18


Doble hablador

Apostado en su esquina favorita, al otro lado de la Ronda del Tunante, frente al Camello Hablador, Dondon vio cómo el elfo, el último de los cuatro extranjeros, se introducía en la posada en busca de sus amigos. El halfling sacó un diminuto espejo de bolsillo para supervisar su disfraz… Todas las marcas de suciedad y porquería estaban en los lugares apropiados; la ropa le venía grande, como si se la hubiera quitado a un borracho inconsciente en un callejón, y el pelo estaba adecuadamente enmarañado y despeinado, como si no hubiera visto un peine durante años.

Dondon dirigió una mirada ensoñadora a la luna y se palpó la barbilla con los dedos. Todavía no había pelo pero empezaba a picar. El halfling tomó una profunda bocanada de aire, y luego otra, para contener sus necesidades de transformación. Un año después de su unión a las filas de Rassiter, había aprendido a controlar aquellas urgencias diabólicas con bastante éxito, pero deseaba acabar rápidamente con el asunto de aquella noche. La luna brillaba hoy de una forma especial.

La gente que pasaba por las calles, los habituales, guiñaban un ojo a modo de aprobación al pasar junto al halfling, pues sabían que aquel artista confidente del jefe estaba, una vez más, al acecho. Debido a su reputación, Dondon había perdido hacía ya tiempo su eficacia contra los habituales noctámbulos de las calles de Calimport; pero esos personajes tenían el conocimiento suficiente para no hablar del halfling en presencia de extraños. Dondon siempre se las arreglaba para rodearse de los delincuentes más duros de la ciudad y, además, ¡descubrir su personalidad a una posible víctima era un crimen muy serio!

Al poco rato, el halfling apoyó la espalda contra la esquina del edificio para observar a los cuatro amigos que salían de la posada.

Para Drizzt y sus compañeros, la noche en Calimport parecía tan poco natural como las imágenes que habían visto durante el día. A diferencia de las ciudades del norte, en las que las actividades nocturnas se realizaban en las numerosas tabernas, el bullicio de las calles de Calimport no hacía más que aumentar tras la puesta de sol; e incluso los paseantes más humildes adoptaban una actitud diferente y se volvían de pronto misteriosos y siniestros.

La única sección de la calle que parecía ajena a aquella confusión era la zona situada frente al edificio sin rótulos del extremo más alejado del círculo: la cofradía. Al igual que durante el día, un par de guardias estaban apostados a ambos lados de la puerta, pero ahora había también dos más en los extremos de la casa.

—Si Regis está en ese lugar, tendremos que encontrar un modo de entrar —comentó Catti-brie.

—No hay duda de que Regis ha de estar ahí —contestó Drizzt—. Pero debemos empezar por dar caza a Entreri.

—Hemos venido a buscar a Regis —le recordó la muchacha, observándolo con aire decepcionado. Pero, para satisfacción suya, Drizzt se apresuró a dar una explicación.

—El camino hacia Regis pasa antes por el asesino —dijo—. Entreri lo ha dispuesto así. Ya oísteis sus palabras en el precipicio del barranco de Garumn. Entreri no nos permitirá llegar a Regis si antes no tratamos con él.

Catti-brie no podía refutar la lógica de las palabras del drow. Cuando el asesino les había arrebatado a Regis en Mithril Hall, se había asegurado al máximo de que Drizzt emprendiera la persecución, como si la captura del halfling fuera tan sólo una parte del juego que llevaba a cabo contra Drizzt.

—¿Por dónde empezamos? —bufó Bruenor en tono impaciente. Había esperado que las calles estuvieran tranquilas, para tener una mejor oportunidad de preparar la tarea que tenían ante ellos. Incluso había llegado a pensar que podían acabar con el asunto aquella misma noche.

—Por donde estamos —contestó Drizzt, lo cual dejó perplejo a Bruenor—. Hemos de conocer el olor de las calles —explicó el drow—. Vigilar los movimientos de su gente y escuchar sus sonidos. Preparar la mente para lo que ha de llegar.

—¡El tiempo, elfo! —gruñó Bruenor—. ¡Me dice el corazón que Panza Redonda tiene una soga al cuello mientras nosotros permanecemos aquí oliendo esta calle nauseabunda!

—No necesitamos buscar a Entreri —intervino Wulfgar, que había comprendido el razonamiento de Drizzt—. El asesino nos encontrará a nosotros.

Casi al unísono, como si la afirmación de Wulfgar les hubiera recordado a todos el peligro que los rodeaba, los cuatro apartaron la vista y observaron el bullicio que los rodeaba. Ojos oscuros los vigilaban en cada esquina y todas las personas que pasaban junto a ellos se quedaban mirándolos fijamente. Calimport no era una ciudad acostumbrada a los extranjeros —aunque era un puerto comercial—; pero, en cualquier caso, el cuarteto que formaban destacaría en las calles de cualquier ciudad de los Reinos. Al comprender su vulnerabilidad, Drizzt decidió que era mejor echar a andar, y empezó a descender por la Ronda del Tunante, tras hacer un gesto a los demás de que lo siguieran.

Sin embargo, antes de que Wulfgar, que iba el último, diera ni siquiera un paso, una voz infantil lo llamó desde las sombras de la posada.

