19


Trucos y trampas

Wulfgar descubrió que se hallaba en una habitación cuadrada, sin ningún tipo de decoración, y con las paredes de piedra. Dos antorchas ardían en sendos soportes adosados a la pared y le permitieron descubrir otra puerta a sus espaldas, al otro lado del rastrillo. Echó a un lado la puerta rota y se volvió hacia sus amigos.

—Protégeme la espalda —dijo a Catti-brie, pero la muchacha ya había supuesto cuál iba a ser su cometido y tenía el arco alzado, apuntando a la otra puerta.

Wulfgar se frotó las manos y se preparó para intentar levantar el rastrillo. Era una reja de hierro macizo, pero el bárbaro no creía que moverla estuviera fuera de sus posibilidades. Agarró los barrotes y, al instante, se echó hacia atrás, consternado, antes siquiera de intentarlo.

Los barrotes habían sido engrasados.

—¡Esto es cosa de Entreri, o yo soy un enano barbudo! —gruñó Bruenor—. Has caído como un estúpido, muchacho.

—¿Cómo vamos a sacarlo de aquí? —preguntó Catti-brie.

Wulfgar observó por encima del hombro en dirección a la puerta cerrada. Sabía que si se quedaban allí, no podrían conseguir nada y temía que el ruido del rastrillo al caer hubiera atraído la atención…, atención que sólo podía significar peligro para sus amigos.

—No estarás pensando en ir más adentro… —protestó Catti-brie.

—¿Qué otra opción tengo? —contestó el bárbaro—. Tal vez haya alguna palanca al otro lado.

—Lo más seguro es que allí esté el asesino —replicó Bruenor—, pero tienes que intentarlo.

Catti-brie tensó el arco mientras Wulfgar se acercaba a la puerta. Intentó abrirla, pero estaba cerrada con llave. Observó de reojo a sus amigos y se encogió de hombros. Luego, le dio una patada con su pesada bota. La madera crujió y se rompió. Al otro lado había otra habitación, mucho más oscura.

—Toma una antorcha —le propuso Bruenor.

Wulfgar vaciló. Percibía que algo no iba bien, algo no olía bien. Su sexto sentido, el instinto de un guerrero, le indicó que no iba a encontrar aquella segunda habitación tan vacía como la anterior; pero, como no tenía adonde ir, se volvió para coger una antorcha.

Absortos en lo que ocurría dentro de la habitación, Bruenor y Catti-brie no se dieron cuenta de que la oscura figura descendía del escondite secreto situado en la pared a pocos metros de distancia. Entreri pensó por un momento en matarlos a los dos. Podía hacerlo con facilidad, y en silencio, pero el asesino dio media vuelta y desapareció en la oscuridad.

Ya había elegido su objetivo.

Rassiter se inclinó sobre los dos cuerpos que yacían delante del pasadizo lateral. A media transformación entre rata y hombre, habían muerto en una aguda agonía que sólo los licántropos podían llegar a conocer. Al igual que los cuerpos que había encontrado en el túnel principal, habían recibido cortes y pinchazos realizados con una experta precisión, y, si la línea de cadáveres no marcaba el camino lo suficientemente claro, la nube de oscuridad que ocupaba el pasadizo lateral no dejaba lugar a dudas. Rassiter tuvo la impresión de que la trampa había funcionado, aunque el precio que habían tenido que pagar los hombres rata había sido muy alto.

Dobló la esquina y se deslizó hacia el pasadizo, tropezando con más cuerpos de sus compañeros de la cofradía mientras atravesaba la nube de oscuridad.

El hombre rata sacudió la cabeza incrédulo al avanzar por el túnel, pues a cada paso se topaba con un cuerpo sin vida. ¿Cuántos había matado ese experto espadachín?

