15


El guía

—Comprueba el placer que puede darte —se burló el jefe de la cofradía, rozando con la mano la punta afilada de una púa clavada en un bloque de madera, situado en el centro de la pequeña mesa de la habitación.

Regis esbozó a propósito una sonrisa estúpida, fingiendo comprender la evidente lógica de las palabras de Pook.

—Sólo tienes que dejar caer la palma de la mano sobre ella —lo animó Pook—, y conocerás la alegría de volver a formar parte de nuestra familia.

Regis buscaba un modo de salir de aquella trampa. En otra ocasión había utilizado el truco, la mentira dentro de la mentira, de fingir estar atrapado por el hechizo mágico. En aquel momento, había desempeñado su papel a la perfección, convenciendo a un diabólico mago de su fidelidad, para poder volverse contra él en el momento crítico y ayudar a sus amigos.

Esta vez, sin embargo, Regis se había sorprendido a sí mismo al ver que podía escapar al influjo insistente e hipnotizador del rubí; pero se hallaba atrapado: una persona que de verdad estuviera bajo la influencia de la gema aceptaría de buen grado colocar la mano sobre la mordaz púa.

Regis se pasó la mano por la cabeza y cerró los ojos, intentando mantener el semblante inexpresivo para que funcionara el truco. Luego, bajó el brazo, como si se dispusiera a seguir la sugerencia de Pook.

Pero, en el último momento, la mano se desvió y cayó, ilesa, sobre la mesa.

Pook soltó un rugido de rabia, pues todo el rato había sospechado que Regis había conseguido escapar de la influencia del rubí. Cogió al halfling por la muñeca, aplastó su diminuta mano sobre la terrible punta y, mientras ésta se iba clavando en la carne la movió de un lado a otro. El grito de Regis se multiplicó diez veces cuando Pook tiró de su mano para sacarla de aquel terrible instrumento de tortura.

Entonces, Pook le soltó y le dio una bofetada, mientras Regis se llevaba la mano herida al pecho.

—¡Perro decepcionante! —gritó el jefe de la cofradía, más enfadado por el fracaso del rubí que con la treta de Regis. Se dispuso a darle otro bofetón, pero de pronto se calmó y decidió volver a la obstinada voluntad de Regis en contra de él mismo.

—Una lástima —se burló—, pues si el rubí hubiera podido ponerte de nuevo bajo control, te hubiera encontrado un lugar en la cofradía. Probablemente te mereces morir, ladronzuelo, pero no he olvidado lo valioso que eras para mí en el pasado. Eras el mejor ladrón de Calimport, una posición que quizá te ofrezca de nuevo.

—Entonces no es una lástima que haya fracasado la gema —se atrevió a contestar Regis, adivinando el juego de Pook—, ¡pues no hay dolor alguno que pueda superar el asco que sentiría al actuar de nuevo como lacayo del bajá Pook!

La respuesta de Pook fue un sonoro puñetazo que tumbó a Regis de la silla. El halfling se hizo un ovillo, intentando detener la sangre que ahora le salía de la mano y de la nariz.

Pook se recostó en su trono y cruzó las manos por detrás de la cabeza. Observó el rubí, colocado en la mesa, frente a él. En el pasado, le había fallado sólo una vez, cuando lo probó con una voluntad demasiado resistente. Afortunadamente, Artemis Entreri no se dio cuenta de su intento aquel día y Pook fue lo suficientemente inteligente para no probar nunca más el rubí con el asesino.

Pook desvió la vista hacia Regis, quien ya no sentía dolor alguno. Tenía que dar cierto crédito al halfling. Aun en el caso de que la familiaridad de Regis con el rubí le hubiera dado ventaja para superar la situación, sólo una voluntad de hierro podía resistirse a la tentadora gema.

—Pero eso no te ayudará en nada —murmuró Pook mirando al inconsciente halfling. Volvió a recostarse en su trono y cerró los ojos, mientras meditaba sobre la próxima tortura que le infligiría.

El brazo se introdujo por la abertura de la tienda sosteniendo por el tobillo el desmayado cuerpo del enano de barba rojiza. Los dedos de Sali Dalib empezaron con su tamborileo habitual y el hombre esbozó una sonrisa de oro y marfil tan ancha que parecía que le iba a llegar a las orejas. Su pequeño ayudante goblin dio un brinco a su lado y exclamó:

—¡Magia, magia, magia!

