24


La pegajosa sustancia interplanar

—¡Apártate de mi camino, bola de grasa! —rugió Bruenor.

El eunuco gigante se plantó frente al enano, con las piernas separadas, y se inclinó para agarrarlo con una mano enorme…, una mano que Bruenor se apresuró a morder.

—Nunca me escuchan —se quejó el enano.

Acto seguido, se inclinó profundamente y, tras colocarse entre las piernas del eunuco, se incorporó con rapidez. El asta de su casco se incrustó en el pobre eunuco, que tuvo que ponerse de puntillas. Por segunda vez en un mismo día, al gigante se le nubló la vista y se apartó tambaleante, colocando ambas manos en la nueva herida.

Con una rabia asesina impresa en sus ojos grises, Bruenor se volvió hacia Pook. Sin embargo, el jefe de la cofradía no parecía preocupado y, en realidad, el enano apenas se fijó en él. Pero sí reparó en la ballesta, que estaba de nuevo cargada y lo apuntaba.

Una rabia infinita era la única emoción que sentía Drizzt al abalanzarse sobre los monstruos, una profunda rabia por el dolor que aquellas inmundas criaturas de Tarterus habían infligido a Catti-brie.

Su objetivo era también uno solo: el diminuto pedazo de luz en la oscuridad, la puerta de regreso a su propio mundo.

Las cimitarras le abrían el paso, y Drizzt sonrió al pensar en el placer que le produciría hundirlas en la carne de los demodantes, pero el drow aflojó el paso al acercarse, intentando dominar su cólera para pensar únicamente en su objetivo. Podía irrumpir en la horda de demodantes en un ataque frenético, y probablemente alcanzaría a colarse por la apertura, pero ¿podría soportar Catti-brie los golpes que sin duda le darían antes de que Drizzt consiguiera cruzarla al otro lado?

El drow vio otra posibilidad. Mientras se acercaba paso a paso por detrás de aquellas criaturas, alargó los brazos a ambos lados y tocó con la punta de sus armas la espalda de dos de los demodantes. Cuando las cabezas de los monstruos se volvieron instintivamente para mirar por encima del hombro, Drizzt se coló entre los dos.

Las armas del drow empezaron a ejecutar una danza frenética, cortando de cuajo la mano de cualquier demodante que intentara agarrarlo. Sintió que alguien asía a Cattibrie y se volvió rápidamente, todavía más rabioso. No pudo ver su objetivo, pero comprendió que había dado en el blanco al hundir a Centella en la oscuridad y oír un chillido.

Un pesado brazo lo golpeó en la cabeza con tanta fuerza que podía haberlo tumbado; pero Drizzt continuó impasible y vio que la luz de la puerta estaba a pocos metros de distancia…, y que la silueta de un único demodante le obstaculizaba el paso.

El oscuro túnel de cuerpos de demodantes empezó a cerrarse a su alrededor. Otro largo brazo intentó agarrarlo, pero Drizzt fue lo suficientemente rápido para colarse por debajo.

Si el demodante que le cerraba el paso conseguía detenerlo un solo instante, lo atraparían y lo descuartizarían.

Una vez más, actuó según su instinto, y no según la razón. Con ayuda de las cimitarras, apartó los brazos del demodante hacia los lados e, inclinando la cabeza, arremetió contra el pecho de la criatura. El impulso que llevaba obligó al monstruo a atravesar la puerta con él.

La oscura cabeza y los hombros aparecieron ante Wulfgar y éste se apresuró a golpear con Aegis-fang. El poderoso impacto rompió la espina dorsal del demodante y sacudió a Drizzt, que empujaba desde el otro lado.

El demodante cayó muerto, atravesado en mitad del Aro de Teros. El atónito drow rodó por encima del monstruo y se encontró en el suelo de la habitación de Pook, junto a Catti-brie.

Wulfgar palideció al verlos y vaciló; pero Drizzt comprendió que más criaturas intentarían atravesar el portal y consiguió levantar su aturdida cabeza del suelo.

—Cierra la puerta —jadeó.

Wulfgar ya se había dado cuenta de que no podía golpear la vidriosa imagen que se reflejaba a través del aro, pues sólo conseguiría introducir la cabeza del martillo en Tarterus. El bárbaro apoyó a Aegis-fang en el suelo.

