El lugar más horrible que se pueda imaginar
Entreri se deslizó por las sombras de las entrañas de Calimport, tan silencioso como una lechuza planeando sobre un bosque al anochecer. Aquél era su hogar, el lugar que mejor conocía, y toda la gente que pululaba por las calles de la ciudad recordaría el día en que Artemis Entreri había vuelto a caminar junto a ellos…, o tras ellos.
Por eso, Entreri no podía dejar de esbozar una ligera sonrisa cuando se levantaban rumores a su paso, y los delincuentes de más experiencia contaban a los recién llegados que el rey había regresado. Entreri no dejaba nunca que la leyenda de su reputación —fuera como fuese que se la había ganado— interfiriera en el modo de andar siempre alerta que lo había mantenido con vida durante todos estos años. En las calles, la fama de poder sólo señalaba a un hombre como un blanco posible para aquellos ambiciosos de segunda fila que querían ganarse su propia reputación.
De este modo, la primera tarea de Entreri en la ciudad, después de cumplir con sus responsabilidades ante el bajá Pook, fue la de restablecer la red de informadores y asociados que lo ayudaban a mantener su rango. De hecho, tenía ya una misión importante para encomendar a uno de ellos, debido a la inminente llegada de Drizzt y sus compañeros, y sabía a quién acudir.
—Oí decir que habías vuelto —murmuró un tipo diminuto de aspecto infantil cuando Entreri se agachó y entró en su casa—. Supongo que todo el mundo lo sabe.
Entreri aceptó el cumplido con un gesto.
—¿Qué ha cambiado, mi amigo halfling?
—Poco —repuso Dondon—, y mucho. —Se acercó a una mesa situada en el rincón más oscuro de sus aposentos, una habitación de una posada barata, que daba al callejón, conocida por el nombre de La Serpiente Enroscada—. Las reglas de la calle no cambian, pero sí los personajes.
Dondon apartó los ojos de un farol apagado que había sobre la mesa para encontrarse con la mirada de Entreri.
—Después de todo, Artemis Entreri se había ido —explicó el halfling, que quería asegurarse de que Entreri había comprendido bien sus palabras—. La suite real tenía una vacante.
Entreri hizo un gesto de asentimiento y el halfling se relajó, soltando un sonoro suspiro.
—El bajá aún controla a los mercaderes y los muelles —dijo Entreri—. ¿Quién es el dueño de las calles?
—Pook, todavía —contestó Dondon—, al menos de nombre. Encontró a otro agente en tu lugar. Una horda entera de agentes. —Dondon se interrumpió un instante para reflexionar, pues de nuevo tenía que ser cauteloso y sopesar sus palabras—. Tal vez sería más preciso decir que el bajá Pook ya no controla las calles, pero que aún las tiene controladas.
Entreri sabía, incluso antes de preguntar, adónde quería ir a parar el pequeño halfling.
—Rassiter —dijo en tono serio.
—Hay mucho que decir sobre ese tipo y los suyos. —Dondon soltó una risita y se concentró en encender el farol.
—Ya veo; Pook maneja a los hombres rata con las riendas sueltas, y los delincuentes de la calle procuran mantenerse alejados del camino de la cofradía —razonó Entreri.
—Rassiter y los suyos juegan muy duro.
—Más dura será la caída.
La frialdad que traducía el tono de voz de Entreri hizo que Dondon apartara los ojos del farol y, por primera vez, el halfling reconoció de verdad al antiguo Artemis Entreri, el luchador de las calles que se había creado un imperio de sombras paso a paso. Involuntariamente, sintió que un escalofrío le recorría la espalda y movió incómodo los pies.
Entreri se dio cuenta de su desazón y se apresuró a cambiar de tema.
—Ya basta de todo esto —dijo—. No tiene nada que ver contigo. Tengo un trabajo para ti que está más de acuerdo con tu talento.
Dondon consiguió encender la mecha del farol y, a continuación, acercó una silla a Entreri, ansioso por complacer a su antiguo jefe.
Conversaron durante más de una hora, hasta que el farol se convirtió en un bastión solitario frente a la insistente negrura de la noche. Luego, Entreri se levantó, salió por la ventana y desapareció callejón abajo. No creía que Rassiter fuera tan alocado como para atacar antes de haber terminado de medir al asesino, antes de haber empezado siquiera a comprender la magnitud de su enemigo.