—¡Eh! —gritó la voz—. ¿Quieres que te dé un puñetazo?

Wulfgar, sin comprender, se acercó un poco más e intentó distinguir algo en la oscuridad. Al instante descubrió a Dondon, que parecía un joven y harapiento muchacho humano.

—¿Qué haces? —preguntó Bruenor, situándose junto a Wulfgar.

El bárbaro señaló hacia la esquina.

—¿Qué demonios haces? —repitió Bruenor, pero ahora dirigiéndose a aquella diminuta figura envuelta en sombras.

—¿Queréis que os dé un puñetazo? —repitió Dondon, saliendo de la oscuridad.

—¡Bah! —replicó Bruenor con un gesto—. Es sólo un muchacho. Vete, pequeño. ¡No tenemos tiempo de jugar! —Agarró a Wulfgar por el brazo y se volvió para alejarse.

—Puedo ayudaros —dijo Dondon a sus espaldas.

Bruenor siguió caminando, con Wulfgar a su lado, pero en aquel momento Drizzt se detuvo al ver que sus compañeros se rezagaban, y pudo oír la última frase del muchacho.

—¡Es sólo un niño! —explicó Bruenor.

—Un niño de la calle —corrigió Drizzt, pasando por detrás de Bruenor y Wulfgar para acercarse al muchacho—, con ojos y oídos que no se pierden detalle. ¿Cómo puedes ayudarnos? —le susurró a Dondon mientras se acercaba a la pared, para apartarse de la vista de la curiosa multitud.

Dondon se encogió de hombros.

—Hay mucho para robar: esta mañana llegó una buena colección de mercancías. ¿Qué andáis buscando?

Bruenor, Wulfgar y Catti-brie se situaron, en actitud defensiva, alrededor de Drizzt y el muchacho, vigilando las calles pero con los oídos atentos a aquella conversación que, de pronto, se había vuelto interesante.

Drizzt se agachó e hizo que la mirada de Dondon siguiera la suya en dirección al edificio situado al final del círculo.

—La casa de Pook —dijo Dondon de inmediato—. La casa mejor guardada de todo Calimport.

—Pero tiene un punto débil —respondió Drizzt.

—Todas lo tienen —replicó Dondon con voz pausada, desempeñando a la perfección el papel de avispado superviviente de las calles.

—¿Has estado alguna vez allí?

—Tal vez.

—¿Has visto alguna vez cien monedas de oro?

Dondon dejó que sus ojos centellearan y cambió a propósito el peso de su cuerpo de un pie a otro.

—Llevémoslo a las habitaciones —intervino Catti-brie—. Aquí estamos atrayendo demasiadas miradas.

Dondon aceptó de inmediato, pero antes lanzó una advertencia a Drizzt. Dirigiéndole una mirada glacial, proclamó:

—¡Sé contar hasta cien!

Cuando estuvieron de nuevo en su habitación, Drizzt y Bruenor fueron dando monedas de oro a Dondon mientras el halfling les contaba la existencia de una entrada secreta en la parte trasera de la cofradía.

—¡Ni siquiera los ladrones saben que existe! —concluyó Dondon.

Los amigos se apiñaron a su alrededor, ansiosos por conocer más detalles.

Y Dondon se esforzó porque toda la operación pareciera fácil.

Demasiado fácil.

Drizzt se incorporó y dio media vuelta para que el confidente no viera su sonrisa. ¿No habían estado hablando, hacía poco rato, de que Entreri se pondría en contacto con ellos? Y apenas unos minutos después, ese espabilado muchacho se acercaba convenientemente a ellos para guiarlos.

—Wulfgar, quítale los zapatos —dijo Drizzt.

Los tres amigos se volvieron hacia él con curiosidad. Dondon se agitó en su silla.

—Los zapatos —repitió Drizzt. Dio media vuelta y señaló los pies de Dondon. Bruenor, que había sido amigo de un halfling durante tanto tiempo, captó de inmediato la intención del drow y no esperó a que el bárbaro respondiera. El enano agarró la bota izquierda de Dondon y tiró de ella. Debajo de la bota apareció un pie cubierto por una espesa mata de pelo…, el pie de un halfling.

Dondon se encogió de hombros sin saber qué hacer y se echó hacia atrás en la silla. El encuentro se desarrollaba tal como Entreri había previsto.

—Dijo que podría ayudarnos —comentó Catti-brie en tono sarcástico, dando a las palabras de Dondon un aire más siniestro.

—¿Quién te envía? —gruñó Bruenor.

—Entreri —respondió Wulfgar en lugar de Dondon—. Trabaja para Entreri. Lo ha enviado aquí para que nos conduzca a su trampa. —Wulfgar se inclinó sobre Dondon, y su enorme cuerpo eclipsó la luz de la vela.

Bruenor apartó al bárbaro y se colocó en su lugar. Con su aspecto juvenil, Wulfgar no podía imponerse tanto como el narigudo y barbudo luchador enano, de ojos encendidos y con el casco abollado.

—Vamos a ver, pequeño traidor —gruñó Bruenor a un palmo del rostro de Dondon—. ¡Ya puedes empezar a hablar con tu lengua pestilente! ¡Si nos conduces por el camino erróneo, te la cortaré de cuajo!

