14


Baile de serpientes

La suerte parecía acompañar al malogrado Duende del Mar y al barco pirata capturado, pues el mar se mantuvo en calma y el viento sopló continuo pero con suavidad. Aun así, el viaje alrededor de la península de Tethyr resultó tedioso y muy lento para los cuatro amigos ansiosos, ya que cada vez que los dos barcos parecían avanzar a buena marcha, en uno de ellos aparecía un nuevo problema.

Al sur de la península, Deudermont condujo los barcos a través de una amplia franja de agua conocida con el nombre de la Carrera, pues en aquel lugar era habitual ver barcos mercantes huyendo de los piratas. Sin embargo, ningún otro barco pirata interceptó el paso de Deudermont y su tripulación; ni siquiera el tercer barco de Dankar asomó en el horizonte.

—Nuestro viaje llega a su fin —dijo Deudermont a los cuatro amigos cuando la elevada costa de las Colinas Púrpuras apareció a la vista, a primera hora de la mañana del tercer día—. Donde acaban las colinas, empiezan las tierras de Calimshan.

Drizzt se inclinó sobre la barandilla de proa y observó las aguas azul pálido de los mares sureños. Una vez más, se preguntó si llegarían a tiempo para rescatar a Regis.

—Hay una colonia de tu gente tierra adentro —le dijo Deudermont, devolviéndolo a la realidad—. En un bosque oscuro llamado Mir. —El capitán se estremeció involuntariamente—. Los drow no son muy apreciados en estas tierras. Te recomendaría que te pusieras la máscara.

Sin pensárselo dos veces, Drizzt se colocó la máscara mágica sobre el rostro y, al instante, asumió las facciones de un elfo de la superficie. El ponérsela molestó poco al drow, pero sus amigos se quedaron impresionados y lo observaron con resignado desprecio. Una vez más, se recordaron a sí mismos que Drizzt sólo estaba haciendo lo que debía, y que lo asumía con el mismo estoicismo que había guiado su vida desde el día en que había abandonado a su gente.

La nueva identidad del drow no encajaba con sus ojos, en opinión de Wulfgar y Catti-brie. Bruenor se limitó a escupir enfadado con un mundo que se cegaba ante la cubierta y no leía el interior del libro.

A primera hora de la tarde, cientos de velas empezaron a surgir en el horizonte y una amplia línea de muelles se dibujó a lo largo de la costa. Detrás de ellos, se vislumbraba una desordenada ciudad de chozas bajas de arcilla y tiendas de brillante colorido. Pero, por grandes que parecieran los muelles de Memnon, la cantidad de barcos de pesca, mercancías y de guerra del cada vez mayor ejército naval del reino de Calimshan era todavía mayor. El Duende del Mar y el barco capturado tuvieron que atracar fuera del puerto y esperar a que les permitiesen desembarcar…, una espera que, como pronto informó el oficial de puerto a Deudermont, podía durar hasta una semana.

—Primero tendremos que recibir a un barco de la armada de Calimshan —explicó Deudermont en cuanto el oficial se alejó—, que viene a inspeccionar el barco pirata y a interrogar a Dankar.

—¿Se harán cargo de ese perro? —preguntó Bruenor.

Deudermont sacudió la cabeza.

—Supongo que no. Dankar y su gente son mis prisioneros y, por tanto, son asunto mío. Aunque Calimshan desea poner fin a las actividades de los piratas, y se está avanzando mucho en ese sentido, dudo que se atrevan a enfrentarse a uno tan poderoso como Dankar.

—Entonces, ¿qué le ocurrirá? —gruñó Bruenor, intentando encontrar algo lógico en todo aquel doble sentido político.

—Quedará libre para molestar a más barcos —contestó Deudermont.

—Y para advertir a esa rata de Entreri que le hemos dado esquinazo —le espetó Bruenor.

Al comprender la delicada situación en la que se encontraba Deudermont, Drizzt intervino.

—¿Cuánto tiempo puedes darnos?

—Dankar no recuperará su barco hasta dentro de una semana, y —añadió el capitán guiñando maliciosamente el ojo— me he ocupado de que no esté en condiciones de navegar. Es posible que incluso pueda alargar esa semana a dos, de modo que, cuando el pirata pueda ponerse de nuevo al timón de su barco, vosotros podáis dar personalmente a Entreri las noticias de vuestra huida.

Wulfgar no acababa de comprenderlo todavía.

