El abismo infinito
El humo, que emanaba de debajo de sus propios pies, oscilaba constantemente a su alrededor y se arremolinaba entre sus piernas. Por el ángulo con que giraba, el modo con que caía a pocos centímetros de sus pies, a ambos lados, para volver a alzarse formando otra nube, los amigos comprendieron que se encontraban en una estrecha cornisa, un puente que atravesaba algún abismo infinito.
Puentes parecidos, de pocos centímetros de ancho, se entrecruzaban por encima y por debajo de ellos y, por lo que alcanzaban a ver, eran los únicos caminos que podían verse en aquel plano. Por ningún lado se veía un pedazo de tierra sólida, sólo aquellos puentes retorcidos y que ascendían en espiral.
Los movimientos de los cuatro amigos eran lentos, como si se hallaran inmersos en un sueño, luchando contra la presión del aire. El mismo ambiente que los envolvía, un mundo oscuro y opresivo repleto de olores siniestros y gemidos angustiados, traducía algo diabólico. Monstruos malvados, terriblemente contrahechos, acechaban por encima de sus cabezas y a su alrededor en aquel vacío de oscuridad, y soltaban chillidos de alegría ante la inesperada aparición de aquellos bocados tan apetitosos. Los cuatro amigos, tan indomables ante los peligros de su propio mundo, perdieron en éste todo el coraje.
—¿Los Nueve Infiernos? —susurró Catti-brie con una voz apenas audible, por miedo a que sus palabras pudieran poner en movimiento a aquella multitud que se escondía en las sombras perpetuas.
—Hades —aventuró Drizzt, más entendido en mundos desconocidos—. El dominio del caos.
Aunque estaba junto a sus amigos, sus palabras se oían lejanas, al igual que antes las de Catti-brie.
Bruenor empezó a responder con un gruñido, pero su voz se quebró al ver a Cattibrie y Wulfgar, sus hijos, como él los consideraba. Ahora no podía hacer nada por ayudarlos.
Wulfgar observó a Drizzt esperando una respuesta.
—¿Como podemos escapar? —insistió con brusquedad—. ¿Hay alguna puerta? ¿Un camino que nos lleve a nuestro propio mundo?
Drizzt negó con la cabeza. Hubiera querido tranquilizarlos, mantener sus ánimos ante el peligro, pero esta vez el drow no tenía respuestas para ellos. No veía escapatoria ni esperanza alguna.
Una criatura con alas de murciélago y aspecto de perro, pero con un rostro grotesco e indudablemente humano, se abalanzó sobre Wulfgar, colocando una sucia garra a la altura de su hombro.
—¡Al suelo! —le gritó Catti-brie en el último momento. El bárbaro no cuestionó la orden y se echó hacia adelante, consiguiendo que la criatura fallara su objetivo. El monstruo trazó un círculo en el aire y se mantuvo unos instantes suspendido antes de dar media vuelta y abalanzarse de nuevo sobre su presa, hambriento de carne fresca.
Pero esta vez Catti-brie estaba preparada y, al ver que se aproximaba de nuevo, lanzó una flecha. El proyectil salió lentamente hacia el monstruo, dejando en el aire una línea grisácea, en vez de la habitual estela de plata. Sin embargo, la flecha mágica dio en su objetivo con la fuerza normal y abrió un negruzco agujero en el pelaje del animal, desequilibrándole el vuelo. El monstruo pasó por encima del grupo, para recuperar el rumbo, pero Bruenor lo atacó con el hacha. La horripilante masa de carne cayó en espiral y se perdió en la oscuridad a sus pies.
Aun así, los amigos apenas podían alegrarse por aquella pequeña victoria, pues miles de bestias similares los rodeaban por todas partes, algunas de ellas diez veces más grandes que el monstruo que Bruenor y Catti-brie habían matado.
—No podemos quedarnos aquí —musitó Bruenor—. ¿Adónde vamos, elfo?
A Drizzt no le hubiera importado quedarse donde estaban, pero comprendía que sus amigos se sentirían más aliviados si se ponían en marcha. Así, al menos, tendrían la sensación de que avanzaban en su dilema. Sólo el drow comprendía la profundidad del horror con que se enfrentaban. Sólo Drizzt sabía que, fueran donde fuesen, mientras permanecieran en aquel oscuro plano, la situación sería la misma: no tenían escapatoria.