Y entonces, se dio cuenta de lo que ocurría en la habitación.

—¿Eres lo suficientemente rápido con ese escudo? —se burló Pook, tensando la ballesta.

Con la vista fija en el arma, Bruenor ni siquiera se había dado cuenta de la llegada de Drizzt y Catti-brie.

—Tienes un solo tiro para matarme, perro —le espetó, sin temer la muerte—. Un único disparo.

Avanzó un paso con determinación.

Pook se encogió de hombros. Era un tirador experto, y la ballesta estaba tan encantada como cualquier otra arma de los Reinos. Un disparo sería suficiente.

Pero no llegó a hacerlo.

Un martillo de guerra cruzó volando la estancia y se incrustó en el trono, que cayó encima del jefe de la cofradía y ambos acabaron contra la pared.

Bruenor se volvió con una sonrisa en los labios para agradecer al bárbaro su ayuda, pero la sonrisa desapareció de sus labios y las palabras se atascaron en su garganta al ver a Drizzt, ¡y Catti-brie!, tumbados junto al Aro de Teros.

El enano se quedó petrificado, con los ojos desorbitados y sin poder siquiera respirar. La fuerza desapareció de pronto de sus piernas y cayó de rodillas. Dejó en el suelo el hacha y el escudo y se acercó, a cuatro patas, a su hija.

Wulfgar agarró los bordes de hierro del aro e intentó unirlos haciendo acopio de toda su fuerza. La parte superior de su cuerpo enrojeció y las venas y los tendones se marcaron en sus enormes brazos, como si fueran cuerdas de acero. Pero si consiguió moverlos un poco, fue un movimiento insignificante.

Un brazo de demodante atravesó el portal para impedir que lo cerrara, pero la visión sólo sirvió para dar más ánimos a Wulfgar. El bárbaro rugió, llamando a Tempos, y empujó con todas sus fuerzas, para tratar de unir las manos y cerrar los bordes del aro.

La imagen vidriosa se arqueó y el brazo del demodante cayó al suelo, cortado de cuajo. Del mismo modo, el demodante que yacía muerto a los pies de Wulfgar, con medio cuerpo al otro lado de la puerta, se agitó y se dio la vuelta.

Wulfgar apartó la vista ante el horroroso espectáculo de un demodante alado atrapado en el túnel planar y que empezó a retorcerse y a doblarse hasta que la piel comenzó a desgarrarse.

Sin embargo, la magia del Aro de Teros era muy fuerte y Wulfgar, por mucho empeño que pusiese, no podía esperar acercar completamente los dos extremos para poder acabar el trabajo. Ahora tenía la puerta deformada y el paso cerrado, pero ¿por cuánto tiempo? Cuando se cansase y el artilugio recuperara su forma original, el portal quedaría abierto una vez más. El bárbaro soltó un rugido y continuó apretando obstinadamente, pero apartó la cabeza para que la inminente rotura de la superficie de vidrio no lo lastimara.

¡Qué pálida estaba, con los labios azulados y la piel reseca y helada! Bruenor vio que sus heridas eran malas pero percibió que lo peor no eran aquellos cortes o arañazos. Su amada hija parecía haber perdido el ánimo, como si hubiera desistido de su deseo de vivir al caer en la oscuridad.

Ahora yacía desmayada, fría y pálida en sus brazos. Desde su posición, Drizzt comprendió instintivamente el peligro. Rodó por el suelo y extendió la capa para proteger a Bruenor, que parecía ajeno a lo que lo rodeaba, y a Catti-brie con su propio cuerpo.

En el otro extremo de la habitación, LaValle se agitó e intentó despejar su aturdida mente. Se puso de rodillas y echó un vistazo a su alrededor. Al instante, vio los intentos de Wulfgar para cerrar la puerta.

—¡Mátalos! —susurró Pook al mago, sin atreverse a salir de debajo del trono.

Pero LaValle no lo escuchaba. Ya había empezado a entonar un hechizo.

Por primera vez en su vida, Wulfgar descubrió que su fuerza no era suficiente.