—¿Qué has ganado entonces? —preguntó a Deudermont—. Has derrotado a los piratas, pero los dejas en libertad y con el sabor de la venganza en los labios. En vuestro próximo viaje, atacarán sin piedad al Duende del Mar. ¿Crees que serán tan compresivos como tú si ganan la próxima batalla?

—Participamos en un juego extraño —admitió Deudermont con una débil sonrisa—. Pero, en realidad, he afianzado mi posición en el mar al dejar en libertad a Dankar y a sus hombres. A cambio de esa libertad, el capitán pirata se olvidará de la venganza. ¡Ninguno de los socios de Dankar molestará de nuevo al Duende del Mar, y en ese grupo se incluye la mayoría de los piratas que navegan por el canal de Asavir!

—Y, ¿piensas confiar en la palabra de ese perro? —balbució Bruenor.

—En el fondo son gente de honor —contestó Deudermont—, a su manera. Tienen su propio código de conducta y todos los piratas se atienen a él; quebrantarlo significaría el principio de una guerra abierta entre los Reinos del sur.

Bruenor volvió a escupir al agua. En cada ciudad y en cada Reino ocurría lo mismo, e igual en el ancho océano: se toleraban las organizaciones de ladrones dentro de unos límites de conducta. Pero el enano opinaba de otro modo. Cuando vivía en Mithril Hall, su clan había construido una vitrina especialmente diseñada para exhibir las manos cortadas de aquellos que las habían metido en bolsillos ajenos y habían sido descubiertos.

—Bueno, todo está arreglado —intervino Drizzt, pensando que ya iba siendo hora de cambiar de tema—. Nuestro viaje por mar llega a su fin.

Deudermont, que suponía que iban a decir eso, le dio una bolsa de oro.

—Una sabia elección —dijo—. Cuando el Duende del Mar atraque en Calimport, vosotros llevaréis allí más de una semana. Sin embargo, nos gustaría que acudieseis a nosotros cuando finalicéis vuestro asunto. Os devolveremos a Aguas Profundas antes de que la nieve se haya fundido en el norte. A mi entender, os habéis ganado de sobra el pasaje.

—Para entonces, ya nos habremos marchado —contestó Bruenor—, pero gracias por la oferta.

Wulfgar dio un paso adelante y agarró al capitán por la muñeca.

—Me alegro de haber servido y luchado a tus órdenes —dijo—. Espero que nos volvamos a ver pronto.

—Todos nosotros lo esperamos —añadió Drizzt. Sacudió la bolsa repleta de oro—. Y esto te lo devolveremos.

Deudermont hizo un gesto con la mano para quitarle importancia.

—Os merecéis mucho más —murmuró y, luego, consciente de la prisa que los acuciaba, ordenó a dos hombres de su tripulación que soltaran al agua un bote de remos.

—¡Buen viaje! —gritó, mientras los cuatro amigos se alejaban del Duende del Mar—. ¡Buscadme en Calimport!

De todos los lugares que los compañeros habían visitado, de todas las tierras por las que habían caminado y en las que habían luchado, ninguna les pareció tan diferente como Memnon, en el reino de Calimshan. Incluso Drizzt, que procedía del extraño mundo de los elfos drow, observaba asombrado a su alrededor mientras se abrían paso por las calles y mercados de la ciudad. Una extraña música, estridente y lúgubre, parecida a una sucesión de lamentos de dolor, los envolvía y acompañaba.

Había gente por todas partes. La mayoría vestían túnicas de color arena, pero otros lucían vestidos de alegres colores, y todos sin excepción llevaban algo con que cubrirse la cabeza: un turbante o un sombrero con velo. Ninguno de los cuatro amigos pudo hacerse una idea del número de habitantes de la ciudad, pues la gente parecía surgir por todas partes; pero dudaban de que nadie se hubiese molestado nunca en contarlos. Sin embargo, Drizzt y sus compañeros estimaron que si se reunía a todos los habitantes de las ciudades que se alineaban en la franja norte de la costa de la Espada, incluida Aguas Profundas, en un extenso campo de refugiados, el conjunto se parecería a Memnon.

Una extraña combinación de olores flotaba en el tórrido ambiente de la ciudad: un hedor de cloaca que atravesaba un mercado de perfumes, mezclado con el penetrante sudor y el mal aliento de una multitud cada vez más apiñada. Las chozas parecían levantarse al azar, de modo que la ciudad de Memnon no tenía estructura urbana alguna. Las calles eran los lugares que dejaban libres las casas, a pesar de que los cuatro amigos pronto llegaron a la conclusión de que las propias calles servían de hogar a mucha gente.