Dondon palideció —como había ensayado previamente—, y empezó a temblar visiblemente.

—Cálmate —dijo Catti-brie a Bruenor, adoptando ahora un papel de mediadora—. Estoy segura de que ya has asustado bastante al halfling.

Bruenor le dio un empujón y la muchacha se volvió lo suficiente para que Dondon no viera cómo le guiñaba un ojo.

—¿Asustarlo? —exclamó el enano mientras se colocaba el hacha en el hombro—. ¡Tengo planeado algo más que asustarlo!

—¿Conoces a Entreri? —preguntó Wulfgar.

—Todo el mundo conoce a Entreri —contestó Dondon—. Y, en Calimport, ¡todo el mundo obedece sus órdenes!

—¡Olvida a Entreri! —gruñó Bruenor a pocos centímetros de su rostro—. Mi hacha impedirá que ese asesino te haga daño.

—¿Crees que puedes matar a Entreri? —preguntó Dondon a su vez, aunque comprendía lo que Bruenor había querido decir.

—Entreri no puede hacer daño a un cadáver —respondió Bruenor en tono severo—. Mi hacha se encargará de convertirte en eso.

—Es a ti a quien busca —dijo Dondon a Drizzt, en un intento de apaciguar la situación.

Drizzt asintió, pero permaneció en silencio. Algo parecía fuera de lugar en aquel encuentro también fuera de lugar.

—Yo no pertenezco a ningún bando —imploró Dondon a Bruenor, al ver que el drow no iba a aliviar su situación—. Sólo hago lo que puedo para sobrevivir.

—Pues para sobrevivir ahora, nos vas a contar el modo de entrar allí —lo amenazó Bruenor—. El modo más seguro.

—El lugar es una fortaleza. —Dondon se encogió de hombros—. No hay una manera segura para entrar.

Bruenor empezó a acercarse todavía más a él, con el entrecejo fruncido.

—Pero si tuviera que intentarlo —balbució el halfling—, lo intentaría a través del alcantarillado.

Bruenor observó a sus amigos.

—Parece acertado —observó Wulfgar.

Drizzt examinó al halfling durante largo rato, buscando alguna pista en los inquietos ojos de Dondon.

—De acuerdo —dijo al fin.

—Así que ha conseguido salvar el cuello —intervino Catti-brie—. Pero ¿qué haremos con él? ¿Lo llevaremos con nosotros?

—¡Ajá! —exclamó el enano, con un guiño malicioso—. ¡Nos hará de guía!

—No —interrumpió Drizzt, sorprendiendo a sus compañeros—. El halfling hizo lo que le ordenamos. Dejadlo marchar.

—¿Para que vaya directamente a Entreri a explicarle lo ocurrido? —preguntó Wulfgar.

—Entreri no lo comprendería —contestó Drizzt. Observó a Dondon fijamente en los ojos, pero sin dejar entrever al halfling que había adivinado su pequeño doble juego—. Ni lo olvidaría tampoco.

—Mi corazón me dice que deberíamos llevárnoslo —señaló Bruenor.

—Dejadlo marchar —insistió Drizzt con calma—. Confiad en mí.

Bruenor soltó un bufido y dejó caer el hacha a un costado, antes de dirigirse a la puerta, murmurando por lo bajo. Wulfgar y Catti-brie intercambiaron más miradas de inquietud, pero dejaron libre el paso.

Dondon no vaciló, aunque Bruenor se situó frente a él al alcanzar la puerta.

—Si vuelvo a ver tu cara —lo amenazó el enano—, sea cual sea la máscara que lleves, ¡te cortaré en dos!

Dondon se hizo a un lado y empezó a retroceder hacia el corredor, sin apartar la vista del peligroso Bruenor. Luego, descendió hasta el vestíbulo, sacudiendo la cabeza incrédulo al ver con qué perfección había descrito Entreri el encuentro, y lo bien que conocía el asesino a aquellos cuatro individuos. En especial al drow.

Por su parte Drizzt, que sospechaba la verdad de aquel encuentro, comprendió que la amenaza final de Bruenor no tenía importancia alguna para el halfling. Dondon se había enfrentado a ellos con dos mentiras, sin ni siquiera parpadear.

Pero Drizzt hizo un gesto de aprobación cuando Bruenor regresó a la habitación, gruñendo todavía por lo bajo, pues el drow era consciente de que, por lo menos, la amenaza había dado seguridad al enano.

A sugerencia de Drizzt, se tumbaron a descansar durante un rato. Con el bullicio que había en las calles, nunca iban a poder deslizarse por una de las rejas del alcantarillado sin ser vistos. Sin embargo, la multitud se dispersaría al desvanecerse la noche, y los paseantes pasarían de ser unos peligrosos delincuentes para convertirse en unos campesinos bajo el sol.

Drizzt fue el único que no consiguió dormir. Se sentó apoyado en la puerta de la habitación, escuchando los sonidos que procedían del pasillo, y se sumió en sus pensamientos mecido por la respiración regular de sus amigos. Bajó la vista y observó la máscara que pendía de su cuello. Una mentira tan simple le permitía caminar libremente por todo el mundo.