—¡No puedo! —gruñó con aire de desesperación, observando a Drizzt, como hacía siempre que necesitaba una respuesta.

Pero el drow herido apenas estaba consciente.

Wulfgar deseó rendirse. El brazo le ardía por los cortes que le habían producido los dientes de la hidra; las piernas apenas tenían fuerza para sostenerlo y sus amigos yacían indefensos en el suelo.

¡No tenía fuerza suficiente!

Desvió la vista a izquierda y derecha, buscando una alternativa. Por muy poderoso que fuera el aro, tenía que tener un punto débil. O, al menos, para mantener alguna esperanza, Wulfgar tenía que creer que así era.

Regis había conseguido introducirse en él, había hallado el modo de esquivar su poder.

Regis.

Wulfgar había encontrado la respuesta.

Dio un último tirón al Aro de Teros y luego lo soltó con rapidez. La superficie de vidrio tembló unos instantes. Pero el bárbaro no se quedó a ver el misterioso espectáculo. Sin vacilar, se inclinó y agarró el cetro perlado que Drizzt llevaba colgado en el cinturón. Luego, se incorporó de un salto y lanzó el frágil objeto a la parte superior del artilugio. La perla negra se rompió en mil pedazos.

En aquel mismo instante, LaValle pronunció la última sílaba del hechizo y lanzó un rayo de energía, que pasó rozando a Wulfgar, y le chamuscó los pelos del brazo. Se incrustó en el centro del aro. La vidriosa imagen, que el inteligente golpe de Wulfgar había resquebrajado, se rompió en mil pedazos.

La consiguiente explosión hizo que el edificio entero se tambaleara hasta los cimientos.

Espesas nubes de oscuridad empezaron a danzar por la estancia y todos los espectadores sintieron que el mundo entero daba vueltas, como si hubieran quedado atrapados en un terremoto en el mismísimo centro de los planos de la existencia. Columnas de humo negro empezaron a surgir a su alrededor y, al poco rato, la oscuridad era total.

Luego, con la misma rapidez con que había empezado, todo pasó y la luz regresó a la habitación. Drizzt y Bruenor fueron los primeros en ponerse en pie y empezaron a examinar los daños y a los supervivientes.

El Aro de Teros estaba en el suelo, retorcido, destrozado y convertido en un inútil armazón de hierro, con una sustancia pegajosa, parecida a una telaraña, que se agitaba obstinadamente a su alrededor. Un demodante alado yacía muerto en el suelo, junto al brazo roto de otra de aquellas criaturas, y la mitad del cuerpo de un tercero que, aunque muerto, todavía se contraía espasmódicamente, estaba rodeada de unos fluidos espesos y oscuros.

A pocos metros de distancia, se hallaba Wulfgar, con los codos apoyados en el suelo y una expresión de perplejidad clavada en el rostro. Tenía un brazo cubierto de sangre por el rayo de energía de LaValle, el rostro sucio de humo y el cuerpo envuelto por completo en aquella pegajosa telaraña. El bárbaro tenía el cuerpo salpicado por una infinidad de gotas de sangre. Aparentemente, la imagen vidriosa del portal había sido algo más que una imagen.

Wulfgar observó con ojos distantes a sus amigos, parpadeó varias veces y cayó de espaldas.

LaValle soltó un gemido, que Drizzt y Bruenor oyeron con toda claridad, y empezó a incorporarse; pero pronto se dio cuenta de que si lo hacía quedaría al descubierto ante los intrusos que habían conseguido la victoria, así que volvió a tumbarse en el suelo y se quedó inmóvil.

Drizzt y Bruenor intercambiaron una mirada, sin saber qué debían hacer a continuación.

—Me alegro de ver de nuevo la luz del día —susurró una voz por debajo de ellos. Ambos desviaron la vista y vieron que Catti-brie los observaba con los ojos azul oscuro abiertos de nuevo.

Sin poder contener las lágrimas, Bruenor cayó de rodillas y abrazó a la muchacha. Drizzt se dispuso a hacer lo mismo, pero enseguida comprendió que aquél era un momento de intimidad para ellos dos, y, tras dar unos golpecitos a Bruenor en el hombro, se alejó para asegurarse de que Wulfgar estaba sano y salvo.

