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El orgullo de Conyberry

—Éstas deben de ser las granjas de las que Malchor nos habló —dijo Wulfgar mientras él y Drizzt rodeaban una estribación de árboles en las cercanías del gran bosque. Hacia el sur, se distinguían a lo lejos una docena de casas apiñadas en el borde oriental del bosque, rodeadas en los otros tres lados por extensos y ondulados campos.

Wulfgar espoleó a su caballo hacia adelante, pero Drizzt lo detuvo con brusquedad.

—Los que viven en esas casas son gente sencilla —le explicó el drow—. Granjeros atrapados en las redes de incontables supersticiones. No recibirían de buen grado a un elfo oscuro, así que será mejor que entremos de noche.

—Tal vez podamos hallar el camino sin su ayuda —propuso Wulfgar, que no quería desaprovechar lo que les quedaba del día.

—Lo más probable es que nos perdiéramos en el bosque —respondió Drizzt, mientras se disponía a desmontar—. Descansa, amigo mío. La noche es siempre promesa de aventuras.

—La noche es también su aliada —señaló Wulfgar, recordando las palabras de Malchor sobre la banshee.

Drizzt esbozó una sonrisa de oreja a oreja.

—Esta noche no —susurró.

En los ojos color de espliego del drow, Wulfgar detectó aquel brillo que le resultaba tan familiar y, obediente, descendió de su silla. Drizzt se estaba preparando para la inminente batalla, y los músculos bien entrenados del drow se crispaban ya por la excitación. Sin embargo, por mucha confianza que Wulfgar tuviera en su compañero, no pudo evitar que un estremecimiento le recorriera la espina dorsal al pensar en el monstruo viviente con el que tendrían que enfrentarse.

Durante la noche.

Acabaron de pasar el día en un tranquilo descanso, disfrutando de las llamadas y danzas de los pájaros y las ardillas, que se preparaban ya para el invierno, y de todo el entorno del bosque. Pero cuando el crepúsculo se extendió por la tierra, el bosque Neverwinter adquirió un ambiente muy diferente. La oscuridad se cernió con demasiada facilidad entre las espesas copas de los árboles y un súbito silencio se apoderó del bosque, la incómoda quietud de un amenazador peligro.

Drizzt despertó a Wulfgar y partieron de inmediato hacia el sur, sin detenerse siquiera para tomar una frugal comida. Pocos minutos después, se aproximaron con sus caballos a la granja más cercana. Por fortuna, aquella noche había luna nueva y tan sólo una profunda inspección podía descubrir el oscuro tono de piel de Drizzt.

—¡Decid qué queréis o marchaos! —inquirió una voz amenazadora procedente del tejado antes de que pudieran acercarse lo suficiente para llamar a la puerta.

Drizzt se esperaba un recibimiento de este tipo.

—Hemos venido a saldar una cuenta —respondió sin titubear.

—¿Qué enemigos podéis tener en Conyberry? —preguntó la voz.

—¿En vuestra justa ciudad? —Drizzt se detuvo—. Ninguno. Venimos a luchar contra el mismo enemigo que vosotros tenéis.

Se sucedieron una serie de murmullos y, de pronto, dos hombres armados con arcos aparecieron en una esquina de la granja. Tanto Drizzt como Wulfgar eran conscientes de que sin duda habría más ojos —y más arcos— fijos en ellos desde el tejado, y posiblemente también desde ambos lados. Para ser simples granjeros, aquellos hombres parecían tener una defensa muy bien organizada.

—¿Un enemigo común? —preguntó a Drizzt uno de los hombres desde la esquina, el mismo que había hablado antes desde el tejado—. ¡Te aseguro que nunca habíamos visto con anterioridad a nadie como tú, elfo, ni como tu gigantesco compañero!

Wulfgar levantó con una mano a Aegis-fang, que reposaba en su hombro, y su movimiento provocó más murmullos incómodos en el tejado.