—¡Un drow! —balbució Rassiter al girar por el último recodo. En esa zona, los cuerpos de sus compañeros se apiñaban unos encima de los otros, pero Rassiter seguía con la vista fija al frente. Sin duda habría pagado un precio semejante por la recompensa que ya se prometía, pues ahora tenía al alcance de sus manos a un guerrero del mundo de la oscuridad. ¡Un elfo drow como prisionero! Con él podría ganarse el favor del bajá Pook y colocarse por encima de Artemis Entreri de una vez por todas.

Al final del pasadizo, Drizzt estaba recostado en silencio contra el sundew, sujeto por miles de zarcillos. Todavía sostenía sus dos cimitarras, pero sus brazos pendían inertes. Tenía la cabeza agachada, y los ojos color de espliego, cerrados.

El hombre rata se acercó con cautela, esperando que el drow no estuviera todavía muerto. Rebuscó en su bolsa, repleta de vinagre, y deseó haber traído suficiente para debilitar el abrazo letal del sundew y poder liberar al drow. Rassiter sólo anhelaba conseguir a su trofeo vivo.

De ese modo, Pook apreciaría muchísimo más su regalo.

El hombre rata desenfundó su espada para tantear al drow, pero retrocedió lleno de dolor cuando una daga paso como un relámpago junto a él y le rozó el brazo. Dio media vuelta, para ver de dónde venía el ataque, y se encontró frente a Artemis Entreri, con el sable desenfundado y una mirada asesina en los ojos.

Rassiter había caído en su propia trampa; no había otro camino para escapar del pasadizo. Se recostó unos instantes contra la pared, sujetándose el brazo herido, y luego empezó a avanzar paso a paso en dirección a la única salida del túnel.

Entreri, sin parpadear siquiera, observó cómo se acercaba el hombre rata.

—Pook nunca te perdonará por esto —le advirtió Rassiter.

—Pook nunca lo sabrá —le espetó Entreri.

Aterrorizado, Rassiter pasó junto al asesino, esperando sentir en cualquier momento el impacto del sable en el costado, pero Entreri le traía sin cuidado lo que hiciera Rassiter. Sus ojos estaban fijos en el espectáculo de Drizzt Do’Urden, desvalido y derrotado.

Entreri recogió su daga y vaciló unos instantes, sin saber si era mejor soltar al drow o dejarlo morir lentamente en el fatal abrazo del sundew.

—Éste es tu fin —susurró al fin, mientras limpiaba el barro y la sangre de su daga.

Con la antorcha por encima de su cabeza, Wulfgar se introdujo vacilante en la segunda habitación. Al igual que la primera, era cuadrada y no tenía decoración alguna; pero en ésta había un biombo en el centro, desde el suelo al techo. El bárbaro comprendió enseguida que el peligro acechaba detrás del biombo, y sabía que formaba parte de la trampa que había preparado Entreri y en la cual él había caído ciegamente.

Pero no tenía tiempo para reprenderse a sí mismo por su falta de sentido común.

Se situó en el centro de la habitación, a la vista de sus amigos, y colocó la antorcha a sus pies, para poder coger a Aegis-fang con ambas manos.

Pero, cuando aquella cosa emergió, sin que el bárbaro supiera de dónde, se quedó totalmente desconcertado y mudo de asombro.

Siete cabezas de serpiente empezaron a bailar ante él una danza embrujadora y vertiginosa. Wulfgar no tardó en reaccionar pues en cada boca resplandecían varias hileras de afilados dientes.

Catti-brie y Bruenor comprendieron que Wulfgar se hallaba en apuros cuando lo vieron dar un salto atrás. Supusieron que se había topado con Entreri, o con un ejército de soldados; pero de pronto la hidra atravesó la puerta que conducía a la primera habitación.

—¡Wulfgar! —gritó Catti-brie, desesperada, mientras lanzaba una flecha. El proyectil dejó un oscuro agujero en uno de los cuellos de la serpiente y el monstruo soltó un rugido de dolor, al tiempo que giraba otra cabeza para observar a los atacantes procedentes de ese lado.

Pero las otras seis cabezas se abalanzaron sobre Wulfgar.

