Si alguna vez has querido a Catti-brie…
Bruenor había llegado a los aposentos de Pook soltando maldiciones y dispuesto a todo y con el ímpetu que llevaba, atravesó toda la estancia. Dejó atrás los dos eunucos gigantes que Pook había puesto de guardia, y fue a toparse con el jefe de la cofradía, que lo observaba con más curiosidad que terror.
Aun así, Bruenor tampoco prestó atención a Pook. Tenía la vista fija detrás de él, en un hombre envuelto en una túnica y sentado con la espalda apoyada contra la pared: el mago que había enviado a Catti-brie a Tarterus.
Al ver el odio asesino impreso en los ojos de aquel barbudo, LaValle se incorporó y se acercó tambaleante a la puerta de su habitación. Su desbocado corazón se calmó al oír el ruido de la puerta cerrándose a sus espaldas, pues era una puerta mágica, con varios hechizos de protección. Estaba a salvo… o al menos eso pensó.
A menudo los magos se ven cegados por su considerable fuerza frente a otras formas de poder, menos sofisticadas tal vez, pero igualmente eficaces. LaValle no podía saber cómo le hervía la sangre a Bruenor Battlehammer, y no podía prever la brutalidad de la rabia del enano.
Su sorpresa fue absoluta cuando un hacha de mithril se incrustó en la puerta, como si se tratara de uno de sus propios rayos mágicos; hizo pedazos todas sus protecciones mágicas y el salvaje enano entró como un tornado.
Completamente ajeno a lo que lo rodeaba y con el único deseo de regresar a Tarterus y a Catti-brie, Wulfgar atravesó el Aro de Teros en el momento en que Bruenor salía de la habitación. Aun así no podía hacer caso omiso de los gritos de Drizzt a través de los planos, suplicándole que mantuviera la puerta abierta. Aunque el bárbaro temiera en aquel momento por Catti-brie y por Drizzt, no podía negar que su lugar estaba allí, protegiendo el espejo.
Con todo, la imagen de Catti-brie cayendo en la infinita oscuridad de aquel horrendo lugar le quemaba el corazón, y deseaba atravesar de nuevo aquel artilugio y correr en su ayuda.
Antes de que el bárbaro pudiera decidir si seguía los mandatos de su corazón o de su mente, un enorme puño chocó contra su cabeza, lanzándole al suelo. Cayó de bruces entre las enormes piernas de dos de los gigantes de Pook. Era una forma un tanto difícil de iniciar una lucha, pero la rabia de Wulfgar era tan intensa como la de Bruenor.
Los gigantes intentaron aplastar a Wulfgar con los pies, pero el bárbaro era demasiado ágil para una maniobra tan torpe. Se puso en pie de un salto en medio de los dos, y alcanzó de lleno en el rostro a uno de ellos con sus poderosos puños. El gigante se quedó mirando atónito a Wulfgar durante largo rato, como si se negara a creer que un humano pudiera propinar un puñetazo tan fuerte, y luego se inclinó hacia atrás y cayó de espaldas al suelo.
Wulfgar dio media vuelta de un salto para enfrentarse al otro, y le aplastó la nariz con la parte roma de Aegis-fang. El gigante se agarró el rostro con ambas manos y retrocedió. Por lo que a él se refería, la batalla había acabado.
Pero Wulfgar no tenía tiempo para preguntárselo. Soltó un puntapié al pecho del gigante y lo hizo volar por los aires hasta el centro de la estancia.
—Ahora, sólo quedo yo —dijo una voz. Wulfgar observó hacia el otro extremo de la habitación, donde había una enorme butaca que servía de trono al jefe de la cofradía, y divisó al bajá Pook detrás de ella.
Pook se inclinó por detrás del respaldo y levantó una pesada ballesta, cargada y lista para disparar.
—Y aunque sea gordo como esos dos —se rio Pook—, no soy estúpido.
Apoyó la ballesta en el respaldo de la silla para apuntar.
Wulfgar observó a su alrededor. Estaba completamente atrapado, no tenía la más mínima escapatoria.
Pero… tal vez no tendría que escapar.
El bárbaro contrajo la mandíbula e irguió el cuerpo.