Bruenor abrió un ojo y movió un brazo para apartarse la barba del rostro.

—¿Os gusta lo que veis? —preguntó con malicia.

La sonrisa de Sali Dalib se desvaneció y se cogió con fuerza las manos.

El portador de Bruenor, que no era otro que Wulfgar, vestido con la ropa de uno de los bandidos, se introdujo en la tienda, seguido de Catti-brie.

—Así que fuiste tú quien nos envió a esos canallas —gruñó la joven.

Sali Dalib soltó una exclamación ininteligible, dio media vuelta y echó a correr…, sólo para encontrarse con que habían abierto un agujero limpio en la tela de la tienda y ver a Drizzt Do’Urden de pie ante él, con una cimitarra extendida, mientras la otra reposaba en su hombro. Para aumentar el terror del mercader, Drizzt se había quitado de nuevo la máscara.

—Uh…, um, ¿no habéis encontrado da caravana para coger da mejor ruta? —balbució el mercader.

—¡La mejor para ti y para tus amigos! —le espetó Bruenor.

—Eso pensaron ellos —añadió Catti-brie con rapidez.

Sali Dalib, mansamente, arrugó su sonrisa, pero había estado en multitud de situaciones difíciles y siempre había hallado el modo de salir bien de ellas. Alargó los brazos con las palmas de las manos abiertas, como si dijera: «¡Me habéis pillado!»; pero entonces se puso en movimiento a una velocidad vertiginosa y empezó a extraer de los numerosos bolsillos de su túnica varias diminutas bolas de cerámica. Las lanzó a sus pies y una sucesión de explosiones de luz multicolor dejó en el aire un humo espeso y cegador. El mercader aprovechó la confusión para huir por un costado de la tienda.

Instintivamente, Wulfgar soltó a Bruenor y se abalanzó hacia adelante, pero sus brazos no alcanzaron más que aire. El enano cayó al suelo de cabeza y rodó sobre sí mismo hasta quedar sentado, con el casco de un solo cuerno descolocado a un lado de su cabeza. Cuando se desvaneció el humo, el incomodado bárbaro observó por encima del hombro al enano, que se limitó a sacudir la cabeza, incrédulo, y murmuró:

—Seguro que será una larga aventura.

Sólo a Drizzt, que siempre estaba en guardia, no lo había pillado por sorpresa. El drow se protegió los ojos de las explosiones y al instante divisó la difusa silueta del mercader que se escabullía por la izquierda. Drizzt lo hubiera alcanzado antes de que saliera por una disimulada abertura de la tienda de no ser porque el ayudante de Sali Dalib se interpuso en su camino. Drizzt golpeó al goblin en la frente con la empuñadura de Centella, dejándolo inconsciente, y luego, tras colocarse la máscara sobre el rostro, salió a las calles de Memnon.

Catti-brie se apresuró a seguir a Drizzt, y Bruenor se incorporó a toda prisa.

—¡Vamos tras él, muchacho! —gritó el enano a Wulfgar. La persecución continuaba.

Drizzt alcanzó a distinguir al mercader que se escabullía entre la multitud apiñada en las calles. Incluso la llamativa ropa de Sali Dalib podía quedar disimulada entre la miríada de colores de la ciudad, así que Drizzt decidió jugar un poco a su favor. Tal como había hecho con la magia invisible en la cubierta del barco pirata, el drow creó una silueta púrpura de ondulantes llamas alrededor del mercader.

Drizzt apresuró el paso, esquivando a la multitud con suma facilidad y sin apartar la vista del contorno púrpura que se distinguía en la lejanía.

Bruenor era mucho menos ágil. El enano se puso delante de Catti-brie y se abalanzó de cabeza sobre la multitud, aplastando pies y utilizando su escudo para apartar los cuerpos de su camino. Wulfgar, detrás de él, abría un paso todavía más ancho, de modo que Catti-brie podía seguirlos con toda facilidad.