En el centro de aquel jaleo se encontraban los mercaderes, alineados en todas las callejuelas y vendiendo armas, alimentos, hierbas exóticas e incluso esclavos. Exhibían sin ninguna vergüenza sus mercancías del mejor modo con que pudieran atraer a la multitud. En un rincón, unos posibles compradores probaban un enorme arco disparando sobre una sucesión de esclavos vivos; en otro, una mujer que mostraba más piel que ropa, si podía llamarse ropa a los velos transparentes que llevaba, giraba y se enroscaba en una danza sincronizada con una serpiente gigante, envolviéndose el enorme reptil alrededor del cuerpo y liberándose de él de forma provocativa.

Wulfgar se detuvo, boquiabierto y con los ojos desorbitados, hipnotizado por aquella extraña y seductora danza. Catti-brie le dio una palmada en la nuca y sus otros dos amigos ahogaron sus risas.

—Nunca he añorado tanto mi hogar —suspiró el enorme bárbaro, verdaderamente asombrado.

—Es otra aventura, nada más —le recordó Drizzt—. En ningún lugar aprenderás tanto como en una tierra que sea muy diferente a la tuya.

—Cierto —asintió Catti-brie—, pero, en mi opinión, estos tipos están sembrando la decadencia en la sociedad.

—Viven según esquemas diferentes —le respondió Drizzt—. Tal vez ellos también se sentirían igual de ofendidos por el estilo de vida del norte.

Los demás no pudieron replicar ese razonamiento y Bruenor, que nunca se sorprendía pero que siempre observaba divertido el estilo de vida de los humanos, se limitó a sacudir su barba rojiza.

Como aventureros, los cuatro amigos no eran una novedad en la ciudad mercantil, pero, como extranjeros, atrajeron a una multitud de niños de piel oscura, la mayoría desnudos, que les suplicaban algún recuerdo o una moneda. Los mercaderes también echaron un vistazo a los aventureros —los extranjeros solían llevar dinero—, y un par de ojos particularmente lascivos se clavaron en ellos.

—¿Y bien? —preguntó uno de aquellos hombres con aire de comadreja a su jorobado compañero.

—Magia, magia por todas partes, señor —respondió, voraz, el diminuto goblin, absorbiendo las sensaciones que su varita le comunicaba. Volvió a colocar el objeto en su cinturón—. Son poderosos con las armas: las dos espadas del elfo, el hacha del enano, el arco de la muchacha, y ¡especialmente el martillo de ese hombretón! —Pensó por un momento en mencionar las extrañas sensaciones que su varita le había comunicado con respecto al rostro del elfo, pero decidió no poner más nervioso de lo necesario a su excitable dueño.

—Ja, ja, ja —se rio el mercader, frotándose las manos. Dio un paso adelante para cortar el paso a los extranjeros.

Bruenor, que caminaba en cabeza del grupo, se detuvo en seco. El hombre, enjuto y fuerte, vestía una túnica a rayas amarillas y rojas y llevaba un flamante turbante de color rosa adornado por un enorme diamante en la frente.

—¡Ja, ja, ja, saludos! —exclamó el hombre, tamborileando con los dedos sobre su pecho y esbozando una sonrisa de oreja a oreja que dejaba entrever una dentadura de oro y marfil—. ¡Soy Sadi Dadib, sí, sí! Vosotros comprar, yo vender. ¡Buenos negocios, buenos negocios! —Las palabras salían de sus labios con demasiada rapidez para que pudieran comprenderse al instante; los cuatro amigos intercambiaron una mirada, se encogieron de hombros y continuaron avanzando.

—¡Ja, ja, ja! —insistió el mercader, colocándose de nuevo frente a ellos—. Do que necesitéis, Sadi Dadib do tiene. En grandes cantidades, también, mucho. ¡Tookie, nookie, bookie!

—Hierba para fumar, mujeres y libros escritos en todas las lenguas del mundo —tradujo el goblin—. ¡Mi dueño, Sali Dalib es un mercader que vende todo aquello que puede venderse!

—¡Ed mejor de dos mejores! —añadió Sali Dalib—. Do que necesitéis…

—Salid Dadib lo tiene —acabó Bruenor por él. El enano observó a Drizzt, confiando en que ambos estuvieran pensando lo mismo. Cuanto antes pudieran salir de Memnon, mejor. Cualquier mercader podía servirles.