—Nunca habíamos venido a vuestra justa ciudad —respondió con voz severa, sin inmutarse porque lo llamaran gigante.

Drizzt intervino con rapidez.

—Un amigo nuestro fue asesinado cerca de aquí, al final de un oscuro sendero en el bosque. Nos dijeron que podríais guiarnos.

De repente, la puerta de la granja se abrió de par en par y una anciana de rostro arrugado asomó la cabeza.

—¡Eh! ¿Qué queréis del fantasma del bosque? —les espetó con voz enojada—. ¿Cómo os atrevéis a molestar a aquellos que ella deja vivir en paz?

Drizzt y Wulfgar intercambiaron una mirada de perplejidad, sin comprender la inesperada actitud de la mujer. Pero el hombre de la esquina parecía compartir su misma sorpresa.

—Sí, dejad en paz a Águeda —dijo.

—¡Marchaos! —añadió otra voz desde el tejado.

Wulfgar, temiendo que aquella gente estuviera poseída por algún hechizo diabólico, sujetó con más fuerza a Aegis-fang, pero Drizzt percibió algo más en sus voces.

—Me han contado que ese fantasma, Águeda, es un espíritu maligno —les dijo con calma—. ¿Acaso me han informado erróneamente? No entiendo que unos tipos justos como vosotros la defendáis.

—¿Un espíritu maligno? ¡Bah, qué ha de ser maligno! —le espetó la anciana, acercando su arrugada faz y su frágil cuerpo hacia Wulfgar. El bárbaro dio un prudente paso atrás, aunque la encorvada figura de la mujer apenas le llegaba al ombligo.

—El fantasma defiende su casa —añadió el hombre de la esquina—. ¡Y maldice con su lamento a los que van allí!

—¡Gime terriblemente! —gritó la anciana, acercándose todavía más y colocando un huesudo dedo sobre el amplio pecho de Wulfgar.

Éste consideró que ya había escuchado suficiente.

—¡Atrás! —gritó con fuerza a la mujer. Agarró con gesto resuelto a Aegis-fang, mientras un súbito flujo de sangre hinchaba sus poderosos brazos y sus hombros. La mujer soltó un chillido y desapareció en el interior de la casa, cerrando de golpe la puerta, completamente aterrorizada.

—Una lástima —susurró Drizzt, al darse perfecta cuenta de lo que había provocado la reacción de Wulfgar. El drow rodó por el suelo hacia un lado un instante antes de que una flecha cayera desde el tejado y se incrustara en el lugar donde había estado.

Wulfgar también se puso en movimiento, esperando recibir asimismo una flecha. Pero, en lugar de eso, vio cómo la silueta oscura de un hombre saltaba sobre él desde el tejado. Con una sola mano, el poderoso bárbaro agarró al presunto atacante en el aire y lo mantuvo a raya, con las botas a más de medio metro sobre el suelo.

En aquel mismo instante, Drizzt se levantó y se plantó frente a los dos hombres de la esquina, apuntando con sus cimitarras hacia ambas gargantas. Los hombres no habían tenido tiempo de volver a cargar sus arcos y, para incrementar más aún su terror, descubrieron en aquel momento la naturaleza del personaje con quién se enfrentaban; pero, incluso en el caso de que su piel hubiera sido tan pálida como la de sus parientes de la superficie, el fuego que brillaba en sus ojos les hubiera quitado igualmente la fuerza que pudiera haber en ellos.

Pasaron varios segundos, y el único movimiento perceptible era el visible temblor de los tres hombres atrapados.

—Un desafortunado malentendido —dijo Drizzt a los hombres. Dio un paso atrás y enfundó sus cimitarras—. Bájalo —ordenó a Wulfgar, y se apresuró a añadir—: Con suavidad.

Wulfgar dejó al hombre en el suelo, pero el aterrorizado granjero cayó de todas formas y se quedó mirando al corpulento bárbaro con respeto y terror.

Wulfgar mantuvo el rostro crispado…, sólo para que el granjero continuara dominado.

