde piensa aventurarse hacia el sur. Y el precio será elevado.

—¡Ah! —Khelben sonrió—. No temas, mi querido amigo. Hoy, a cambio, tengo algo maravilloso para ti.

Orlpar lo observó con ojos recelosos.

—Dijiste oro.

—Algo mejor que el oro —respondió Khelben—. Mis amigos han venido en tres días desde Longsaddle, pero sus monturas ni siquiera se han manchado de sudor.

—¿Caballos? —balbució Orlpar.

—No se trata de los animales, no —contestó Khelben—. Sus herraduras. ¡Son herraduras mágicas que pueden hacer correr a los caballos con más ligereza que el viento!

—¡Yo trato con marineros! —protestó Orlpar, con todo el ímpetu que se atrevió a demostrar—. ¿Qué provecho puedo sacar de unas herraduras?

—Calma, calma, Orlpar —dijo suavemente Khelben, con un guiño—. ¿Recuerdas el problema de tu hermano? Estoy seguro de que de un modo u otro conseguirás obtener beneficios de esas herraduras.

Orlpar inhaló una profunda bocanada de aire para controlar su enojo. Era evidente que Khelben lo tenía acorralado.

—Lleva a estos dos a Los Brazos de la Sirena —dijo el hombre finalmente—. Veré lo que puedo hacer. —Sin más, dio media vuelta y descendió corriendo la colina en dirección a la puerta sur de la muralla.

—Veo que lo manejas con facilidad —observó Drizzt.

—Tengo todas las bazas —respondió Khelben—. El hermano de Orlpar dirige una casa de citas en la ciudad. A veces, ese lugar resulta muy provechoso para Orlpar, pero también es una molestia, porque debe tener cuidado para no crear problemas públicos a su familia.

»Pero ya basta de este asunto —prosiguió Khelben—. Podéis dejar los caballos conmigo y encaminaros, solos, a la puerta sur. Los guardias os guiarán hasta la calle del Muelle y, una vez allí, no tendréis problema alguno para encontrar Los Brazos de la Sirena.

—¿No piensas venir con nosotros? —preguntó Wulfgar mientras descendía de su montura.

—Tengo otros asuntos que atender —se excusó Khelben—. Además, es mejor que vayáis solos. No temáis por vuestra seguridad: Orlpar no se enfrentará conmigo y sé que el capitán Deudermont es un lobo de mar honrado. Es habitual ver a extranjeros en Aguas Profundas, especialmente en la zona del muelle.

—Pero ver a extranjeros paseándose junto a Khelben, el pintor, podría llamar la atención —razonó Drizzt, no sin cierta ironía bienintencionada.

Khelben sonrió, pero nada dijo.

Drizzt descendió de su montura.

—¿Hay que devolver los caballos a Longsaddle?

—Por supuesto.

—Muchísimas gracias, Khelben —se despidió Drizzt—. Sin duda nos has ayudado mucho en nuestra causa. —El drow reflexionó un instante, mientras observaba el caballo—. Ya debes de saber que el hechizo que Malchor realizó con las herraduras desaparecerá pronto, así que Orlpar no va a obtener ningún beneficio del trato que ha hecho hoy.

—Es una simple cuestión de justicia. —Khelben rio entre dientes—. Os aseguro que ese tipo ha hecho muchos tratos injustos. Tal vez esta experiencia le enseñe cierta humildad y le demuestre que sus métodos son erróneos.

—Quizá… —respondió Drizzt y, con una reverencia, él y Wulfgar empezaron a descender la loma.

—Manteneos alerta, pero estad tranquilos —gritó Khelben a sus espaldas—. Los rufianes son habituales en los muelles, pero la policía está siempre presente. Muchos de los extranjeros que acuden aquí pasan su primera noche en las mazmorras de la ciudad. —Observó cómo ambos descendían la colina y recordó, tal como había recordado Malchor, aquellos días en que era él quien recorría los caminos en busca de lejanas aventuras.

—Tenía completamente dominado a aquel hombre —comentó Wulfgar en cuanto se hubieron distanciado lo suficiente de Khelben para que no los oyera—. ¿Un simple pintor?