Pasaron por una docena de callejuelas y se tropezaron con un mercado al aire libre, en el que Wulfgar, por accidente, tumbó un carro de melones amarillos. Gritos de protesta empezaron a sonar a sus espaldas, pero mantuvieron los ojos fijos en el frente, cada uno de ellos observando a quien tenía delante e intentando no perderse en aquel bullicio abrumador.

Sali Dalib se dio cuenta al instante de que aquel contorno de fuego lo hacía destacar demasiado para poder escabullirse en las calles. Para mayor desgracia suya, en cada esquina se topaba con una multitud de ojos que lo observaban y una infinidad de dedos que lo señalaban, lo cual servía de guía para sus perseguidores. Agarrándose a la única oportunidad que tenía, el mercader se precipitó en una callejuela y se coló al interior de un enorme edificio de piedra.

Drizzt se volvió para asegurarse de que sus amigos todavía lo seguían y luego se deslizó tras los pasos de Sali Dalib. Se detuvo en el resbaladizo suelo de mármol de unos baños públicos.

Dos enormes eunucos se acercaron a él para impedirle el paso; pero, al igual que el mercader que había entrado hacía unos instantes, el ágil drow recobró el ímpetu con demasiada rapidez para que le barraran el paso. Se deslizó patinando por el corto corredor de entrada y se introdujo en la estancia principal, un enorme baño envuelto en vapor, en el que se olía una mezcla de sudor y jabón perfumado. Cuerpos desnudos se cruzaban en su camino a cada paso, y Drizzt tenía que ir con cuidado para ver dónde ponía las manos mientras continuaba corriendo.

Bruenor estuvo a punto de caer al entrar en la resbaladiza estancia y los dos eunucos se situaron frente a él.

—¡Sin ropa! —ordenó uno de ellos, pero Bruenor no tenía tiempo para mantener discusiones inútiles. Estampó una pesada bota sobre el pie desnudo de uno de los gigantes y luego aplastó el otro pie para no ser menos. Wulfgar entró en aquel momento y apartó a un lado al eunuco que quedaba.

El bárbaro, inclinado hacia adelante para ir más deprisa, no pudo detenerse o desviarse sobre el resbaladizo mármol y, cuando Bruenor empezaba a abrirse paso alrededor del borde del baño, Wulfgar fue a estrellarse contra él. Ambos cayeron al suelo y continuaron resbalando sobre la pulida superficie, sin poder frenar.

Saltaron por encima del borde del baño y cayeron al agua. Wulfgar fue el primero en salir, y se encontró entre dos voluptuosas y risueñas mujeres desnudas.

El bárbaro tartamudeó una disculpa, pues tenía la lengua hecha un nudo en la garganta. Una palmada en la nuca le hizo volver a la realidad.

—Estamos buscando al mercader, ¿recuerdas? —lo reprendió Catti-brie.

—¡Eso estoy haciendo! —le aseguró Wulfgar.

—¡Entonces, busca al que está envuelto en una silueta de color púrpura! —le espetó Catti-brie.

Wulfgar puso los ojos en blanco esperando recibir otro pescozón, pero de pronto divisó a su lado el cuerno de un casco que sobresalía en el agua. Con gran rapidez, sumergió una mano y, cogiendo a Bruenor por la nuca, lo sacó a la superficie. El enano, con una expresión no muy feliz, apareció con los brazos cruzados sobre el pecho y sacudió una vez más la cabeza en un gesto de incredulidad.

Drizzt salió por la puerta trasera de los baños y se encontró en un callejón completamente vacío, el único lugar no transitado que había visto desde que habían entrado en Memnon. Para acortar distancias, el drow escaló por la pared de la casa de baños y echó a correr por el tejado.

Sali Dalib aflojó el paso, al creer que había conseguido despistar a su perseguidor. El fuego púrpura del drow empezaba a desvanecerse, lo cual no hacía más que incrementar la sensación de seguridad del mercader. Se abrió camino a través de aquel laberinto de callejuelas. Ni siquiera había los borrachos habituales apoyados en las paredes, para poder informar a sus perseguidores. Avanzó cien, doscientos metros girando una y otra vez hasta que llegó finalmente a una calle que desembocaba en el mercado más importante de Memnon, donde cualquiera podía volverse invisible en un abrir y cerrar de ojos.