—Aunque…, me decepcionas, drow —prosiguió Entreri—. Había llegado a pensar que eras igual que yo, o casi. ¡No puedes imaginarte la de molestias y riesgos que me he tomado para guiarte hasta aquí y que pudiéramos decidir cuál de nuestras vidas era una mentira! Para demostrarte que esas emociones por las que tú te dejas arrastrar no tienen lugar en el corazón de un verdadero guerrero. Pero ahora veo que he perdido el tiempo —se lamentó el asesino—. La cuestión ya está decidida, si alguna vez fue una cuestión. ¡Yo nunca hubiera caído en una trampa semejante!

Drizzt entreabrió un ojo y alzó la vista para mirar a Entreri.

—Ni yo tampoco —dijo, mientras apartaba los zarcillos del sundew muerto—. ¡Yo tampoco!

Al apartarse del monstruo, dejó al descubierto la herida. Con un solo golpe, el drow había matado al sundew.

Una sonrisa se dibujó en el rostro de Entreri.

—¡Bien hecho! —exclamó, mientras levantaba sus espadas—. ¡Magnífico!

—¿Dónde está el halfling? —preguntó Drizzt.

—Esto no tiene nada que ver con el halfling —contestó Entreri—, ni con tu estúpida pantera de juguete.

Drizzt apaciguó enseguida la rabia que le contraía el rostro.

—¿Crees que están vivos? —se burló Entreri, con la esperanza de que la cólera distrajera a su enemigo—. Quizá sí, o quizá no.

La rabia descontrolada a menudo servía de ayuda a los guerreros contra enemigos menos expertos, pero en una batalla entre dos espadachines de habilidades semejantes, había que medir con cuidado el ataque y no se podía descuidar en ningún momento la defensa.

Drizzt atacó con sus dos armas y Entreri las apartó con su sable, mientras contraatacaba con su daga.

El drow esquivó el peligro y, tras dar una vuelta completa sobre sí mismo, embistió con Centella. El asesino logró detener el arma con su sable, y las dos hojas quedaron entrelazadas. Ambos luchadores tuvieron que acercarse para mantener el pulso.

—¿Recibiste mi regalo en Puerta de Baldur? —se rio el asesino.

Drizzt no parpadeó. En aquel momento, Regis y Guenhwyvar estaban ajenos a su pensamiento. Su único centro de atención era Artemis Entreri.

Sólo Artemis Entreri.

El asesino continuó presionándolo.

—¿Una máscara? —preguntó con una ancha y cínica sonrisa—. Póntela, drow. ¡Finge ser algo que no eres!

Drizzt empujó de repente con fuerza, lanzando a Entreri hacia atrás.

El asesino aceptó complacido ese cambio de posiciones, para poder proseguir la lucha desde una mayor distancia; pero, de pronto, su pie se metió en un hueco lleno de lodo y tuvo que apoyar una rodilla en el suelo.

Drizzt se acercó a él como un relámpago, con las dos cimitarras listas para el ataque. Pero Entreri movía las manos con la misma rapidez, y la daga y el sable empezaron a danzar en el aire para esquivar y detener los golpes. Su cabeza y sus hombros se movían de forma salvaje y, de improviso, consiguió sacar el pie.

Drizzt comprendió que había perdido la ventaja y, lo que era peor, el asesino lo había dejado en una posición difícil, con un hombro demasiado cerca del muro. Mientras Entreri empezaba a levantarse, Drizzt dio un salto hacia atrás.

—¿Así de fácil? —preguntó el asesino mientras emprendían un nuevo asalto—. ¿Crees que he buscado tanto esta pelea para acabar derrotado en los primeros golpes?

—Yo no creo nada cuando se trata de Artemis Entreri —fue la respuesta de Drizzt—. Para mí eres un completo extraño, asesino. No pretendo comprender tus motivos, ni tengo el más mínimo interés en conocerlos.