—Yo diría que un mago…, un poderoso mago —respondió Drizzt—. Y de nuevo hemos de estar agradecidos a Malchor, cuya influencia nos ha facilitado las cosas. Hazme caso, los simples pintores no domeñan a los hombres como Orlpar.

Wulfgar observó la colina por encima del hombro, pero no vio rastro alguno de Khelben y los caballos. A pesar de que su comprensión de las artes oscuras era limitada, el bárbaro se dio cuenta de que sólo la magia podía haberlos hecho desaparecer del lugar con tanta rapidez. Sonrió y sacudió la cabeza, y se maravilló una vez más por los excéntricos personajes que el ancho mundo le iba mostrando.

Siguiendo las indicaciones que los guardias de la puerta sur les habían dado, Drizzt y Wulfgar caminaban al poco rato por la calle del Muelle, un largo paseo que recorría toda la bahía de Aguas Profundas, en la parte sur de la ciudad. El aire olía a pescado y a agua salada, las gaviotas planeaban por encima de sus cabezas y, por todos lados, veían marineros y mercenarios venidos de todos los rincones de los Reinos; algunos estaban trabajando, pero la mayoría tomaba un último descanso antes de embarcarse en un largo viaje hacia algún punto del sur.

La calle del Muelle era el lugar idóneo para aquel bullicio, pues en cada esquina había una taberna. Pero, a diferencia de la zona portuaria de Luskan, que había sido donada al pueblo llano por los señores de la ciudad, la calle del Muelle no era un centro de delincuencia. Aguas Profundas era una ciudad regulada por leyes y podía verse la presencia de la Vigilancia, la conocida guardia de la ciudad.

En aquel lugar abundaban intrépidos aventureros, guerreros veteranos de numerosas batallas que llevaban sus armas con una fría familiaridad. Aun así, Drizzt y Wulfgar vieron muchos ojos fijos en ellos y casi todas las personas se volvían para observarlos a su paso. Drizzt temía por la máscara, preocupado al principio porque de algún modo se hubiera movido y revelara su naturaleza a aquellos asombrados espectadores. Pero una rápida inspección disipó sus temores, pues sus manos todavía mostraban el dorado matiz de la piel de un elfo de la superficie.

Y luego, a punto estuvo de echarse a reír a carcajadas cuando se volvió para preguntar a Wulfgar si la máscara todavía ocultaba sus rasgos, ya que fue entonces cuando el elfo oscuro se dio cuenta de que no era él el objeto de todas las miradas. Había estado tan cerca del joven bárbaro durante los últimos años que se había acostumbrado ya a su complexión física. Con casi dos metros diez de estatura y con una musculatura cada vez más desarrollada, Wulfgar caminaba por la calle del Muelle con aquella facilidad que sólo otorga la confianza sincera, y con Aegis-fang apoyado campechanamente en su hombro. El joven hubiera sobresalido incluso entre los mayores guerreros de todos los Reinos.

—Por una vez, parece que no soy yo el centro de todas las miradas —dijo Drizzt.

—¡Quítate la máscara, drow! —contestó Wulfgar, con la sangre agolpada en las mejillas—. ¡Y aparta tus ojos de mí!

—Lo haría, si no fuera por Regis —replicó Drizzt con un guiño.

Los Brazos de la Sirena era una más de la infinidad de tabernas que poblaban aquella zona de Aguas Profundas. Gritos mezclados con brindis emergían del lugar y el aire apestaba a cerveza y vino barato. Un grupo de pendencieros se había apiñado frente a la entrada y se dedicaban a dar empujones y a insultar a hombres que llamaban amigos.

Drizzt observó a Wulfgar con ojos inquietos. La única vez que el joven había entrado en uno de aquellos lugares, la posada de Cutlass en Luskan, había destrozado el local, y a la mayoría de los clientes, en el curso de una pelea. Aferrado a sus ideales de honor y de valentía, Wulfgar estaba sin duda fuera de lugar en el mundo sin ley que regía las tabernas de una ciudad.

En aquel momento, Orlpar salió de Los Brazos de la Sirena y se abrió paso a empujones a través de la ruidosa clientela.

—Deudermont está en la barra —susurró sin apenas mover los labios, mientras pasaba frente a Drizzt y Wulfgar como si no los viera—. Alto, chaqueta azul y barba rubia.