—Caballos —dijo Bruenor al hombre.

—Queremos ir a Calimport —añadió Drizzt.

—¿Caballos, caballos? Ja, ja, ja —respondió Sali Dalib casi sin tomarse tiempo para respirar—. Para un viaje tan dargo, no. Demasiado cador, demasiado seco. ¡Camellos, mejor!

—Camellos…, caballos del desierto —explicó el goblin al ver sus miradas atónitas. Señaló hacia un enorme dromedario que en ese momento bajaba por la calle, conducido por su broncíneo dueño—. Son mejor para atravesar el desierto.

—Entonces, camellos —respondió Bruenor, observando indeciso a aquella bestia de gran tamaño—. ¡O lo que sean!

Sali Dalib volvió a frotarse las manos con impaciencia.

—Do que necesitéis…

Bruenor hizo un ademán para detener al excitado mercader.

—Lo sabemos, lo sabemos.

Sali Dalib envió a su ayudante a alguna parte, tras murmurarle unas instrucciones y luego los condujo a través del laberinto de Memnon a gran velocidad, aunque no parecía levantar los pies del suelo al andar. Durante todo el camino, el mercader mantuvo las manos alzadas, tamborileando en el aire con los dedos. Pero como no parecía peligroso, los cuatro amigos estaban más divertidos que inquietos.

Sali Dalib se detuvo en seco frente a una tienda de grandes dimensiones en la zona occidental de la ciudad, un sector de pocos recursos dentro de la ya empobrecida ciudad de Memnon. El mercader se dirigió a la parte de atrás y encontró lo que buscaba.

—¡Camellos! —proclamó con orgullo.

—¿Qué nos costarán cuatro de ellos? —bufó Bruenor, ansioso por ultimar el trato y reemprender su viaje. Pero Sali Dalib pareció no comprender la pregunta.

»¿El precio? —inquirió el enano.

—¿Ed precio?

—Está esperando que le hagamos una oferta —intervino Catti-brie.

Drizzt también había llegado a la misma conclusión. En Menzoberranzan, la ciudad de los drow, los mercaderes solían utilizar la misma técnica. Instando al comprador a que hablara en primer lugar del precio —sobre todo si se trataba de alguien poco familiarizado con la mercancía que estaba en venta—, obtenían a menudo una ganancia muy por encima del valor de sus productos. Y, si la oferta inicial resultaba baja, el mercader siempre podía mantener el valor de mercado real.

—Quinientas monedas de oro por los cuatro —ofreció Drizzt, suponiendo que los animales valían al menos el doble de lo que había dicho.

Los dedos de Sali Dalib empezaron a bailar de nuevo y sus ojos gris pálido chispearon. Drizzt esperaba que empezara el regateo y que al final llegaran a un acuerdo equilibrado, pero Sali Dalib se calmó de pronto y esbozó su sonrisa de oro y marfil.

—¡De acuerdo! —exclamó.

Drizzt se mordió los labios antes de que la respuesta que planeaba saliera de sus labios, y el resultado fue un balbuceo incomprensible. Dirigió al mercader una mirada de curiosidad y se dispuso a contar el oro que había en la bolsa que Deudermont les había dado.

—Cincuenta más si nos encuentras pasaje en una caravana que vaya a Calimport —ofreció Bruenor.

Sali Dalib pareció rumiar la oferta, mientras tamborileaba con los dedos sobre su barba rala.

—Hay una que ha partido hace muy poco —contestó—. Podéis llegar hasta ella sin problemas. Pero tendréis que apresuraros, pues durante ed resto de da semana no partirá ninguna otra hacia Cadimport.

—¡Al sur! —gritó alegre el enano a sus compañeros.

—¿Ed sur? ¡Ja, ja, ja! —se rio Sali Dalib—. ¡Ed sur, no! ¡Ed sur es un nido de dadrones!

—Calimport está al sur —replicó Bruenor receloso—. Y supongo que la ruta que conduce a esa ciudad, también.

—Sí, para ir a Cadimport hay que dirigirse ad sur —admitió Sali Dalib—, pero dos más intedigentes empiezan hacia ed oeste, por da mejor ruta.

Drizzt dio la bolsa con el oro al mercader.

—¿Cómo podemos alcanzar la caravana?

—Id ad oeste —contestó Sali Dalib, mientras se guardaba la bolsa en un amplio bolsillo sin ni siquiera examinar su contenido—. A una hora de distancia. Es fácid adcanzarda. Seguid dos postes de indicaciones en ed horizonte. Sin probdema.

