21


Donde no brilla el sol

Wulfgar se movía con rapidez deslizándose entre las hileras de estatuas o escondiéndose detrás de pesados tapices. Había demasiados hombres rata rodeándolo para pensar siquiera en poder escapar.

Pasó ante un corredor y divisó a tres de ellos que se dirigían a toda prisa hacia él. Fingiendo un gran terror, el bárbaro pasó de largo y se detuvo en seco al llegar a la esquina, con la espalda pegada contra la pared. Cuando los hombres rata irrumpieron en la estancia, Wulfgar los fue tumbando con rápidos golpes de Aegis-fang.

Luego volvió sobre sus pasos pasillo abajo, con la esperanza de haber confundido al resto de sus perseguidores.

Llegó a una amplia habitación de techo alto en la que había hileras de sillas y un escenario. Allí Pook asistía a representaciones privadas de compañías de teatro. Una enorme lámpara de araña, con miles de velas ardiendo, colgaba del techo en el centro de la estancia; y columnas de mármol, esculpidas con las imágenes de héroes famosos y animales exóticos, decoraban las paredes. Pero una vez más, Wulfgar no tuvo tiempo de admirar el decorado. Su vista se había fijado en un único punto de la habitación: en un extremo, había una pequeña escalera que conducía al palco.

Los hombres rata empezaron a aparecer por todas las entradas de la sala. Wulfgar miró por encima del hombro, hacia el pasillo, pero vio que también le habían cortado el paso por allí. Sólo le quedaba una salida. Se apresuró a subir la escalera, con la esperanza de que al menos ese camino le permitiera luchar contra sus atacantes de uno en uno y no todos a la vez.

Dos hombres rata se abalanzaron tras sus pasos, pero cuando Wulfgar llegó al rellano y se volvió hacia ellos, ambos comprendieron que estaban en inferioridad de condiciones. Aunque hubieran estado en el suelo de la estancia, el bárbaro se hubiera erguido sobre ellos como una torre y, ahora, tres escalones por encima de ellos, tenían sus rodillas al nivel de los ojos.

Sin embargo, no era una posición tan mala para emprender una ofensiva; los hombres rata podían atacar las piernas desprotegidas de Wulfgar. Pero, de pronto, cuando Aegis-fang descendió, trazando aquel arco increíble, ninguno de los hombres rata se vio capaz de detener su embestida y, además, tampoco tenían sitio en la estrecha escalera para apartarse de su camino.

El martillo de guerra se estrelló contra el cráneo de uno de los hombres rata con suficiente fuerza para romperle todos los huesos hasta los tobillos; el otro palideció por debajo de su oscuro pelaje y saltó por la barandilla.

Wulfgar estuvo a punto de soltar una carcajada, pero entonces vio cómo preparaban las lanzas.

Se apresuró a subir al palco en busca de la protección que pudieran ofrecerle la balaustrada y las sillas, y con la esperanza de encontrar otra salida. Los hombres rata ya subían en tropel por la escalera.

Pero Wulfgar no encontró más puertas. Sacudió la cabeza al darse cuenta de que esta vez lo tenían atrapado, y sujetó con firmeza a Aegis-fang.

¿Qué le había dicho Drizzt acerca de la suerte? Que un verdadero guerrero siempre obtenía lo que se proponía, aunque los menos expertos en la lucha podían considerar que únicamente era buena suerte.

Wulfgar soltó una sonora carcajada. En una ocasión, había matado a un dragón rompiendo un carámbano que pendía sobre la cabeza del animal. Se preguntó qué efecto tendría la caída de una lámpara de araña, con miles de velas encendidas, sobre una sala llena de hombres rata.

—¡Tempos! —gritó el bárbaro, invocando a su dios de la batalla para obtener esa divina inspiración que pudiera ayudarlo. Al fin y al cabo, ¡Drizzt tampoco lo sabía todo! Lanzó a Aegis-fang por los aires con todas sus fuerzas y emprendió una loca carrera tras el martillo de guerra.

Aegis-fang dio vueltas a través de la estancia con su precisión habitual, y se incrustó en el soporte de la lámpara, arrancando también un buen trozo de techo. Los hombres rata empezaron a chillar aterrorizados y se desperdigaron por la sala, mientras la enorme bola de cristal y llamas estallaba al llegar al suelo.

