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El que paga, manda

Los muelles se extendían en todas direcciones hasta perderse en el horizonte, las velas de miles de embarcaciones salpicaban las aguas azul pálido del mar Resplandeciente y les costaría horas atravesar la ciudad, que se extendía ante sus ojos, entrasen por la puerta que fuese. Calimport, la ciudad más grande de todos los Reinos, era una desordenada aglomeración de chabolas y templos colosales, de altas torres que se alzaban sobre casitas bajas de madera. El lugar constituía el eje central de la costa del sur, un vasto mercado cuyas dimensiones multiplicaban varias veces el tamaño de Aguas Profundas.

Entreri condujo a Regis fuera de los muelles y entraron en la ciudad. El halfling no ofrecía resistencia; estaba demasiado inmerso en las fuertes emociones que le producían los olores, las imágenes y los sonidos de aquella ciudad, porque eran únicos. Incluso el terror que sentía al pensar que tendría que enfrentarse al bajá Pook quedaba difuminado entre el torbellino de recuerdos que lo asaltaban al retornar a su antiguo hogar.

Había pasado toda su niñez en esa ciudad, como huérfano sin hogar, rapiñando comida por las calles y durmiendo acurrucado junto a las hogueras de escombros que los demás vagabundos encendían en los callejones durante las noches más frías. Pero Regis había tenido siempre una ventaja sobre los demás mendigos de Calimport. Desde pequeño, poseía un encanto indudable y una racha de buena suerte que parecía acompañarlo siempre. Los harapientos chiquillos con los que había convivido se limitaron a sacudir la cabeza maliciosamente el día en que su compañero halfling fue contratado por uno de los muchos burdeles de la ciudad.

Las «damas» trataban a Regis con gran cariño; le dejaban hacer tareas menores de limpieza y de cocina a cambio de un estilo de vida que sus viejos amigos sólo podían contemplar con envidia. Reconociendo el potencial carismático del halfling, las damas incluso lo presentaron al hombre que iba a ser su tutor y que lo iba a convertir en uno de los mejores ladrones que la ciudad había conocido nunca: el bajá Pook.

El nombre retornó de golpe a la mente de Regis como si le hubieran abofeteado la cara, y se sintió de nuevo inmerso en la terrible realidad que lo aguardaba. Regis había sido el ladronzuelo favorito de Pook, el orgullo y la alegría del jefe de la cofradía; pero eso no haría más que empeorar las cosas para el halfling ahora, Pook nunca le perdonaría su traición.

De repente, mientras Entreri lo conducía por La Ronda del Tunante, un recuerdo todavía más vivo hizo que le temblaran las piernas. En el extremo más alejado, junto al callejón sin salida y encarado hacia la entrada de la calle, se erguía un edificio de madera de aspecto sencillo, con una única puerta sin rótulo. Pero Regis conocía las maravillas que se ocultaban detrás de aquella fachada tan poco pretenciosa.

Y los horrores.

Entreri lo cogió por el cuello y lo empujó hacia adelante, sin aminorar el paso.

—Ahora, Drizzt, ahora —susurró Regis, rezando por que sus amigos estuvieran en los alrededores, dispuestos a realizar un plan a la desesperada en el último minuto. Pero Regis sabía que sus plegarias no encontrarían respuesta esta vez. Finalmente había llegado el día en que se había hundido tan profundamente en el barro que no podía escapar.

Dos guardias disfrazados de vagabundos se situaron frente a la pareja que se acercaba a la puerta. Entreri permaneció en silencio, pero les dirigió una mirada asesina.

Los guardias parecieron reconocerlo. Uno de ellos se apartó de un salto, tropezando con sus propios pies, mientras el otro se precipitaba hacia la puerta y llamaba con gran estrépito. Se abrió la mirilla y el hombre murmuró algo a quien estaba en el interior. Un instante después, la puerta se abrió de par en par.

Encontrarse de nuevo en la cofradía de ladrones fue un golpe demasiado fuerte para el halfling. La oscuridad se arremolinó a su alrededor y cayó desmayado en brazos del asesino, que lo sostenía con garras de hierro. Sin mostrar ningún tipo de emoción ni de sorpresa, Entreri se puso a Regis sobre el hombro como si fuera un fardo. Acabó de cruzar el umbral, atravesó la entrada y descendió el tramo de escaleras que había al fondo.