—¿Mis motivos? —balbució Entreri—. Soy un guerrero…, sólo un guerrero. No mezclo la vocación de mi vida con mentiras de amabilidad y amor. —Sostuvo el sable y la daga frente a él—. Estos son mis únicos amigos, y con ellos…

—No eres nada —lo interrumpió Drizzt—. Tu vida es una mentira sin valor.

—¿Una mentira? —le espetó Entreri—. Eres tú el que lleva la máscara, drow. Tú eres el que tiene que ocultarse.

Drizzt aceptó aquellas palabras con una sonrisa. Sólo unos días antes lo hubieran impresionado, pero ahora, tras el razonamiento de Catti-brie, podía hacer oídos sordos.

—Tú sí eres una mentira, Entreri —respondió con calma—. No eres más que un arco cargado, un arma sin sentimientos, que nunca conocerá el sentido de la vida.

Empezó a avanzar hacia el asesino, con una mueca de seguridad en el rostro al comprender lo que tenía que hacer.

Entreri se acercó con el mismo convencimiento.

—Ven a morir, drow —espetó.

Wulfgar retrocedió con rapidez, moviendo el martillo hacia atrás y hacia adelante para rechazar los hipnotizadores ataques de la hidra. Sabía que no podría mantener aquella situación durante mucho tiempo. Tenía que encontrar un modo de contraatacar aquella furia ofensiva.

Pero contra aquellas seis mandíbulas afiladas, bailando una danza hipnótica ante sus ojos, y que tanto podían atacar juntas como separadas, Wulfgar no tenía tiempo para preparar un ataque.

Catti-brie, sin embargo, tenía más éxito, apostada con su arco por detrás de sus cabezas. Las lágrimas le nublaban la vista por miedo a alcanzar a Wulfgar, pero consiguió serenarse, con la severa resolución de no rendirse. Otra flecha impactó contra la única cabeza que se había girado hacia ella, y dejó un agujero entre los ojos. El cuello se estremeció y cayó hacia atrás. Se estrelló contra el suelo con un ruido sordo.

El ataque, o el dolor que producía, pareció inmovilizar al resto de la hidra durante un breve instante, y el desesperado bárbaro no perdió la oportunidad. Dio un paso adelante y clavó a Aegis-fang con todas sus fuerzas en la boca de otra cabeza, que también cayó al suelo sin vida.

—¡Mantenla frente a la puerta! —gritó Bruenor—. Y no cruces ante ella sin avisarnos primero. ¡Si no, la muchacha te tumbará con una de sus flechas!

La hidra podía ser una bestia estúpida, pero al menos comprendía las tácticas de la caza. Dispuso su cuerpo en ángulo hacia la puerta abierta, impidiendo que Wulfgar la alcanzara. Dos cabezas habían muerto y, en aquel momento, silbó una flecha por los aires, y luego otra, que fue a parar al cuerpo de la hidra. Wulfgar, que luchaba con todas sus fuerzas y acababa de librar una febril batalla contra los hombres rata, empezaba ya a cansarse.

No logró esquivar la embestida de otra cabeza, y sintió cómo unas poderosas mandíbulas se cerraban justo por debajo de su hombro.

La hidra intentó sacudir la cabeza y arrancarle el brazo, maniobra que constituía su técnica habitual, pero nunca se había topado con alguien tan fuerte como Wulfgar. El bárbaro apretó el brazo contra su cuerpo, soportando el intenso dolor, y mantuvo a la hidra en aquella posición. Entonces, con el brazo libre, agarro a Aegis-fang y estampó un golpe seco entre los ojos. La bestia aflojó la mandíbula y Wulfgar pudo soltarse. Cayó hacia atrás, justo a tiempo para esquivar los mortíferos ataques de las otras cuatro cabezas.

Todavía podía luchar, pero la herida lo iba debilitando lentamente.

—¡Wulfgar! —gritó Catti-brie de nuevo, al oír su gemido.

—¡Sal de ahí, muchacho! —aulló Bruenor.