—Necesitaremos provisiones —comentó Catti-brie.

—Da caravana tiene de sobra —contestó Sali Dalib—. Allí podréis comprar lo que queráis. Ahora, marchaos. ¡Tenéis que adcanzardos antes de que giren hacia ed sur para coger da Ruta ded Comercio! —Se dispuso a ayudarles a escoger sus monturas: un enorme dromedario para Wulfgar, un camello para Drizzt y dos más pequeños para Catti-brie y Bruenor.

—Recordad, amigos —les dijo el mercader cuando estuvieron listos en sus monturas—, do que necesitéis…

—¡Sali Dalib lo tiene! —contestaron todos al unísono.

Después de esbozar por última vez su sonrisa de oro y marfil, el estrambótico personaje se escabulló dentro de la tienda.

—Fue demasiado fácil, a mi entender —comentó Catti-brie mientras se dirigían, tambaleándose en lo alto de sus monturas de largas piernas, hacia el primer poste—. Podría haber obtenido más por los animales.

—¡Seguro que son robados! —se rio Bruenor, puesto que para él era evidente.

Pero Drizzt no estaba tan convencido.

—Un mercader como él hubiera intentado obtener el mejor precio incluso por una mercancía robada —contestó—. Y, según todo lo que sé sobre este tipo de negocios, debería haber contado el dinero.

—¡Bah! —gruñó Bruenor, que luchaba por que su montura avanzara en línea recta—. ¡Probablemente le pagaste más de lo que valen!

—Entonces, ¿qué? —preguntó Catti-brie a Drizzt, pues estaba más de acuerdo con su razonamiento.

—Eso, ¿qué? —se dijo Wulfgar y, al instante, añadió—: Envió a ese ayudante goblin con un mensaje.

—Una emboscada —concluyó Catti-brie.

Drizzt y Wulfgar asintieron.

—Eso parece —confirmó el bárbaro.

Bruenor consideró la posibilidad.

—¡Bah! —exclamó al fin—. No tiene tanta inteligencia como para planear algo así.

—Lo cual podría hacerlo todavía más peligroso si fuera cierto —respondió Drizzt, echando un último vistazo a la ciudad de Memnon.

—¿Volvemos? —preguntó el enano, que no deseaba descartar de buenas a primeras las preocupaciones de Drizzt, aparentemente serias.

—Si nuestras sospechas demuestran ser falsas y perdemos la caravana… —les recordó Wulfgar.

—¿Podrá esperar Regis? —añadió Catti-brie.

Bruenor y Drizzt intercambiaron una mirada.

—Adelante —determinó finalmente el drow—. Ya veremos lo que podemos aprender.

—En ningún lugar aprenderás tanto como en una tierra que sea muy diferente a la tuya —comentó Wulfgar, repitiendo las palabras de Drizzt de aquella mañana.

Después de pasar el primer poste, sus sospechas no se desvanecieron. En un ancho cartel adosado podía leerse, en veinte idiomas diferentes, la ruta que debían coger. Una vez más, los amigos meditaron sobre sus posibilidades y, de nuevo, se vieron atrapados por la falta de tiempo. Decidieron continuar avanzando durante una hora. Si para entonces no habían hallado señales de la caravana, volverían a Memnon para «hablar» del asunto con Sali Dalib.

En el siguiente poste podía leerse la misma indicación, y en el otro también. Cuando pasaron el quinto, el sudor les empapaba la ropa y les escocía en los ojos, y la ciudad había quedado fuera de la vista, perdida en algún lugar tras el polvoriento calor de las dunas. Sus monturas no les ayudaban mucho a mejorar el viaje. Los camellos eran unos animales difíciles, y más todavía si los conducía alguien inexperto. En especial, el dromedario de Wulfgar tenía en muy mal concepto a su jinete, pues esos animales prefieren elegir su propia ruta, y el bárbaro, con sus poderosos brazos y piernas, lo forzaba a avanzar por donde él quería. En dos ocasiones, giró la cabeza hacia atrás y escupió a Wulfgar en el rostro.

El bárbaro intentaba tomárselo con calma, pero no pudo impedir que su mente fantaseara un rato con la posibilidad de aplastarle el cráneo con su martillo.

—¡Alto! —gritó Drizzt cuando se introdujeron en una hondonada entre dos dunas. El drow levantó los brazos para que sus sorprendidos amigos miraran al cielo, donde varios buitres habían empezado a volar perezosamente en círculos.