Wulfgar, puso un pie sobre la balaustrada y saltó.

Bruenor soltó un gruñido y blandió el hacha por encima de su cabeza, con la intención de partir en dos de un solo golpe, la puerta de la cofradía. Pero mientras el enano daba las últimas zancadas para situarse ante ella, una flecha pasó silbando por encima de su hombro. Agujereó la cerradura y la puerta se abrió.

Bruenor no pudo detener el impulso que llevaba y entró en el edificio como un rayo. Cayó por la escalera del fondo, arrastrando consigo a dos sorprendidos guardias.

Aturdido, Bruenor se puso de rodillas y alzó la vista hacia atrás, a tiempo de ver cómo Drizzt bajaba de un salto cinco escalones, con Catti-brie pisándole los talones.

—¡Maldita seas, muchacha! —gruñó el enano—. ¡Te dije que me avisaras cuando fueras a hacer eso!

—No hay tiempo —lo interrumpió Drizzt. Saltó por encima del enano arrodillado y de los siete escalones restantes para detener a dos hombres rata que se acercaban a su amigo por la espalda.

Bruenor se colocó de nuevo el casco y se volvió para unirse a la fiesta, pero los dos hombres rata estaban ya muertos antes de que el enano consiguiera ponerse en pie, y Drizzt se alejaba ya siguiendo el sonido de una batalla en algún lugar más adelante en el edificio.

Bruenor ofreció su brazo a Catti-brie, que en aquel momento pasaba frente a él.

Las potentes piernas de Wulfgar lo impulsaron por encima del desorden provocado por la caída de la araña y, tras protegerse la cabeza con las manos, se dejó caer sobre un grupo de hombres rata, golpeándolos por todas partes. Aturdido, aunque con la suficiente lucidez como para saber qué dirección tomar, el bárbaro se abalanzó sobre una puerta y fue a parar, tambaleante, a otra amplia estancia. Ante él divisó una puerta abierta, que conducía a otro vestíbulo donde se veían más hombres rata.

Pero Wulfgar no podía esperar llegar hasta allí con la horda que le obstaculizaba el paso; así que, se situó a un lado y apoyó la espalda contra la pared.

Pensando que estaba desarmado, los hombres rata se abalanzaron sobre él con exclamaciones de júbilo; pero, de pronto, Aegis-fang retornó mágicamente a las manos de Wulfgar y el bárbaro apartó de un solo barrido a los dos primeros atacantes. Luego, observó a su alrededor, en busca de otra dosis de buena suerte.

Pero esta vez no la tuvo.

Los hombres rata lo acechaban por todas partes, mordisqueando el aire con sus afilados dientes. No necesitaban a Rassiter para comprender el poder que un gigante semejante —un gigante rata— podría otorgar a su cofradía.

El bárbaro se sintió súbitamente desnudo con su túnica sin mangas, mientras esquivaba a duras penas los mordiscos de aquellos seres repugnantes. Wulfgar había oído suficientes leyendas respecto a esas criaturas para comprender las horribles consecuencias de la mordedura de un licántropo, y se resistía con todas sus fuerzas.

A pesar del torrente de adrenalina que le provocaba el terror, el enorme humano había pasado la mitad de la noche luchando y había recibido numerosas heridas, la más importante de las cuales era la mordedura de la hidra en el brazo, que había vuelto a abrirse al dar el salto desde el palco. Por consiguiente, los barridos de Aegis-fang eran cada vez más débiles.

En otras circunstancias, Wulfgar hubiera luchado hasta el final con una canción en los labios, y hubiera amontonado una buena colección de enemigos muertos a sus pies, mientras sonreía al saber que moría como un verdadero guerrero. Pero ahora, sabiendo que su situación era desesperada, y con unas consecuencias previsibles mucho peores que la muerte, examinó la habitación buscando algún modo de quitarse la vida. Escapar era imposible, y conseguir la victoria era una posibilidad todavía más remota. El único pensamiento y deseo de Wulfgar en aquel momento era escapar a la indigna y angustiada existencia de un licántropo.

En ese preciso momento, Drizzt entró en la habitación.