Pero ¿se vería entonces atrapado en las redes de su propio engaño? ¿Qué libertad podía hallar si refutaba la verdad sobre sí mismo?

Drizzt desvió la vista hacia Catti-brie, que dormía plácidamente en la única cama de la habitación, y sonrió. En la inocencia existía una gran sabiduría, una vena de verdad en el idealismo de la percepción no corrompida.

No podía defraudarla.

Drizzt percibió que la oscuridad del exterior se hacía más intensa. La luna había desaparecido. Se acercó a la ventana de la habitación y echó un vistazo a la calle. Los noctámbulos vagabundeaban todavía de un lado a otro, pero ahora había pocos y la noche estaba a punto de acabar. Despertó a sus compañeros; no podían permitirse el lujo de retrasarse más. Se desperezaron para despejarse y, tras recoger sus cosas, regresaron a la calle.

Había varias rejas de alcantarillado puestas en fila en la Ronda del Tunante, pero parecía que habían estado diseñadas para mantener bajo tierra la pestilencia de las cloacas y no para frenar el agua de las poco habituales pero intensas tormentas que arrasaban la ciudad. Los cuatro amigos escogieron una situada en una callejuela junto a la posada, lejos de la calle principal pero lo suficientemente cerca de la cofradía como para poder encontrar el camino bajo tierra sin demasiadas dificultades.

—El muchacho podrá levantarla —dijo Bruenor, haciendo un gesto a Wulfgar para que se acercara. El bárbaro se puso en cuclillas y agarró los barrotes de hierro.

—Todavía no —susurró Drizzt, echando una ojeada a su alrededor por si había ojos curiosos. Envió a Catti-brie a observar el extremo de la callejuela, junto a la Ronda del Tunante, y él mismo se encargó de echar un vistazo por la parte más oscura. Cuando comprobó que todo estaba despejado, regresó junto a Bruenor. El enano desvió la vista hacia Catti-brie y la muchacha hizo un gesto de asentimiento.

—Levántala, muchacho —dijo Bruenor—. ¡Pero en silencio!

Wulfgar agarró con fuerza los barrotes y tomó una profunda bocanada de aire. Los enormes brazos se endurecieron mientras estiraba, y un gruñido se escapó de sus labios. Pero, aun así, la reja resistió.

Wulfgar observó incrédulo a Bruenor y lo volvió a intentar, redoblando el esfuerzo. El rostro se le tiñó de rojo y la reja crujió en señal de protesta, pero sólo se separó unos centímetros del suelo.

—Seguro que hay algo que la mantiene sujeta por debajo —dijo Bruenor, inclinándose sobre los barrotes para inspeccionar.

El tintineo de una cadena al romperse fue la única señal de aviso para el enano, momentos antes de que la reja se soltara. Wulfgar cayó rodando hacia atrás. La parrilla de hierro golpeó a Bruenor en la cabeza, abollándole el casco y haciéndolo caer de espaldas. El bárbaro, con la reja todavía en las manos, fue a estrellarse estrepitosamente contra la pared de la posada.

—¡Maldito seas, chiflado de…! —empezó a renegar Bruenor, pero Drizzt y Cattibrie, que habían acudido en su ayuda, le recordaron que la misión debía ser secreta.

—¿Por qué iba a estar con cadenas una reja de alcantarillado? —preguntó Catti-brie.

Wulfgar se sacudió el polvo de la ropa.

—Y desde el interior —añadió—. Parece que hay algo ahí abajo que quiere mantenerse apartado de la ciudad.

—Pronto lo sabremos —respondió Drizzt, mientras se sentaba junto al agujero que había quedado despejado e introducía las piernas—. Preparad una antorcha. Os llamaré si el camino está libre.

Catti-brie percibió el brillo impaciente de los ojos del drow y le dirigió una mirada de inquietud.

—Por Regis —le aseguró Drizzt—, y sólo por Regis.

Acto seguido, desapareció en la oscuridad, una oscuridad tan negra como los túneles sin luz de su tierra natal.

Los otros tres oyeron un ruido sordo cuando llegó al suelo, y luego todo quedó en silencio.

Trascurrieron varios minutos de gran ansiedad.

—Enciende la antorcha —susurró Bruenor a Wulfgar.

Catti-brie agarró el brazo del bárbaro para detenerlo.

—Ten un poco de confianza —le dijo a Bruenor.

—Demasiado rato —musitó el enano—. Demasiado tranquilo.

Catti-brie continuó con la mano apoyada en el brazo de Wulfgar hasta que la suave voz de Drizzt llegó hasta ellos.

—Despejado —dijo el drow—. Bajad deprisa.

Bruenor cogió la antorcha de las manos del bárbaro.

—Baja el último —le ordenó—. Y coloca la reja en cuanto hayas entrado. ¡No hay necesidad de que todo el mundo sepa adónde vamos!

La primera cosa que vieron cuando la luz de la antorcha iluminó la alcantarilla, fue la cadena que sujetaba la reja. Era prácticamente nueva y estaba atada a una caja cerrada con llave excavada en la pared de la cloaca.

—Creo que no estamos solos —susurró Bruenor.

Drizzt observó a su alrededor, pues sentía la misma inquietud que el enano. Entonces se sacó la máscara y volvió a ser un elfo drow en su ambiente.

