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Miles y miles de diminutas velas

El asesino observó hipnotizado cómo el rubí giraba lentamente a la luz de las velas, captando la danza de la llama en un sinfín de perfectas miniaturas… Había demasiados reflejos; ninguna gema podía poseer unas facetas tan pequeñas y perfectas.

Y, aun así, se veía con toda claridad el proceso, un remolino de delgadas velas que profundizaban el tono rojizo de la piedra. No podía haber sido tallada por ningún joyero, pues su precisión era tal que superaba el nivel que pudiera alcanzarse con cualquier instrumento. Aquél era un producto de la magia, una creación deliberada cuyo objetivo, se recordó a sí mismo, era colocar al espectador en aquel remolino descendente, en la serenidad de las profundidades rojizas de la piedra preciosa.

Miles y miles de diminutas velas.

Con razón no había tenido problemas con el capitán para convencerlo de que los condujera hasta Calimport. Las sugerencias que surgían de los maravillosos secretos de aquella gema no podían ser fácilmente olvidadas. Sugerencias de serenidad y paz, palabras pronunciadas sólo por amigos…

Una sonrisa desdibujó la mueca que siempre se reflejaba en su rostro. Podría sumergirse más profundamente aún en aquella calma.

Entreri se apartó del influjo del rubí y se frotó los ojos, sorprendido al comprobar que incluso alguien tan disciplinado como él podía ser vulnerable al insistente hechizo de la gema. Echó una ojeada a un rincón del reducido camarote, en el que Regis permanecía acurrucado y con un aspecto miserable.

—Ahora puedo comprender por qué intentaste desesperadamente robar esta joya —dijo al halfling.

Regis salió de su ensimismamiento, sorprendido, pues Entreri le dirigía la palabra por primera vez desde que se habían embarcado en Aguas Profundas.

—Y también sé por qué el bajá Pook está tan desesperado por recuperarla —continuó Entreri, hablando tanto para sí como para Regis.

Regis giró la cabeza para observar al asesino. ¿Sería posible que el rubí hipnotizara incluso a Artemis Entreri?

—Es cierto que se trata de una hermosa gema —murmuró esperanzado, sin saber a ciencia cierta cómo afrontar aquella inusual cordialidad del frío asesino.

—Es mucho más que una piedra preciosa —respondió Entreri, en tono ausente, mientras sus ojos volvían irremisiblemente al misterioso remolino de las engañosas facetas.

Regis reconoció la expresión tranquila del rostro del asesino, pues él mismo había lucido esa misma mirada la primera vez que había estudiado el maravilloso colgante de Pook. Por aquel entonces era un ladrón de éxito, que llevaba una vida placentera en Calimport. Pero las promesas de aquella piedra mágica superaban incluso las comodidades de la cofradía de ladrones.

—Tal vez fue el rubí quien me robó a mí —sugirió, siguiendo un súbito impulso.

Sin embargo, había subestimado la fuerza de voluntad de Entreri. El asesino le dirigió una mirada cargada de frialdad y esbozó una sonrisa burlona, para demostrar que comprendía a la perfección lo que Regis estaba pensando.

Pero el halfling, aferrándose a cualquier esperanza que pudiera encontrar, insistió de todas formas.

—Creo que el poder de este colgante fue superior a mí. No cometí ningún crimen, pues tenía pocas alternativas…

La carcajada de Entreri lo hizo enmudecer.

—O eres un ladrón o eres un ser débil —le espetó—, y, seas lo que seas, no vas a encontrar compasión alguna por mi parte. ¡En cualquier caso, lo que te mereces es la indignación de Pook! —Agarró el rubí que pendía de una cadena de oro y lo dejó caer en su bolsillo.

A continuación, extrajo el otro objeto: una figurita de ónice, de intrincados relieves, en forma de pantera.

—Cuéntame lo que sepas de esto —ordenó a Regis.

El halfling había estado temiendo el momento en que Entreri mostraría algún interés por la figura. Había visto cómo el asesino jugaba con ella en el barranco de Garumn, en Mithril Hall, para burlarse de Drizzt, que estaba al otro lado del abismo; pero, hasta este momento, aquélla había sido la última vez que había visto a Guenhwyvar, la pantera mágica.

Regis se encogió de hombros, con un gesto de impotencia.