Llegó por detrás de las filas de los hombres rata como un repentino tornado. Al instante, sus cimitarras empezaron a gotear sangre y pedazos de pellejo marrón salieron volando por los aires. Los pocos hombres rata que pudieron escabullirse de su camino huyeron de aquel mortífero drow con el rabo entre las piernas.

Uno de los hombres rata consiguió volverse y levantar la espada para detener la cimitarra, pero Drizzt giró el brazo y hundió un segundo cuchillo en el pecho de la bestia. En un momento, el drow se encontraba junto a su amigo, y su aparición pareció renovar el coraje y la fuerza de Wulfgar. El bárbaro soltó un gruñido de satisfacción mientras estrellaba a Aegis-fang en el pecho de uno de los atacantes y lanzaba a la inmunda bestia por los aires. El hombre rata, medio muerto, se incrustó en la pared, como un mudo testimonio para sus camaradas.

Los demás atacantes se miraron nerviosos unos a otros en busca de apoyo, y empezaron a acercarse a los dos guerreros con pasos inseguros.

Pero si su moral flaqueaba, acabó de hundirse definitivamente cuando, un instante después, un enano que rugía como un león se introdujo en la habitación, precedido por una lluvia de flechas plateadas que se incrustaron en sus cuerpos con una precisión sin igual. Los hombres rata tenían la impresión de estar de nuevo en el escenario de las alcantarillas, donde aquella misma noche habían perdido a un buen número de sus camaradas. Ya no les quedaban ánimos para enfrentarse a los cuatro amigos reunidos, por lo que todos los que todavía podían moverse emprendieron la huida.

Los restantes se vieron ante una elección muy difícil: martillo, cimitarras, hacha o flechas.

Pook se recostó en su enorme silla, observando la masacre a través de una imagen reflejada en el Arco de Teros. El ver morir a los hombres rata no afligía al jefe de la cofradía, pues una serie de escogidos mordiscos en las calles suplirían las bajas de aquellas inmundas criaturas; pero el bajá era consciente de que los cuatro héroes que se abrían paso a través de su cofradía podían acabar llegando hasta él.

Regis, al que uno de los gigantescos eunucos de Pook sostenía en el aire agarrándolo por los pantalones, también observaba la escena. La simple visión de Bruenor, que el halfling creía que había muerto en Mithril Hall, le traía lágrimas a los ojos. Y el pensar que sus mejores amigos habían atravesado de punta a punta los Reinos para rescatarlo y estaban ahora luchando por él con la misma tenacidad de siempre, era algo que lo abrumaba. Los cuatro estaban heridos, sobre todo Catti-brie y Drizzt, pero hacían caso omiso del dolor mientras seguían enfrentándose al ejército de Pook. Al ver cómo los hombres rata caían con cada nueva embestida, Regis no tenía la menor duda de que conseguirían ganar para llegar hasta él.

Luego, el halfling desvió la vista del aro y descubrió a LaValle que, con gran tranquilidad, había cruzado los brazos en el pecho y se daba ligeros golpes en el hombro con el cetro perlado.

—Tus seguidores lo tienen difícil, Rassiter —comentó el jefe de la cofradía—. Su cobardía queda bien patente.

Rassiter se agitó inquieto y cambió el peso de su cuerpo de una pierna a otra.

—¿Significa esto que no puedes cumplir el trato que prometiste?

—Esta noche mi cofradía ha tenido que enfrentarse a un enemigo muy poderoso —balbució Rassiter—. Ellos…, no hemos sido capaces… ¡la lucha aún no está perdida!

—Tal vez sería bueno que fueras a ver si tus amigos se defienden mejor —dijo Pook con voz pausada, y Rassiter comprendió enseguida el tono perentorio y amenazador de su sugerencia. Hizo una profunda reverencia y se apresuró a salir de la habitación, cerrando de un portazo.

Pero ni siquiera el exigente jefe de la cofradía podía hacer totalmente responsables a los hombres rata de aquel desastre.

—¡Magnífico! —murmuró al ver cómo Drizzt detenía dos ataques simultáneos y conseguía acabar con los dos hombres rata a la vez—. Nunca he visto tanta habilidad con la espada. —Se interrumpió un segundo para pensar en ello—. O quizás una vez.

Se quedó de pronto sorprendido y observó a LaValle, que hizo un gesto de asentimiento.