La puerta de la granja se abrió de nuevo y la menuda anciana volvió a aparecer, esta vez en actitud sumisa.

—No pensaréis matar a la pobre Águeda, ¿verdad? —suplicó.

—Seguro que no recibirá daño alguno si se mantiene dentro de su hogar —añadió el hombre de la esquina, con voz temblorosa.

Drizzt desvió la vista hacia Wulfgar.

—En absoluto —aseguró el bárbaro—. Haremos una visita a Águeda para saldar la cuenta que tenemos con ella, pero os prometo que no le haremos daño.

—Indicadnos el camino —pidió Drizzt.

Los dos hombres de la esquina intercambiaron una mirada dubitativa.

—¡Ahora mismo! —gritó Wulfgar al hombre del suelo.

—Hacia aquella maraña de abedules —respondió el hombre al instante—. ¡Ese camino de ahí, en dirección al este! ¡Tiene muchas vueltas y recodos, pero está limpio de maleza!

—Adiós, pueblo de Conyberry —se despidió Drizzt cortésmente, mientras hacía una profunda reverencia—. Nos gustaría quedarnos más tiempo y disipar vuestros temores respecto a nosotros, pero nos queda aún un largo camino por recorrer. —Ambos montaron en sus sillas y espolearon a sus caballos.

—¡Esperad! —gritó la anciana a sus espaldas. Los caballos se encabritaron mientras Drizzt y Wulfgar giraban la cabeza para observar a la mujer—. Decidnos, valientes, o estúpidos, guerreros —les suplicó—. ¿Quiénes sois?

—¡Wulfgar, hijo de Beornegar! —se presentó el bárbaro, intentando mantener una actitud humilde, aunque el pecho se le hinchó de orgullo—. ¡Y Drizzt Do’Urden!

—¡He oído esos nombres! —exclamó uno de los granjeros al reconocerlos.

—¡Y volveréis a oírlos! —le prometió Wulfgar. Se detuvo un instante, mientras Drizzt proseguía la marcha, y luego se apresuró a alcanzar a su amigo.

Drizzt no estaba muy convencido de que fuera prudente ir proclamando sus identidades, y en consecuencia el lugar en el que se encontraban, cuando Artemis Entreri sabía que lo perseguían, pero al ver la amplia y orgullosa sonrisa que había aparecido en el rostro de Wulfgar, prefirió guardarse para sí sus preocupaciones y dejar que el bárbaro disfrutara.

Poco después de que las luces de Conyberry se hubieran convertido en unos simples puntos a sus espaldas, la expresión de Wulfgar se volvió más seria.

—No parecían malas personas —dijo a Drizzt—, pero en cambio protegían a la banshee, e incluso le han dado un nombre. Tal vez hayamos dejado algo oscuro a nuestras espaldas.

—Algo oscuro no —respondió Drizzt—. Conyberry es exactamente lo que parece: un humilde pueblo de granjeros honestos y buenos.

—Pero Águeda… —protestó Wulfgar.

—Por estos parajes hay un sinfín de pueblos parecidos —explicó Drizzt—. Muchos de ellos no tienen siquiera nombre y todos ellos son desconocidos para los terratenientes. Sin embargo, todos esos pueblos, y me atrevería a decir que todos los Señores de Aguas Profundas, han oído hablar de Conyberry y del fantasma del bosque Neverwinter.

—Águeda les proporciona fama —concluyó Wulfgar.

—Y una cierta protección, no lo dudes —añadió Drizzt.

—Claro… ¿qué bandido se atrevería a acercarse a Conyberry si por los alrededores acecha un fantasma? —se burló Wulfgar—. Aun así, me continúa pareciendo un extraño compromiso.

—Pero no es asunto nuestro —afirmó Drizzt, al tiempo que detenía su caballo—. Ésta debe de ser la maraña de la que hablaba aquel hombre. —Señaló un grupo de abedules cuyas ramas se entrelazaban. Detrás de los árboles, se abría el bosque Neverwinter, oscuro y misterioso.