Sin embargo, cuando se aproximaba al final de esa calle, una silueta en forma de elfo se plantó ante él y dos cimitarras relampaguearon al salir de sus vainas. Los aceros se cruzaron ante los atónitos ojos del mercader y acabaron posándose en sus hombros, para trazar dos finas líneas a ambos lados de su cuello.

Cuando los cuatro amigos regresaron a la tienda del mercader con su prisionero, suspiraron aliviados al encontrar al pequeño goblin tumbado en el lugar donde lo había dejado Drizzt. Bruenor arrastró, sin mucha amabilidad, a la desafortunada criatura junto a Sali Dalib y los ató espalda contra espalda. Wulfgar se acercó para ayudar pero, cuando tiró de la cuerda, enlazó el antebrazo de Bruenor. El enano se soltó y apartó al bárbaro a un lado.

—¡Debería haberme quedado en Mithril Hall! —gruñó—. Estaba más seguro con los enanos grises que contigo y con la chica.

Wulfgar y Catti-brie desviaron la vista hacia Drizzt en busca de apoyo, pero el drow se limitó a sonreír y se situó a un lado de la tienda.

—Ja, ja, ja —rio Sali Dalib, nervioso—. No hay probdema. ¿Hacemos un trato? Tengo muchas riquezas. Do que necesitéis.

—¡Cierra el pico! —le espetó Bruenor. El enano guiñó un ojo a Drizzt, para indicarle que iba a desempeñar el papel de malo en aquella discusión.

—¡No quiero riquezas de alguien que me ha hecho trampa! —gruñó Bruenor—. ¡Mi corazón exige venganza! —Echó un vistazo a sus amigos—. Todos visteis su rostro cuando creyó que yo estaba muerto. Estoy seguro de que fue él quien envió a esos bandidos a caballo en persecución nuestra.

—Sadi Dadib nunca… —balbució el mercader.

—¡He dicho que cierres el pico! —le gritó Bruenor a un palmo de su cara, para acobardarlo. Acto seguido, el enano sacó su hacha y se la apoyó con firmeza en el hombro.

El mercader observó confuso a Drizzt, pues el drow se había colocado la máscara de nuevo y ahora volvía a parecer un elfo de la superficie. Sali Dalib creía conocer la verdadera identidad de Drizzt, ya que a su entender la piel oscura correspondía mejor a aquel elfo mortífero; así que, ni siquiera se le ocurrió pensar que pudiera suplicar piedad a Drizzt.

—Espera un momento —intervino Catti-brie de pronto, sujetando la empuñadura del arma de Bruenor—. Puede que haya un modo de que este perro salve el pellejo.

—¡Bah! ¿Qué podemos querer nosotros de él? —respondió Bruenor, guiñando un ojo a la muchacha para que desempeñara su papel a la perfección.

—Nos llevará a Calimport —contestó Catti-brie. Dirigió a Sali Dalib una fría mirada, para darle a entender que no obtendría su compasión a cambio de nada—. Estoy segura de que esta vez nos conducirá por la que, de verdad, sea la mejor ruta.

—Sí, sí, ja, ja, ja —borboteó el mercader—. ¡Sadi Dadib os mostrará ed camino!

—¿Mostrará? —repitió Wulfgar, que no quería que lo dejaran a un lado—. Nos acompañarás hasta Calimport.

—Es un viaje muy dargo —gimió el mercader—. Cinco días o más…, yo no puedo…

Bruenor levantó el hacha.

—Sí, sí, por supuesto —se apresuró a corregir el mercader—. Sadi Dadib os llevará allí. Os conducirá directamente hasta da puerta…, a través de ella incluso —añadió con rapidez—. Sadi Dadib llevará también ed agua. Tenemos que adcanzar da caravana.

—Esta vez no iremos con la caravana —interrumpió Drizzt, sorprendiendo incluso a sus amigos—. Viajaremos solos.

—Pedigroso —contestó Dalib—. Mucho, mucho. Ed desierto de Cadimm está lleno de monstruos. Dragones y bandidos.

—No iremos con la caravana —repitió Drizzt en un tono que no admitía réplica—. Desatadlos y dejad que preparen las cosas.