—Hay carroña cerca de aquí —supuso Bruenor.

—O pronto la habrá —respondió Drizzt en tono serio.

Mientras hablaba, las dunas que los rodeaban se transformaron de repente, y lo que hasta entonces había sido un perfil difuso de arena tórrida, se convirtió en las siluetas de varios jinetes, con las espadas curvas alzadas que brillaban a la luz del sol.

—Una emboscada —dijo Wulfgar lisa y llanamente.

Sin sorprenderse demasiado, Bruenor observó a su alrededor para contar rápidamente a los atacantes.

—Cinco para cada uno —susurró a Drizzt.

—Siempre nos ocurre igual —contestó el drow mientras descolgaba con lentitud el arco de su hombro y lo preparaba.

Los jinetes permanecieron inmóviles durante largo rato, observando a su presa.

—¿Crees que quieren hablar? —preguntó Bruenor, en un intento de poner un toque de humor a aquella difícil situación.

»No —se contestó a sí mismo al ver que ninguno de los otros tres esbozaba una sonrisa.

El jefe de los jinetes gritó una orden y al instante se lanzaron todos al ataque.

—¡Maldito sea este mundo! —gruñó Catti-brie mientras cogía a Taulmaril de su hombro y descendía del camello—. Todo el mundo quiere luchar. ¡Venid, pues! —les gritó—. ¡Pero antes haremos que la lucha sea un poco más equilibrada!

El arco mágico entró en acción, enviando una flecha tras otra contra la horda que descendía por las dunas, y los jinetes iban cayendo uno tras otro.

Bruenor soltó una exclamación al ver la reacción de su hija, cuyo rostro había adoptado de pronto una expresión severa y salvaje.

—¡La muchacha tiene razón! —exclamó, descendiendo de su montura—. ¡Uno no puede luchar encima de estos bichos!

En cuanto saltó al suelo, el enano extrajo de su bolsa dos frascos de aceite.

Wulfgar siguió las indicaciones de su tutor, y se dispuso a utilizar el costado de su dromedario como barricada; pero el bárbaro pronto descubrió que su montura era su primer enemigo, pues el enojado animal giró la cabeza y le clavó la dentadura en el antebrazo.

El arco de Drizzt se unió al instante a la mortífera canción de Taulmaril, pero en cuanto vio que los jinetes se acercaban, el drow decidió emplear otro sistema. Valiéndose del terror que inspiraba la fama de su gente, el elfo se quitó la máscara, se echó hacia atrás la capucha y se incorporó en su montura, con un pie en cada joroba. Los jinetes que estaban más cerca de Drizzt se detuvieron en seco ante la súbita aparición de un elfo drow.

Los que venían por los otros tres flancos desistieron rápidamente, a pesar de que superaban en número a los cuatro amigos.

Wulfgar se quedó mirando incrédulo a su dromedario y, luego, le propinó un puñetazo entre los ojos. El animal soltó a su presa con rapidez y apartó la cabeza, aturdido.

Pero Wulfgar todavía no había acabado con aquella bestia traidora. Vio que tres jinetes se acercaban a él y decidió enfrentarlos contra su otro enemigo. Se colocó debajo del dromedario y lo alzó en el aire.

Acto seguido, sus músculos se tensaron mientras lo lanzaba contra ellos y, de un salto, se apartó del amasijo de caballos, jinetes, dromedario y arena que había organizado.

Al instante, tenía a Aegis-fang en las manos y se introdujo con rapidez en aquel caos, aplastando a los bandidos antes de que se dieran cuenta de qué era lo que los había atacado.

Dos de ellos se abrieron paso entre los otros camellos, que iban ahora sin jinete, para alcanzar a Bruenor; pero Drizzt intervino y atacó primero. Invocando a su habilidad mágica, el drow creó un globo de tinieblas frente a los bandidos que se lanzaban a la carga. Intentaron detenerse en seco, pero aun así, se precipitaron de cabeza en la oscuridad.

Aquello dio a Bruenor el tiempo que necesitaba. Con ayuda de una yesca, consiguió que saltara una chispa sobre los trapos que había introducido en los frascos de aceite y lanzó aquellas improvisadas granadas en llamas contra el globo de tinieblas.

Ni siquiera el resplandor de las consiguientes explosiones pudo verse a través del hechizo de Drizzt, pero al oír los gritos que salían del interior, Bruenor supo que su amigo había dado en el blanco.

—¡Gracias, elfo! —gritó el enano—. ¡Me alegro de estar de nuevo contigo!