—Por aquí —dijo, tras reflexionar unos instantes—. Si hay una puerta, presiento que será hacia allí.
Dio un paso hacia el estrecho puente, pero de pronto se detuvo al ver que el humo se alzaba y se arremolinaba por delante de él.
Luego, ascendió ante sus ojos.
Aunque la silueta era de un humano, alto y delgado, tenía una cabeza de rana bulbosa y unas largas manos de tres dedos que acababan en forma de garra. Más alto incluso que Wulfgar, se plantó como una torre delante de Drizzt.
—¿Caos, elfo oscuro? —siseó en una voz gutural y extraña—. ¿Hades?
Centella resplandeció impaciente en manos de Drizzt, pero la otra espada, la que había sido forjada mágicamente con hielo, casi salió disparada contra el monstruo.
—Equivocado estás, sí —croó la criatura.
Bruenor se situó junto a Drizzt.
—¡Échate atrás, demonio! —gruñó el enano.
—No es un demonio —respondió Drizzt, comprendiendo las palabras de la criatura y recordando las lecciones que había recibido sobre los planos durante los años que vivió en la ciudad de los drow—. Es un demodante.
Bruenor lo observó con curiosidad.
—Y esto no es el Hades —prosiguió Drizzt—. Sino Tarterus.
—Bien dicho, elfo —croó el demodante—. Tu gente destaca por su conocimiento de los planos inferiores.
—Entonces conocerás también el poder de los míos —dijo Drizzt en tono brusco—, y sabrás cómo castigamos incluso a los señores de los demonios cuando se enfrentan a nosotros.
El demodante soltó una carcajada, si podía llamarse carcajada a aquel sonido parecido al gorgoteo moribundo de un hombre que estuviera ahogándose.
—¡Para los drow muertos, no hay venganza! ¡Lejos estás de casa! —Alargó una mano lentamente hacia Drizzt.
Bruenor se acercó a su amigo.
—¡Moradin! —gritó, al tiempo que atacaba al demodante con el hacha de mithril. Pero la bestia resultó ser más rápida de lo que el enano había esperado y no sólo esquivó el golpe, sino que de un zarpazo lanzó a Bruenor de bruces al suelo, puente abajo.
El demodante se abalanzó sobre el enano, dispuesto a atacarlo con sus terribles garras.
Pero Centella le cortó la mano en dos antes de que llegara a Bruenor.
El demodante se volvió hacia Drizzt con expresión divertida.
—Herido me has, elfo oscuro —croó, aunque su voz no traducía dolor alguno—, pero mejor debes hacerlo.
El monstruo atacó al drow con la mano herida, y cuando éste la esquivó de forma instintiva, el demodante acabó la tarea con la segunda mano, infligiendo tres largos arañazos en el hombro de Drizzt.
—¡Maldito seas! —gritó Bruenor mientras se ponía de rodillas—. Bestia pestilente, cubierta de fango… —gruñó al tiempo que se lanzaba a otro inútil ataque.
Por detrás de Drizzt, Catti-brie se movía de un lado a otro, intentando apuntar con Taulmaril. Junto a ella, Wulfgar observaba la escena, preparado para intervenir, pero como el puente era muy estrecho, no podía acercarse al drow.
Drizzt se movía torpemente, balanceando las cimitarras sin ritmo ninguno. Tal vez fuera el cansancio acumulado durante aquella noche tan larga, o la presión inusual del aire de aquel plano, pero Catti-brie, que lo observaba con curiosidad, nunca había visto luchar al drow con tanta desgana.
Mientras tanto, Bruenor, todavía de rodillas en el puente, había cambiado su habitual ansia de batalla por una expresión de total frustración.
Catti-brie comprendió lo que estaba ocurriendo. No se trataba de cansancio ni del peso del aire. La desesperación se había apoderado de sus amigos.
Desvió la vista hacia Wulfgar para suplicarle que interviniese, pero la imagen que ofrecía el bárbaro no le sirvió de mucha ayuda. El brazo herido le colgaba inerte a un costado y la cabeza de Aegis-fang quedaba hundida debajo de las nubes de humo. ¿Cuántas batallas más podría ganar? ¿Cuántos monstruos más sería capaz de derrotar antes de morir?
Y, ¿qué alegría podía proporcionarles una victoria en un plano donde las batallas serían infinitas?, se preguntó.