Dos guardias más se acercaron para escoltarlo, pero Entreri los apartó de un empujón y continuó avanzando. Habían pasado tres largos años desde que Pook lo había enviado en busca de Regis, pero el asesino conocía el camino. Atravesó varias habitaciones, descendió otro piso y luego empezó a subir lentamente por una larga escalera de caracol. Pronto alcanzó de nuevo el nivel de la calle, pero siguió subiendo en dirección a las estancias superiores del edificio.

Regis recobró la conciencia, pero su mente continuaba sumida en la confusión. Observó a su alrededor desesperado a medida que las imágenes se iban aclarando y recordaba de nuevo dónde se encontraba. Entreri lo tenía cogido por los tobillos y la cabeza del halfling se balanceaba en mitad de la espalda del asesino, con las manos a pocos centímetros de la daga de pedrería. No obstante, Regis sabía que, aunque hubiera podido coger el arma con la suficiente rapidez, no tenía posibilidad alguna de escapar…, no mientras estuviera en brazos de Entreri, con dos guardias detrás y los ojos curiosos que lo observaban desde cada una de las puertas que iban encontrando a su paso.

Los rumores habían corrido por la cofradía con más rapidez de lo que andaba Entreri.

Regis asomó la cabeza por un costado de su porteador y echó una ojeada a lo que había por delante. Llegaron a un vestíbulo donde, sin hacer preguntas, cuatro guardias más se alejaron para abrir la puerta que conducía a un corredor que acababa en una recargada puerta de hierro.

La puerta del bajá Pook.

La oscuridad se cernió sobre Regis una vez más.

Cuando Entreri se introdujo en la estancia, descubrió que lo estaban esperando.

Pook se encontraba cómodamente sentado en su trono, con LaValle a su lado y su leopardo favorito tumbado a sus pies, y ninguno de ellos parpadeó siquiera ante la súbita aparición de los dos asociados a los que hacía tanto tiempo que no veían.

El asesino y el jefe de la cofradía se observaron en silencio durante largo rato. Entreri examinó al hombre con gran cuidado. No esperaba encontrarse con un recibimiento tan formal.

Algo andaba mal.

Entreri descargó a Regis del hombro y alargó los brazos sujetándolo todavía por los tobillos, como si presentara un trofeo. A sabiendas de que el halfling todavía no había recuperado la conciencia, Entreri soltó a su presa, y Regis cayó pesadamente al suelo.

Su gesto consiguió arrancar una risita de los labios de Pook.

—Han sido tres largos años —dijo el jefe de la cofradía, rompiendo la tensión que había en el ambiente.

Entreri asintió.

—Te dije desde el principio que esta misión llevaría tiempo. El ladronzuelo huyó hasta el otro extremo del mundo.

—Pero no pudo escapar de tus garras, ¿verdad? —respondió Pook, con cierto sarcasmo—. Has realizado tu tarea de forma excepcional, maestro Entreri, como siempre. Se te recompensará como prometí. —Pook asumió de nuevo un aire ausente, frotándose los labios con un dedo y observando a Entreri con suspicacia.

Éste no se explicaba por qué el bajá lo trataba de un modo tan despectivo, después de esos difíciles años que había tenido que pasar y de haber ejecutado con éxito la misión. Regis había conseguido huir de las garras del jefe de la cofradía durante más de media década, antes de que Pook decidiera por fin enviar a Entreri en su búsqueda, y, por ello, el asesino no consideraba que tres años hubieran sido demasiados para llevar a cabo la misión.

Además, a él no le gustaban los enigmas.

—Si hay algún problema, dímelo —soltó sin rodeos.

Había un problema —respondió Pook en tono misterioso.

Entreri dio un paso hacia atrás, perplejo…, y eso le había ocurrido muy pocas veces en su vida.

En aquel momento, Regis empezó a moverse y consiguió incorporarse un poco; se sentó junto a Entreri, pero los dos hombres, enfrascados en una conversación tan importante, no le prestaron la menor atención.

—Te seguían —explicó Pook, que sabía que no podía continuar durante mucho tiempo aquel juego burlón con el asesino—. ¿Amigos del halfling quizá?

Regis aguzó el oído.

Entreri se tomó su tiempo para meditar la respuesta. Adivinaba lo que Pook quería decir y no era difícil para él suponer que Oberon había dado más detalles al jefe de la cofradía sobre su regreso con el halfling. Se anotó mentalmente que, la próxima vez que visitara Puerta de Baldur, tenía que explicar a Oberon los límites exactos del espionaje y las restricciones de la lealtad. Nadie se interponía en el camino de Entreri una segunda vez.