—Yo iré en la cabeza, fuera del alcance de la luz. Estad preparados.

Echó a andar con pasos silenciosos por la orilla de la oscura corriente de agua que se deslizaba con lentitud por el centro del túnel.

Bruenor lo seguía con la antorcha, y detrás de él iban Catti-brie y Wulfgar. El bárbaro tenía que agachar la cabeza para no golpearse con el mohoso techo. Las ratas chillaban y se escabullían de la extraña luz, y cosas más oscuras se refugiaban en silencio bajo la protección del agua. El túnel serpenteaba a un lado y a otro, y cada pocos pasos pasaban por delante de unas aberturas que conducían a un laberinto de corredores laterales. El sonido del agua goteando no hacía más que aumentar la confusión de los cuatro amigos, y tanto la oían delante como, al cabo de un momento, a la izquierda y, acto seguido, a la derecha.

Bruenor intentaba mantener la mente despierta, sin hacer caso del moho y del fétido hedor, y se concentraba en seguir los pasos de aquella sombra oscura que abría la marcha fuera del alcance de la luz de la antorcha. De pronto, llegaron a una caótica encrucijada llena de esquinas, y vio que Drizzt ya no estaba frente a él sino a un lado.

Pero, cuando se disponía a seguirlo, se dio cuenta de que el drow todavía debía de estar delante.

—¡Preparados! —gritó Bruenor, al tiempo que lanzaba la antorcha a una zona seca junto a él y agarraba su hacha y su escudo. Su rapidez los salvó a todos, pues un instante después, emergieron de un túnel lateral no una sino dos figuras encapuchadas, con las espadas en alto y una afilada dentadura que brillaba bajo unos retorcidos bigotes.

Tenían el tamaño de un hombre, llevaban ropas de hombre y sostenían espadas en las manos. En su otra forma, eran en realidad humanos y no siempre malvados, pero en las noches de luna llena se transformaban en licántropos y de este modo aparecía el lado oscuro de su ser. Se movían como humanos pero poseían las características de las ratas de alcantarilla: un hocico afilado, un pelaje corto y marronáceo, y una repugnante cola.

Catti-brie apuntó hacia ellos por encima del casco de Bruenor, y lanzó el primer golpe. El estallido de plata de su mortífera flecha iluminó el túnel lateral como si se tratara de un relámpago, y dejó a la vista muchas más figuras siniestras que se dirigían hacia la encrucijada.

Wulfgar oyó un chapoteo por detrás y, al volverse, vislumbró una manada de hombres rata que se acercaba corriendo. Afianzó los pies en el barro lo mejor que pudo y preparó a Aegis-fang para la lucha.

—¡Nos estaban esperando, elfo! —gritó Bruenor.

Drizzt había llegado ya a la misma conclusión. Al oír el primer grito del enano, se separó todavía más de la antorcha para utilizar la ventaja que le otorgaba la oscuridad. Al dar la vuelta a un recodo, se topó frente a frente con dos figuras y, antes siquiera de que el brillo de Centella le permitiera ver sus oscuros pelajes, adivinó cuál era su siniestra naturaleza.

En cambio, los hombres rata no esperaban encontrarse con lo que tenían delante. Ya fuera porque pensaban que sus enemigos estaban aislados en la zona iluminada por la antorcha, o más bien al ver la piel oscura del elfo drow, el caso es que dieron un brinco hacia atrás.

Drizzt no perdió la oportunidad y los partió en dos de un solo golpe, antes siquiera de que se hubieran recuperado de la impresión. A continuación, el drow volvió a fundirse en la oscuridad, en busca de algún túnel que pasara por detrás y que le permitiese pillar por sorpresa a los que les habían tendido aquella emboscada.

Wulfgar mantenía a sus atacantes a raya haciendo amplios barridos con Aegis-fang. El martillo derribaba bruscamente a todos aquellos hombres rata que osaban acercarse demasiado y arrancaba pedazos de musgo de las paredes de la cloaca cada vez que terminaba su recorrido. Pero, a medida que los licántropos empezaban a comprender el poder del corpulento bárbaro, se acercaban a él con menos entusiasmo, Wulfgar también comprendió que lo máximo que podía esperar era acabar en un punto muerto…, un empate mortal que duraría tanto como durase la energía de sus poderosos brazos.

Por detrás de Wulfgar, Bruenor y Catti-brie tenían mejor suerte. El arco de Cattibrie no paraba de lanzar flechas por encima del casco del enano; las bajas en las filas de los hombres rata que se acercaban no hacían más que aumentar. Además, los pocos que conseguían llegar hasta Bruenor, tambaleándose e intentando esquivar las flechas mortales de la mujer, resultaban ser una presa fácil para el enano.

Sin embargo, el número de contrincantes era infinitamente superior, y los cuatro amigos sabían que un solo error podía costarles la vida.

Siseando y con la boca llena de espuma, los hombres rata empezaron a apartarse de Wulfgar. El bárbaro se dio cuenta de que iba a empezar una lucha más decisiva y dio un paso hacia adelante.

Los hombres rata rompieron filas de pronto y echaron a correr por el túnel, fuera del alcance de la luz de la antorcha. Wulfgar vio que uno de ellos levantaba un arco y disparaba.