Aun así, Entreri tampoco creía que el nivel de inteligencia de Rassiter fuera muy elevado.
Sin embargo, quizá fuera el propio Entreri quien no acabara de comprender a su enemigo; no entendía quizá cómo Rassiter y sus inmundos secuaces habían llegado a dominar las calles durante aquellos últimos tres años. Menos de cinco minutos después de que Entreri se hubiera marchado, la puerta de Dondon se abrió de nuevo.
Y Rassiter atravesó el umbral.
—¿Qué quería? —preguntó el altivo hombre rata mientras se dejaba caer en una silla junto a la mesa.
Dondon se apartó, incómodo, y vio que había dos secuaces de Rassiter apostados junto a la entrada. Aunque lo conocía desde hacía más de un año, el halfling todavía sentía desasosiego cuando se encontraba cerca de Rassiter.
—Va, ven aquí —lo acució el hombre rata, antes de repetir la pregunta en un tono de voz más severo—. ¿Qué quería?
Lo último que deseaba Dondon era verse metido en medio de un fuego cruzado entre los hombres rata y el asesino, pero no le quedaba otra alternativa que responder a Rassiter. Sabía que si Entreri llegaba a enterarse algún día de ese doble juego, sus días habrían llegado a su fin.
Pero si engañaba a Rassiter, su perdición sería también segura y el método utilizado mucho menos rápido.
Suspiró al pensar que no tenía otra opción y empezó a contar la historia a Rassiter con todo detalle.
El hombre rata no revocó las instrucciones de Entreri. Dejaría que Dondon preparara la escena tal como Entreri lo había previsto pues, aparentemente, Rassiter creía que aquello podía reportarle beneficios. Permaneció sentado durante largo rato, rascándose su barbilla lampiña y saboreando de antemano su fácil victoria, mientras sus dientes rotos parecían todavía más amarillos a la luz del farol.
—¿Vendrás con nosotros esta noche? —preguntó al halfling, satisfecho de haber acabado con el asunto del asesino—. Hoy la luna brillará con fuerza. —Pellizcó una de las sonrosadas mejillas de Dondon—. La caza será buena esta vez.
Dondon se apartó de aquellos dedos que le repugnaban.
—Esta noche no —respondió, en un tono de voz excesivamente cortante.
Rassiter levantó la cabeza y estudió con curiosidad a Dondon. Siempre había sospechado que el halfling no se sentía cómodo en su nueva posición. ¿Sería posible que aquel tono desafiante tuviera relación con el retorno de su antiguo jefe?
—Búrlate de él y morirás —afirmó Dondon, observando con ojos más inquisitivos aún al hombre rata—. No has empezado a comprender siquiera al hombre con quien te enfrentas —prosiguió, impasible—. Con Artemis Entreri no se puede jugar… No, si eres inteligente. Se entera de todo. Si se descubre a un halfling rata corriendo con la manada, estaré acabado y tus planes terminarán ahí. —Se incorporó y, a pesar del asco que le producía aquel hombre, colocó su rostro a pocos centímetros de la nariz de Rassiter—. Acabado —repitió—, como mínimo.
Rassiter saltó de la silla y ésta cayó estrepitosamente hacia atrás. Ya había oído hablar demasiado de Artemis Entreri en un solo día. Mirara a donde mirase, por todos lados encontraba unos labios temblorosos que susurraban el nombre del asesino.
«¿No lo saben? —pensó de nuevo mientras, malhumorado, se dirigía hacia la puerta—. ¡Es a Rassiter a quien deben temer!»
Sintió la reveladora picazón en la barbilla y, al instante, aquel abrasador hormigueo tan familiar empezó a recorrer el cuerpo. Dondon dio un paso atrás y apartó la vista, pues siempre se sentía incómodo ante aquel espectáculo.
Rassiter se quitó las botas y se aflojó la camisa y los pantalones. El pelo era ahora visible, y emergía de su piel por zonas. Se recostó contra la pared mientras la fiebre se apoderaba de él. La piel le bullía y se le hinchaba, en especial alrededor del rostro. Sofocó un grito mientas el hocico se le alargaba. Aquel instante de agonía no era menos intenso que la primera vez que había sufrido su primera transformación, hacía ya mucho tiempo.
Acto seguido, se colocó frente a Dondon, apoyado sobre dos patas, como un hombre, pero con el cuerpo cubierto de pelo y una larga cola que asomaba por detrás de sus pantalones, como un roedor.