—No importa —dijo por fin Pook, al ver que no había respuesta—. No nos molestarán más.

Regis se sintió desfallecer. Aquéllas eran las tierras del sur, el hogar del bajá Pook. Si se había enterado de los planes de sus amigos, sin duda podía haberlos eliminado.

Entreri llegó también a la misma conclusión. Luchó por mantener la calma mientras una oleada de rabia crecía en su interior.

—Yo me ocupo de mis propios asuntos —gruñó finalmente a Pook y, por su tono de voz, el jefe comprendió que el asesino había estado realizando un juego privado con sus perseguidores.

—¡Y yo de los míos! —respondió el bajá, irguiéndose en su trono—. ¡Desconozco la relación que pueda haber entre ese elfo y ese bárbaro y tú, Entreri, pero no tienen nada que ver con mi rubí! —Recobró enseguida la compostura y se recostó en el trono, consciente de que empezaba a ser peligroso seguir con aquella discusión—. No podía correr el riesgo.

La tensión desapareció de los músculos de Entreri. No deseaba entablar una lucha con Pook y no podía hacer nada por cambiar lo que ya había sucedido.

—¿Cómo lo hiciste? —preguntó.

—Piratas —contestó Pook—. Dankar me debía un favor.

—¿Te lo han confirmado?

—¿Por qué te preocupas? —preguntó a su vez Pook—. Estás aquí. El halfling está aquí. Mi colgan… —Se detuvo de pronto, al caer en la cuenta de que todavía no había visto el rubí.

Ahora le tocó el turno a Pook de empezar a sudar e inquietarse.

—¿Está confirmado? —preguntó Entreri de nuevo, sin hacer movimiento alguno para coger la gema que colgaba, oculta, alrededor de su cuello.

—Todavía no —balbució Pook—, pero enviaron tres barcos. No puede haber ninguna duda.

Entreri disimuló una sonrisa. Conocía de sobra al poderoso drow y al bárbaro para creerlos todavía vivos mientras no viera sus cuerpos con sus propios ojos.

—Sí que puede haber una duda —murmuró en voz inaudible. Pasó la cadena de la joya por la cabeza y la tendió al jefe de la cofradía.

Pook la cogió con manos temblorosas y por el modo en que brillaba el rubí supo de inmediato que se trataba de la gema auténtica. ¡Cuánto poder abarcaría ahora! ¡Con el mágico rubí entre las manos, Artemis Entreri de nuevo a su lado y los hombres rata de Rassiter bajo su control, nadie podría detenerlo!

LaValle colocó una mano tranquilizadora sobre el hombro de su jefe. Pook no pudo evitar sonreír al pensar en su creciente poder y desvió la vista hacia él.

—Tendrás tu recompensa como prometí —dijo de nuevo a Entreri en cuanto se hubo serenado un poco—. ¡Y quizá más!

Entreri hizo una reverencia.

—Me alegro de haber vuelto, Pook —contestó—. Siempre es bueno estar en casa.

—En cuanto al elfo y al bárbaro… —dijo Pook, quien de pronto empezaba a sentirse culpable por haber desconfiado del asesino.

—Una tumba de agua les servirá igual que los nichos de Calimport —lo interrumpió Entreri abriendo las manos—. Será mejor que no nos preocupemos por lo que dejamos atrás.

La sonrisa de Pook se ensanchó en su rostro redondo.

—De acuerdo, bienvenido entonces —dijo alegremente—. Sobre todo cuando nos espera un asunto tan complaciente como éste. —Desvió la vista hacia Regis, pero el halfling que permanecía sentado en el suelo junto a Entreri, no lo advirtió.

Regis intentaba todavía asimilar las noticias sobre sus amigos. En aquel momento, no le preocupaba en lo más mínimo cómo sus muertes iban a afectar a su propio futuro…, o mejor dicho, a su falta de futuro. Lo único en que pensaba era que se habían ido. Primero Bruenor en Mithril Hall, después Drizzt y Wulfgar, y quizá también Catti-brie. Ante esto, las amenazas de Pook le parecían vacías. ¿Qué podía hacerle el bajá que lo hiriese más que esas pérdidas?

—He pasado muchas noches en blanco pensando en cómo me habías decepcionado —dijo la voz del bajá—. ¡Y muchas más pensando en cómo iba a hacértelo pagar!

La puerta se abrió de par en par, interrumpiendo la línea de pensamiento de Pook, pero el jefe de la cofradía no tenía que levantar la vista para saber quién se atrevía a entrar sin permiso. Únicamente un hombre en toda la cofradía podía tener un descaro semejante.