—Apunta exactamente aquí —dijo sin parpadear siquiera, señalándose el corazón—. Mátame. —Echó una ojeada por encima del hombro y vislumbró por el rabillo del ojo la imagen en el Aro de Teros, que ahora se había ensombrecido por la presencia de una multitud de demodantes—. Así defenderás la entrada al plano de Tarterus.
Pook apartó el dedo del gatillo.
Como si las palabras de Wulfgar le hubieran permitido el acceso, un instante después la garruda mano de un demodante atravesó el portal y arañó al bárbaro en el hombro.
En su descenso a través de la oscuridad, Drizzt se movía como si nadase, y los impulsos que se daba lo acercaban cada vez más a Catti-brie. Pero era vulnerable, y lo sabía.
Como también lo sabía un demodante alado que observaba su caída.
La inmunda criatura saltó de su posición en cuanto vio que Drizzt pasaba, y aleteó unos instantes en el aire para darse impulso. Pronto alcanzó al drow y se dispuso a sacar las afiladas garras para desgarrarle el cuerpo por la espalda.
Drizzt percibió la presencia de la bestia en el último momento, pero giró sobre sí mismo con rapidez, tratando de apartarse del camino del monstruo y al mismo tiempo preparar sus cimitarras.
No hubiera tenido ninguna oportunidad. Aquél era el ambiente del demodante y, además, era una criatura alada, que se encontraba mucho más a gusto en pleno vuelo que en el suelo.
Aun así, Drizzt nunca se rendía ante las dificultades.
El demodante se abalanzó de nuevo sobre él y desgarró la fina capa de Drizzt con sus afiladas garras; pero Centella, con la misma calma como si hubiera estado en tierra firme, arrancó de cuajo una de las alas del monstruo. El demodante se apartó, malherido, a un lado y siguió hacia abajo dando tumbos. Ya no le quedaban fuerzas para continuar luchando con el elfo drow y, como había perdido el ala izquierda, de todas formas no podía pillarlo.
Drizzt no le prestó la menor atención. Su objetivo estaba ya muy cerca.
Cogió a Catti-brie en sus brazos y la abrazó con fuerza contra su pecho. Percibió con pesar que la muchacha estaba helada, pero era consciente de que había llegado demasiado lejos para pensar en eso. No estaba seguro de que la puerta de regreso a su plano continuara abierta, y tampoco tenía ni idea de cómo detener aquella caída eterna.
Se le ocurrió de improviso una solución al ver a otro demodante alado que estaba a punto de interceptar su camino. Por lo que pudo ver, la criatura no tenía intención de atacar todavía, sino que se limitaba a hacer un vuelo de inspección, y pasaría por debajo de ellos para examinar mejor a su enemigo.
Pero Drizzt no estaba dispuesto a perder aquella oportunidad. Cuando vio que la criatura pasaba por debajo, el elfo oscuro se dio impulso con las piernas, y alargó todo lo que pudo una cimitarra con la mano que tenía libre. Sin intención de matar, el arma alcanzó su objetivo, y se hundió en la espalda de la criatura. El demodante se agitó de forma frenética y salió volando, liberándose de la cimitarra.
Pero las sacudidas habían permitido que Drizzt y Catti-brie cambiaran el ángulo de su caída, y ahora se encontraban justo encima de uno de los humeantes puentes. Drizzt se daba impulso hacia uno y otro lado para mantenerse en línea recta y, con la mano que le quedaba libre, extendió su capa para amortiguar el descenso. En el último momento, se colocó debajo de Catti-brie para protegerla del impacto. Al final aterrizaron con un ruido sordo, y a su alrededor se levantó una nube de humo.
Drizzt se apartó de la muchacha y se arrodilló intentando recuperar el aliento.
Catti-brie yacía, pálida y malherida. Tenía una docena de heridas visibles, entre las que destacaba el corte que le había hecho en la cabeza la flecha del hombre rata. Sus ropas estaban empapadas de sangre, y tenía el cabello apelmazado; pero Drizzt no se desanimó al ver su estado, pues mientras caían había percibido algo que había renovado sus esperanzas.
Catti-brie había soltado un gemido.
LaValle se acercó dando tumbos a la parte trasera de la mesa.
—Mantente alejado de mí, enano —le advirtió—. Soy un mago de gran poder.
Pero Bruenor no pareció inmutarse. Clavó el hacha en la mesa y la estancia se iluminó con una cegadora explosión de humo y chispas.