Drizzt sentía la desesperación en lo más profundo de su ser. En todas las pruebas que había tenido que superar durante su vida, el drow siempre había tenido fe en la justicia final. Había creído, aunque sin atreverse a admitirlo, que su inquebrantable fe en sus principios le proporcionaría a la larga la recompensa que se merecía. Pero ahora se hallaba ante una batalla cuyo único final era la muerte, donde una victoria sólo podía acarrearles más conflictos.
—¡Malditos seáis todos vosotros! —gritó Catti-brie. No podía apuntar con seguridad con su arco, pero disparó de todas formas. La flecha trazó una línea de sangre en el brazo de Drizzt, pero alcanzó de lleno al demodante, empujándolo hacia atrás. Bruenor tuvo entonces la oportunidad de reunirse con Drizzt.
—¿Habéis perdido ya la batalla? —los reprendió Catti-brie.
—Tranquila, muchacha —contestó Bruenor con voz sombría, mientras asestaba un golpe hacia las rodillas del demodante. La criatura saltó por encima de la hoja e inició otro ataque, que Drizzt consiguió repeler.
—¡Tranquilízate tú, Bruenor Battlehammer! —gritó Catti-brie—. ¡Y aún tienes las narices de proclamarte rey de tu clan! ¡Ja! Garumn se levantaría de su tumba si te viera luchar así.
Bruenor lanzó a Catti-brie una mirada siniestra, pero sentía la garganta demasiado seca para escupir una respuesta.
Drizzt intentó sonreír. Sabía lo que aquella joven, aquella maravillosa joven, intentaba hacer. Sus ojos color de espliego recuperaron parte de su fuego interno.
—Vete con Wulfgar —ordenó a Bruenor—. Cubridnos la espalda y procurad que no nos ataquen desde arriba.
Drizzt desvió la vista hacia el demodante, quien al instante percibió el súbito cambio que se había operado en su estado de ánimo.
—Ven, farastu —dijo el drow en tono severo, recordando el nombre que recibían aquellas particulares criaturas—. Farastu —se burló—, el más insignificante de los demodantes. Ven a probar el corte de una espada drow.
Bruenor se apartó de Drizzt, que estaba casi a punto de estallar en carcajadas. Una parte de él quería preguntar: «¿Qué conseguiremos con todo esto?»; pero otra parte, la que Catti-brie había despertado con sus referencias mordaces a su orgullosa historia, tenía algo muy diferente que decir.
—¡Venid y luchad! —rugió frente a las sombras del abismo infinito—. ¡Ya nos hemos hartado de este maldito mundo vuestro!
En cuestión de segundos, Drizzt había recuperado por completo el control sobre sí mismo. Sus movimientos continuaban siendo lentos por el peso del aire, pero no por ello eran menos magníficos. Esquivaba y atacaba, cortaba y rechazaba todos los movimientos del demodante con tal armonía que éste no veía la manera de alcanzarlo.
Instintivamente, Wulfgar y Bruenor se dispusieron a ayudarlo, pero se detuvieron para observar el espectáculo.
Catti-brie desvió la vista y empezó a lanzar flechas contra todas las formas oscuras que divisaba a través del humo. De pronto, vislumbró por el rabillo del ojo un cuerpo que caía desde la oscuridad que cubría aquel mundo.
En el último segundo, desvió el disparo de Taulmaril, completamente perpleja.
—¡Regis! —gritó.
El halfling aterrizó con un ruido sordo en otro humeante puente situado a varios metros de distancia del de sus amigos. Se puso en pie y consiguió mantener el equilibrio a pesar de lo confuso y desorientado que se sentía.
—¡Regis! —volvió a chillar Catti-brie—. ¿Cómo has llegado aquí?
—Os vi a través de aquel horrible aro —explicó el halfling—, y pensé que podíais necesitar mi ayuda.
—¡Bah! Seguro que te han enviado aquí por la fuerza, Panza Redonda —respondió Bruenor.
—Yo también me alegro de verte —le espetó Regis—, pero esta vez estás equivocado. Vine por mi propia voluntad. —Sostuvo en alto el cetro perlado para que lo vieran—. ¡Para traeros esto!
En realidad, Bruenor se había alegrado de ver de nuevo a su pequeño amigo, antes siquiera de que Regis refutara sus sospechas. Admitió su error haciendo una profunda reverencia y hundiendo la cabeza bajo los remolinos de humo.