Rassiter irrumpió en la estancia y rodeó la habitación para examinar a los recién llegados.

—Saludos, Pook —dijo en tono desenvuelto, con los ojos fijos en la severa mirada del asesino.

El bajá no respondió, pero apoyó la barbilla en la palma de la mano y se quedó a la expectativa. Había estado imaginando aquel encuentro durante mucho tiempo.

Rassiter era casi treinta centímetros más alto que Entreri, lo cual no hacía más que incrementar la actitud altiva del hombre rata. Al igual que muchos hombretones de mente simple, solía confundir el tamaño con la fuerza, y al tener que inclinar la cabeza para observar a aquel hombre que era una leyenda en las calles de Calimport —y, por lo tanto, su rival—, le hizo pensar que ya tenía ganada la primera baza.

—Así que tú eres el gran Artemis Entreri —dijo, en un tono de evidente desprecio.

Entreri no parpadeó. Toda su crueldad estaba impresa en sus ojos mientras su mirada seguía a Rassiter, que todavía caminaba en torno a él. Incluso Regis se asombró ante la osada actitud de aquel extraño. Nadie se había movido nunca con tanta altivez alrededor de Entreri.

—Saludos —dijo por fin el atrevido intruso, satisfecho de su examen, mientras hacía una reverencia—. Soy Rassiter, el asesor más próximo al bajá Pook y controlador de los muelles.

Entreri permaneció en silencio y levantó la vista hacia Pook como si buscara una explicación.

El jefe de la cofradía devolvió la mirada de curiosidad del asesino con una mueca y alzó las manos como si no supiera qué decir.

Rassiter se atrevió a dar incluso un paso más.

—Tú y yo —susurró a Entreri— podemos hacer grandes cosas juntos.

Fue a poner una mano en el hombro del asesino, pero Entreri lo contuvo con una mirada glacial, una mirada tan mortífera que incluso el altivo Rassiter empezó a comprender el peligro de su actitud.

—Ya verás que tengo mucho que ofrecerte —continuó, dando un cauteloso paso hacia atrás. Al ver que tampoco ahora iba a obtener respuesta, se volvió hacia Pook—. ¿Quieres que me encargue de ese ladronzuelo? —preguntó, esbozando una sonrisa amarillenta.

—Ése es mío, Rassiter —respondió Pook con firmeza—. ¡Quiero que tú y los tuyos apartéis vuestras peludas manos de él!

Entreri captó al instante el detalle.

—Por supuesto —replicó Rassiter—. En ese caso, tengo trabajo que hacer. Me voy.

Hizo una rápida reverencia y dio media vuelta para marcharse, no sin antes toparse una última vez con los ojos de Entreri. No podía sostener una mirada tan fría como aquélla, no podía mirar al asesino con una intensidad tan absoluta.

Incrédulo, Rassiter sacudió la cabeza mientras se alejaba, convencido de que Entreri no había parpadeado ni una sola vez.

—Tú te habías marchado. Mi rubí había desaparecido… —explicó Pook cuando la puerta se cerró de nuevo—. Rassiter me ha ayudado a conservar, e incluso ampliar, la fuerza de mi cofradía.

—Es un hombre rata —comentó Entreri, como si aquel hecho, por sí solo, pudiera atajar cualquier discusión.

—Es el jefe de su cofradía —contestó Pook—; pero sus hombres son suficientemente leales y fáciles de controlar. —Levantó el rubí ante él—. Aunque ahora será todavía más fácil.

Entreri no acababa de aceptar todo aquello, ni siquiera tras el inútil intento de Pook de dar una explicación. Quería tiempo para meditar sobre el nuevo curso de los acontecimientos, para hacerse una idea de cómo habían cambiado las cosas en la cofradía.

—¿Mi habitación? —inquirió.

LaValle se movió inquieto y echó una mirada fugaz hacia Pook.

—La he utilizado durante tu ausencia —balbució el mago—, pero ahora me están construyendo otra. —Desvió la vista hacia la puerta que recientemente habían abierto en la pared, entre el harén y la antigua habitación de Entreri—. Pronto la acabarán. Si quieres, puedo trasladarme en unos minutos.

—No es necesario —contestó Entreri, creyendo que era mejor dejar las cosas como estaban. En cualquier caso, deseaba alejarse un tanto de Pook para poder evaluar la situación que tenía frente a él y planear sus futuros movimientos—. Encontraré una habitación en el piso de abajo, donde pueda comprender mejor el nuevo ambiente de la cofradía.