—No te lo preguntaré de nuevo —lo amenazó Entreri, y aquella fría certeza de perdición, la ineludible sensación de terror que todas las víctimas de Artemis Entreri llegaban a conocer tan bien, se apoderó de nuevo de Regis.

—Pertenece al drow —balbució el halfling—. Se llama Guen… —Regis dejó la palabra a medias al ver que la mano libre de Entreri extraía de pronto una daga de pedrería, lista para atacar.

—¿Intentas llamar a un aliado? —preguntó el asesino cruelmente. Volvió a dejar caer la figurita en su bolsillo—. Sé cómo se llama la bestia, halfling, y te aseguro que, para cuando llegase la pantera, ya estarías muerto.

—¿Tienes miedo del felino? —se atrevió a preguntar Regis.

—Nunca corro riesgos.

—Pero, ¿piensas invocar a la pantera tú mismo? —insistió Regis, intentando encontrar la manera de inclinar la balanza del poder—. ¿Un compañero para tus solitarios viajes?

Entreri se echó a reír ante semejante idea.

—¿Un compañero? ¿Por qué iba a desear un compañero, pequeño loco? ¿Qué ganaría con ello?

—La unión hace la fuerza —protestó Regis.

—Loco —repitió Entreri—. Ahí radica tu error. En las calles, ¡los compañeros provocan la dependencia y la muerte! Mírate a ti mismo, amigo del drow. ¿Qué fuerza puedes proporcionar ahora a Drizzt Do’Urden? Corre ciegamente en tu ayuda para cumplir con sus responsabilidades de compañero. —Pronunció la palabra con evidente desprecio—. ¡Para morir irremediablemente!

Regis inclinó la cabeza y permaneció en silencio. Las palabras de Entreri se acercaban bastante a la verdad. Sus amigos, para salvarlo, se exponían a unos peligros que ni siquiera podían imaginar, y todo por unos errores que él había cometido antes de conocerlos.

Entreri enfundó la daga y se levantó de un brinco.

—Disfruta de la noche, ladronzuelo. Respira la fría brisa del océano; saborea todas las sensaciones que pueda proporcionarte este viaje como un hombre que pronto se enfrentará a la muerte, pues Calimport será tu último destino… ¡y la perdición de tus amigos! —Salió apresuradamente del camarote, cerrando la puerta con violencia detrás de él.

Regis se dio cuenta de que no la había cerrado con llave. ¡Nunca lo hacía! Pero tampoco era necesario, admitió el halfling lleno de rabia. El terror sustituía cualquier cadena y era tan tangible como los eslabones de hierro. No tenía adónde huir, ni tenía dónde esconderse.

Regis hundió la cabeza entre las manos. Pronto empezó a percibir el balanceo del barco, aquellos rítmicos y monótonos crujidos de los viejos veleros, mientras su cuerpo intentaba detener el tiempo.

Sintió que algo se removía en su interior.

Por regla general, los halfling no son muy aficionados al mar y Regis lo soportaba menos aún que la mayoría de los de su especie. Entreri no hubiera podido encontrar para Regis un tormento mayor que un viaje en barco hacia el sur, a través del mar de las Espadas.

—Otra vez no —gimió Regis, arrastrándose hacia la pequeña abertura del camarote. Abrió la ventana de un manotazo y sumergió la cabeza en el tonificante frío del viento nocturno.

Entreri caminaba por la cubierta vacía, con la capa ceñida al cuerpo. Por encima de él, las velas se hinchaban con el viento; los primeros vendavales del invierno empujaban el barco, que seguía su ruta hacia el sur. Una infinidad de estrellas salpicaban la noche y parpadeaban en la vacía oscuridad hasta el horizonte, delimitado tan sólo por el mar.

Entreri volvió a sacar el rubí y dejó que su magia captara la luz de las estrellas. Vio cómo giraba y estudió aquel torbellino de destellos, pues pretendía conocerlo bien antes de finalizar el viaje.

El bajá Pook estaría encantado de recuperarlo. ¡Le había proporcionado tanto poder! Ahora Entreri era consciente de que le había dado más poder aun de lo que los demás suponían. Gracias al rubí, Pook había convertido a sus enemigos en amigos y a sus amigos en esclavos.

