Vientos calurosos
El Duende del Mar navegaba suavemente bajo un cielo azul radiante, envuelto en la perezosa calidez de los Reinos meridionales. Un viento fuerte henchía sus velas, y tan sólo seis días después de salir de Puerta de Baldur, el extremo occidental en la península de Tethyr estaba ya a la vista…, un viaje que por regla general se hacía en más de una semana.
Pero un mensaje creado por magos era todavía más rápido.
Deudermont dirigió el Duende del Mar hacia el centro del canal de Asavir, intentando mantener una distancia prudencial respecto a las cobijadas bahías de la península: bahías en las que, a menudo, se ocultaban piratas al acecho de barcos mercantes. El capitán procuraba también que hubiera una distancia de agua suficiente entre su barco y las islas del oeste: las Nelanther, las infames Islas de los Piratas. Se sentía a salvo en aquel concurrido trayecto marítimo, con la bandera de Calimport ondeando sobre su embarcación y la presencia de las velas de otros barcos mercantes que despuntaban a menudo en el horizonte, tanto detrás como delante del Duende del Mar.
Sirviéndose de un usual truco entre mercaderes, Deudermont se situó muy cerca de otro barco, para ocultar su propia embarcación. La embarcación que había elegido, menos manejable y más lenta que el Duende del Mar, y en cuyo mástil ondeaba la bandera de Murran, una pequeña ciudad de la costa de la Espada, constituiría un objetivo mucho más fácil para cualquier barco pirata que merodeara por la zona.
A veinticinco metros por encima del nivel del agua, cumpliendo con su turno en el puesto de vigía, Wulfgar veía con toda claridad la cubierta del barco que llevaban delante. Gracias a su fuerza y a su agilidad, el bárbaro se había acostumbrado deprisa a la vida de marinero, y colaboraba ansioso en todas las tareas como el resto de la tripulación. El trabajo que más le agradaba era el del puesto de oteador, aunque el habitáculo no estaba concebido para un hombre de su talla. Mecido por la cálida brisa y a solas, se sentía a gusto allí arriba. Se apoyaba en el mástil y, colocándose una mano en la frente a modo de visera, observaba las actividades de la tripulación del barco que les precedía.
Oyó que el vigía de proa gritaba algo al capitán, aunque no pudo distinguir las palabras, y luego vio que la tripulación empezaba a moverse frenéticamente de un lado a otro y que la mayoría acudían a proa para escudriñar el horizonte. Wulfgar se inclinó hacia adelante y se apoyó en la barandilla, para otear el mar hacia el sur.
—¿Cómo se sienten llevándonos casi a remolque? —preguntó Drizzt al capitán, que permanecía junto a él en el puente. Mientras Wulfgar se había relacionado estrechamente con la tripulación y su trabajo, Drizzt había entablado una sólida amistad con el capitán. Y, al comprender lo acertadas que eran siempre las opiniones del elfo, Deudermont compartía encantado con Drizzt sus conocimientos sobre su trabajo y sobre el mar—. ¿Se dan cuenta del papel que desempeñan como cebo?
—Saben que nuestro propósito es ocultarnos tras ellos, y su capitán, si es un marinero experimentado haría lo mismo si nuestras posiciones fueran a la inversa —contestó Deudermont—. Pero, de todas formas, nosotros también les proporcionamos cierta seguridad. La bandera de Calimport sirve para disuadir a muchos piratas.
—¿Y creen también que acudiremos en su ayuda si se produce un ataque? —inquirió con rapidez Drizzt.
Deudermont tenía la certeza de que a Drizzt le interesaba descubrir si el Duende del Mar iría en ayuda de otro barco. Había descubierto que el elfo tenía un hondo sentido del deber, y el capitán, de moral parecida, lo admiraba por ello. Sin embargo, las responsabilidades de Deudermont como capitán de una embarcación serían determinantes a la hora de actuar ante una situación hipotética semejante.
—Quizá —contestó.
Drizzt decidió no hacer más preguntas satisfecho al ver que Deudermont mantenía equilibrada la balanza entre el deber y la moral.
—¡Velas en el sur! —gritó Wulfgar desde arriba, y la mayor parte de la tripulación se acercó a la borda para otear el horizonte.
Los ojos de Deudermont se perdieron en la lejanía y luego desvió la vista hacia Wulfgar.
—¿Cuántas?
—¡Dos barcos! —le respondió Wulfgar—. ¡Llevan rumbo norte, y van muy separados!
—¿Por babor o por estribor? —preguntó el capitán.
Wulfgar observó unos instantes la trayectoria que seguían las embarcaciones y, al final, confirmó las sospechas de Deudermont.
—¡Pasaremos entre los dos!
—¿Piratas? —preguntó Drizzt, aunque conocía la respuesta.
—Eso parece —contestó el capitán. Las lejanas velas aparecieron finalmente ante los ojos de los hombres que se apiñaban en cubierta.