Instintivamente, el corpulento bárbaro se aplastó contra la pared con la suficiente agilidad para esquivar el proyectil, pero Catti-brie, que estaba tras él pero mirando al otro lado, no llegó a ver la flecha.

De pronto, sintió un dolor muy agudo y, al llevarse la mano a la cabeza, sintió la calidez de su sangre en los dedos. Un remolino de oscuridad le nubló la vista y cayó junto a la pared.

Drizzt se deslizaba por los pasadizos, silencioso como la muerte. Mantenía a Centella en su vaina, pues no quería que su resplandor lo descubriera, y continuaba avanzando con la otra cimitarra mágica desenfundada. Se encontraba en un laberinto, pero suponía que podría orientarse con la suficiente seguridad para reunirse con sus amigos. Sin embargo, en cada túnel que escogía, vislumbraba al final la luz de las antorchas de las sucesivas oleadas de hombres rata que se acercaban a la batalla.

La oscuridad era suficiente para que el furtivo drow pudiese ocultarse, pero Drizzt tenía la incómoda sensación de que sus movimientos estaban programados, que alguien los había previsto de antemano. Ante él se abría una infinidad de pasadizos, pero cada vez tenía menos opciones, pues en cada esquina aparecían más hombres rata. A cada paso que daba, se alejaba un poco más de sus amigos, pero Drizzt comprendió enseguida que no le quedaba más alternativa que seguir avanzando, pues los hombres rata habían ocupado el túnel principal a sus espaldas, siguiendo su misma ruta.

Drizzt se detuvo en las sombras de un oscuro rincón y miró a su alrededor intentando calcular mentalmente la distancia que había recorrido. Observó los pasadizos que tenía a sus espaldas y en los que ahora se veía el resplandor de las antorchas.

Aparentemente, no había tantos hombres rata como había supuesto en un principio. Los que aparecían en cada esquina debían de ser los mismos que había visto en los túneles anteriores, que seguían un rumbo paralelo al de Drizzt y llegaban a los pasadizos al mismo tiempo que el drow aparecía por el otro extremo.

Pero el hecho de comprender que no había tantos hombres rata como había imaginado no sirvió de consuelo a Drizzt. Sus sospechas se veían ahora confirmadas. Lo estaban acorralando.

Wulfgar se volvió e intentó acercarse a su amada Catti-brie, pero los hombres rata avanzaron con rapidez hacia él.

La rabia guiaba ahora los movimientos del poderoso bárbaro. Embistió contra sus atacantes, aplastándolos y barriéndolos con los devastadores golpes de su martillo de guerra, mientras con la mano libre retorcía el cuello a todos aquellos que se colocaban a su lado. Los hombres rata alcanzaban de vez en cuando al bárbaro, pero los cortes y las pequeñas heridas no iban a detener al encolerizado Wulfgar.

Mientras avanzaba, iba tropezando con los que habían caído y se apresuraba a hundir sus pesadas botas en sus cuerpos moribundos. Al verlo, otros hombres rata se apartaron, horrorizados, de su camino.

En la retaguardia, el arquero luchaba por cargar de nuevo su arco, una tarea que se hacía más y más difícil porque era incapaz de apartar la vista del espectáculo que ofrecía el bárbaro y porque, de pronto, había comprendido que él era el blanco de la cólera de Wulfgar.

Bruenor, con las filas de hombres rata diezmadas frente a él, pudo atender a Cattibrie. Con el semblante sombrío se inclinó sobre la muchacha y apartó de su hermoso rostro la espesa cabellera de rizos rojizos, más pesada ahora debido a la sangre.

Catti-brie lo observó con ojos aturdidos.

—Un centímetro más y mi vida hubiera acabado —dijo, mientras le guiñaba un ojo y esbozaba una sonrisa.

Bruenor examinó la herida y vio, con alivio, que tenía razón. La flecha le había hecho una fea herida en la cabeza, pero era superficial.

—Estoy bien —insistió Catti-brie, e intentó ponerse en pie.

Bruenor no se lo permitió.

—Todavía no —susurró.

—La batalla no ha terminado aún —contestó Catti-brie, insistiendo en incorporarse. Pero Bruenor le señaló el final del túnel, donde estaba Wulfgar con un montón de cuerpos a su alrededor.

—Ahí está nuestra única oportunidad. —El enano se rio entre dientes—. Deja que el muchacho piense que te han matado.

Catti-brie se mordió el labio asombrada ante la escena. Había una docena de hombres rata por el suelo y Wulfgar continuaba avanzando, aplastando con su martillo a todos aquellos que no se apartaban a tiempo de su camino.

De pronto, un ruido en la otra dirección hizo que Catti-brie volviera la vista hacia allí. Tras ser derribada, los hombres ratas de su frente habían regresado.

—Son míos —le dijo Bruenor—. ¡No te muevas!

—Si te ves en un apuro…

—Si te necesito, ven a ayudarme —aceptó Bruenor—, pero por ahora quédate acostada. ¡Haz que el muchacho tenga un motivo por el que luchar!

Drizzt intentaba volver hacia atrás a cada nueva encrucijada, pero los hombres rata se apoderaron con rapidez de todos los túneles. Al final, no le quedó otra alternativa que seguir por un ancho y seco pasillo lateral que iba en la dirección contraria a la que él deseaba.