LaValle se relajó y exhaló un suspiro de alivio.

Entreri cogió a Regis del cuello de la camisa.

—¿Qué debo hacer con éste?

Pook cruzó los brazos por delante del pecho y sacudió la cabeza.

—He pensado en un montón de torturas para castigar tu crimen —dijo, dirigiéndose a Regis—. En realidad, demasiadas, ya que de hecho no tengo ni idea de cómo hacerte pagar adecuadamente lo que me has hecho. —Levantó la vista hacia Entreri—. No importa —rio entre dientes—. Ya se me ocurrirá. Ponlo en las Celdas de los Nueve.

Regis volvió a sentirse mareado ante la mención de aquella infame mazmorra, la favorita de Pook. Era una cámara de terror que, por regla general, se reservaba para aquellos ladrones que asesinaban a otros miembros de la cofradía. Entreri sonrió al ver al halfling tan atemorizado ante la simple mención de aquel lugar. Lo levantó con facilidad del suelo y lo arrastró fuera de la habitación.

—No funcionó bien —comentó LaValle en cuanto Entreri hubo cerrado la puerta.

—¡Todo ha ido estupendamente! —protestó Pook—. Nunca había visto a Rassiter tan nervioso, y la escena ha sido mucho más agradable de lo que nunca hubiera imaginado.

—Si no va con cuidado, Entreri lo matará —respondió LaValle en tono serio.

Pareció que a Pook le divertía aquel pensamiento.

—Entonces tendremos que averiguar quién es el más adecuado para suceder a Rassiter. —Levantó la mirada hacia LaValle—. No temas, amigo mío, Rassiter es un experto. Durante toda su vida, las calles han sido su hogar y sabe cuándo y cómo escabullirse en la seguridad de las sombras. Pronto aprenderá cuál es su lugar junto a Entreri y demostrará al asesino el debido respeto.

Pero LaValle no estaba pensando precisamente en la seguridad de Rassiter…, en más de una ocasión había sopesado la idea de deshacerse él mismo del hombre rata. Lo que inquietaba al mago era la posibilidad de que se produjera una división más profunda en la cofradía.

—¿Qué ocurrirá si Rassiter vuelve el poder de sus aliados en contra de Entreri? —preguntó en un tono todavía más serio—. La guerra callejera que eso produciría daría lugar a una escisión en la cofradía.

Pook descartó aquella posibilidad con un ademán.

—Ni siquiera Rassiter es tan estúpido —respondió, mientras acariciaba el rubí, la valiosa clave que podía necesitar.

LaValle se relajó, satisfecho por la seguridad de su maestro y la habilidad de Pook para manejar una situación tan delicada. Como de costumbre, Pook tenía razón. Entreri había puesto nervioso al hombre rata con una sola mirada, lo cual favorecería a todos los que estaban implicados en el asunto. Tal vez ahora Rassiter actuaría más de acuerdo con su rango en la cofradía. Y, una vez que Entreri se instalara en aquel mismo piso, quizá las intrusiones del desagradable hombre rata se hicieran menos frecuentes.

Sí, era una suerte que Entreri estuviera de vuelta.

Las Celdas de los Nueve debían su nombre al hecho de tratarse de una habitación en cuyo centro habían construido nueve celdas, que formaban un cuadrado. Únicamente la del centro estaba vacía; en las demás se hallaba la colección más preciada del bajá Pook: unos enormes felinos de caza procedentes de todos los rincones de los Reinos.

Entreri puso a Regis en manos del carcelero, un gigante encapuchado, y permaneció a un lado para ver el espectáculo. El guardián ató el extremo de una gruesa soga alrededor del halfling, luego la colgó de una polea situada en el techo, en el centro de la celda, y a continuación ató el otro extremo a una manivela de la pared y lo elevó por encima de las celdas.

—Desátate cuando estés dentro —gruñó el carcelero a Regis, mientras lo empujaba hacia adelante—. Va, escoge el camino.

Regis avanzó con gran cautela por el borde de las celdas exteriores. Todas medían unos tres metros cuadrados y tenían unas oquedades excavadas en los muros, en las que dormían los felinos. Pero ninguna de las bestias dormía ahora y todas parecían sumamente hambrientas.

Siempre estaban hambrientas.