—No veo bandera alguna —dijo a su superior uno de los marineros que permanecía cerca del puente.
Drizzt señaló el barco mercante que llevaban frente a ellos.
—¿Es ése su objetivo?
Deudermont asintió con una mueca.
—Eso parece —repitió.
—Entonces, será mejor que nos unamos a ellos. Dos contra dos me parece una batalla más justa.
El capitán observó fijamente los ojos color de espliego de Drizzt y casi se sorprendió al ver en ellos un súbito brillo, ¿cómo podía hacer comprender a tan honrado guerrero su posición en aquel delicado trance? El Duende del Mar llevaba la bandera de Calimport. El otro barco, la de Murran. Difícilmente podían ser aliados.
—El asunto tal vez no llegue al límite —dijo a Drizzt—. La embarcación de Murran demostraría gran inteligencia si se rindiera pacíficamente.
Drizzt empezaba a comprender el razonamiento del capitán.
—¿Así que llevar la bandera de Calimport supone una serie de responsabilidades, no sólo beneficios?
Deudermont se encogió de hombros, con aspecto agotado.
—Piensa en las cofradías de ladrones de las ciudades que has conocido —le explicó—. Los piratas son muy parecidos…, una inevitable molestia. Si nos inmiscuimos en la lucha, desaparecerá el control que los piratas ejercen sobre sí mismos y lo más probable es que causemos más problemas de los necesarios.
—Y marcaríamos indefectiblemente a todos los barcos que navegan por el canal bajo bandera de Calimport —añadió Drizzt, sin mirar ya al capitán, pero con la vista fija en el espectáculo que tenía delante. La luz había desaparecido de sus ojos.
Deudermont colocó una mano sobre el hombro de Drizzt, meditando sobre el modo en que el elfo se asía a sus principios, unos principios que no le permitían aceptar a semejantes delincuentes.
—Si los piratas abordan este barco —dijo el capitán, atrayendo sobre él la mirada de Drizzt—, el Duende del Mar participará en la lucha.
Drizzt volvió a fijar la vista en el horizonte y golpeó suavemente la mano de Deudermont. El fuego de la impaciencia brilló de nuevo en sus ojos mientras Deudermont ordenaba a su tripulación que se preparase.
El capitán no esperaba en realidad que hubiera lucha. Había presenciado docenas de conflictos como éste y, por regla general, cuando los piratas sobrepasaban en número a sus víctimas, obtenían su botín sin derramamiento de sangre. Sin embargo, tras tantos años de experiencia en el mar, pronto se dio cuenta de que esta vez había algo extraño en la escena. Los barcos piratas mantuvieron su misma trayectoria, pasando demasiado lejos del barco de Murran para poder abordarlo. Al principio, Deudermont pensó que lo que pretendían era lanzar un ataque desde lejos, para dañar seriamente a su víctima, ya que una de las embarcaciones llevaba una catapulta preparada en la cubierta de popa, aunque un acto semejante parecía del todo innecesario.
Pero de pronto, el capitán comprendió la verdad. Los piratas no estaban interesados en el barco de Murran; su objetivo era el Duende del Mar.
Desde su elevada posición, Wulfgar también se dio cuenta de que los piratas pasaban de largo junto al barco que les precedía.
—¡Coged las armas! —gritó a la tripulación—. ¡Vienen por nosotros!
—Vas a tener la pelea que querías —dijo Deudermont a Drizzt—. Parece que la bandera de Calimport no va a protegernos esta vez.
Para los ojos de Drizzt, habituados a la oscuridad, los lejanos barcos no eran más que unas difusas manchas negras en el resplandor del agua, pero el drow podía adivinar con suficiente claridad lo que estaba ocurriendo. Aun así, no podía comprender la lógica de la elección de los piratas, aunque tenía la extraña sensación de que Wulfgar y él estaban relacionados con aquel repentino cambio de los acontecimientos.
—¿Por qué contra nosotros? —preguntó a Deudermont.
El capitán se encogió de hombros.
—Tal vez hayan oído que uno de los barcos con bandera de Calimport lleva un valioso cargamento.
La imagen de los fuegos artificiales estallando en la oscuridad de la noche en Puerta de Baldur pasó como un relámpago por la mente de Drizzt. ¿Una señal?, se preguntó de nuevo. Todavía no podía reunir todas las piezas del rompecabezas, pero sus sospechas lo conducían invariablemente a la teoría de que el bárbaro y él estaban implicados de una manera u otra en la elección del barco pirata.
—¿Lucharemos? —empezó a preguntar a Deudermont, pero al instante vio que el capitán ya estaba ultimando los planes.
—¡A estribor! —gritó Deudermont al timonel—. Dirígenos hacia el oeste, a las Islas de los Piratas. ¡Veremos si esos perros tienen estómago suficiente para pasar los arrecifes! —Ordenó que otro hombre ocupara el puesto de vigía, pues deseaba la fuerza de Wulfgar en cubierta para cumplir con otras tareas.