—Entreri —intervino LaValle—. Ahora sabemos por qué atrajo el asesino a este grupo hasta el sur. El parecido es indiscutible.

—¿Para pelear con el drow? —musitó Pook—. ¿Al fin estamos ante un desafío para un hombre sin igual?

—Eso parece.

—Entonces, ¿dónde está el asesino ahora? ¿Por qué no ha aparecido?

—Tal vez ya lo haya hecho —respondió LaValle con una mueca.

Pook se detuvo a considerar esas palabras durante largo rato, pues para él resultaba inconcebible.

—¿Entreri derrotado? —balbució—. ¿Muerto?

Sus palabras sonaron como la música de los dioses a los oídos de Regis que, con gran horror, había presenciado desde el principio la rivalidad entre el asesino y Drizzt. Durante todo ese tiempo, Regis había creído que los dos acabarían enzarzados en un duelo del que sólo podría salir victorioso uno de ellos y había temido por la vida de su amigo.

La idea de que Entreri podía haber desaparecido daba una nueva perspectiva a la batalla, según el bajá Pook. De pronto, sintió que necesitaba de nuevo a Rassiter y su cohorte; comprendió que la carnicería que estaba presenciando a través del Aro de Teros podía tener un impacto más directo para aumentar todavía más su poder en la cofradía.

Saltó de la silla y se acercó con lentitud al diabólico artilugio.

—Debemos detener esto —espetó a LaValle—. ¡Envíalos lejos, a algún lugar oscuro!

El mago esbozó una malévola sonrisa y salió a buscar un grueso libro encuadernado en cuero negro. Tras abrirlo por una página marcada, LaValle se situó frente al Aro de Teros y empezó a entonar un conjuro siniestro.

Bruenor fue el primero en salir de la habitación, en busca del camino más verosímil para llevarlos hasta Regis…, y en busca de más hombres rata para descuartizar. Echó a correr por un corto pasadizo y abrió de una patada una puerta, pero no encontró hombres rata sino a dos sorprendidos ladrones humanos. Apelando a cierta dosis de compasión de su endurecido corazón —al fin y al cabo, él era el intruso—, Bruenor apartó el hacha y tumbó a los dos delincuentes con el escudo. Luego, regresó al pasadizo y se unió al resto de sus amigos.

—¡A tu derecha, cuidado! —gritó Catti-brie, al percibir un movimiento tras un tapiz que colgaba junto a Wulfgar. El bárbaro lo arrancó de un tirón y, detrás, apareció un hombre delgado, apenas mayor que un halfling, agazapado y listo para emprender la huida. Al verse descubierto, el ladronzuelo renunció a luchar y se limitó a encogerse de hombros, a modo de disculpa, cuando Wulfgar apartó de un manotazo su afilada daga.

El bárbaro lo agarró por la nuca y lo alzó en el aire para ponérselo al nivel de sus ojos.

—¿Qué diablos eres tú? —gruñó—. ¿Hombre o rata?

—¡No soy una rata! —chilló el ladrón, aterrorizado. Luego, escupió al suelo para dar más énfasis a su afirmación—. ¡No soy una rata!

—¿Conoces a Regis? —preguntó Wulfgar.

El ladrón asintió con nerviosismo.

—¿Dónde puedo encontrarlo? —rugió Wulfgar, y el bramido hizo palidecer al ladrón.

—En las habitaciones de Pook —balbució el hombre—, arriba del todo.

Siguiendo únicamente su instinto de supervivencia, y sin tener en realidad otra intención que apartarse de aquel monstruoso bárbaro, el ladrón intentó asir con una mano una daga que llevaba oculta en la parte trasera del cinturón.

Pero fue un error.

Drizzt le colocó una cimitarra sobre el brazo, para indicar a Wulfgar las intenciones de aquel ladrón.

El bárbaro utilizó al hombre para abrir la puerta siguiente.

La persecución empezaba de nuevo. Los hombres rata aparecían y desaparecían de las sombras al paso de los cuatro compañeros, pero pocos se atrevían a enfrentarse a ellos.

Destrozaron más puertas y vaciaron más habitaciones, y pocos minutos después, apareció ante ellos una escalera. Era amplia y estaba cubierta por una alfombra, con una barandilla de madera profusamente decorada, lo cual sólo podía indicar que por allí se accedía a las habitaciones del bajá Pook.