Pero Wulfgar ya se estaba moviendo. Se arrastró hacia la pared del fondo y pasó por detrás de la hidra. Las dos cabezas más cercanas seguían sus movimientos y atacaron al unísono.

Wulfgar se puso en pie de un salto y, aprovechando el impulso, partió en dos con el martillo otra de las mandíbulas, mientras Catti-brie, que observaba la huida desesperada de Wulfgar, disparaba una flecha a la otra cabeza.

La hidra soltó un rugido de dolor y rabia, y empezó a agitarse febrilmente, con las cuatro cabezas sin vida por el suelo.

Wulfgar, que había retrocedido hasta la pared del fondo, vio de reojo lo que había detrás del biombo.

—¡Otra puerta! —gritó a sus amigos.

Catti-brie lanzó un par de flechas más contra la hidra, que intentaba perseguir a Wulfgar. Ella y Bruenor oyeron el crujido de la puerta cuando se soltaba de los goznes y luego el chirrido de otro rastrillo que caía por detrás del corpulento bárbaro.

Entreri se dispuso a hacer el último ataque. Embistió con el sable en posición horizontal, buscando el cuello de Drizzt, mientras con la daga atacaba desde abajo. Era un movimiento arriesgado y, si el asesino no hubiera sido tan experto con sus armas, Drizzt habría podido hallar un hueco en sus defensas y clavar una cimitarra en el corazón de Entreri. Sin embargo, el drow se limitó a parar el golpe, alzando una cimitarra para detener el sable y bajando otra para apartar la daga.

Entreri embistió una y otra vez con aquellos ataques dobles, pero Drizzt los esquivaba todos, y, cuando finalmente el asesino se vio obligado a retroceder, el drow no tenía más que un pequeño y simple rasguño en el hombro.

—¡La primera sangre que se ha vertido es la tuya! —gruñó Entreri, mientras deslizaba un dedo por la hoja del sable, para mostrar al drow que estaba teñida de rojo.

—Pero la última es la que cuenta —replicó Drizzt mientras arremetía con ambas cimitarras. Los aceros atacaban al asesino desde unos ángulos imposibles; una dirigida al hombro, la otra en busca de un hueco por debajo de las costillas.

Pero Entreri, al igual que Drizzt, desbarataba los ataques esquivándolos a la perfección.

—¿Estás vivo, Drizzt? —gritó Bruenor al oír cómo se renovaba la lucha en los corredores, lo cual significaba que el drow aún seguía con vida.

—Yo estoy a salvo —oyeron decir a Wulfgar, mientras echaba una ojeada a la habitación donde se encontraba. Estaba amueblada con varias sillas y una mesa, que parecía haber sido utilizada recientemente para jugar a cartas.

Wulfgar no tenía la menor duda de que ahora se encontraba en un edificio, probablemente la cofradía de ladrones.

—El camino está cerrado a mis espaldas —gritó a sus amigos—. Encontrad a Drizzt y regresad a la calle. ¡Ya encontraré el modo de reunirme con vosotros allí!

—¡No pienso dejarte! —contestó Catti-brie.

—¡Debes hacerlo! —respondió Wulfgar.

Catti-brie desvió la vista hacia Bruenor.

—Ayúdalo —suplicó.

Pero Bruenor la observaba con el semblante serio.

—No tendremos ninguna esperanza si nos quedamos aquí —gritó Wulfgar—. Estoy seguro de que no puedo volver sobre mis pasos, aunque lograra levantar esta reja y derrotar a la hidra. Vete, amor mío, y confía en que nos volveremos a ver pronto.

—Hazle caso —intervino Bruenor—. Tu corazón te dice que debes permanecer aquí; pero, si haces eso, no ayudarás en nada a Wulfgar. Tienes que confiar en él.

La grasa se mezclaba con la sangre que teñía el rostro de Catti-brie, pues estaba aferrada a los barrotes. Oyeron cómo se demolía otra puerta en las profundidades del edificio, y sintió como si le clavaran un cuchillo en el corazón. Bruenor la cogió con dulzura del codo.