Mientras se inclinaba sobre su amigo bárbaro, un súbito ruido lo interrumpió. El gran trono, destrozado y apoyado contra la pared, salió disparado hacia él. Drizzt lo desvió fácilmente pero, mientras lo hacía, vio que el bajá Pook —que todo el tiempo se había escondido debajo— corría en dirección a la puerta principal de la habitación.

—¡Bruenor! —gritó Drizzt, pero al instante comprendió que el enano estaba demasiado ocupado con su hija para fijarse en nada más. Entonces cogió a Taulmaril, que llevaba colgado al hombro, y empezó a tensarlo mientras emprendía la persecución.

Pook atravesó el umbral y giró sobre sí mismo para cerrar la puerta de golpe.

—¡Rassit…! —empezó a gritar mientras se dirigía a la escalera. Pero se quedó sin habla al ver a Regis de pie frente a él, con los brazos cruzados.

—¡Tú! —gritó Pook, con el rostro contraído y los puños cerrados por la rabia.

—No, él —corrigió Regis, mientras señalaba hacia arriba, hacia una silueta negra que estaba a punto de saltar sobre el bajá.

Para el sorprendido Pook, la visión de Guenhwyvar fue sólo una sucesión de enormes dientes y garras.

Cuando Drizzt salió por la puerta, el reinado de Pook como jefe de la cofradía había llegado a su fin tras el ataque del felino.

—¡Guenhwyvar! —gritó el drow, que veía por primera vez a su apreciado compañero después de muchas semanas. La enorme pantera se acercó corriendo a Drizzt y lo lamió con cariño, tan contento como su dueño de volver a estar juntos.

Aun así, otros sonidos y acontecimientos hicieron que el encuentro fuese breve. En primer lugar estaba Regis, apoyado cómodamente en el decorado marco de la puerta, con las manos entrelazadas en la nuca y los peludos pies cruzados. Drizzt se alegraba también de ver de nuevo a Regis, pero el drow se sintió inquieto al oír ruidos que resonaban en la escalera: gritos de terror y gruñidos guturales.

Bruenor también los oyó y salió de la habitación para investigar.

—¡Panza Redonda! —exclamó al ver a su amigo, y se acercó al halfling junto con Drizzt.

Desde lo alto de la escalera, presenciaron la batalla que tenía lugar abajo. De vez en cuando, cruzaba ante ellos un hombre rata, perseguido por una pantera. Junto a la escalera había un grupo de hombres rata apiñados en círculo para defenderse como podían de los amigos felinos de Guenhwyvar, pero una oleada de pelaje negro y dientes relucientes acabó con ellos allí mismo.

—¿Felinos? —Bruenor frunció el entrecejo—. ¿Trajiste felinos?

Regis sonrió y se encogió de hombros.

—¿Conoces algo mejor para acabar con los ratones?

Bruenor sacudió la cabeza y no pudo disimular una sonrisa. Luego, desvió la cabeza hacia el cuerpo del hombre que había huido de la sala.

—También está muerto comentó con una mueca.

—Ése era Pook —les explicó Regis, aunque ellos ya habían adivinado la identidad del jefe de la cofradía—. Ahora se ha marchado y creo que sus socios ratas harán lo mismo.

Regis desvió la vista hacia Drizzt, consciente de que tenía que hacer una aclaración.

—Los amigos de Guenhwyvar sólo persiguen a los hombres rata —afirmó—. Y a él, por supuesto. —Señaló a Pook—. Los ladrones habituales estarán escondidos en sus habitaciones, si son lo suficientemente inteligentes, aunque de todos modos las panteras no les harían daño.

Drizzt asintió en señal de aprobación ante la elección que habían hecho Regis y Guenhwyvar. La pantera no era una asesina.

—Todos vinimos a través de la figura —prosiguió Regis—. La guardé conmigo cuando salí de Tarterus con Guenhwyvar. Cuando acaben el trabajo, los felinos podrán regresar a su plano.

A continuación, entregó la figurita a su legítimo dueño.