—¿Vienes conmigo? —preguntó al halfling.
Disimulando la repugnancia que sentía, Dondon se apresuró a declinar la invitación. Al observar a aquel hombre rata, el halfling se preguntó una vez más cómo había sido capaz de permitir que Rassiter lo mordiera y lo infectara para siempre con aquella transformación de pesadilla.
«¡Te proporcionará poder!», le había prometido Rassiter.
Pero, ¿a qué precio?, no dejaba de preguntarse Dondon. ¿Tener el aspecto y el olor de una rata? Aquello no era una bendición, sino una penalidad.
Rassiter percibió la repulsión del halfling. Echó su hocico de rata hacia atrás y, tras soltar un siseo amenazador, se volvió hacia la puerta.
Sin embargo, antes de salir de la habitación, se giró de nuevo hacia Dondon.
—¡Mantente alejado de esto! —le advirtió—. ¡Haz lo que te he ordenado y escóndete!
—Sin duda, así lo haré —susurró Dondon mientras la puerta se cerraba de golpe.
El ambiente que para los calishitas distinguía a Calimport como su hogar por encima de cualquier ciudad pareció una maldición a los extranjeros del norte. De hecho, cuando Drizzt, Wulfgar, Bruenor y Catti-brie, cansados como estaban tras el trayecto de cinco días a través del desierto, observaron en la lejanía la ciudad de Calimport, sintieron deseos de dar media vuelta y adentrarse de nuevo en las tórridas arenas.
La ciudad tenía un aspecto miserable como Memnon, pero a mayor escala. Las divisiones de riqueza eran tan evidentes, que Calimport les pareció, definitivamente, el lugar más pervertido que jamás habían visto. Mansiones recargadas y monumentos dedicados al exceso y a la ostentación de una riqueza que iba más allá de toda imaginación, destacaban en el paisaje de la ciudad. Sin embargo, junto a esos palacios se aglomeraban calles y calles de chabolas de barro o escombros, que se caían a trozos. Los cuatro amigos no podían ni imaginarse cuánta gente se apiñaba en aquel lugar, aunque sin duda vivía allí una aglomeración mucho mayor que la de Aguas Profundas y Memnon juntas.
Sali Dalib desmontó, pidió a los demás que lo imitaran, y los guió por la última colina en dirección a la ciudad, que carecía de murallas. Los cuatro amigos pronto descubrieron que la imagen de Calimport no mejoraba de cerca. Chiquillos desnudos y con el vientre hinchado corrían de un lado a otro y eran apartados con violencia o incluso acababan bajo las ruedas de los suntuosos carruajes tirados por esclavos. Peor aún eran los costados de esas calles, pues en la mayoría de ellas habían cavado zanjas que servían de cloacas de las zonas más pobres de la ciudad. Allí se amontonaban los cuerpos de los más pobres, quienes acababan sus miserables días de esta triste manera.
—Estoy seguro de que Panza Redonda nunca nos habló de espectáculos como éste cuando nos contaba cosas de su hogar —murmuró Bruenor, mientras se cubría el rostro con la capucha para protegerse del pestilente hedor—. ¡Lo que no acabo de comprender es cómo podía añorar un sitio como éste!
—¡Es la mayor ciudad ded mundo! —exclamó Sali Dalib, alzando las manos para dar mayor énfasis a sus palabras.
Wulfgar, Bruenor y Catti-brie le dirigieron sendas miradas de incredulidad. Hordas de gente hambrienta que suplicaban una limosna no era precisamente su idea de la grandeza. Sin embargo, Drizzt no prestaba atención a las palabras del mercader, pues estaba concentrado en hacer la inevitable comparación entre Calimport y otra ciudad que había conocido: Menzoberranzan. De hecho, existían ciertas similitudes, y la muerte no era menos frecuente en su antiguo hogar que allí; pero, en cierta forma, Calimport parecía mucho peor aún que la ciudad del drow. Incluso el más débil de los elfos drow tenía medios para protegerse, pues poseía unos lazos de familia muy fuertes y unas mortíferas habilidades innatas. Por contra, los desgraciados habitantes de Calimport, y más aún sus hijos, parecían sumamente desvalidos y desesperanzados.