Wulfgar empezó a dar una respuesta, pero Drizzt continuó empujándolo hacia dentro, al comprender que Orlpar prefería permanecer en el anonimato.

La gente se apartó dejando paso a Drizzt y Wulfgar, pero sin dejar de observar al bárbaro.

—Bungo se encargará de él —susurró uno de ellos en cuanto los dos compañeros hubieron entrado en la taberna.

—Valdrá la pena presenciarlo —dijo otro riendo entre dientes.

Los aguzados oídos del drow escucharon la conversación y volvió a observar a su corpulento amigo, mientras pensaba que el tamaño de Wulfgar parecía ser la causa de que siempre se metiera en ese tipo de problemas.

El interior de Los Brazos de la Sirena no ofrecía sorpresa alguna. El aire era espeso debido al humo de hierbas exóticas y al hedor a cerveza rancia. Unos cuantos marineros borrachos yacían de bruces sobre las mesas o permanecían sentados con la espalda apoyada en las paredes, mientras otros andaban a trompicones de un lado a otro, vertiendo a menudo sus bebidas sobre clientes más sobrios, que respondían a la ofensa empujando al suelo al culpable. Wulfgar se preguntó cuántos de aquellos hombres habrían perdido su barco que a esas horas ya habría zarpado. ¿Permanecerían ahí apiñados hasta que se les acabara el dinero, para que después los echaran a la calle y tuvieran que enfrentarse al inminente invierno sin dinero ni cobijo?

—En dos ocasiones he visto las entrañas de una ciudad —susurró Wulfgar a Drizzt—. Y en ambas he recordado los placeres de la vida al aire libre.

—¿A pesar de los goblins y los dragones? —replicó Drizzt con ironía, mientras conducía al bárbaro a una mesa vacía cerca de la barra.

—Sin duda, los prefiero a esto —respondió Wulfgar.

Antes de que acabaran de sentarse a la mesa, una camarera se acercó a ellos.

—¿Qué deseáis? —preguntó con aire ausente, pues hacía ya tiempo que había perdido interés por los clientes a quienes servía.

—Agua —respondió Wulfgar en tono hosco.

—Y vino —añadió Drizzt con rapidez mientras extraía una pieza de oro del bolsillo para apaciguar la repentina y torva mirada de la mujer.

—Ése debe de ser Deudermont —dijo Wulfgar, para cambiar de tema y antes de que Drizzt lo regañara por hablar con tanta brusquedad a la mujer. Señaló a un hombre alto que estaba apoyado en la barra.

Drizzt se puso en pie al instante, pues creía que lo más prudente sería acabar con el asunto y salir de la taberna lo más rápidamente posible.

—Quédate en la mesa —le ordenó a Wulfgar.

El capitán Deudermont no formaba parte de la clientela habitual de Los Brazos de la Sirena. Alto y erguido, parecía un hombre distinguido y acostumbrado a cenar con caballeros y damas, pero al igual que todos los capitanes de barcos que anclaban en la bahía de Aguas Profundas, y en especial el día en que estaba previsto zarpar, Deudermont pasaba la mayor parte del tiempo en tierra, vigilando a su valiosa tripulación e intentando evitar que fueran a engrosar las ya desbordadas cárceles de Aguas Profundas.

Drizzt se apoyó en la barra junto al capitán, sin hacer mucho caso de la inquisitiva mirada que le dirigió el camarero.

—Tenemos un amigo común —murmuró suavemente a Deudermont.

—Difícilmente contaría a Orlpar entre mis amistades —respondió el capitán en todo indiferente—, pero veo que no exageraba en cuanto al tamaño y la fuerza de tu joven amigo.

Deudermont no era el único que había reparado en la presencia de Wulfgar. Al igual que todas las demás tabernas de esa zona de Aguas Profundas —y que la mayoría de las tabernas de todos los Reinos—, Los Brazos de la Sirena tenía su propio héroe. En el otro extremo de la barra, un tipo de grandes proporciones y torpes movimientos llamado Bungo había puesto la vista en Wulfgar desde el instante en que había cruzado la puerta. A Bungo no le gustaba nada el aspecto de aquel bárbaro… Más que la corpulencia de sus brazos, las ágiles zancadas de Wulfgar y la facilidad con que sostenía su pesado martillo de guerra traducían una experiencia que no parecía concordar con su joven edad.