Otro demodante surgió de la nada, pero esta vez en el mismo puente que Regis. El halfling volvió a enseñar el cetro a sus amigos.
—¡Cogedlo! —suplicó, preparándose para lanzarlo—. Ésta es vuestra única posibilidad de salir de aquí.
Intentó dominar sus nervios, pues sólo iba a tener una posibilidad, y lanzó el objeto con toda la fuerza que pudo reunir. El cetro salió girando por los aires, con una lentitud angustiosa, en dirección a los tres pares de manos extendidas.
Sin embargo, en aquel aire pesado, no pudo abrirse camino con la suficiente rapidez y perdió velocidad a pocos metros del puente.
—¡No! —gritó Bruenor, al ver cómo su única esperanza caía al vacío.
Catti-brie soltó un gruñido y, tras desatarse el cinturón y dejar a un lado a Taulmaril con un mismo movimiento, se precipitó hacia la nada, en busca del cetro.
Bruenor se lanzó al suelo y alargó los brazos para sujetarla por los tobillos, pero era demasiado tarde. Una chispa de alegría asomó a los ojos de la muchacha cuando consiguió alcanzar el cetro y, con una cabriola casi imposible, lo lanzó a las manos de Bruenor. Luego, desapareció de la vista sin una sola palabra de queja.
LaValle examinaba el espejo con manos temblorosas. La imagen de los cuatro amigos en el plano de Tarterus se había convertido en un contorno borroso cuando Regis había irrumpido con el cetro. Pero ahora, aquello apenas preocupaba al mago. Una fina grieta, sólo visible al inspeccionarlo de cerca, se abría paso lentamente en el centro del Aro de Teros.
LaValle se abalanzó sobre Pook y agarró su bastón. Demasiado sorprendido para luchar contra el mago, el bajá dejó que lo cogiera y se echó hacia atrás.
LaValle volvió corriendo hacia el espejo.
—¡Hemos de destruir su magia! —gritó mientras hundía el bastón en la vidriosa imagen.
La vara de madera, al entrar en contacto con el poder del artilugio, estalló en pedazos y LaValle salió despedido hacia atrás.
—¡Rómpelo! ¡Rómpelo! —suplicó el mago a Pook, en un tono de voz que era apenas un gemido.
—¡Haz que el halfling regrese! —respondió Pook, que todavía estaba preocupado por recuperar a Regis y la figurita.
—¡No lo comprendes! —gimió LaValle—. ¡El halfling tiene el cetro! ¡El portal no puede cerrarse desde el otro lado!
La expresión de curiosidad de Pook se tornó en inquietud al comprender el temor del mago.
—Mi querido LaValle —empezó con calma—. ¿Me estás diciendo que tengo una puerta abierta a Tarterus en mi sala de estar?
LaValle asintió dócilmente.
—¡Rompedlo! ¡Rompedlo! —gritó Pook a los eunucos que permanecían junto a él—. ¡Haced caso al mago! ¡Romped el aro en pedazos!
Pook recogió la empuñadura rota de su bastón, forjado en plata, y que le había regalado personalmente el bajá de Calimshan.
El sol despuntaba ya por el horizonte, pero el jefe de la cofradía sabía que aquél no iba a ser un buen día.
Temblando de angustia y de rabia, Drizzt se abalanzó sobre el demodante y le asestó un golpe dirigido a un punto vital. La criatura, ágil y experta, lo esquivó, pero no pudo resistir la embestida del encolerizado drow. Centella le desgarró un brazo a la altura del codo mientras la otra espada se hundía en su corazón. Drizzt sintió que una fuente de poder corría por su brazo mientras su cimitarra se llevaba poco a poco la vida de la criatura; pero el drow contuvo aquella fuerza, enterrándola bajo su rabia, y se mantuvo firme. Cuando vio que el monstruo yacía sin vida, Drizzt se volvió hacia sus compañeros.
—Ya no… —tartamudeó Regis desde el puente donde se encontraba—. Ella…, yo…
Pero ni Bruenor ni Wulfgar pudieron responder a su congoja. Permanecían inmóviles, petrificados, observando la vacía oscuridad que se extendía a sus pies.
—¡Corre! —gritó Drizzt, al ver que un demodante se acercaba por detrás del halfling—. ¡Ya te encontraremos!
Regis apartó la vista del abismo y examinó la situación.