Cuando LaValle recuperó la visión un instante después, se encontró frente a Bruenor. El enano tenía las manos y la barba envueltas en un humo grisáceo, la diminuta mesa estaba rota y la bola de cristal partida en dos.
—¿Esto es todo lo que sabes hacer? —preguntó Bruenor.
Pero LaValle no consiguió que las palabras atravesaran el nudo que sentía en la garganta.
Bruenor deseaba matarlo de inmediato, clavar el hacha entre las espesas cejas del mago; pero su intención era vengar a Catti-brie, su amada hija, una muchacha que aborrecía la muerte con todo su corazón. Bruenor no podía deshonrar su recuerdo.
—¡Maldición! —gruñó, mientras golpeaba con su cabeza el rostro de LaValle. El mago salió disparado contra la pared y se quedó allí, aturdido e inmóvil, hasta que Bruenor lo agarró del pecho, arrancándole con gran placer varios pelos, y lo lanzó de bruces contra el suelo—. Mis amigos pueden necesitar tu ayuda, mago —rugió el enano—, ¡así que ya puedes empezar a arrastrarte! Y ten por seguro que si haces un solo movimiento que no sea de mi agrado, mi hacha te partirá por la mitad.
En su estado de semiconciencia, LaValle apenas oyó las palabras del enano, pero adivinó con claridad cuáles eran sus intenciones, así que empezó a andar a cuatro patas.
Wulfgar afianzó los pies contra el pedestal de hierro del Aro de Teros y sujetó con su enorme mano el codo del demodante, contrarrestando con su fuerza el tirón de la criatura. En la otra mano, sostenía a Aegis-fang, pero no deseaba deslizarse al otro lado de la puerta, sino que esperaba a que algo más vulnerable que una mano la atravesara.
Las garras del demodante estaban profundamente hundidas en su hombro y le provocarían unas heridas que tardarían mucho tiempo en sanar, pero Wulfgar apartó el dolor de su mente. Drizzt le había dicho que, si alguna vez había amado a Catti-brie, mantuviera la puerta abierta.
La mantendría abierta.
Pasaron los segundos y Wulfgar vio que su mano se acercaba peligrosamente al portal. Su fuerza era similar a la del demodante, pero el poder del monstruo era mágico, no físico, y Wulfgar se cansaría mucho antes que su enemigo.
Un centímetro más y la mano atravesaría el aro para introducirse en Tarterus, donde sin duda esperaban muchos más demodantes hambrientos.
Un recuerdo pasó como un relámpago por la mente de Wulfgar, la imagen de Catti-brie, malherida, cayendo lentamente en el vacío.
—¡No! —gruñó, y se obligó a retirar la mano, tirando con todas sus fuerzas hasta que los dos contrincantes estuvieron en la misma posición en la que habían empezado la lucha. Luego, de pronto, Wulfgar dejó caer el hombro, arrastrando al demodante hacia el suelo, en lugar de hacia afuera.
El truco funcionó a la perfección. El demodante, sorprendido, relajó su brazo y se tambaleó. Durante una décima de segundo, su cabeza atravesó el Aro de Teros y se introdujo en el plano material principal, pero fue suficiente para que Aegis-fang le aplastara el cráneo.
Wulfgar dio un paso hacia atrás y sujetó su martillo de guerra con ambas manos. Otro demodante empezó a entrar, pero el bárbaro lo envió de nuevo a Tarterus con un poderoso golpe.
Pook observaba la escena desde su trono, con la ballesta lista para disparar. Pero incluso el jefe de la cofradía se quedó asombrado al ver la fuerza de aquel hombre gigantesco y, cuando uno de los eunucos recobró el conocimiento y se puso en pie, Pook le indicó con un gesto que se alejara de Wulfgar, pues no quería que nadie le estropeara el espectáculo que estaba presenciando.
Sin embargo, un ruido a un lado le hizo apartar la vista de Wulfgar, y divisó a LaValle que se introducía a cuatro patas en la habitación. El enano armado con un hacha caminaba tras él.
Bruenor vio enseguida la peligrosa situación en que se encontraba Wulfgar y comprendió que el mago sólo podía complicar las cosas. Levantó a LaValle y, tras obligarlo a ponerse de rodillas, dio la vuelta para enfrentarse a él cara a cara.