Los seguidores de Bungo se apiñaron a su alrededor, anticipándose a la inminente pelea, y empezaron a acosar a su héroe con sus retorcidas sonrisas y el aliento apestando a cerveza para que entrara en acción. Aunque, por regla general, tenía confianza en sí mismo, Bungo tuvo que hacer un esfuerzo para mantener bajo control la ansiedad que sentía. Durante sus siete años de reinado en la taberna, había encajado numerosos golpes; su perfil era ahora irregular, pues se había roto una infinidad de huesos y desgarrado varios músculos. No obstante, al ver la impresionante imagen de Wulfgar, Bungo no pudo evitar preguntarse con sinceridad si hubiera podido ganar una pelea semejante ni siquiera en su juventud.

Pero los habituales de Los Brazos de la Sirena lo observaban con ojos expectantes. Aquél era su territorio y él, su héroe. Entre todos le proporcionaban comida y bebida gratis…, Bungo no podía decepcionarlos.

El hombretón engulló de un solo trago la espumosa cerveza de su jarra y se apartó de la barra. Con un gruñido final para tranquilizar a sus seguidores, empezó a abrirse camino en dirección a Wulfgar, apartando a empujones a todo aquel que se interponía en su camino.

El joven bárbaro había visto las intenciones del grupo antes de que llegaran a ponerse en movimiento. Aquel tipo de escenas le resultaban demasiado familiares y sospechaba que una vez más, tal como había ocurrido en la posada de Cutlass, en Luskan, destacaba de los demás por su tamaño.

—¿A qué has venido? —siseó Bungo mientras se ponía en jarras junto al hombre que permanecía sentado. Los otros tipos se colocaron alrededor de la mesa, de modo que Wulfgar quedó exactamente en medio de un círculo.

Su instinto le indicó que debía ponerse en pie y tumbar de un golpe al presuntuoso rufián. No tenía miedo alguno de los ocho amigos de Bungo, pues consideraba que no eran más que unos cobardes que necesitaban que su héroe los guiara. Si de un solo golpe tumbara a Bungo —y Wulfgar sabía que podía hacerlo—, los demás dudarían antes de atacar, y una indecisión de ese tipo resultaba fatal ante alguien como Wulfgar.

Sin embargo, durante los últimos meses, Wulfgar había aprendido a controlar su rabia y no sólo eso, su visión de lo que significaba la palabra honor se había ampliado. Así que optó por encogerse de hombros, intentando no hacer ningún movimiento que pudiera parecer una amenaza.

—Éste es un lugar para sentarse y echar un trago —respondió con calma—. Y tú ¿quién eres?

—Me llamo Bungo —respondió el patán, soltando espumarajos de cerveza con cada palabra. Hinchó su pecho con orgullo, como si su nombre tuviera que significar algo para Wulfgar.

Una vez más, el bárbaro tuvo que reprimirse para controlar sus instintos guerreros, mientras se limpiaba con el dorso de la mano la saliva con que Bungo lo había salpicado. Se recordó a sí mismo que él y Drizzt tenían asuntos más importantes que atender.

—¿Quién te dijo que podías venir a mi taberna? —gruñó Bungo, pensando, o deseando provocar a Wulfgar. Echó una mirada a sus amigos, que se acercaron todavía más al joven bárbaro para intimidarlo.

«Sin duda, Drizzt comprendería la necesidad de tumbar a ese tipo», se dijo Wulfgar mientras mantenía los puños apretados a los costados de su cuerpo.

—Un solo golpe —murmuró imperceptiblemente, mientras observaba aquel nauseabundo grupo…, una gente que sería más agradable de ver desparramada e inconsciente por los rincones de la taberna.

Intentó invocar la imagen de Regis para disipar su rabia, pero no podía obviar que ahora estaba aferrándose con ambas manos a la mesa y que los nudillos se le habían quedado blancos por falta de sangre.

—¿Los pasajes? —preguntó Drizzt.