En Menzoberranzan, aquellos que pertenecían a los sectores más pobres de la ciudad podían luchar por conseguir mejorar su modo de vida. Pero para la mayoría de la población de Calimport, su único horizonte era la pobreza, una escuálida existencia sin futuro hasta que acababan siendo arrojados a los montones de cuerpos de las cloacas, para ser pasto de los buitres.
—Llévanos a la cofradía del bajá Pook —ordenó Drizzt, que deseaba acabar con aquel asunto y salir cuanto antes de Calimport—. Luego, podrás irte.
Sali Dalib palideció ante aquella orden.
—Ed bajá Poop —balbució—. ¿Quién es?
—¡Bah! —le espetó Bruenor, acercándose peligrosamente a él—. Lo conoce de sobra.
—Seguro que sí —intervino Catti-brie—. Y lo teme.
—Sadi Dadib no… —empezó el mercader.
Centella salió de su vaina y fue a parar bajo la barbilla del mercader, silenciando de inmediato al hombre. Drizzt se descolocó un poco la máscara, para recordar al hombre su verdadera naturaleza. Una vez más, su severa expresión turbó a sus propios amigos.
—Pienso en mi amigo —dijo Drizzt en un tono de voz bajo, observando la ciudad con ojos abstraídos—, al que pueden estar torturando mientras nosotros nos retrasamos.
Desvió la vista hacia Sali Dalib.
—¡Mientras tú te retrasas! Nos llevarás ahora mismo a la cofradía del bajá Pook —repitió con más insistencia—, y luego quedarás en libertad.
—¿Pook? ¡Ah, sí, Pook! —respondió el mercader—. Sadi Dadib conoce a ese hombre, sí, sí. Todo ed mundo conoce a Pook. Sí, sí, os llevaré allí y duego me iré.
Drizzt volvió a ajustarse la máscara pero mantuvo la expresión severa.
—Si tú o tu pequeño compañero intentáis huir —afirmó con tanta calma que ni el mercader ni su ayudante dudaron un momento de sus palabras—, os perseguiré y os mataré.
Los tres amigos del drow se encogieron de hombros, confusos, e intercambiaron unas miradas de preocupación. Estaban convencidos de conocer a Drizzt hasta la médula, pero su tono de voz era tan severo que incluso ellos se preguntaron hasta qué punto su promesa era una amenaza vacía.
Para desesperación de los cuatro amigos, que sólo deseaban salir de aquellas calles y alejarse de aquella fétida ciudad, les costó más de una hora de dar vueltas y más vueltas por el laberinto que era Calimport. Finalmente, suspiraron aliviados cuando Sali Dalib dobló una esquina, se introdujo en la Ronda del Tunante y señaló hacia una discreta estructura de madera situada en el otro extremo: la cofradía del bajá Pook.
—Esa es da casa ded bajá Pook —dijo el mercader—. Ahora, Sadi Dadib coge dos caballos y se va de regreso a Memnon.
Pero los cuatro amigos no estaban dispuestos a deshacerse tan deprisa del mercader.
—Me parece a mí que Sali Dalib se irá directo a hablar con Pook para contarle unas cuantas historias de nosotros —gruñó Bruenor.
—Bueno, tenemos un sistema para impedírselo —intervino Catti-brie. Tras guiñar maliciosamente un ojo a Drizzt, se acercó al mercader, que la observaba con una mezcla de curiosidad y miedo, mientras rebuscaba en su bolsa.
Su mirada se tornó seria de pronto, tan terriblemente intensa que Sali Dalib se echó hacia atrás cuando la mano de la muchacha le rozó el antebrazo.
—¡Estate quieto! —le espetó Catti-brie con aspereza, y el hombre no pudo resistirse al poder de su tono de voz. En la bolsa, la muchacha tenía una sustancia en polvo, parecida a la harina. Tras recitar una letanía que sonaba como un canto arcano, Catti-brie trazó el perfil de una cimitarra en la frente de Sali Dalib. El mercader intentó protestar pero, horrorizado, no consiguió articular palabra.
—Ahora, para el pequeño —dijo la joven, volviéndose hacia el ayudante de Sali Dalib. El goblin pegó un brinco y trató de escabullirse, pero Wulfgar lo cogió con una mano y se lo acercó a Catti-brie, apretándolo cada vez con más fuerza hasta que el diminuto ser dejó de sacudir las piernas.
Catti-brie volvió a realizar el ritual y se volvió hacia Drizzt.
—Ahora están unidos a tu espíritu —afirmó—. ¿Los percibes?