El caballo de Wulfgar echó las orejas hacia atrás.

—Nos estamos acercando —dijo el bárbaro mientras descendía de la montura. Ataron los caballos y echaron a andar hacia los abedules; Drizzt avanzaba silencioso como un felino, pero Wulfgar, demasiado voluminoso para la estrechez entre aquellos árboles, provocaba crujidos a cada paso.

—¿Piensas matar a esa cosa? —le preguntó.

—Sólo si es imprescindible —contestó el drow—. Hemos venido únicamente a buscar la máscara y, además, hemos dado nuestra palabra a la gente de Conyberry.

—No creo que Águeda nos entregue sus tesoros de buen grado —le recordó Wulfgar. Salió de la última línea de abedules y se detuvo junto al drow, frente a los primeros robles, espesos y oscuros, del bosque.

—Ahora, en silencio —susurró Drizzt. Desenfundó a Centella y dejó que su suave brillo azulado los guiara a través de la oscuridad.

Los árboles parecían cernirse sobre ellos; la maleza muerta del bosque no hacía más que aumentar su inquietud por el ruido que hacían sus propias pisadas. Incluso Drizzt, que había pasado siglos viviendo en las profundidades de las cavernas, sentía el peso de la oscuridad de Neverwinter sobre los hombros. Algo maligno anidaba allí y, si a él o a Wulfgar les quedaban todavía dudas sobre la leyenda de la banshee, ahora éstas acabaron de disiparse. Drizzt extrajo una delgada vela de la bolsa que llevaba colgada del cinto y, tras partirla en dos, le pasó un trozo a Wulfgar.

—Tápate los oídos —le susurró y, luego, repitió el consejo de Malchor—. Oír su lamento, significa la muerte.

El sendero era fácil de seguir, a pesar de la profunda oscuridad que reinaba, y la atmósfera diabólica se hacía más y más pesada sobre sus hombros a cada paso que daban. A un centenar de pasos distinguieron el brillo de una hoguera e, instintivamente, ambos se echaron al suelo para escudriñar la zona.

Ante ellos vislumbraron una cúpula de ramas, una caverna formada por los árboles que constituía la guarida de la banshee. La única entrada era un reducido agujero, por el que apenas podía pasar un hombre reptando. La idea de pensar en entrar en la zona iluminada arrastrándose sobre pies y manos no les seducía a ninguno de los dos. Wulfgar agarró a Aegis-fang con ambas manos e indicó al drow con gestos que iba a hacer más grande la abertura. Luego, con paso resuelto, echó a andar hacia la cúpula.

Drizzt lo siguió, reptando sigilosamente, no muy convencido de la viabilidad de la idea de Wulfgar. Tenía el presentimiento de que una criatura que había conseguido sobrevivir durante tanto tiempo estaría protegida contra estrategias tan evidentes; pero, como por el momento no se le ocurría una idea mejor, se detuvo cuando Wulfgar levantó el martillo de guerra por encima de su cabeza.

El bárbaro separó los pies para no perder el equilibrio y, tras tomar una profunda bocanada de aire, asestó un fuerte golpe con Aegis-fang contra su objetivo. La cúpula se tambaleó por el impacto; la madera se astilló y salió volando por los aires, pero los temores del drow pronto regresaron. En el mismo instante en que la coraza de madera se partía, el martillo de Wulfgar se enredó en una malla oculta y, antes de que el bárbaro pudiera echarse hacia atrás, Aegis-fang y sus brazos quedaron completamente atrapados.