Un destello de malicia cruzó por los ojos del halfling. Chasqueó los dedos y se apartó del marco de la puerta, como si su última acción le hubiera dado una idea. Se acercó corriendo a Pook, le hizo girar la cabeza hacia un lado —intentando no mirar la fea herida que tenía en el cuello—, retiró la cadena del rubí que había sido el origen de toda la aventura. Con una expresión satisfecha, Regis se volvió hacia sus amigos.

—Ha llegado el momento de encontrar algunos aliados —explicó el halfling, y empezó a descender la escalera.

Bruenor y Drizzt se miraron incrédulos.

—¡Será el nuevo jefe de la cofradía! —aseguró Bruenor.

Drizzt no pudo replicarle.

Desde un callejón de la Ronda del Tunante, Rassiter, de nuevo en su forma humana, oyó los gritos de agonía de sus compañeros ratas. Había sido lo suficientemente inteligente para comprender que la cofradía iba a quedar en manos de los héroes del norte y, cuando Pook le había ordenado que se uniese a la lucha, había decidido escabullirse y ocultarse en las alcantarillas.

Ahora sólo podía oír los gritos y preguntarse cuántos de sus licantrópicos aliados conseguirían sobrevivir a aquel día aciago.

—Construiré una nueva cofradía —se prometió a sí mismo, aunque comprendía las enormes dificultades que esa tarea le supondría, sobre todo ahora que había adquirido tal notoriedad en Calimport. Tal vez pudiera viajar a otra ciudad de la costa: a Memnon o a Puerta de Baldur.

Sus meditaciones se interrumpieron bruscamente cuando la parte plana de una hoja curva se apoyó en su hombro, mientras el extremo afilado le trazaba una fina línea a un lado del cuello.

Rassiter levantó una daga de pedrería.

—Creo que esto es tuyo —dijo, intentando aparentar calma. El sable se apartó de su cuello y, al darse la vuelta, Rassiter se encontró frente a Artemis Entreri.

El asesino alargó un brazo vendado para coger la daga, y al mismo tiempo colocó el sable en su vaina.

—Oí que te habían derrotado —comentó Rassiter con altivez—. Temí que hubieras muerto.

—¿Temiste? —Entreri sonrió—. ¿O anhelaste?

—Es cierto que tú y yo empezamos como rivales —respondió Rassiter.

Entreri soltó una carcajada. Nunca había supuesto que el hombre rata fuera lo suficientemente valioso como para considerarlo su rival.

Rassiter aceptó el insulto sin alterarse.

—Pero entonces trabajábamos para el mismo dueño. —Desvió la vista hacia el edificio de la cofradía, donde empezaban a desvanecerse ya los últimos gritos—. Creo que Pook ha muerto, o al menos le han arrebatado el poder.

—Si se ha enfrentado al drow, está muerto. —Entreri escupió en el suelo, pues simplemente el pensar en Drizzt Do’Urden le llenaba la garganta de bilis.

—Entonces, las calles están libres —razonó Rassiter mientras le guiñaba maliciosamente el ojo—, para aquel que quiera conquistarlas.

—¿Tú y yo? —musitó Entreri.

Rassiter se encogió de hombros.

—Poca gente en Calimport se opondrá a nosotros, y, gracias a mis malignos mordiscos, podemos crearnos una horda de leales seguidores en pocas semanas. Sin duda, nadie se atreverá a enfrentarse a nosotros en la oscuridad de la noche.

Entreri se situó junto a él y desvió también la vista hacia la cofradía.

—Sí, mi hambriento amigo —respondió con calma—, pero hay dos problemas.

—¿Dos?

—Dos —repitió Entreri—. En primer lugar, yo trabajo en solitario.

Rassiter pegó un respingo cuando la hoja de la daga se clavó en su espina dorsal.

—Y, en segundo lugar —continuó Entreri, conteniendo la respiración—, estás muerto.

Extrajo la ensangrentada daga del cuerpo y la sostuvo en alto, para limpiar la sangre con la capa de Rassiter antes de que el hombre rata cayera sin vida al suelo.

Entreri examinó su trabajo y luego los vendajes de su codo herido.

—Todavía estoy fuerte —murmuró para sí mientras se escabullía en busca de algún rincón oscuro. Lucía un sol radiante aquella mañana, y el asesino tenía que descansar antes de estar listo para enfrentarse a los peligros con que se encontraría en las iluminadas calles.