—Garantizados —respondió Deudermont—. Tengo sitio para vosotros en el Duende del Mar, y me irán bien un par de manos extras, así como dos armas más, sobre todo si son de unos veteranos aventureros como vosotros. Pero me da la impresión de que no llegaréis a tiempo para embarcaros. —El hombre cogió a Drizzt por el hombro y lo hizo volverse para que observara el tumulto que se había formado en la mesa de Wulfgar.

—El héroe de la taberna y sus secuaces —explicó Deudermont—, aunque yo apostaría por tu amigo.

—Ganarías el dinero —respondió Drizzt—, pero no tenemos tiempo…

Deudermont señaló con un gesto una sombría esquina de la taberna en la que cuatro hombres estaban sentados observando con calma e interés el creciente alboroto.

—La Vigilancia —explicó el capitán—. Una pelea le costará a tu amigo una noche en los calabozos. Y mi barco no puede esperar.

Drizzt escudriñó la estancia, en busca de alguna salida. Todos los ojos parecían estar fijos en Wulfgar y los camorristas, esperando que estallara la pelea. El drow se dio cuenta de que si ahora se acercaba a la mesa, probablemente sería la mecha que haría estallar el conflicto.

Bungo adelantó su estómago hacia Wulfgar para mostrarle un ancho cinturón que lucía un centenar de muescas.

—Por todos los hombres con quien he peleado —le espetó—. Dame algo en que ocuparme durante la noche que pasaré en la cárcel. —Señaló un largo corte que había hecho al lado de la hebilla—. A éste tuve que matarlo. Fue maravilloso aplastarle el cráneo. Me costó cinco noches.

Wulfgar relajó los puños, no porque estuviera impresionado, sino porque acababa de pensar en las posibles consecuencias de sus actos. Tenía que coger un barco.

—Tal vez haya venido a ver a Bungo —dijo, mientras cruzaba los brazos y se reclinaba en la silla.

—¡Atízale de una vez! —gritó uno de los camorristas.

Bungo dirigió al bárbaro una torva mirada.

—¿Vienes en busca de pelea?

—No, creo que no —replicó Wulfgar—. ¿Una pelea? No, sólo soy un muchacho que ha salido a ver el ancho mundo.

Bungo no pudo disimular su confusión. Observó a sus amigos, quienes por toda respuesta se encogieron de hombros.

—Siéntate —propuso Wulfgar. Bungo permaneció inmóvil.

El tipo que había detrás del bárbaro lo golpeó con fuerza en el hombro y gruñó:

—¿A qué has venido?

Wulfgar tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para sujetarse la mano y detener así el impulso de aplastar los cinco dedos de aquel rufián. Ahora tenía un perfecto control de sus movimientos. Se acercó todavía más al corpulento líder.

—No estoy aquí para luchar, sino para mirar —repuso con calma—. Un día, quizá, me consideraré digno de desafiar a los tipos como tú, Bungo, y entonces volveré, pues no me cabe la menor duda de que continuarás siendo el héroe de esta taberna. Pero me temo que ese día está aún muy lejos. Tengo mucho que aprender.

—Entonces, ¿a qué has venido? —inquirió Bungo, que había recuperado su confianza. Se inclinó sobre Wulfgar, en actitud amenazadora.

—He venido a aprender —respondió Wulfgar—. A aprender observando al luchador más duro de toda la ciudad de Aguas Profundas. Para ver cómo Bungo se presenta y soluciona sus asuntos.

Bungo se incorporó y echó un vistazo a sus ansiosos compañeros, que estaban tan inclinados que casi se caían encima de la mesa. Bungo esbozó su sonrisa desdentada, gesto habitual en él antes de responder a un desafío, y los rufianes se pusieron tensos. Pero entonces, su héroe los dejó atónitos al propinar un amistoso golpe… en el hombro de Wulfgar.

Una serie de gruñidos resonaron en toda la taberna mientras Bungo se sentaba en una mezcla de decepción y de confusión, pero no se atrevieron a desobedecer. El que estaba detrás de Wulfgar fue el único que osó volver a golpear a Wulfgar en el hombro, y luego siguió a sus compañeros en dirección a la barra.

—Una inteligente maniobra —comentó Deudermont a Drizzt.

—Para ambos —respondió el drow, mientras relajaba su postura ante la barra.