En el interior, Drizzt vislumbró una sombra que se movía a la luz del fuego, y, al darse cuenta de la vulnerabilidad de su compañero, no titubeó. Pasó agazapado por debajo de las piernas de Wulfgar, y se precipitó en la guarida, en un salvaje ataque, con las cimitarras cortando el aire. Centella se incrustó en algo por una décima de segundo, algo que no llegaba a ser tangible; pero Drizzt supo que había tocado a la criatura del mundo inferior. Sin embargo, aturdido por la súbita intensidad de la luz al entrar en la guarida, Drizzt tenía dificultad en mantener el equilibrio. Mas conservaba la cabeza lo suficientemente lúcida para darse cuenta de que la banshee había corrido hacia las sombras del otro lado. Rodó por el suelo hasta llegar a la pared, se apoyó en ella y se puso en pie para, con la ayuda de Centella, empezar a desenredar con habilidad las ataduras de Wulfgar.

Y entonces, llegó el lamento.

Atravesó la débil protección de cera que llevaban en los oídos, con una intensidad que estremecía hasta los huesos, y se apoderó de las fuerzas de Drizzt y Wulfgar, sumiéndolos en una vertiginosa oscuridad. El drow se apoyó con dificultad contra la pared, y el bárbaro, que por fin había conseguido librarse de la poderosa red, retrocedió dando tumbos hacia la negra noche y cayó de espaldas al suelo.

Drizzt, solo en el interior, supo al instante que se encontraba en un verdadero apuro. Luchaba contra el aturdimiento que lo envolvía y un punzante dolor de cabeza, intentando mantener la atención fija en la luz de la hoguera.

Sin embargo, empezó a ver un acervo de fuegos danzando ante sus ojos, unas luces que no podía apartar. Creyó haber sobrevivido a los efectos del lamento y tardó aún un momento en darse cuenta de la realidad de aquel lugar.

Águeda era una criatura mágica, y un sinfín de protecciones mágicas, ilusiones confusas e imágenes reflejadas en espejos custodiaban su hogar. De repente, Drizzt se vio frente a más de veinte caras con la expresión contraída de una muchacha elfa muerta hacía tiempo; la piel estaba marchita y estirada sobre su rostro hundido, y los ojos privados de color o de cualquier destello de vida.

Pero aquellas órbitas podían ver…, con más claridad que ningún otro ser en aquel engañoso laberinto. Y Drizzt comprendió que Águeda sabía con toda exactitud dónde se encontraba él. Ella empezó a trazar círculos en el aire con los brazos y dedicó una sonrisa a su supuesta víctima.

Drizzt reconoció los movimientos de la banshee como el principio de un hechizo, pero atrapado como estaba en aquella telaraña de ilusiones, el drow no tenía más que una oportunidad. Invocando las innatas habilidades de su oscura raza —y anhelando desesperadamente haber adivinado cuál era el fuego real— lanzó un globo de oscuridad sobre las llamas. El interior de la caverna arbórea se tornó negro y Drizzt se desplomó.

Un rayo de luz azul atravesó la oscuridad, golpeó justo por encima de donde se hallaba el drow y atravesó la pared. El aire crepitó alrededor de Drizzt y su vigorosa cabellera blanca se agitó.

Al irrumpir en la oscuridad del bosque, el feroz rayo lanzado por Águeda consiguió sacar a Wulfgar de su aturdimiento.

—Drizzt —gruñó, mientras se obligaba a sí mismo a ponerse en pie. Con toda probabilidad, su amigo debía de estar ya muerto, y al otro lado de la entrada divisó una oscuridad demasiado profunda para unos ojos humanos; pero, con gran valor y sin pensar un instante en su propia suerte, Wulfgar se precipitó en la caverna.

Drizzt se arrastraba alrededor del negro perímetro, utilizando como punto de referencia el calor del fuego. Embestía a cada paso con una de las cimitarras, pero el arma sólo encontraba el aire y los lados de la leñosa caverna.

Luego, de repente, desapareció la oscuridad, y el drow quedó a la vista en mitad de la pared, a la izquierda de la puerta. La malévola imagen de Águeda lo acechaba de nuevo, iniciando otro hechizo. Drizzt echó una ojeada a su alrededor en busca de una vía de escape, pero de pronto se dio cuenta de que Águeda no parecía estar mirándolo a él.