Drizzt, que había comprendido enseguida la treta, asintió con el rostro muy serio y desenfundó con lentitud las cimitarras.
Sali Dalib palideció y estuvo a punto de desmayarse, pero Bruenor, que se había acercado para ver lo que hacía su hija, se apresuró a sostener al aterrorizado hombre.
—Ahora podéis dejarlos marchar. El hechizo ya ha sido realizado —dijo Cattibrie a Wulfgar y Bruenor—. ¡A partir de ahora, el drow percibirá vuestra presencia! —añadió mirando a Sali Dalib y su goblin—. Sabrá si os habéis quedado o si os habéis ido. Si permanecéis en la ciudad, y si tenéis deseos de hablar con el bajá Pook, el drow lo sabrá y os seguirá…, hasta daros caza. —Se detuvo un instante, para que ambos comprendieran a la perfección lo que se les avecinaba en caso de desobedecer.
»Y os matará lentamente —concluyó.
—¡Entonces, coged vuestros jorobados caballos y marchaos! —rugió Bruenor—. ¡Si volvemos a ver vuestras malolientes caras de nuevo, el drow tendrá que afilar sus cuchillos!
Antes incluso de que el enano hubiera acabado de hablar, Sali Dalib y el goblin ya habían recogido sus camellos y se habían alejado de la Ronda del Tunante, de regreso al extremo norte de la ciudad.
—¡Cruzarán corriendo el desierto! —se rio Bruenor cuando se hubieron marchado—. Un truco estupendo, muchacha.
Drizzt señaló el cartel de una posada, El Camello Hablador, situada en mitad de la callejuela que bajaba.
—Conseguid alojamiento —dijo a sus amigos—. Yo los seguiré un rato para asegurarme de que abandonan realmente la ciudad.
—Perderás el tiempo —le gritó Bruenor cuando se alejaba—. ¡O la muchacha los ha hecho picar espuelas, o soy un gnomo barbudo!
Pero Drizzt ya se había adentrado en silencio en el laberinto de calles de Calimport.
Wulfgar, a quien el truco había pillado por sorpresa y no estaba seguro de lo que había ocurrido en realidad, observó con recelo a Catti-brie. Bruenor captó la mirada aprensiva del bárbaro.
—Toma buena nota, muchacho —se burló el enano—. ¡Sin duda la chica tiene una faceta desagradable que no querrás que se vuelva contra ti!
Para divertir a Bruenor, Catti-brie le siguió el juego y observó al enorme bárbaro con los ojos entornados. Wulfgar dio un paso atrás con cautela.
—Magia de magos —se rio ella—. ¡Me contará los detalles cuando estés embobado con los encantos de otra mujer!
Se dio la vuelta lentamente, sin apartar la mirada de los ojos del bárbaro hasta que hubo dado tres pasos en dirección a la posada que Drizzt les había indicado.
Bruenor se puso de puntillas y dio unas palmadas a Wulfgar en la espalda, antes de echar a andar tras Catti-brie.
—¡Una muchacha estupenda! —bromeó—. ¡Pero ten cuidado y no la hagas encolerizar!
Wulfgar sacudió la cabeza para despejarse y se obligó a soltar una carcajada, mientras se recordaba que la «magia» de Catti-brie había sido tan sólo un truco para atemorizar al mercader.
Sin embargo, la mirada de la joven mientras continuaba con la comedia y su intensa fuerza se quedaron grabadas en su memoria. Caminaba hacia la Ronda del Tunante sumido en estos pensamientos y sintió a la vez un escalofrío y un suave cosquilleo en la espina dorsal.
El sol estaba ya medio hundido en el horizonte cuando Drizzt regresó a la Ronda del Tunante. Había seguido a Sali Dalib y a su ayudante hasta el desierto de Calim, a pesar de que el frenético ritmo del mercader no dejaba dudas de que no tenía la más mínima intención de regresar a Calimport. Aun así, Drizzt no quería correr riesgos; estaba demasiado cerca de Regis…, y de Entreri.
Con la máscara puesta —disfraz con el que ya empezaba a sentirse cómodo—, se introdujo en la posada del Camello Hablador y se acercó a la mesa del posadero. Lo recibió un hombre sumamente flaco, de piel curtida, que mantenía en todo momento la espalda contra la pared y desviaba la cabeza a derecha e izquierda con gran nerviosismo.
