Blanco y negro
Wulfgar, que estaba casi al límite de sus fuerzas debido al cansancio y al dolor en el brazo, se apoyó pesadamente contra el muro liso de un pasadizo que ascendía suavemente. Se apretó con fuerza la herida, con la esperanza de detener la hemorragia que, poco a poco, le iba consumiendo las fuerzas.
¡Qué solo se sentía!
Sabía que había actuado correctamente al apartar de él a sus amigos. Nada podían hacer por ayudarlo, y permanecer allí, en el despejado corredor, justo delante de la trampa que Entreri les había preparado, los hacía demasiado vulnerables. Ahora Wulfgar tenía que avanzar solo por un camino que probablemente lo conduciría a las mismísimas entrañas de la infame cofradía de ladrones.
Aflojó la presión sobre la herida y la examinó. Los dientes de la hidra le habían hecho una profunda mordedura, pero comprobó que todavía podía mover el brazo. Con gran cautela, probó de levantar a Aegis-fang.
Luego, se recostó de nuevo contra la pared, intentando decidir un curso de acción en un camino que no parecía tener ninguna esperanza.
Drizzt se deslizaba de un túnel a otro, aflojando de vez en cuando el paso para escuchar los débiles sonidos que pudiesen ayudarlo en su persecución. De hecho, estaba convencido de que no iba a oír nada, porque Entreri podía moverse tan silenciosamente como él mismo. Y el asesino, al igual que Drizzt, avanzaba sin una antorcha, ni siquiera una vela.
Sin embargo, el drow decidía con seguridad el camino, como si el mismo razonamiento que guiaba a Entreri lo condujera también a él. Percibía la presencia del asesino, conocía a aquel hombre mejor de lo que se atrevía a admitir, y Entreri no podía huir de él, al igual que él no podría escapar del asesino. Su combate había empezado en Mithril Hall unos meses atrás —o tal vez ellos no fueran más que la encarnación actual que continuaba una batalla más grande que se había desencadenado en el albor de los tiempos—; pero, para Drizzt y Entreri, dos simples instrumentos en el conflicto atemporal de los principios, este capítulo de la guerra no podría terminar hasta que uno de ellos pudiera proclamarse victorioso.
Drizzt percibió un destello a un lado… No era la luz vacilante y amarillenta de una antorcha, sino un resplandor constante de color plateado. Se acercó con cautela y descubrió una chimenea por la que se colaba la luz de la luna, iluminando los húmedos escalones de hierro de una escalera adosada a la pared de la alcantarilla. Drizzt observó a su alrededor con rapidez, demasiada, y se abalanzó hacia la escalera.
Las sombras que había a la izquierda se pusieron de improviso en movimiento y Drizzt alcanzó a ver el revelador destello de una espada justo a tiempo para apartarse de su camino. Se tambaleó hacia adelante a pesar de la quemazón que sentía en el hombro, y entonces percibió la calidez de su sangre que se deslizaba por debajo de su capa.
Pero Drizzt no hizo caso del dolor, consciente de que cualquier vacilación le ocasionaría sin duda la muerte. Dio media vuelta, apoyando la espalda contra el muro y colocó las dos cimitarras frente a él en posición defensiva.
Entreri no intentó ningún truco esta vez. Se abalanzó con furia sobre el drow, cortando el aire con su sable, consciente de que tenía que acabar con Drizzt antes de que se recobrara de la sorpresa de aquella emboscada. Una rabia desenfrenada sustituía ahora la elegancia, y el herido asesino se vio envuelto en una locura de odio absoluto.
Saltó sobre Drizzt, agarrándole uno de los brazos con su propio miembro herido, e intentando usar la fuerza bruta para clavar el sable en el cuello de su oponente.
Drizzt recobró el equilibrio con la suficiente rapidez para controlar el ataque. No intentó soltar el brazo que el asesino le sujetaba, sino que se concentró únicamente en levantar la cimitarra que le quedaba libre para detener el golpe. Las empuñaduras se entrelazaron de nuevo y quedaron inmóviles, entre ambos contrincantes.