—¡Detrás de ti! —fue la respuesta de Drizzt, pues mientras Bruenor hablaba, un tercer jinete había rodeado el globo de oscuridad y se abalanzaba sobre el enano. Bruenor instintivamente se hizo un ovillo, colocando el escudo de oro sobre su cabeza.

El caballo tropezó contra Bruenor y cayó de bruces, lanzando a su jinete por encima de su cabeza.

El fuerte enano se puso en pie y se sacó la arena que se le había metido en las orejas. Aquel golpe seguramente le dolería cuando se le pasara el efecto de la adrenalina que ahora corría por sus venas; pero, por el momento, lo único que Bruenor sentía era rabia. Enarbolando su hacha de mithril, se lanzó a la carga sobre el jinete, que en ese momento también se estaba incorporando.

En el preciso instante en que Bruenor iba a empezar su carnicería, una línea de plata pasó sólo un poco más arriba de su hombro y se incrustó en el bandido. El enano, incapaz de detener el impulso que llevaba, pasó por encima del cuerpo muerto del jinete y cayó de bruces.

—¡La próxima vez, avísame antes, muchacha! —gruñó a Catti-brie, escupiendo arena por la boca.

Pero la joven tenía sus propios problemas. Al oír el estampido de un caballo a sus espaldas, se agachó mientras soltaba una flecha. Una espada curva silbó al pasar junto a su cabeza, rozándole la oreja, y el jinete siguió adelante.

Catti-brie se disponía a lanzar otra flecha contra el hombre, pero de pronto vio que otro bandido se acercaba a ella por detrás, con una lanza envenenada y un pesado escudo protegiéndole el cuerpo.

Catti-brie y Taulmaril fueron más rápidos. Al instante, otra flecha se tensó en el arco mágico y salió volando. Alcanzó el pesado escudo del bandido, pasó a través y derribó al hombre indefenso, que cayó de su montura para hundirse en el reino de la muerte.

El caballo sin jinete continuaba avanzando. Catti-brie lo cogió de las riendas y subió a la silla para perseguir al bandido que le había rozado la oreja con su espada.

Drizzt permanecía todavía de pie sobre su camello, erguido como una torre sobre sus enemigos; esquivaba desafiante los ataques de los jinetes que se acercaban a él, mientras las dos cimitarras mágicas ejecutaban una danza de muerte hipnotizadora. Una y otra vez, los bandidos creían encontrar un hueco en las defensas del elfo, pero sus lanzas y espadas no alcanzaban más que aire y, de pronto, descubrían que Centella o la otra cimitarra mágica habían trazado una línea limpia en sus gargantas cuando se alejaban a galope.

Dos jinetes se acercaban a él a la vez, uno por el costado del camello y el otro por su espalda. El ágil drow giró en redondo, manteniendo a la perfección el equilibrio, y al cabo de unos segundos ambos jinetes, en lugar de atacar, se disponían a defenderse.

Wulfgar acabó con el tercero de los bandidos que había tumbado y luego se alejó de aquel amasijo, para encontrarse de nuevo con su obstinado dromedario que le cortaba el paso. Volvió a golpear a aquella bestia inmunda, esta vez con Aegis-fang, y el animal cayó al suelo junto a los bandidos.

Cuando la batalla tocaba ya a su fin, lo primero en que reparó el bárbaro fue en Drizzt. Se quedó maravillado ante la magnífica danza de las espadas del drow, que giraban en el aire para rechazar el ataque de una espada curva o para conseguir que uno de los dos oponentes perdiera el equilibrio. Que Drizzt acabara con ambos era ya cuestión de segundos.

En aquel momento, Wulfgar desvió la vista del drow y vio que otro jinete se acercaba al galope, con la espada alzada para atacar a su amigo por la espalda.

—¡Drizzt! —gritó el bárbaro mientras le lanzaba a Aegis-fang.

Al oír el grito, Drizzt pensó que Wulfgar se hallaba en un apuro, pero al ver que el martillo de guerra volaba por los aires en dirección a sus rodillas, comprendió la situación al instante. Sin titubear, dio un salto mortal y se lanzó contra sus enemigos.

El jinete que se acercaba por detrás ni siquiera tuvo tiempo de lamentarse de que su presa se hubiera escapado, pues el martillo de guerra pasó por encima de la joroba del camello y se incrustó de lleno en su rostro.