—¡No es necesario! —gritó a su vez mientras extraía de su bolsillo la figurita y la mantenía alzada para que Drizzt la viera—. Guenhwyvar me sacará de aquí, o tal vez el felino pudiese…
—¡No! —lo interrumpió Drizzt, que ya adivinaba lo que el halfling estaba a punto de sugerir—. ¡Llama a la pantera y vete!
—Nos encontraremos de nuevo en un lugar mejor que éste —se despidió Regis, con la voz quebrada por los sollozos. Luego, colocó la pequeña figura en el suelo frente a él y pronunció el nombre de la pantera.
Drizzt cogió el cetro de manos de Bruenor y le dio unos pequeños golpes en el hombro para consolarlo. A continuación se apretó el mágico objeto contra el pecho, dejando que sus emanaciones mágicas guiaran sus pensamientos.
Sus suposiciones se vieron confirmadas al instante; el cetro constituía la llave de acceso al portal que los conduciría de nuevo al plano de su propio mundo. El drow presentía que aquella puerta seguía abierta. Recogió a Taulmaril y el cinturón de Catti-brie.
—Venid —les dijo a sus amigos, que seguían con la vista fija en la oscuridad. Luego, los empujó por el puente, suavemente pero también con firmeza.
Guenhwyvar percibió la presencia de Drizzt Do’Urden en cuanto apareció en el plano de Tarterus. El enorme felino vaciló un instante cuando Regis le ordenó sacarle de allí, pero ahora el halfling poseía la figurita y Guenhwyvar siempre lo había considerado como un amigo. Al poco rato, Regis se vio inmerso en un túnel de arremolinada oscuridad, girando lentamente en dirección a la lejana luz que constituía el hogar de Guenhwyvar.
Pero, de pronto, comprendió su error.
La figurita de ónice, el único lazo con Guenhwyvar, permanecía aún en el humeante puente de Tarterus.
Regis dio media vuelta en el aire, luchando contra la corriente que lo arrastraba por el túnel. Vio la oscuridad que reinaba en el extremo opuesto y comprendió los riesgos que supondría atravesarlo. Pero no podía dejar allí la figura, no sólo por miedo a perder a un amigo tan magnífico, sino también por la repulsa que le producía el pensar que alguna de las siniestras bestias de los mundos inferiores pudiese hacerse con el control de Guenhwyvar. Así que, con gran valentía, introdujo la mano de tres dedos por la puerta que se estaba cerrando.
Todos sus sentidos quedaron confusos. Un estallido de imágenes y señales abrumadoras de los dos planos lo envolvió en una oleada. Intentó apartarlas de su mente, utilizando su mano como punto de atención y concentrando todos sus pensamientos y energías en las sensaciones que tenía en ella.
De pronto, su mano rebotó sobre algo duro, algo vivazmente tangible, que parecía resistirse a ese contacto como si le negara el paso a través de una puerta semejante.
Regis luchaba ahora con todas sus fuerzas, resistiéndose al constante empuje y con la mano obstinadamente agarrada a la figurita que no estaba dispuesto a dejar atrás. Con el último impulso, usando toda la fuerza de la que el pequeño halfling fue capaz —e incluso un poco más—, arrastró la pequeña figura a través del portal.
El plácido viaje a través del túnel se transformó de repente en una pesadilla de saltos y encontronazos. Regis empezó a golpearse la cabeza y el cuerpo contra las abruptas paredes que giraban de improviso, como si le negaran el paso. A pesar de todo, su único pensamiento era mantener la figura de ónice bien sujeta en la mano.
Sintió que estaba a punto de morir. No podría sobrevivir a aquellos golpes, a aquel remolino abrumador.
Pero, de pronto, todo cesó con la misma rapidez con que había empezado y Regis se encontró, con la figurita en la mano, sentado junto a un árbol, con Guenhwyvar al lado. Parpadeó y observó a su alrededor, creyendo apenas en su suerte.
—No te preocupes —le dijo a la pantera—. Tu dueño y los demás regresarán a su mundo. —Luego, desvió la vista hacia la figura, su único punto de enlace con el plano material principal—. Pero, ¿cuándo podré regresar yo?