Bruenor soltó una exclamación de júbilo y salió disparado. Wulfgar y Catti-brie también echaron a correr tras él, pero Drizzt titubeó y observó a su alrededor, súbitamente receloso.

Los elfos drow eran criaturas mágicas por naturaleza, y Drizzt sentía ahora un hormigueo extraño y peligroso, el anuncio de algún hechizo dirigido hacia él. Vio que las paredes y el suelo oscilaban levemente, como si de pronto se hubieran convertido en algo menos tangible.

Al instante comprendió. Ya había viajado con anterioridad a otros mundos, en compañía de Guenhwyvar, su pantera mágica, y sabía que alguien, o algo, lo estaba arrancando de su lugar en el plano material principal. Miró hacia adelante y vio que Bruenor y los demás también observaban confusos a su alrededor.

—¡Unamos las manos! —gritó el drow, apresurándose para llegar junto a sus amigos antes de que el hechizo los hiciera desaparecer.

Con desesperado terror, Regis vio cómo sus amigos se cogían de las manos. Al instante, la imagen del Aro de Teros dejó de mostrar los niveles inferiores de la cofradía y se trasladó a un lugar mucho más oscuro, un lugar de humo y sombras, de espíritus y demonios.

Un lugar donde no brillaba el sol.

—¡No! —gritó el halfling, al comprender lo que intentaba hacer el mago. Pero LaValle no le prestó atención y Pook se limitó a esbozar una sonrisa. Unos segundos después, Regis volvió a ver a sus amigos unidos, pero esta vez en el plano oscuro, envueltos en humo.

Pook se apoyó en su bastón y soltó una carcajada.

—¡Cómo me gusta estropear las fiestas! —le dijo al mago—. Una vez más me has demostrado tu valor, mi querido LaValle.

Regis vio cómo sus amigos se colocaban espalda contra espalda en un lamentable intento por protegerse. A su alrededor y por encima de ellos empezaban a asomar siluetas oscuras…, seres poderosos y diabólicos.

Regis cerró los ojos, incapaz de seguir mirando.

—Oh, no apartes la vista, ladronzuelo —se burló Pook—. Observa cómo mueren y alégrate por ellos, porque te aseguro que el dolor que sufrirán ellos no tendrá ni punto de comparación con las torturas que he pensado para ti.

Regis odiaba a aquel hombre y se odiaba a sí mismo por haber arrastrado a sus amigos a una situación semejante. Observó con ojos amenazadores a Pook. Habían venido por él, habían cruzado el mundo por él. Habían luchado con Artemis Entreri, con un ejército de hombres rata y probablemente con muchos más adversarios. Y todo lo habían hecho por él.

—¡Maldito seas! —gritó Regis que, de pronto, había perdido el miedo. Inclinó el cuerpo hacia abajo y mordió al eunuco en el muslo. El gigante soltó un aullido de dolor y lo dejó caer.

En cuanto el halfling tocó el suelo, echó a correr. Pasó por delante de Pook, dando una patada al bastón en el que se apoyaba y aprovechó el momento para coger cierta figurita del bolsillo del bajá. Luego, se abalanzó sobre LaValle.

El mago había tenido más tiempo para reaccionar y había empezado a entonar con rapidez un hechizo, pero Regis demostró ser más rápido. Dio un salto en el aire y clavó dos dedos en los ojos de LaValle, rompiendo el hechizo y lanzando al mago al suelo.

Mientras éste se esforzaba por ponerse de nuevo en pie, Regis se apoderó repentinamente del cetro perlado y corrió hasta situarse frente al Aro de Teros. Observó por última vez la habitación, mientras se preguntaba si podría encontrar un camino más fácil.

Pero la imagen de Pook parecía ocupar toda la estancia. Con el rostro enrojecido y contraído en una mueca, el jefe de la cofradía ya se había recuperado y ahora blandía su bastón como si se tratara de un arma. Regis sabía por propia experiencia que esa arma podía ser muy dolorosa.

—Por favor, concédeme esto al menos —susurró Regis al dios que estuviera escuchándolo. Luego, apretó los dientes y, tras inclinar la cabeza, se echó hacia adelante y dejó que el cetro le abriera camino a través del Aro de Teros.