—¿Tenéis otros asuntos que atender en la ciudad? —preguntó el capitán.

Drizzt sacudió la cabeza.

—No, llévanos al barco. Me da la impresión de que Aguas Profundas sólo nos traerá problemas.

Un millón de estrellas salpicaban el cielo en aquella noche sin nubes y el manto aterciopelado descendía para unirse a las lejanas luces de Aguas Profundas, que se destacaban en el horizonte, hacia el norte. Wulfgar encontró a Drizzt en cubierta, sentado y disfrutando en silencio de la envolvente serenidad que ofrecía el mar.

—Me gustaría volver —dijo el joven bárbaro a sus espaldas, siguiendo la mirada de su amigo, fija en la ahora distante ciudad.

—Para saldar una deuda con un rufián borracho y sus nauseabundos amigos —concluyó Drizzt.

Wulfgar soltó una carcajada, pero se contuvo bruscamente al ver que Drizzt se volvía hacia él.

—¿Qué ganarías? —preguntó el drow—. ¿Tomarías su puesto como héroe de Los Brazos de la Sirena?

—Ése es un tipo de vida que no envidio para nada —respondió Wulfgar, soltando otra risita, aunque esta vez se sentía un tanto incómodo.

—Entonces, déjale el puesto a Bungo —dijo Drizzt, mientras volvía a fijar la vista en el resplandor de la ciudad.

La sonrisa de Wulfgar volvió a desvanecerse.

Pasaron unos segundos, quizá minutos, y el único sonido que rompía el silencio era el batir de las olas contra la proa del Duende del Mar. Siguiendo un súbito impulso, Drizzt desenfundó a Centella. En sus manos, la cimitarra pareció cobrar vida y la hoja brilló a la luz de las estrellas, que le habían dado su nombre y su hechizo.

—Es un arma digna de ti —señaló Wulfgar.

—Una fiel compañera —admitió Drizzt, mientras examinaba los intrincados dibujos grabados en la hoja curva. Recordó otra cimitarra mágica que había poseído en otra ocasión, un arma que había encontrado en la guarida de un dragón que, entre él y Wulfgar, habían conseguido derrotar. Aquélla también había sido una fiel compañera. Creada en la magia del hielo, la habían forjado para combatir contra las criaturas de fuego, y otorgaba a aquel que la blandía la inmunidad frente a las llamas. Había servido bien a Drizzt e incluso lo había salvado de la muerte segura y dolorosa de ser consumido por las llamas de un demonio.

Drizzt volvió a desviar la vista hacia Wulfgar.

—Estaba pensando en el primer dragón que derrotamos —explicó, al ver la interrogativa mirada del bárbaro—. Tú y yo solos en la caverna de hielo, luchando contra ese poderoso enemigo llamado Muerte de Hielo.

—Nos hubiera matado a los dos —añadió Wulfgar—, de no ser por la suerte de aquel carámbano de hielo colgando encima de su espalda.

—¿Suerte? —respondió Drizzt—. Tal vez, pero la mayoría de las veces me atrevería a decir que la suerte no es más que una simple ventaja que consigue el verdadero guerrero al ejecutar los actos correctos.

Wulfgar aceptó fácilmente el cumplido, pues él había sido quien había hecho caer el carámbano que había provocado la muerte al dragón.

—Es una lástima que ya no tenga aquella cimitarra que cogí de la guarida de Muerte de Hielo para que sirviera de compañera a Centella —comentó Drizzt.

—Cierto —respondió Wulfgar, y sonrió al recordar sus primeras aventuras junto al drow—. ¡Mala suerte! Se fue al fondo del barranco de Garumn, junto con Bruenor.

Drizzt permaneció en silencio y parpadeó como si le hubieran echado una jarra de agua fría sobre el rostro. Una súbita imagen se perfiló en su mente, y las consecuencias de esa imagen eran a la vez esperanzadoras y espantosas. La visión de Bruenor Battlehammer cayendo lentamente hacia las profundidades de la sima, sobre la espalda de un dragón envuelto en llamas.

¡Un dragón en llamas!

Fue la primera vez que Wulfgar percibió un ligero temblor en la voz de su habitualmente impasible amigo, cuando Drizzt balbució:

—¿Bruenor tenía mi cimitarra?