Mientras Regis se hundía en la desesperación, Guenhwyvar reaccionó de un modo muy distinto. La pantera saltó y, tras dar un círculo completo en el aire, empezó a gruñir ante la estrellada extensión de aquel plano. Regis observaba asombrado los movimientos del felino, mientras Guenhwyvar continuaba saltando y gruñendo, antes de desaparecer en el vacío astral.
Regis, más confuso que nunca, volvió a desviar la vista hacia la figurita. Un pensamiento, una esperanza, se superpuso a todos los demás en ese momento.
Guenhwyvar sabía algo.
Con Drizzt en cabeza, los tres amigos continuaban su avance tumbando a todo aquel que osaba interponerse en su camino. Bruenor y Wulfgar luchaban de forma salvaje, pensando que el drow los estaba llevando hasta Catti-brie.
El puente serpenteaba, siempre en línea ascendente, y cuando Bruenor comprendió que subían en vez de bajar, empezó a preocuparse. Estuvo a punto de protestar, de recordar al drow que Catti-brie había caído al abismo, pero entonces observó por encima del hombro y vio que la zona que habían dejado a sus espaldas todavía se alzaba por encima de ellos. Bruenor era un enano acostumbrado a andar por túneles oscuros, y podía percibir sin equivocarse el más mínimo desnivel en el suelo. Seguían subiendo, cada vez de forma más pronunciada, y sin embargo lo que dejaban atrás continuaba alzándose tras ellos.
—¡No lo entiendo, elfo! —gritó—. ¡Subimos y subimos, pero mis ojos me indican exactamente lo contrario!
Drizzt observó a sus espaldas y comprendió enseguida lo que el enano quería decir. Pero el drow no tenía tiempo que perder en preguntas filosóficas; se limitaba a seguir las emanaciones del cetro, una fuerza que, con seguridad, los conduciría a una puerta. Aun así, Drizzt se detuvo para reflexionar sobre las características de aquel mundo sin direcciones y aparentemente circular.
Otro demodante se alzó ante ellos, pero Wulfgar lo barrió del puente antes siquiera de que pudiese emprender el ataque. Una rabia ciega se había apoderado del bárbaro, un tercer estallido de adrenalina que le impedía sentir las heridas y el cansancio. Se detenía cada pocos pasos para observar a su alrededor, buscando algún ser malvado a quien golpear, y enseguida se apresuraba a reunirse con Drizzt, para poder atacar el primero a cualquier cosa que intentase obstaculizarles el paso.
Un remolino de humo se abrió de pronto ante ellos y acto seguido vieron una imagen iluminada, algo confusa, pero que se veía perfectamente que pertenecía a su mundo.
—La puerta —les indicó Drizzt—. El cetro la ha mantenido abierta. Bruenor pasará el primero.
Bruenor observó a Drizzt con absoluta perplejidad.
—¿Marcharnos? —inquirió sin aliento—. ¿Cómo puedes pedirme que me vaya, elfo? Mi hija está aquí.
—No, ella se ha ido, mi querido amigo —susurró Drizzt con suavidad.
—¡Bah! —gruñó Bruenor, aunque más pareció un sollozo—. ¡No lo digas tan rápido!
Drizzt lo observó con sincero pesar, pero rehusó discutir ni cambiar su decisión.
—Y, si se hubiera ido, me quedaría igualmente —declaró Bruenor—, para encontrar su cuerpo y sacarlo de este infierno eterno.
Drizzt agarró al enano por los hombros y lo levantó para mirarlo de hito en hito.
—Regresa a nuestro mundo, Bruenor —insistió—. Si no lo haces, el sacrificio de Catti-brie por todos nosotros habrá sido en vano. ¡Su muerte no tendría sentido alguno!
—¿Cómo puedes pedirme que me vaya? —respondió Bruenor entre sollozos que no intentaba disimular. Las lágrimas asomaban a sus ojos grises—. ¿Cómo puedes…?
—¡No pienses en lo que ha ocurrido! —replicó Drizzt con brusquedad—. ¡Detrás de esa puerta está el mago que nos envió aquí, el mago que nos envió aquí, el mago que envió a Catti-brie a este infierno!
Era todo cuanto Bruenor Battlehammer necesitaba oír. El fuego sustituyó a las lágrimas en sus ojos y, con un rugido de rabia, cruzó el portal, abriéndose paso con el hacha.
—Ahora… —empezó Drizzt, pero Wulfgar lo interrumpió de inmediato.