—¿A mí también? —musitó Entreri, hechizado por las diminutas estrellas que brillaban en el resplandor rojizo de la gema—. ¿He sido yo también una víctima? ¿O lo seré pronto? —Jamás hubiera creído que él, Artemis Entreri, pudiera caer en un hechizo mágico, pero la insistencia del rubí era innegable.

Entreri se rio. El timonel, la única persona aparte de él que había en cubierta, le dirigió una mirada curiosa, pero no le hizo más caso.

—No —susurró Entreri al rubí—. No volverás a poseerme. Conozco tus trucos y pronto los conoceré mucho mejor. ¡Recorreré los senderos de tu tentador hechizo y encontraré el modo de salirme de nuevo de él! —Con otra carcajada, se puso al cuello la cadena de oro que sostenía el rubí, y ocultó la gema bajo su justillo de piel.

Luego, rebuscó en su bolsillo, agarró la figurita de la pantera, y desvió la vista hacia el norte.

—¿Me estás viendo, Drizzt Do’Urden? —preguntó a la noche.

Conocía la respuesta. En algún remoto lugar a sus espaldas, en Aguas Profundas, en Longsaddle, o en algún punto intermedio, los ojos color de espliego del drow estarían fijos en el sur.

Estaban destinados a encontrarse de nuevo, y ambos lo sabían. Habían combatido una sola vez, en Mithril Hall, pero ninguno de ellos podía reclamar para sí la victoria.

Tenía que haber un ganador.

Nunca Entreri se había encontrado con alguien cuyos reflejos pudieran compararse con los suyos, o que fuera tan preciso y mortífero con la espada como él, y los recuerdos de su enfrentamiento con Drizzt Do’Urden obsesionaban todos sus pensamientos. Su semejanza era tan grande…, sus movimientos parecían cortados por el mismo patrón. Y, aun así, el drow, compasivo y preocupado por los demás, poseía un elemento básico de humanidad que Entreri había descartado hacía ya tiempo. Estaba convencido de que aquel tipo de emociones, aquella debilidad, no tenían lugar en el frío vacío que debía imperar en el corazón de un luchador nato.

Entreri empezó a frotarse las manos con impaciencia al pensar en el drow. Su aliento se condensaba en el frío aire nocturno.

—Ven, Drizzt Do’Urden —murmuró, con los dientes apretados—. ¡Veamos quién es el más fuerte!

Su voz reflejaba una mortal determinación, con un sutil y casi imperceptible matiz de ansiedad. Aquél iba a ser el verdadero desafío de las vidas de ambos, la prueba de los diferentes principios que habían guiado todas sus acciones. Para Entreri, no podía producirse un empate. Había vendido su alma por sus habilidades, y si Drizzt Do’Urden lo derrotaba, o demostraba saber tanto como él, la propia existencia del asesino no sería más que una inútil mentira.

Pero no creía que eso llegara a suceder nunca.

Entreri vivía para ganar.

Regis también observaba el cielo nocturno. El aire gélido le había apaciguado el estómago y las estrellas habían enviado sus pensamientos a muchos kilómetros de distancia, hasta sus amigos. La de veces que se habían sentado juntos en noches como aquélla en el valle del Viento Helado, para contarse aventuras o simplemente para disfrutar de la compañía de los demás. El valle del Viento Helado era un desolado pedazo de tundra helada, una tierra de clima tan salvaje como sus habitantes; pero los amigos que Regis había hecho allí: Bruenor y Catti-brie, Drizzt y Wulfgar, habían calentado las noches de invierno más frías y habían amortiguado el ímpetu del viento del norte.

La mayoría de las veces, el valle del Viento Helado había constituido un lugar de breves escalas en los largos viajes de Regis, y en él había pasado diez de sus cincuenta años. Pero ahora, cuando se dirigía de nuevo al reino meridional en el que había vivido la mayor parte de su vida, Regis se daba cuenta de que el valle del Viento Helado había sido su verdadero hogar. Y aquellos amigos que a menudo no valoraba en su justa medida eran la única familia que había conocido.

Sacudió la cabeza para apartar el pesar de su mente y se obligó a concentrarse en el camino que tenía frente a él. Drizzt vendría en su busca, y, probablemente, Wulfgar y Catti-brie también.

Pero no Bruenor.