Desde detrás de sus respectivas armas, con los rostros apenas a unos centímetros de distancia, Drizzt y Entreri se observaron con un odio total.
—¿Por cuántos crímenes tendré que castigarte, asesino? —gruñó Drizzt.
Sus propias palabras parecieron darle ánimos y el drow consiguió hacer retroceder un poco el sable, cambiando el ángulo de su propia arma para que apuntara más hacia su oponente.
Entreri no respondió, ni pareció alarmado ante el ligero cambio de ángulo de los aceros. Una mirada salvaje y alegre asomó a sus ojos y sus labios esbozaron una mueca diabólica.
Drizzt comprendió que el asesino todavía tenía otro truco en la manga.
Antes de que el drow pudiera adivinar de qué se trataba, Entreri le escupió una bocanada de pestilente agua de cloaca en sus ojos color de espliego.
El sonido de la batalla servía de orientación para Bruenor y Catti-brie en los túneles. Alcanzaron a vislumbrar las dos sombras enlazadas e iluminadas por la luna, en el preciso instante en que Entreri realizaba su sucio truco.
—¡Drizzt! —gritó Catti-brie, consciente de que jamás podría llegar hasta él a tiempo para detener a Entreri, a pesar de tener su arco preparado.
Bruenor soltó un gruñido y echó a correr hacia adelante, con un único pensamiento en la mente: ¡Si Entreri mataba a Drizzt, él se encargaría de cortar en dos a ese perro!
El escozor y el impacto del agua en los ojos rompió la concentración y la fuerza de Drizzt durante una décima de segundo, pero el drow era consciente de que, luchando contra Artemis Entreri, una décima de segundo era demasiado. Desesperado, echó la cabeza hacia un lado.
Entreri dejó caer el sable, que rasgó la frente del drow, y le rompió el pulgar por la presión que ejercía sobre las empuñaduras enlazadas.
—¡Ya te tengo! —gritó, sin apenas creer el súbito cambio en los acontecimientos.
En aquel horroroso instante, Drizzt se vio incapaz de refutar aquellas palabras. Pero el siguiente movimiento del drow fue más instintivo que calculado, y tan ágil, que incluso Drizzt se quedó sorprendido. En un abrir y cerrar de ojos, deslizó un pie por detrás del tobillo de Entreri y afianzó el otro contra la pared. Entonces, empujó al asesino y, al mismo tiempo, se revolvió. En aquel resbaladizo suelo, Entreri no pudo esquivar la zancadilla y cayó de espaldas en el fangoso riachuelo, con Drizzt encima.
El peso de la caída del drow clavó el gavilán de su cimitarra en los ojos de Entreri. Drizzt se recuperó con más rapidez que Entreri de la sorpresa de su propio movimiento, y no desperdició la oportunidad. Giró la mano por encima de la empuñadura y cambió la orientación del filo, liberándolo del sable de Entreri. Hundió la hoja entre las costillas del asesino y empezó a moverla arriba y abajo. Con una mueca de satisfacción, sintió cómo cortaba la carne.
Movido por la desesperación, ahora le tocaba el turno a Entreri de actuar. Como no tenía tiempo para girar la orientación de su sable, el asesino lo empujó hacia adelante, aplastando la cara de Drizzt con la empuñadura. La nariz de Drizzt se rompió con un crujido y en sus ojos estallaron unos resplandores de color. Sintió que lo levantaban y que lo apartaban a un lado antes de que su cimitarra pudiera acabar el trabajo.
Entreri se escabulló hacia un lado y se puso en pie. Drizzt también rodó por el suelo y se incorporó, a pesar del aturdimiento. Se encontró de nuevo frente a Entreri y descubrió que el asesino estaba más malherido que él.