—Vete, Drizzt —contestó el bárbaro—. Tienes que vengar a Catti-brie y a Regis. Finaliza la búsqueda que emprendimos juntos. Para mí, ya no puede haber ningún descanso. El vacío que siento en mi interior no desaparecerá nunca.
—Se ha ido —repitió Drizzt.
Wulfgar asintió.
—Y yo también —respondió con voz tranquila.
Drizzt buscó algún argumento con que rebatir esa afirmación, pero la pena de Wulfgar parecía en verdad tan profunda que dudaba que se recuperase nunca.
De repente, el bárbaro levantó los ojos y se quedó con la boca abierta, entre horrorizado e incrédulo. Drizzt dio media vuelta y se quedó asombrado, aunque no tan sorprendido, por la imagen que divisó ante él.
Catti-brie caía lenta y suavemente del oscuro cielo que los envolvía.
Tarterus era un plano circular.
Wulfgar y Drizzt tuvieron que agarrarse el uno al otro para no caerse. No podían vislumbrar si la muchacha estaba viva o muerta, pero lo que sí era seguro era que estaba gravemente herida y, mientras observaban su caída, un demodante alado salió de las sombras y la cogió por una pierna con sus garras.
Antes de que Wulfgar consiguiera esbozar un solo pensamiento coherente, Drizzt alzó a Taulmaril y lanzó una flecha de plata. El proyectil se incrustó en la cabeza del monstruo, en el preciso instante en que se apoderaba de la mujer. La bestia cayó de inmediato.
—¡Vete! —gritó Wulfgar a Drizzt mientras daba un paso al frente—. ¡Ahora he de emprender mi búsqueda! ¡Sé lo que tengo que hacer!
Pero Drizzt tenía otras intenciones. Deslizó un pie entre las piernas de Wulfgar y se dejó caer al suelo, mientras colocaba la otra pierna detrás de las rodillas del bárbaro, para hacerlo tropezar hacia un lado…, hacia donde estaba la puerta. Wulfgar comprendió enseguida las intenciones del drow e intentó mantener el equilibrio.
Pero una vez más Drizzt fue más rápido. Apoyó el extremo de una cimitarra en la mejilla de Wulfgar, para obligarlo a seguir en la dirección deseada, y, cuando se acercaban al portal, en el preciso instante en que Drizzt esperaba que el bárbaro intentase alguna maniobra desesperada, el drow le dio un fuerte puntapié y lo empujó hacia adelante.
Wulfgar entró a trompicones en la estancia central de los aposentos del bajá Pook. Sin prestar atención a lo que lo rodeaba, el encolerizado bárbaro agarró el Aro de Teros y lo sacudió con todas sus fuerzas.
—¡Traidor! —gritó—. ¡Nunca olvidaré esto, maldito drow!
—¡Ocupa tu lugar! —le respondió Drizzt a gritos a través de los planos—. Sólo Wulfgar tiene la fuerza suficiente para mantener la puerta abierta y a salvo. ¡Sólo Wulfgar! Hazlo, hijo de Beornegar. Si aprecias a Drizzt Do’Urden y si alguna vez has amado a Catti-brie, ¡mantenla abierta!
Drizzt sólo podía rezar por haber accedido a la única parte racional que todavía quedaba en el encolerizado bárbaro. El drow se separó de la puerta, se ató el cetro al cinturón y encajó a Taulmaril sobre su hombro. Catti-brie estaba ahora por debajo de él, y seguía cayendo todavía, completamente inmóvil.
Drizzt desenvainó las dos cimitarras. ¿Cuánto tiempo tardaría en empujar a Cattibrie hasta un puente y encontrar el camino de vuelta al portal? ¿O también él se vería atrapado en una eterna caída en la oscuridad?
¿Y cuánto tiempo podría Wulfgar mantener abierta la puerta?
Apartó de su mente aquel sinfín de preguntas. No tenía tiempo para reflexionar sobre las respuestas.
El fuego interno resplandeció en sus ojos color de espliego. Centella brillaba en una de sus manos, y sintió la urgencia de la otra cimitarra, que anhelaba ya hundirse en el corazón de algún demodante.
Con todo el coraje que siempre había presidido la existencia de Drizzt Do’Urden, y con toda la furia que le provocaba pensar en la injusticia de que aquella hermosa mujer derrotada estuviera condenada a una caída infinita en un vacío sin esperanza, se zambulló en la oscuridad.