—Será mejor que descanses —le dijo, y volvió a golpear al mago en la cara con su cabeza, dejándolo inconsciente. Mientras el mago caía, oyó un crujido a sus espaldas y, de forma instintiva, desvió el escudo hacia el lado de donde procedía el sonido, justo a tiempo para detener la flecha de Pook. El dardo se incrustó en el estandarte del escudo, que representaba una espumosa jarra de cerveza, a pocos centímetros del brazo de Bruenor.
El enano oteó por encima del borde de su escudo, observó la flecha y luego dirigió una amenazadora mirada a Pook.
—¡No deberías haber herido a mi escudo! —gruñó, y empezó a andar hacia adelante.
El eunuco gigante se apresuró a intervenir.
Wulfgar vio la escena por el rabillo del ojo y hubiera participado de buena gana en ella, en especial ahora que Pook estaba ocupado recargando la ballesta, pero el bárbaro tenía otros asuntos que atender. Un demodante alado pasó como un relámpago a través del aro y se abalanzó sobre Wulfgar.
Los entrenados reflejos del bárbaro lo salvaron en esta ocasión, porque alargó una mano y cogió una de las piernas del demodante. El ímpetu que llevaba el monstruo hizo que Wulfgar se tambaleara hacia atrás, pero consiguió poner al demodante a su altura y, con un único golpe de su martillo de guerra, lo tumbó al suelo.
Varios brazos, cabezas y hombros se abrían paso ahora a través del Aro de Teros, pero Wulfgar balanceaba con toda su furia a Aegis-fang y conseguía mantener a aquellas siniestras criaturas a raya.
Drizzt corría por el humeante puente, con Catti-brie sobre un hombro. Durante muchos minutos, no encontró resistencia alguna y, al llegar por fin a la puerta, comprendió el motivo.
Una multitud de demodantes se apiñaba delante del portal, interceptándole el paso.
Descorazonado, el drow apoyó una rodilla en el suelo y recostó a Catti-brie con cuidado junto a él. Por un instante, pensó en utilizar a Taulmaril, pero pronto se dio cuenta de que si fallaba, si una flecha conseguía atravesar la horda, pasaría a través de la puerta y podría herir a Wulfgar. No podía correr ese riesgo.
—Estamos muy cerca —susurró sintiéndose desfallecer, mientras desviaba la vista hacia Catti-brie. La cogió con cariño en sus brazos y le pasó una mano por el rostro. La muchacha estaba helada. Drizzt se inclinó sobre ella, con la única intención de comprobar el ritmo de su respiración, pero de pronto descubrió que estaba demasiado cerca, y, antes de que pudiera darse cuenta de lo que hacía, sus labios se unieron a los de ella en un tierno beso. Catti-brie se estremeció, pero no abrió los ojos.
Sin embargo, su movimiento renovó las esperanzas de Drizzt.
—Tan cerca… —musitó—. ¡No voy a dejar que mueras en este inmundo lugar!
Volvió a cargar a la muchacha sobre su hombro y la rodeó con la capa para protegerla. Luego, agarró con firmeza sus cimitarras, frotando con sus sensibles dedos los intrincados dibujos de las empuñaduras. Sus armas y él se convirtieron en una sola persona, como si los aceros no fueran más que unas mortíferas extensiones de sus oscuros brazos. Respiró profundamente para tranquilizarse.
Acto seguido, echó a andar, tan silencioso como sólo los elfos drow pueden hacerlo, en dirección a la horda de monstruos.
Regis se puso en pie, incómodo, al ver que las siluetas oscuras de los felinos se movían de un lado a otro bajo la luz estrellada que lo rodeaba. No parecían amenazarlo —todavía no—, pero se estaban agrupando. Sabía, sin la menor duda, que él era el centro de su atención.
De pronto, Guenhwyvar se separó del grupo y se plantó ante él, con la cabeza a la misma altura que la del halfling.
—Tú sabes algo —afirmó Regis al ver la excitación que traducían los oscuros ojos de la pantera. Regis levantó la figurita y la examinó, mientras veía cómo el felino se ponía en tensión.
»¡Con esto podemos regresar! —exclamó el halfling al comprender de pronto—. ¡Ésta es la llave de nuestro viaje y, con ella, podemos ir donde nos plazca! —Observó a su alrededor y pensó en varias posibilidades interesantes—. ¿Todos nosotros?
Si los felinos pueden sonreír, Guenhwyvar lo hizo.