Al otro lado de la estancia, reflejado en algo que parecía un espejo real, Drizzt captó otra imagen: era Wulfgar que se arrastraba indefenso a través de la estrecha entrada.

Una vez más, Drizzt no podía perder tiempo en titubeos. Empezaba a comprender la naturaleza de aquel laberinto de ilusiones y podía adivinar, aunque de manera confusa, la dirección en la que se encontraba la banshee. Apoyó una rodilla en el suelo y, tras coger un puñado de barro, lo arrojó al aire trazando un amplio arco con el brazo.

Todas las imágenes reaccionaron de la misma manera, de modo que Drizzt no obtuvo ningún indicio de donde se encontraba su enemigo; pero la Águeda real, estuviera donde estuviese, estaba salpicada de barro. Drizzt había conseguido romper el hechizo.

Wulfgar se puso en pie e inmediatamente golpeó con el martillo la pared situada a la derecha de la puerta; luego, invirtió su balanceo y lanzó a Aegis-fang contra la imagen proyectada al otro lado de la estancia, por encima del fuego, pero el arma volvió a incrustarse en la pared, abriendo un boquete por el que se veía el bosque sumido en la oscuridad.

Drizzt, tras clavar su daga inútilmente en otra imagen proyectada frente a él, captó un destello revelador en la zona donde había visto el reflejo de Wulfgar. Mientras Aegis-fang retornaba mágicamente a las manos del bárbaro, Drizzt corrió hacia el fondo de la estancia.

—Contra mí —gritó, con la esperanza de que Wulfgar consiguiera oír su voz.

El bárbaro comprendió al instante y, tras gritar «¡Tempos!» para advertir al drow de su lanzamiento, proyectó de nuevo a Aegis-fang.

Drizzt se hizo un ovillo y el martillo silbó por encima de su cuerpo estrellándose contra el espejo. La mitad de las imágenes de la habitación desaparecieron y Águeda soltó un alarido de rabia. Drizzt no le dio tiempo a reaccionar. De un salto, pasó por encima del espejo hecho añicos, directo hacia la sala donde Águeda guardaba su tesoro.

El grito de la banshee se convirtió en un lamento y las mortíferas oleadas de aquel sonido se cernieron sobre Drizzt y Wulfgar una vez más. Sin embargo, como esta vez esperaban la reacción, pudieron contrarrestar su fuerza más fácilmente. Drizzt se abalanzó sobre el tesoro y empezó a meter diversos objetos y oro en un saco, mientras Wulfgar, encolerizado, embestía contra la bóveda de la caverna con destructivo frenesí. Pronto, allí donde antes había habido paredes, no quedaba ahora más que leña, y Wulfgar tenía los antebrazos llenos de astillas y cubiertos de finos hilillos de sangre. Pero el bárbaro no sentía dolor alguno, tan sólo una furia descontrolada.

Con el saco casi lleno, Drizzt estaba a punto de dar media vuelta y salir huyendo cuando otro objeto captó su atención. Se había sentido casi aliviado al no encontrarla, pues una parte muy importante de sí mismo deseaba que no se hallara ahí, que un objeto como ése no existiera. Sin embargo, allí estaba: una insignificante máscara de suaves rasgos, con un único cordel para sujetarla. Drizzt supo, de inmediato, que aquél era el objeto del que Malchor le había hablado, y cualquier duda que hubiera tenido aún sobre si cogerla o dejarla, desapareció al instante. Regis necesitaba su ayuda, y para recuperar con rapidez a Regis aquella máscara le era imprescindible. Aun así, el drow no podía apartar la vista de ella mientras la separaba del resto del tesoro, pues podía percibir su poder por el hormigueo que le transmitía. Sin detenerse más en sus pensamientos, la introdujo en el saco.

Águeda no iba a entregar sus tesoros con tanta facilidad, y el espectro con que se topó Drizzt al salir y volver a pisar el espejo roto era sin duda real. Centella resplandeció con crueldad mientras Drizzt intentaba esquivar los frenéticos golpes de Águeda.