Entreri miró por encima del hombro de Drizzt, hacia el túnel, y descubrió al enano y a Catti-brie, que estaba alzando ya el arco para apuntarlo. Dio un salto a un lado y se abalanzó sobre los escalones de hierro, para empezar a subir hacia la calle.
Catti-brie seguía sus movimientos sin inmutarse, mientras apuntaba con mortífera precisión. Nadie, ni siquiera Artemis Entreri, podría escapar en cuanto lo tuviera en su punto de mira.
—¡Dale, muchacha! —gritó Bruenor.
Drizzt había estado tan absorto en la batalla que ni siquiera había visto que sus amigos se acercaban. Dio media vuelta y vio cómo Bruenor corría hacia él y que Cattibrie estaba a punto de soltar la flecha.
—¡Espera! —gritó el drow, en un tono de voz que inmovilizó a Bruenor e hizo estremecer a Catti-brie. Ambos observaron boquiabiertos a Drizzt.
»¡Es mío! —les dijo.
Entreri no se detuvo a pensar en su buena suerte. Cuando alcanzara las calles, sus calles, podría encontrar algún refugio.
Al ver que ninguno de sus sorprendidos amigos se oponía, Drizzt se colocó la máscara mágica y se apresuró a seguir al asesino.
Al darse cuenta de que su retraso podía poner en peligro a sus amigos, pues ellos habían salido en busca de algún camino que los condujera de nuevo a la calle, Wulfgar supo que no podía desfallecer, y siguió avanzando. Agarró firmemente a Aegis-fang con la mano del brazo herido y obligó a sus doloridos músculos a obedecer sus órdenes.
Luego pensó en Drizzt y en la habilidad que su amigo poseía para superar el miedo ante una situación imposible, y trató de sustituir esa sensación por una rabia intensa.
Esta vez, fueron los ojos de Wulfgar los que brillaron con un fuego interno. Permaneció de pie en el corredor, con las piernas separadas. Respiraba con dificultad y flexionaba y relajaba los músculos rítmicamente, a fin de prepararlos para la lucha.
Pensó en la cofradía de ladrones, el edificio más importante de todo Calimport.
Una ancha sonrisa se dibujó en el rostro del bárbaro. El dolor había desaparecido ahora, y el cansancio parecía haberse esfumado de su cuerpo. Su sonrisa se convirtió en una sonora carcajada mientras echaba a andar.
Había llegado la hora de luchar.
Mientras avanzaba, percibió que el túnel ascendía lentamente y supo que cuando encontrara la siguiente puerta, estaría aproximadamente al nivel de la calle. Pronto se topó no con una, sino con tres puertas; una al extremo del túnel y otras dos a los laterales. Wulfgar apenas aminoró el paso. Como pensaba que la dirección en la que iba era tan buena como cualquier otra, se abalanzó sobre la puerta del fondo, y fue a parar con gran estrépito en una estancia de forma octogonal, en la que descubrió a cuatro sorprendidos guardias.
—¡Pero…! —gritó el que se hallaba en el centro, cuando el poderoso puño de Wulfgar lo lanzó de un golpe al suelo. El bárbaro divisó una nueva puerta situada justo al otro lado, y corrió en línea recta hacia allí, con la esperanza de atravesar la habitación sin tener que luchar.
Pero uno de los guardias, un tipo de baja estatura y de cabellos oscuros, fue más rápido. Se abalanzó sobre la puerta, introdujo una llave y la cerró. Acto seguido, se volvió hacia Wulfgar, sosteniendo la llave ante sus ojos y esbozando una sonrisa que dejó entrever una hilera de dientes rotos.
—La llave —susurró, mientras la lanzaba a uno de sus compañeros.
La enorme mano de Wulfgar lo agarró de la camisa, arrancándole varios pelos del pecho, y el granuja sintió que sus pies se elevaban del suelo.
Lo lanzó contra la puerta.