Los hombres rata acortaban distancias con rapidez y en el túnel principal hubiera tenido que luchar con ellos desde muchos frentes diferentes, así que se deslizó por aquel pasadizo y se pegó a la pared.

Dos hombres rata se detuvieron a la entrada del túnel y otearon en la oscuridad, mientras llamaban a un tercero para que se uniera a ellos con una antorcha. Pero la luz que encontraron no fue el resplandor amarillento de una llama, sino el súbito rayo azul de Centella al salir de su vaina. Antes de que pudieran levantar sus armas para defenderse, Drizzt estaba ya sobre ellos, clavando limpiamente una hoja en el pecho de uno de ellos, mientras con la otra sesgaba el cuello del otro.

La luz de la antorcha los envolvió mientras caían, dejando al drow al descubierto, con ambas cimitarras goteando sangre. Los hombres rata más cercanos se estremecieron, y algunos incluso soltaron sus armas y echaron a correr; pero se acercaron más para tapar todas las entradas de los túneles cercanos y, al ver que estaban en ventaja al ser tan numerosos, pronto se sintieron más seguros. Con gran lentitud y observándose unos a otros en busca de apoyo, empezaron a avanzar paso a paso hacia Drizzt.

El drow pensó en la posibilidad de embestir contra uno de los grupos, con la esperanza de romper sus filas y salir de aquella encerrona, pero había al menos dos filas de hombres rata en cada pasadizo y, en algunos, hasta tres y cuatro. Ni siquiera con su habilidad y su agilidad podría pasar a través de ellos con la suficiente rapidez como para evitar que lo atacaran por la espalda.

Al final, se echó hacia atrás en el pasadizo donde se encontraba e invocó una nube de oscuridad en la entrada. Luego, echó a correr a través de la nube hasta detenerse justo al otro lado.

Los hombres rata aceleraron el paso al ver que Drizzt desaparecía en el túnel, pero se detuvieron de repente al entrar en una zona donde la oscuridad era impenetrable. En un principio, pensaron que se les habían apagado las antorchas, pero las tinieblas eran tan profundas que pronto comprendieron que el elfo oscuro había realizado un hechizo.

Se reagruparon de nuevo en el túnel principal y luego regresaron al túnel con cautela.

Ni siquiera los ojos de Drizzt, acostumbrados a la noche, podían ver a través de la negrura de su hechizo; pero como estaba situado al otro lado de la nube, sí alcanzó a ver la punta de una espada, y luego, una segunda, mientras los dos hombres rata atravesaban la zona. Cuando apenas habían tenido tiempo de salir de la nube el drow atacó. De un golpe, hizo rodar las dos espadas por el suelo para que no pudieran herirlo y, luego, hundió sus cimitarras en los cuerpos. Sus gritos de agonía hicieron retroceder a los demás hacia el túnel principal, lo cual daba a Drizzt algo más de tiempo para reflexionar sobre su situación.

El arquero supo que había llegado su hora cuando los dos últimos compañeros que quedaban frente a él pasaron por su lado huyendo del encolerizado gigante. Al final, consiguió colocar la flecha y empezó a tensar el arco.

Pero Wulfgar estaba demasiado cerca. El bárbaro agarró el arco y se lo arrancó de las manos con tanta fuerza que fue a estrellarse contra la pared y se rompió en dos. El hombre rata intentó huir, pero la glacial e intensa mirada que le dirigió el bárbaro lo dejó petrificado. Observó, horrorizado, cómo agarraba a Aegis-fang con ambas manos.

El golpe de Wulfgar fue de una rapidez inconcebible. El hombre rata no llegó a ver siquiera cómo empezaba. Sólo sintió una súbita explosión en la cabeza.

El suelo pareció levantarse para acogerlo, pero estaba ya muerto antes de hundirse en el fango. Wulfgar, con los ojos llenos de lágrimas, continuó aplastando con su martillo a aquella inmunda criatura, hasta que su cuerpo se convirtió en un confuso amasijo de carne.

Salpicado de sangre, barro y agua sucia, el bárbaro se apoyó finalmente contra la pared. Mientras intentaba apaciguar su cólera, oyó el fragor de la batalla que continuaba a sus espaldas y, al volverse, vislumbró a Bruenor luchando contra dos hombres rata, mientras varios cuerpos yacían sin vida a su alrededor.

Y, detrás del enano, vio el cuerpo inmóvil de Catti-brie que yacía junto a la pared. La imagen acrecentó todavía más la furia de Wulfgar.

—¡Tempos! —rugió, invocando a su dios de la batalla, y echó a correr túnel abajo chapoteando en el barro. Los hombres rata que luchaban contra Bruenor tropezaron entre ellos al intentar huir, lo cual dio al enano la oportunidad de tumbar a dos más…, oportunidad que no desperdició. El resto de los hombres rata desaparecieron en el laberinto de túneles.

Wulfgar tenía la intención de perseguirlos, para poder pillarlos y matarlos uno por uno en señal de venganza, pero Catti-brie se puso en pie para detenerlo y, para sobresalto del bárbaro, saltó sobre su pecho. Le rodeó el cuello con los brazos y lo besó con una pasión absolutamente desconocida para Wulfgar.