El salto de Drizzt resultó beneficioso para su lucha, contra sus otros dos atacantes, pues los pilló por sorpresa. Al ver que titubeaban un segundo, el drow, mientras estaba todavía en el aire, se decidió a caer sobre ellos con las cimitarras hacia abajo.

Centella se incrustó profundamente en el pecho de uno de ellos. El otro bandido consiguió esquivar la segunda, pero se encontraba lo suficientemente cerca de Drizzt para que éste pudiera colocar la empuñadura de su arma bajo el brazo del hombre. Ambos jinetes se precipitaron sobre la arena, junto con Drizzt, pero sólo el drow consiguió caer de pie. Las cimitarras se cruzaron en el aire y atacaron de nuevo, esta vez para acabar el combate.

Al ver que el corpulento bárbaro estaba desarmado, otro jinete se dirigió contra él. Wulfgar vio cómo se acercaba y se preparó para un ataque desesperado. Cuando tuvo al caballo frente a él, el bárbaro se echó hacia la derecha, fuera del alcance del brazo armado del bandido, tal como éste esperaba que hiciera. Pero, acto seguido, Wulfgar cambió de dirección y se lanzó hacia el caballo.

El bárbaro resistió el golpe. Rodeó el cuello del caballo con las manos, colocó las piernas entre las patas delanteras del animal y, aprovechando el ímpetu que llevaba, hizo tropezar al caballo. Entonces, el poderoso bárbaro empujó con todas sus fuerzas y obligó al caballo y al bandido a pasar por encima de su cabeza.

El aturdido jinete no tuvo tiempo de reaccionar, aunque consiguió soltar un alarido mientras el caballo caía encima de él. Cuando el animal se revolvió hacia un lado, el bandido estaba enterrado en la arena hasta la cintura, con las piernas agitándose de forma grotesca en el aire.

Bruenor observaba impaciente a su alrededor en busca de alguien con quien luchar, mientras se sacaba la arena de las botas y de la barba. Sentados en sus monturas, muchos bandidos habían observado con superioridad al pequeño enano, ¡pero ahora la mayoría había muerto!

Bruenor se apartó de la protección que le ofrecían los camellos y empezó a agitar el hacha y el escudo para llamar la atención de los enemigos. Vio que un jinete se disponía a huir de tan terrible escenario.

—¡Eh! —se burló Bruenor—. ¡Tu madre es una ramera amante de otros!

El bandido no podía dejar pasar la oportunidad de responder a aquel insulto, y más creyendo que tenía todas las ventajas sobre aquel enano que iba a pie. Así que se abalanzó sobre Bruenor y lo atacó con su espada.

Bruenor alzó el escudo de oro para parar el golpe y luego pasó por delante del caballo. El jinete dio la vuelta para atacarlo por el otro lado, pero el enano aprovechó su pequeña estatura para pasar por debajo del vientre del caballo y volver al mismo lugar donde se encontraba instantes antes. Entonces levantó el hacha por encima de su cabeza y alcanzó al confuso jinete en la cadera. Cuando el bandido se encogió sobre su montura debido al dolor, Bruenor alzó el brazo que sostenía el escudo y, tras agarrar al hombre por el turbante y los cabellos, lo bajó de su silla. Con un gruñido de satisfacción, el enano le cortó el cuello.

—¡Demasiado fácil! —protestó Bruenor, dejando caer el cuerpo al suelo. Observó a su alrededor en busca de otra víctima, pero la batalla había finalizado. No quedaba un solo bandido en la hondonada, y tanto Wulfgar, con Aegis-fang en las manos, como Drizzt permanecían en pie.

—¿Dónde está mi niña? —gritó Bruenor.

Drizzt lo tranquilizó con la mirada y señaló a la lejanía.

En la cima de una duna, Catti-brie estaba sentada sobre el caballo del que se había apropiado, y observaba el desierto con Taulmaril tensado en las manos.

Varios jinetes huían al galope a través del desierto y otro yacía muerto al otro lado de la duna. Catti-brie apuntó a uno de ellos, pero de pronto se dio cuenta de que, a sus espaldas, la lucha había acabado.

—Ya es suficiente —susurró, desviando levemente el arco hacia un lado y enviando la flecha por encima del hombro del bandido que huía.

«Ya ha habido demasiadas muertes hoy», pensó.

Observó la carnicería en que se había convertido el campo de batalla y luego desvió la vista hacia los hambrientos buitres que, pacientemente, sobrevolaban en círculo la zona. Bajó los brazos y la firmeza que reflejaba su serio semblante se desvaneció.