—La llave —susurró el bárbaro, mientras pasaba por encima del amasijo de trozos de madera y del cuerpo del guardia.
Sin embargo, Wulfgar todavía no estaba fuera de peligro. La siguiente habitación era un gran vestíbulo donde confluían docenas de habitaciones. Gritos de alarma seguían los pasos del bárbaro, que se abría camino a la carrera, y un ensayado plan de defensa se puso en funcionamiento a su alrededor. Los ladrones, que en un principio habían sido miembros de la cofradía de Pook, salieron huyendo hacia las sombras y el cobijo que ofrecían sus habitaciones, pues ya no tenían la responsabilidad de tratar con intrusos desde hacía más de un año…, desde que Rassiter y sus secuaces se habían unido a la cofradía.
Wulfgar subió de un solo salto un tramo de escaleras y se abalanzó sobre la puerta que había al fondo. Ante él, encontró un laberinto de pasadizos y habitaciones abiertas en las que se exhibía un tesoro de obras de arte. Había estatuas, cuadros y tapices, la colección más grande que Wulfgar hubiera podido siquiera imaginar. Sin embargo, el bárbaro no tenía tiempo para detenerse y apreciarlas. Divisó una serie de sombras que estaban al acecho. Las vio a los lados y luego observó que se agrupaban al fondo de los corredores para cortarle el paso. Sabía lo que eran, pues acababa de estar en sus alcantarillas.
Conocía el olor de los hombres rata.
Entreri tenía los pies bien afianzados en el suelo, preparado para recibir a Drizzt en cuanto saliera por la reja de la alcantarilla. Cuando la silueta del drow empezó a asomar por el agujero, el asesino se apresuró a asestarle un golpe con el sable.
Pero el drow, que subía manteniendo perfectamente el equilibrio, tenía las manos libres; y, como esperaba un recibimiento semejante, cruzó las cimitarras por encima de la cabeza poco antes de salir. Resistió el golpe de Entreri y apartó su sable a un lado.
Ahora se encontraban frente a frente en las calles.
Las primeras luces del alba despuntaban por el horizonte, la temperatura empezaba ya a templarse y a su alrededor se despertaba, perezosa, la ciudad.
Entreri atacó con una velocidad vertiginosa, y Drizzt lo hizo retroceder con movimientos precisos y una fuerza increíble. El drow ni siquiera parpadeaba, y tenía las facciones contraídas en una mueca de determinación. Sistemáticamente, acosaba al asesino, blandiendo ambas cimitarras con ataques sólidos y constantes.
Entreri comprendió que no podía esperar conseguir la victoria, con un brazo inutilizado y el ojo izquierdo medio ciego. Pero Drizzt también se había dado cuenta y, aprovechando la situación, atacaba una y otra vez contra el sable, con la intención de debilitar todavía más la única defensa del asesino.
Aun así, mientras el drow insistía una y otra vez, la máscara mágica se aflojó y se le deslizó del rostro.
Entreri sonrió, consciente de que había escapado otra vez a una muerte segura.
Vio que todavía tenía una oportunidad.
—¿Atrapado en una mentira? —susurró en tono malévolo.
Drizzt comprendió al instante.
—¡Un drow! —gritó Entreri a la gente que había salido de las sombras para presenciar la batalla—. ¡Un drow del Bosque de Mir! ¡Es una avanzadilla, tras él vendrá un ejército completo! ¡Un drow!
La curiosidad hizo que una multitud saliera en tropel de sus escondites. La batalla había sido interesante desde el principio, pero ahora la gente se acercaba para comprobar si Entreri tenía razón. De forma gradual, empezó a formarse un círculo alrededor de los contrincantes, y tanto Drizzt como el asesino oyeron el chirrido de las espadas que salían de sus vainas.
—Adiós, Drizzt Do’Urden —susurró Entreri, por debajo del bullicio de la gente, que había empezado a vociferar: «¡Un drow, es un drow!».