Al adivinar que Drizzt necesitaba su ayuda, Wulfgar intentó controlar su furia salvaje, pues se daba cuenta de que en ese momento era preciso mantener la cabeza despejada. Examinó lentamente la habitación, mientras levantaba a Aegis-fang para lanzar un nuevo golpe. Pero el bárbaro descubrió que todavía no había logrado descifrar los fundamentos de aquellos hechizos ilusorios, y la confusión al ver tantas imágenes, unida al miedo a herir a Drizzt, hicieron que contuviera su impulso.

Sin ningún esfuerzo, Drizzt bailaba alrededor de la excitada banshee en un intento de acorralarla en la sala del tesoro. Hubiera podido herirla en varias ocasiones, pero había dado su palabra a los granjeros de Conyberry.

De repente, la tuvo a tiro. Blandió con furia a Centella y arremetió contra ella. Escupiendo y maldiciendo, Águeda retrocedió, con pasos inseguros sobre los trozos del espejo y cayó en la oscuridad. Drizzt corrió hacia la puerta.

Al ver que la Águeda auténtica y las demás imágenes desaparecían de la vista, Wulfgar siguió el sonido de sus gruñidos y por fin logró descifrar la distribución de la caverna. Preparó a Aegis-fang para el golpe mortal.

—¡Déjalo! —le gritó Drizzt al pasar, al tiempo que le golpeaba ligeramente el hombro con la parte plana de Centella para recordarle su misión y su promesa.

Wulfgar se volvió para mirarlo, pero el ágil drow ya había desaparecido en la oscuridad de la noche. Wulfgar giró sobre sus pasos para echar una última ojeada a Águeda, que permanecía en pie, con el rostro contraído y los puños apretados.

—Perdone nuestra intrusión —se despidió con cortesía mientras hacía una profunda reverencia…, lo suficientemente profunda para seguir de inmediato a su amigo hacia un lugar seguro. Una vez fuera de la caverna, echó a correr por el oscuro sendero, siguiendo el destello azulado de Centella.

De pronto, resonó en el aire el tercer lamento de la banshee, el último intento de retenerlos. Drizzt ya había salido del límite de su influencia, pero el gemido alcanzó a Wulfgar y le hizo perder el equilibrio. El bárbaro siguió hacia adelante, dando tumbos a ciegas. Su sonrisa de satisfacción había desaparecido bruscamente de su rostro.

Drizzt se volvió e intentó cogerlo, pero el corpulento hombre apartó al drow y continuó avanzando, directo… hacia un árbol.

Antes de que Drizzt pudiera alcanzarlo para ayudarlo, Wulfgar estaba de nuevo en pie y seguía corriendo, demasiado asustado y desconcertado para gruñir siquiera.

A sus espaldas, Águeda proseguía con su desvalido lamento.

Cuando los vientos nocturnos llevaron el primer lamento de Águeda hasta Conyberry, los lugareños comprendieron que Drizzt y Wulfgar habían encontrado la guarida. Todos ellos, incluidos los niños, habían salido de sus casas y escucharon con gran atención cómo dos lamentos más resonaban en la oscuridad de la noche. Pero lo que los dejó más perplejos aún fue oír los gemidos continuos y pesarosos que emitía ahora la banshee.

—Esos extranjeros no han podido con ella —rio uno de los hombres.

—No, te equivocas —intervino la anciana, al comprender el cambio sutil que habían experimentado los lamentos de Águeda—. Son gemidos de pérdida. ¡La atacaron! ¡La atacaron y huyeron!

Los demás permanecieron inmóviles, escuchando con más atención los quejidos de Águeda, y comprendieron que las observaciones de la anciana eran ciertas. Se miraron unos a otros con expresión incrédula.

—¿Cómo dijeron que se llamaban? —preguntó un hombre.

—Wulfgar —respondió alguien—. Y Drizzt Do’Urden. He oído hablar de ellos con anterioridad.