Regis eligió pasar entre un león blanco y un tigre de gran tamaño, pues ambas fieras parecían las menos dispuestas a escalar los seis metros de pared y clavarle las garras en los tobillos mientras avanzara. Deslizó un pie en la pared que separaba ambas celdas, de apenas diez centímetros de ancho, y luego titubeó, aterrorizado.

El carcelero dio un tirón de la cuerda que por poco lanza a Regis junto al león. Con gran reticencia, el halfling empezó a avanzar, concentrándose en colocar un pie delante del otro e intentando no hacer caso de los gruñidos y zarpazos que oía por debajo de él. Cuando estaba a punto de alcanzar la celda del centro, el tigre embistió con todo su peso contra la pared y la hizo temblar violentamente. Regis perdió el equilibrio y cayó, con un agudo chillido.

El carcelero tiró de la cuerda y lo detuvo a media caída, un instante antes de que quedara al alcance de las fauces del tigre. El halfling se estrelló contra el muro del otro lado y se golpeó las costillas, pero apenas sintió el dolor en un momento tan desesperado. Trepó como pudo por la pared, y se dejó caer al otro lado. Se quedó colgando justo en el centro de la celda del medio. El carcelero aflojó la cuerda.

Regis tanteó el suelo con los pies y se agarró a la cuerda, como si fuera la única salvación posible, pues se negaba a creer que tenía que permanecer en aquel lugar de pesadilla.

—¡Desátate! —ordenó el carcelero y Regis comprendió por su tono de voz que si desobedecía, sería mucho peor. Reticente, hizo lo que ordenaba el gigante.

—Buenas noches —se rio el carcelero, estirando la cuerda para que quedara fuera del alcance del halfling. Luego, el hombre encapuchado se marchó, junto con Entreri, tras apagar todas las antorchas de la habitación, cerrando de un portazo la puerta de hierro a sus espaldas. Regis se quedó solo y a oscuras con los ocho felinos hambrientos.

Los muros que separaban las celdas de los felinos eran sólidos, para evitar que los animales se hicieran daño unos a otros, pero la celda central estaba rodeada por unas amplias rejas…, con la suficiente separación entre los barrotes como para que los felinos pudieran pasar sus garras a través de ellos. Las ocho restantes tenían pues la misma facilidad de acceso a ella.

Regis no osaba moverse. La cuerda lo había depositado en el centro exacto de la celda, el único punto en el que quedaba fuera del alcance de los ocho felinos. Echó un vistazo a los ojos de los animales, que brillaban de forma salvaje en la penumbra. Hasta sus oídos llegaba el roce de las garras contra el suelo y en alguna ocasión llegó a sentir una ligera ráfaga de aire cuando alguno de ellos conseguía sacar lo suficiente una garra por entre los barrotes para intentar darle un zarpazo.

Y, cada vez que alguna de aquellas enormes garras arañaba el suelo junto a él, Regis tenía que hacer un esfuerzo por no pegar un brinco hacia atrás…, donde lo esperaba otra fiera.

En aquel lugar, los minutos parecían horas, y Regis se estremeció al pensar en los días que Pook podía mantenerlo allí. Por un momento, pensó que tal vez sería mejor acabar de una vez por todas, una idea que se les ocurría a todos los que castigaban a aquel lugar.

Sin embargo, al observar los felinos, Regis descartó esa posibilidad. Aunque hubiera podido convencerse de que una muerte rápida entre las fauces de un tigre era mejor que el destino que sin duda lo aguardaba, nunca hubiera podido reunir la valentía suficiente para hacerlo. Siempre había tenido un gran instinto de supervivencia, y no podía negar esa tozudez de su carácter que le impedía rendirse, por cierto que pareciese su futuro.

Al final se puso en pie, quieto como una estatua, y luchó por ocupar su mente con los recuerdos de su pasado más reciente, aquellos diez años que había vivido lejos de Calimport. Durante sus viajes, había participado en numerosas aventuras y había superado multitud de peligros. Regis se esforzó por rememorar aquellas batallas y aquellas huidas una y otra vez, intentando recobrar aquella excitación que había experimentado tantas veces…, y producir pensamientos activos que lo mantuvieran despierto.

Porque si el cansancio se apoderaba de él y caía al suelo, alguna parte de su cuerpo podía quedar demasiado cerca de uno de los felinos.

Más de un prisionero había recibido un zarpazo en el pie y había sido arrastrado hacia los barrotes para ser despedazado por aquellas fieras.

Los que sobrevivían a las Celdas de los Nueve no podían olvidar jamás las hambrientas miradas de aquellos dieciséis ojos resplandecientes.