Drizzt tenía que admitir que la maniobra del asesino había sido eficaz. Observó a su alrededor con nerviosismo, esperando que de un momento a otro lo atacaran por detrás.
Entreri, por su parte, había conseguido distraer su atención como necesitaba. Al ver que Drizzt desviaba la vista hacia un lado, se escabulló entre la multitud, gritando:
—¡Matad al drow! ¡Matadlo!
Drizzt dio media vuelta, con las armas dispuestas, mientras la ansiosa multitud se iba acercando con cautela. En aquel momento, Catti-brie y Bruenor salieron a la calle y comprendieron al instante lo que había ocurrido, y lo que estaba a punto de suceder, Bruenor echó a correr para colocarse junto a Drizzt, mientras Catti-brie tensaba una flecha.
—¡Atrás! —gruñó el enano—. ¡Os aseguro que aquí no hay demonio alguno, excepto el que vosotros, estúpidos, habéis dejado escapar!
Un hombre se aproximó en actitud altiva, abriéndose camino con la lanza.
Un rayo de plata la alcanzó, y seccionó la punta con un corte limpio. Horrorizado, el hombre soltó la lanza rota y desvió la vista hacia un lado, a tiempo para ver cómo Catti-brie preparaba otra flecha.
—¡Apártate! —le gritó la muchacha—. ¡Deja al elfo en paz, o la siguiente flecha no apuntará a tu arma!
El hombre retrocedió, y la multitud pareció perder el interés por la lucha con la misma rapidez con que lo había ganado. De hecho, ninguno de ellos quería de verdad enfrentarse a un elfo drow, y aceptaron de buen grado las palabras del enano de que éste no tenía malas intenciones.
De pronto, un tumulto en el otro extremo del callejón hizo que todas las miradas se volvieran. Dos de los guardias que estaban apostados ante la cofradía de ladrones abrieron la puerta al oír el ruido de batalla que se desarrollaba en el interior, y se abalanzaron hacia dentro, cerrando la puerta de golpe a sus espaldas.
—¡Wulfgar! —gritó Bruenor, mientras echaba a correr calle abajo.
Catti-brie empezó a seguirlo, pero luego se volvió para observar a Drizzt.
El drow permanecía como atontado, mirando alternativamente hacia la cofradía y hacia el lugar por donde había huido el asesino. Entreri estaba herido y, en esas condiciones, no podría resistir frente a él.
¿Cómo podía dejarlo escapar?
—Tus amigos te necesitan —le recordó Catti-brie—. Si no lo haces por Regis, entonces hazlo por Wulfgar.
Drizzt sacudió la cabeza como reprendiéndose a sí mismo. ¿Cómo podía siquiera pensar en abandonar a sus amigos en una situación tan crítica como aquélla? Pasó volando frente a Catti-brie y siguió a Bruenor calle abajo.
Por encima de la Ronda del Tunante, la luz del alba ya se había introducido en las amplias habitaciones del bajá Pook. LaValle se acercó con cautela a la cortina situada en uno de los lados de su habitación y la corrió. Ni siquiera él, un mago experto, se atrevía a aproximarse a tan increíblemente diabólico artilugio antes de la salida del sol: el Aro de Teros, su artificio más poderoso… y atemorizador.
Agarró el marco de hierro y lo retiró. Sobre su pedestal, la estructura era más alta que él; y el Aro, laboriosamente trabajado, cuya anchura era suficiente para permitir el paso de un hombre, quedaba a más de treinta centímetros del suelo. Pook había dicho que se parecía al aro que el domador de sus enormes felinos utilizaba.
Pero ningún león que osara atravesar ese artilugio aterrizaría sano y salvo al otro lado.
LaValle lo apartó a un lado y se situó frente a él, para examinar la simétrica telaraña que llenaba toda la circunferencia. El delicado tejido parecía frágil, pero LaValle conocía la fuerza de sus hilos, un poder mágico que trascendía los mismísimos planos de la existencia.