—Ven, muchacha —susurró—. El drow está allí y necesita nuestra ayuda. Confía en Wulfgar.

Catti-brie se separó del rastrillo y siguió a Bruenor por el túnel.

Drizzt atacó con más fuerza, sin dejar de examinar el rostro de Entreri, mientras avanzaba. Había conseguido superar con éxito la cólera que le producía el asesino, siguiendo los consejos de Catti-brie y recordando las prioridades de esa aventura. Entreri no era ahora más que otro obstáculo para liberar a Regis. Con la mente despejada, Drizzt se concentró en la lucha. Reaccionaba ante los golpes de su oponente y a las embestidas con tanta calma como si se encontrara en una clase de gimnasia en Menzoberranzan.

El rostro de Entreri, el hombre que se consideraba superior a él como guerrero gracias a su falta de emociones, se contraía a menudo de forma violenta, a punto de estallar de rabia. Entreri odiaba de verdad a Drizzt, porque gracias al amor y la amistad que el drow había encontrado en la vida, había alcanzado la perfección con las armas; y cada vez que el drow repelía uno de sus ataques con una sucesión de movimientos expertos, dejaba al descubierto el vacío que imperaba en su negra existencia.

Drizzt percibía la rabia que hervía en la sangre del asesino y buscaba el modo de hacerla estallar. Lanzó una nueva sucesión de embestidas, pero Entreri las detuvo todas.

Entonces, optó por lanzar un doble ataque directo, avanzando con las dos cimitarras juntas, a pocos centímetros de distancia.

Entreri apartó ambas hojas a un lado con un barrido horizontal de su sable, y sonrió ante la aparente equivocación de Drizzt. Con un gruñido salvaje, el asesino hundió el brazo que sostenía la daga en dirección al corazón de Drizzt.

Pero el drow había previsto de antemano ese movimiento…, e incluso lo había provocado al dejar aquel hueco. Mientras el sable de Entreri apartaba a un lado sus cimitarras, Drizzt ladeó una de ellas y, pasándola por debajo del arma de Entreri, atacó del revés. El brazo de Entreri que sostenía la daga se interpuso de lleno en el camino de la cimitarra y, antes de que el arma del asesino pudiera hundirse en el corazón de Drizzt, la hoja del drow se clavó en su codo.

La daga cayó al suelo. Entreri se agarró el brazo herido, esbozó una mueca de dolor, y se apartó hacia atrás. Miró con ojos entornados a Drizzt, encolerizado y confuso.

—Tu ansia disminuye tu habilidad —dijo Drizzt, dando un paso hacia adelante—. Esta noche, ambos nos hemos mirado en un espejo. Tal vez no te haya gustado la imagen que has visto en él.

Entreri soltó un bufido pero no pudo replicarle.

—Todavía no has ganado —dijo en tono desafiante, aunque sabía que el drow había conseguido una abrumadora ventaja.

—Tal vez no —Drizzt se encogió de hombros—, pero tú perdiste hace ya muchos años.

Entreri esbozó una sonrisa diabólica e hizo una profunda reverencia, antes de salir huyendo por el pasadizo.

Drizzt reaccionó con rapidez, pero se detuvo en seco cuando llegó al extremo de la nube de oscuridad. Oyó ruidos al otro lado y se preparó para el ataque. Sin embargo, sonaban demasiado fuertes para tratarse de Entreri y supuso que habían regresado algunos hombres rata.

—¿Estás ahí, elfo? —preguntó una voz familiar.

Drizzt atravesó la nube de oscuridad y se detuvo junto a sus atónitos amigos.

—¿Entreri? —preguntó, con la esperanza de que el asesino herido no hubiera huido sin ser visto.

Bruenor y Catti-brie se encogieron de hombros, observándolo con curiosidad, y dieron media vuelta para seguir al drow, que ya se perdía en la oscuridad.