El alivio que Regis había sentido al ver regresar ileso a Drizzt de las profundidades de Mithril Hall se había esfumado en el barranco de Garumn con la acción del valeroso enano. Un dragón los tenía atrapados y por detrás los acechaba una horda de diabólicos enanos grises; pero Bruenor, a costa de su propia vida, les había abierto una vía de escape, lanzándose a la espalda del dragón con un barril de aceite en llamas que provocó la caída de la bestia, y de sí mismo, hacia el fondo de la profunda sima.

Regis no podía soportar rememorar aquella terrible escena. A pesar de toda su rudeza y de sus burlas, Bruenor Battlehammer había sido el amigo más querido del halfling.

Una estrella fugaz dejó una estela de luz a través del cielo nocturno. El balanceo del barco persistía y el olor salado del océano parecía incrustado en su nariz; pero, asomado a aquella ventana, en la noche clara y fría, Regis no sentía malestar alguno…, tan sólo una triste serenidad mientras recordaba los tiempos alocados que había pasado con el salvaje enano. En verdad, la llama de Bruenor Battlehammer había ardido como una antorcha en el viento, saltando, bailando y luchando hasta el final.

Sin embargo, los otros amigos de Regis habían logrado escapar. El halfling estaba seguro de eso…, tan seguro como Entreri. Y vendrían en su busca. Drizzt vendría por él y pondría las cosas en su sitio.

Tenía que creer en eso.

Y, por su parte, su misión era evidente. Una vez llegaran a Calimport, Entreri no tardaría en encontrar aliados entre la gente de Pook. El asesino estaría entonces en su propio ambiente, en un lugar donde conocía todos los rincones oscuros y poseía todas las ventajas. Regis tenía que retardar su avance.

Tras recuperar fuerzas ante la única visión de un objetivo, Regis echó una ojeada por el camarote en busca de alguna pista. Una y otra vez, sus ojos se sentían atraídos por la vela.

—La llama —murmuró para sí, mientras una sonrisa empezaba a dibujarse en su rostro. Se acercó a la mesa y extrajo la vela del candelero. Una pequeña cantidad de cera líquida brillaba en la base de la mecha. Promesa de dolor.

Pero Regis no titubeó.

Se levantó una manga y dejó caer una serie de gotas de cera a lo largo de su brazo, con el rostro crispado por el dolor que le producía el ardiente líquido.

Tenía que retardar el avance de Entreri.

A la mañana siguiente, Regis hizo una de sus inusuales apariciones en cubierta. El alba había llegado nítida y brillante, y el halfling deseaba acabar con el asunto antes de que el sol llegara a su cenit y creara aquella desagradable mezcla de rayos cálidos sobre la fría espuma. Permaneció de pie ante la borda, repasando su plan y reuniendo el coraje necesario para desafiar las tácitas amenazas de Entreri.

¡Y de pronto, Entreri apareció junto a él! Regis se agarró con fuerza a la barandilla, temeroso de que el asesino hubiera adivinado de algún modo su plan.

—La orilla —le dijo.

Regis siguió la mirada del asesino, que estaba fija en el horizonte, donde se destacaba una lejana línea de tierra.

—Ya se divisa —prosiguió Entreri—, y no demasiado lejos. —Bajó la mirada para observar a Regis y esbozó de nuevo su perversa sonrisa para burlarse de su prisionero.

Regis se encogió de hombros.

—Demasiado lejos.

—Tal vez —contestó el asesino—, pero podrías conseguirlo, aunque los de tu clase no son precisamente buenos nadadores. ¿Has sopesado todas las dificultades?

—No voy a huir a nado —respondió Regis con sencillez.

—Una lástima —se burló Entreri—. Pero si decides hacerlo, dímelo antes.

Regis dio un paso atrás, confuso.

—Te permitiría que lo intentases —le aseguró Entreri—. ¡Disfrutaría mucho con el espectáculo!

La expresión del halfling se encolerizó. Sabía que se estaba burlando de él, pero no acababa de entender el propósito del asesino.

—Existe un extraño pez en esta agua —dijo Entreri, mientras desviaba la vista de nuevo hacia el mar—. Un pez encantador, que se dedica a seguir los barcos en espera de que alguien caiga por la borda. —Volvió a observar a Regis para ver el efecto de sus palabras.