LaValle se puso en el cinturón el dispositivo que lo accionaba: un delgado cetro coronado con una enorme perla negra; y luego arrastró el Aro de Teros hasta la habitación central de aquel piso. Hubiera deseado tener más tiempo para probar su plan, pues sin duda no quería volver a decepcionar a su maestro; pero el sol estaba ya alto en el horizonte y Pook no aceptaría de buen grado más retrasos.
El bajá, vestido todavía con su camisón, se acercó a la habitación central al oír la llamada de LaValle. Los ojos del jefe de la cofradía se encendieron al ver el artilugio, pues él, que no era mago y no comprendía los peligros que implicaba un objeto semejante, lo consideraba simplemente un juguete maravilloso.
LaValle permanecía frente al artilugio, con el cetro en una mano y la figurita de ónice de Guenhwyvar en la otra.
—¡Sostén esto! —dijo a Pook mientras le pasaba la pequeña figura—. Podemos conseguir el felino más tarde. Para la tarea que tengo entre manos, no lo necesito.
Pook, con aire ausente, la guardó en su bolsillo.
—He echado un vistazo a los planos de la existencia —explicó el mago—. Sé que el felino está en el plano astral, pero no estaba seguro de que el halfling se quedara allí…, si podía hallar el modo de salir. Y, por supuesto, el plano astral es muy amplio.
—¡Ya basta! —ordenó Pook—. ¡Ve al grano! ¿Qué tienes que mostrarme?
—Sólo esto —contestó LaValle, mientras hacía oscilar el cetro frente al Aro de Teros. La telaraña se estremeció con fuerza y empezó a emitir destellos de luz. Poco a poco, la luz se hizo constante, llenando las zonas entre los hilos, y la imagen de la fina red desapareció en un fondo azul nebuloso.
LaValle dio una orden y el aro enfocó una brillante e iluminada escena grisácea en el plano astral. Ante ellos apareció Regis, cómodamente recostado contra un árbol, con las manos entrelazadas detrás de la nuca y los pies cruzados.
Pook sacudió la cabeza para apartar la somnolencia que aún lo invadía.
—Cógelo —ordenó—. ¿Cómo podemos cogerlo?
Antes de que LaValle pudiese responder, la puerta se abrió de par en par y Rassiter se introdujo en la estancia.
—Hay lucha, Pook —balbució, sin aliento—, en los niveles inferiores. Un bárbaro gigantesco.
—Me prometiste que de este asunto te encargarías tú —le gruñó Pook.
—Los amigos del asesino… —empezó Rassiter, pero Pook no tenía tiempo para explicaciones. No ahora.
—Cierra la puerta —le ordenó el bajá.
Rassiter se tranquilizó y obedeció. Pook ya iba a enfurecerse lo suficiente cuando se enterara del desastre de la alcantarilla… No había necesidad alguna de insistir sobre ese punto.
El jefe de la cofradía se volvió hacia LaValle, esta vez sin preguntar.
—¡Cógelo! —rugió.
El mago empezó a entonar un canto con mucha suavidad, y balanceó el cetro de nuevo frente al Aro de Teros. Luego, alargó la mano a través de la cortina de cristal que separaba ambos planos y agarró al dormido Regis por los cabellos.
—¡Guenhwyvar! —gritó Regis, pero en aquel momento LaValle lo hizo atravesar el pórtico y lo dejó caer al suelo. El halfling rodó hasta detenerse a los pies del bajá Pook.
—¡Vaya…, hola! —tartamudeó, mirando hacia el jefe de la cofradía con aire de disculpa—. ¿Podríamos hablar sobre esto?
Pook le dio una fuerte patada en las costillas y colocó el extremo de su bastón sobre el pecho de Regis.
—¡Me suplicarás la muerte mil veces antes de que te deje marchar de este mundo! —le prometió el bajá.
Regis no dudó ni un instante de que hablaba en serio.