El bárbaro la sostuvo en sus brazos y la apartó para observarla, mientras de sus labios salía un confuso tartamudeo, hasta que una sonrisa de júbilo se dibujó en su rostro y borró todas las demás emociones. Luego, la atrajo de nuevo hacia él, para recibir otro de aquellos besos.

Bruenor los separó.

—El elfo —les recordó.

Luego, recogió la antorcha, que estaba medio cubierta de barro y ardía con una llama muy débil y echó a andar por el túnel.

No se atrevían a tomar ninguno de los numerosos pasillos laterales que encontraban a su paso, por miedo a perderse. El corredor principal era la ruta más segura, los llevara donde los llevase, y lo único que podían esperar era ver algún resplandor u oír algún sonido que pudiera conducirlos hasta Drizzt.

En vez de eso, encontraron una puerta.

—¿La cofradía? —murmuró Catti-brie.

—¿Qué otra cosa podría ser? —respondió Wulfgar—. Sólo una casa de ladrones tendría una puerta de acceso al alcantarillado.

Por encima de la puerta, en un pequeño escondite secreto, Artemis Entreri observaba con curiosidad a los tres amigos. Había comprendido que algo iba mal aquella noche cuando los hombres rata habían empezado a reunirse en las cloacas antes que de costumbre. Entreri esperaba que salieran a la ciudad, pero pronto comprendió que pensaban quedarse allí.

Y ahora, estos tres llegaban a la puerta sin el drow.

Entreri apoyó la barbilla en la palma de la mano y meditó sobre cuál iba a ser su próximo paso.

Mientras tanto, Bruenor examinaba la puerta con curiosidad. Sobre ella, más o menos a la altura de los ojos de un humano, estaba clavada una pequeña caja de madera. Como no tenía tiempo de jugar con adivinanzas, el enano alargó el brazo para arrancar la caja, y observó su contenido.

Su rostro se contrajo, lleno de confusión, al ver lo que había en el interior. Se encogió de hombros y pasó la caja a Wulfgar y Catti-brie.

Pero el bárbaro no se quedó confuso. Había visto algo similar con anterioridad, en los muelles de Puerta de Baldur. Otro regalo de Artemis Entreri…, otro dedo de halfling.

—¡Asesino! —gritó y, tras tomar impulso, empujó la puerta con el hombro. La puerta se soltó de los goznes y Wulfgar, tambaleándose, fue a parar a la otra habitación, con la puerta en las manos. Antes de que pudiera deshacerse de ella, oyó un crujido a sus espaldas y comprendió lo alocado que había sido su impulso. Había caído como un idiota en la trampa de Entreri.

Un rastrillo había descendido donde antes estaba la puerta, separándolo de Bruenor y Catti-brie.

Los extremos de unas largas espadas asomaron a través del globo de oscuridad de Drizzt. El drow se las arregló todavía para tumbar a uno de los hombres rata que iba en cabeza, pero tuvo que retroceder, ante el acoso del grupo que lo seguía. Se situó un poco más atrás y empezó a repeler sus ataques con el baile de sus armas. Cada vez que veía un hueco, hundía con rapidez una cimitarra.

De pronto, un olor muy especial se impuso incluso al hedor de las cloacas. Un olor de jarabe dulzón que evocaba lejanos recuerdos en el drow. Los hombres rata aumentaron su acoso como si aquel aroma hubiera renovado sus ansias de lucha.

Drizzt recordó de pronto. En Menzoberranzan, su ciudad natal, algunos elfos drow habían conservado como mascotas a un tipo de criaturas que exhalaban ese tipo de olor. Esos monstruos recibían el nombre de sundews. Eran unas masas andrajosas, recubiertas de protuberancias, con unos zarcillos pegajosos, que engullían y disolvían todo lo que se les acercaba demasiado.

Ahora Drizzt tenía que luchar para avanzar cada paso. Ya lo habían acorralado y se disponía a enfrentarse a una muerte horrible o a la posibilidad de caer preso, pues los sundews devoraban a sus víctimas con gran lentitud, y tenían ciertos líquidos que podían destrozarlas.

Drizzt sintió que el aire se movía y observó por encima de su hombro. El sundew estaba apenas a tres metros de distancia, palpando el aire con su centenar de viscosos dedos.

Las cimitarras del drow esquivaban y se hundían, giraban y cortaban, en la danza más espléndida que jamás había realizado. Uno de los licántropos recibió quince golpes antes de que se diera cuenta de que le habían asestado el primero.

Sin embargo, había demasiados hombres rata para que Drizzt pudiese mantener su posición, y la visión del sundew los animaba a seguir luchando con renovado valor.

A pocos centímetros de su espalda, Drizzt sintió los zarcillos, que tanteaban en busca de su presa. Ahora apenas tenía sitio para moverse; no cabía duda de que las lanzas lo empujarían contra el monstruo.

El drow sonrió, y en sus ojos resplandeció una llamarada.

—¿Es así como termina? —susurró en voz alta. De pronto, estalló una carcajada que sobresaltó a los hombres rata.

Abriéndose camino con Centella, Drizzt dio media vuelta y se sumergió en el corazón del sundew.