—Tres amigos —dijo Drizzt con brusquedad—. Un enano, una mujer y un gigante de pelo rubio.
—Al final de la escalera —le dijo el hombre—. A la izquierda. Serán dos piezas de oro si quiere pasar la noche. —Alargó una mano huesuda.
—El enano ya le pagó la estancia —respondió Drizzt en tono severo mientras empezaba a alejarse.
—Para él, la joven y el gran… —empezó el posadero, agarrando a Drizzt del hombro. Sin embargo, al mirar los ojos color de espliego del elfo, el hombre se quedó lívido.
—Sí, pagó por los cuatro —murmuró, atemorizado—. Lo recuerdo. Sí, por los cuatro.
Drizzt se encaminó hacia la escalera sin pronunciar palabra.
Encontró las dos habitaciones, una frente a la otra, en el extremo más alejado del edificio. Se dispuso a reunirse con Wulfgar y Bruenor y tomarse un breve descanso, con la esperanza de estar de nuevo en la calle en cuanto cayera la noche, momento en que era más probable encontrar a Entreri. Pero, en vez de sus amigos, encontró a Catti-brie en el umbral que, al parecer, estaba esperándolo. Lo hizo entrar en su habitación y cerró la puerta a sus espaldas.
Drizzt se sentó en el extremo de una de las dos sillas que había en el centro de la estancia, y empezó a tamborilear con los pies en el suelo.
Catti-brie lo examinó detenidamente mientras andaba a su alrededor para sentarse en la otra silla. Conocía a Drizzt desde hacía muchos años y nunca lo había visto tan agitado.
—Pareces estar a punto de destrozarte a ti mismo en pedazos —dijo.
Drizzt le dirigió una fría mirada, pero Catti-brie soltó una carcajada.
—¿Tienes la intención de pegarme un puñetazo?
La pregunta hizo que el drow se recostara en la silla.
—Y quítate esa máscara estúpida —le regañó Catti-brie.
Drizzt levantó una mano, pero titubeó.
—¡Quítatela! —ordenó Catti-brie, y el drow obedeció sin pensárselo dos veces.
—Parecías muy serio en la calle, antes de marcharte —comentó Catti-brie en un tono de voz más suave.
—Teníamos que asegurarnos —replicó Drizzt con frialdad—. No confío en Sali Dalib.
—Ni yo tampoco —admitió Catti-brie—, pero, por lo que veo, todavía pareces preocupado.
—Fuiste tú quien utilizó el truco de la magia —le espetó Drizzt, a la defensiva—. En aquel momento, tú también tenías el semblante muy serio.
La muchacha se encogió de hombros.
—Tenía que disimular —comentó—, pero dejé de hacerlo cuando el mercader se marchó. Sin embargo, tú —añadió en tono acusador, inclinándose hacia adelante y colocando una cálida mano sobre la rodilla de Drizzt— los amenazabas de verdad, querías luchar.
Drizzt estuvo a punto de apartarse bruscamente de ella, pero al comprender la veracidad de sus observaciones, se obligó a sí mismo a relajarse y a aceptar aquella mano amistosa. Aun así, desvió la vista, pues no se veía capaz de suavizar la dureza de su rostro.
—¿Qué ocurre en realidad? —susurró Catti-brie.
Drizzt desvió la vista hacia ella y recordó todos los momentos que habían pasado juntos en el valle del Viento Helado. Al ver su sincera preocupación, el elfo rememoró la primera vez que se habían visto y cómo, en aquel momento, la sonrisa de la muchacha —porque entonces Catti-brie era apenas una adolescente— había hecho renacer en el marginado y descorazonado drow una nueva esperanza para proseguir su vida entre los habitantes de la superficie.
Ella lo conocía mejor que cualquier otra persona y sabía qué cosas le importaban de verdad, qué cosas hacían que su estoica existencia fuera soportable. Solamente ella sabía ver los miedos que se ocultaban debajo de su piel oscura, la inseguridad que se escondía tras su mano experta con la espada.
—Entreri —respondió quedamente el drow.
—¿Quieres matarlo?
—Tengo que hacerlo.
Catti-brie se recostó hacia atrás para meditar sus palabras.
—Si tienes que matar a Entreri para liberar a Regis —dijo al fin—, y para impedir que pueda herir a alguien más, te diré de todo corazón que lo considero correcto. —Volvió a inclinarse hacia adelante, acercando su rostro al de Drizzt—. Pero si pretendes matarlo para demostrar lo que vales tú mismo o para negar lo que él es, entonces con toda sinceridad sentiré lástima por ti.