Bruenor asintió y luego se acercó a Sali Dalib hasta que su rostro estuvo apenas unos centímetros de la nariz del mercader.

—Los vigilaré yo mismo —dijo a Drizzt, aunque el mensaje iba dirigido a Sali Dalib y el goblin—. ¡Un solo truco y los cortaré por la mitad!

Menos de una hora después, cinco camellos con jarras de cerámica repletas de agua en los costados, salían por la parte sur de Memnon y se introducían en el desierto de Calim. Drizzt y Bruenor encabezaban la marcha, siguiendo los postes indicadores de la Ruta del Comercio. El drow llevaba puesta la máscara, pero mantenía la capucha de su capa completamente echada sobre el rostro, pues la deslumbrante luz del sol reflejada en la blanca arena le quemaba los ojos, que en su día habían estado acostumbrados a la absoluta oscuridad del mundo subterráneo.

Sali Dalib, que compartía la montura con su ayudante, iba en el centro, mientras que Wulfgar y Catti-brie cerraban la marcha. La muchacha llevaba a Taulmaril sobre la falda, con una flecha preparada, como un constante recordatorio para el escurridizo mercader.

El día fue el más caluroso que cualquiera de los cuatro amigos había experimentado nunca, excepto Drizzt, que había vivido en las entrañas de la tierra. Ni una sola nube mitigaba los tórridos rayos del sol y no soplaba ni una brisa que pudiera proporcionarles cierto alivio. Sali Dalib, que estaba más acostumbrado al calor, sabía que la falta de viento era en el fondo una bendición, pues el aire en el desierto levanta la arena cegadora, el asesino más peligroso de Calim.

La noche mejoró mucho el ambiente sofocante; descendió la temperatura y la luna llena convirtió el contorno de las dunas en un paisaje de ensueño plateado, como si se tratara de las envolventes olas del océano. Los amigos instalaron un campamento durante unas cuantas horas e hicieron turnos para vigilar a los reticentes guías.

Catti-brie se despertó poco después de medianoche. Se sentó y se desperezó, suponiendo que ya le debía llegar el turno de vigilar. Vio que Drizzt permanecía junto a la hoguera y observaba el cielo cargado de estrellas.

¿No se había encargado él del primer turno?, pensó.

La muchacha examinó la posición de la luna para asegurarse de qué hora era. No había duda alguna: era más de medianoche.

—¿Problemas? —preguntó con suavidad mientras se sentaba junto a Drizzt. Un sonoro ronquido de Bruenor le dio la respuesta.

»Puedo sustituirte yo, ¿de acuerdo? —se ofreció—. Hasta los elfos drow necesitan dormir.

—Puedo descansar bajo la capucha de mi capa —respondió Drizzt, mientras sus ojos color de espliego se encontraban con la mirada preocupada de la muchacha—, cuando el sol esté en lo alto.

—¿Puedo hacerte compañía, entonces? —preguntó Catti-brie—. Hace una noche maravillosa.

Drizzt sonrió y volvió a fijar la vista en el cielo, en la fascinación de aquel firmamento nocturno, con una añoranza mística en el corazón más profunda de lo que cualquier elfo de la superficie hubiese experimentado nunca.

Catti-brie deslizó sus delgados dedos entre los suyos y permaneció en silencio a su lado. No quería interrumpir la ensoñación del drow, pues con el mejor de sus amigos compartía algo más que palabras.

Al día siguiente, el calor no hizo más que aumentar y, al otro, fue aún peor; pero los camellos avanzaban sin esfuerzo y los cuatro amigos, que habían salido de tantas situaciones difíciles, aceptaban aquella prueba como un obstáculo más de un viaje que tenían que llevar hasta el fin.

No vieron ningún signo de vida y consideraron que aquello era una bendición, pues cualquier cosa que viviera en aquella región sólo podía ser hostil. El calor era ya enemigo suficiente y les parecía que la piel se les iba a agrietar y resquebrajar.

Cuando alguno de ellos se sentía desfallecer, como si el infatigable sol, la ardiente arena o el calor fueran algo imposible de soportar, sólo tenían que pensar en Regis.

¿Qué terribles torturas estaría soportando ahora el halfling en manos de su antiguo dueño?