—Tiene una afilada aleta —prosiguió, al comprobar que el halfling estaba pendiente de sus labios—. Corta el agua como si se tratara de la quilla de un barco. Si observas el mar durante un rato, seguro que podrás ver alguna.

—¿Por qué iba a querer hacerlo?

—Este tipo de pez se llama tiburón —continuó Entreri, haciendo caso omiso de la pregunta. Extrajo su daga y clavó la punta en uno de sus dedos con la suficiente fuerza para hacer brotar un hilo de sangre—. Un pez maravilloso. Tiene hileras de dientes largos como dagas, afilados y puntiagudos, y una boca capaz de partir en dos a un hombre. —Observó a Regis por el rabillo del ojo—. O capaz de comerse entero a un halfling.

—¡No voy a echarme al agua! —gruñó Regis, que no apreciaba demasiado los métodos macabros, pero indudablemente eficaces, de Entreri.

—Una lástima. —El asesino rio entre dientes—. Pero avísame si cambias de opinión. —Se alejó y la capa negra flotó unos instantes a sus espaldas.

—Mal nacido —murmuró Regis. Empezó a acercarse de nuevo a la barandilla, pero cambió de opinión en cuanto vio las aguas profundas y acechantes frente a él; volvió sobre sus pasos en busca de la seguridad del centro de la cubierta.

El color desapareció de nuevo de su rostro mientras el vasto océano parecía cernirse sobre él, y el interminable y nauseabundo balanceo del barco…

—Pareces a punto de saltar por la borda, pequeño —gritó una voz alegre. Regis se volvió y divisó a un marinero de baja estatura y piernas arqueadas, que presentaba una dentadura llena de huecos y cuya mirada bizqueaba permanentemente—. ¿Todavía no se han acostumbrado tus piernas al mar?

Regis se estremeció a pesar de su aturdimiento y recordó su misión.

—Es por otro motivo —replicó.

El marinero no percibió la sutileza de su respuesta y empezó a alejarse, con una sonrisa pintada en su sucio rostro, atezado y mal afeitado.

—Gracias por el interés, de todos modos —añadió Regis enfáticamente—. Y por la valentía de todos vosotros por llevarnos a Calimport.

El marinero se detuvo, perplejo.

—Eso de llevar a gente hacia el sur, lo hemos hecho muchas veces —respondió, sin comprender por qué los calificaba de «valientes».

—Sí, pero si tenemos en cuenta el peligro… ¡aunque estoy seguro de que no será muy grande! —añadió Regis con rapidez, para dar la impresión de que intentaba no subrayar demasiado ese peligro desconocido—. No es importante. En Calimport encontraremos el remedio para nuestros problemas. —Luego, en voz muy baja pero lo suficientemente alta para que el hombre pudiera oírlo, añadió—: Si es que llegamos con vida.

—¡Eh! ¿Qué quieres decir? —inquirió el marinero, mientras se acercaba de nuevo a Regis. Su sonrisa había desaparecido.

Regis soltó un gemido y se agarró el antebrazo como si de pronto le doliera. Esbozó una mueca y fingió luchar contra un terrible dolor, mientras con gran habilidad se quitaba los pedazos de cera seca y arrancaba con ellos la piel de debajo. Un fino hilo de sangre emergió por el puño de la manga.

El marinero lo agarró del brazo y le arremangó la camisa hasta el codo. Observó la primera herida con curiosidad.

—¿Una quemadura?

—¡No las toques! —gritó Regis con los dientes apretados—. Creo que así es como se contagia.

El marinero retiró la mano, muerto de miedo, y de pronto divisó otras señales.

—¡No he visto ningún fuego! ¿Cómo te has hecho estas quemaduras?

Regis se encogió de hombros con aire abatido.

—Salen solas, del interior. —El marinero palideció—. Pero en Calimport me curaré —afirmó el halfling de forma poco convincente—. En muy pocos meses la enfermedad acaba por consumirte, y la mayoría de mis heridas son recientes. —Regis bajó la mirada y luego extendió el brazo lleno de heridas—. ¿Lo ves?

Pero, cuando levantó la vista, el marinero había desaparecido de la cubierta y se dirigía al camarote del capitán.

—Soluciona esto, Artemis Entreri —murmuró Regis.