Si hubiera abofeteado a Drizzt, habría conseguido el mismo efecto. El drow se puso en pie de un salto y ladeó la cabeza, con las facciones contraídas por la rabia. Dejó que Catti-brie continuara, porque no podía negar la importancia de las percepciones de una persona tan observadora.
—Es cierto que el mundo no es justo, amigo mío. Es cierto que, si medimos las cosas con el corazón, lo tuyo ha sido una equivocación. Pero ¿estás persiguiendo al asesino por tu propia rabia? Matando a Entreri, ¿conseguirás corregir ese error?
Drizzt no respondió, pero sus ojos volvieron a adoptar una expresión severa.
—¡Mírate en el espejo, Drizzt Do’Urden! —prosiguió Catti-brie—. ¡Sin la máscara! Matar a Entreri no cambiará el color de su piel…, ni el de la tuya.
Drizzt se sintió de nuevo herido, pero esta vez comprendió que había una verdad innegable en sus palabras. Volvió a dejarse caer en la silla y observó a Catti-brie como nunca lo había hecho hasta ahora. ¿En qué se había convertido la pequeña de Bruenor? Ante él se erguía toda una mujer, hermosa y sensible, capaz de desnudar su alma con unas pocas palabras. Era cierto que habían compartido muchas cosas, pero ¿cómo podía conocerlo tan bien? Y, ¿cuándo había tenido tiempo para hacerlo?
—Tienes amigos que te aprecian de verdad —continuó Catti-brie—, y no por el modo en que manejas una espada. Pero, si aprendieras a mirar, descubrirías a otras personas dispuestas a considerarse amigos tuyos si te mostraras amable con ellos.
Drizzt consideró sus palabras; recordó el Duende del mar, al capitán Deudermont y su tripulación, que habían decidido apoyarlo incluso después de conocer quién era en realidad.
—Y si alguna vez aprendieras a amar —prosiguió Catti-brie con una voz apenas audible—, estoy segura de que dejarías que las cosas siguieran su curso, Drizzt Do’Urden.
El drow examinó a la muchacha con intensidad, y vio la luz que había en sus ojos oscuros y almendrados. Intentó desentrañar lo que le estaba explicando, el mensaje personal que le enviaba.
De repente, la puerta se abrió de par en par y Wulfgar se precipitó en la estancia, con una amplia sonrisa en el rostro y un brillo de ansia de aventura en sus ojos.
—Me alegro de que estés de vuelta —dijo dirigiéndose a Drizzt. Luego, se acercó a Catti-brie por detrás y apoyó los brazos sobre sus hombros con un gesto cariñoso—. Ya es de noche y la luna asoma por el horizonte. ¡Ha llegado el momento de empezar la caza!
Catti-brie puso su mano sobre la de Wulfgar y le dedicó una sonrisa embelesada. Drizzt se alegró de que, por fin, estuvieran juntos de nuevo. Ambos iban a vivir una vida llena de bendiciones, rodeados de hijos que serían la envidia de todas las tierras del norte.
Catti-brie volvió a observar a Drizzt.
—Es sólo para que medites sobre eso, amigo mío —concluyó con voz muy queda y sosegada—. ¿Estás más preocupado por el modo en que el mundo te ve, o por el modo en que crees que te ven?
La tensión desapareció de golpe de los músculos de Drizzt. Si las observaciones de Catti-brie eran ciertas, tenía que reflexionar mucho rato sobre todo eso.
—¡Empieza la caza! —gritó Catti-brie, satisfecha de haber conseguido decir lo que quería. Se puso en pie y se encaminó con Wulfgar hacia la puerta. Pero, antes de salir, se volvió una vez más hacia Drizzt y le dirigió una mirada que le hizo pensar en que, allí en el valle del Viento Helado, tal vez debía de haber pedido algo más a Cattibrie, antes de que Wulfgar entrara en su vida.
Drizzt suspiró mientras salían de la estancia e instintivamente cogió la máscara mágica.
«¿Instintivamente?», se preguntó.
La dejó caer de pronto y se recostó en la silla, sumido en sus pensamientos, con las manos entrelazadas en la nuca. Echó un vistazo esperanzado a su alrededor, pero en la habitación no había espejo alguno.