El Duende del Mar embistió contra las olas y se ladeó peligrosamente al cambiar de rumbo. El barco pirata situado al este, que ahora era el más alejado, viró a toda prisa para emprender su persecución, mientras el otro, de mayor tamaño, mantuvo la singladura, poniendo cada vez más al Duende del Mar al alcance de su catapulta.
Deudermont señaló la isla de mayor tamaño de entre las pocas que aparecían visibles en el oeste.
—Acércate a ella —ordenó al timonel—, pero ten cuidado con el gran arrecife. La marea está ahora baja, podrás verlo con facilidad.
Wulfgar saltó a cubierta al lado del capitán.
—Coge este cabo —le ordenó el capitán—. Te encargarás del palo mayor. ¡Si te ordeno que tires de él hazlo con todas tus fuerzas! No tendremos una segunda oportunidad.
Wulfgar cogió el pesado cabo con un gruñido de determinación y se lo enrolló alrededor de las manos y las muñecas.
—¡Fuego en el cielo! —gritó uno de los marineros, señalando hacia el sur, hacia donde estaba situado el barco pirata de mayor envergadura. Una bola de brea en llamas volaba hacia ellos y cayó en el agua con un siseo de protesta a pocos metros de la embarcación.
—Un disparo de rastreo —explicó Deudermont—, para indicarles nuestra posición.
Deudermont calculó la distancia que los separaba y cuánto podrían acercarse los piratas antes de que el Duende del Mar pudiera situarse detrás de la isla.
—Nos libraremos de ellos si podemos cruzar el canal entre el arrecife y esa isla —explicó a Drizzt, mientras asentía con la cabeza, como dando a entender que el proyecto le parecía posible.
Pero en el preciso instante en que el drow y el capitán empezaban a suspirar aliviados al ver una posible escapatoria, los mástiles de una tercera embarcación aparecieron frente a ellos por el oeste, precisamente en el canal por el que Deudermont había esperado huir. Este último barco tenía las velas arriadas y se disponía a abordarlos.
Deudermont abrió la boca absolutamente atónito.
—Nos estaban esperando —murmuró, volviéndose hacia el elfo—. Nos esperaban —repitió en tono desfallecido—. Sin embargo, no llevamos ningún cargamento valioso —prosiguió el capitán, pasados unos instantes, intentando encontrar la razón de aquel súbito curso de los acontecimientos—. ¿Por qué los piratas utilizan tres barcos para atacar a uno solo?
Drizzt conocía la respuesta.
Bruenor y Catti-brie continuaban su viaje ya sin sobresaltos. El enano manejaba con facilidad las riendas del carro de fuego y la niebla matutina se había desvanecido. Bordearon la costa de la Espada en dirección al sur, observando divertidos los barcos que sobrevolaban y las atónitas expresiones de todos aquellos marineros que levantaban la vista al cielo.
Poco después, cruzaron la desembocadura del río Chionthar, que daba acceso a Puerta de Baldur. Bruenor aminoró la marcha unos instantes, para meditar sobre un súbito impulso, y luego viró alejándose rápidamente de la costa.
—La dama nos ordenó que no nos apartáramos de la costa —le recordó Catti-brie en cuanto se dio cuenta del cambio de rumbo.
Bruenor asió el medallón mágico de Alustriel, que se había colgado del cuello, y se encogió de hombros.
—Esto me indica lo contrario —contestó.
Una segunda carga de disparos de rastreo se hundió en el agua, esta vez peligrosamente cerca del Duende del Mar.
—Podemos huir por allí —dijo Drizzt a Deudermont, puesto que el tercer barco aún no había izado las velas.
El experto capitán vio enseguida el punto débil de aquel razonamiento. El principal objetivo del barco que se acercaba desde las islas era obstaculizar la entrada al canal. Si bien era cierto que su barco podía pasar de largo ante la embarcación pirata, Deudermont tendría que conducir la suya a través del peligroso arrecife para llegar de nuevo a mar abierto. Y, una vez allí, estarían al alcance de la catapulta.
El capitán observó por encima del hombro. El barco pirata que quedaba, el más alejado hacia el este, tenía las velas henchidas de aire y cortaba el agua con más rapidez incluso que el Duende del Mar. Si una de aquellas bolas de fuego daba en el blanco y alguna de las velas de su nave resultaba dañada, pronto los alcanzarían.
De pronto, un nuevo y dramático problema acaparó la atención del capitán. Un rayo de luz atravesó la cubierta del Duende del Mar, desgarró varias cuerdas e hizo saltar astillas del palo mayor. La estructura se ladeó y gimió por la fuerza contraria que infligían las velas henchidas, pero Wulfgar consiguió afianzar los pies y estiró con toda su energía para contrarrestarla.
—¡Aguántalo! —lo animó Deudermont—. ¡Mantén nuestro rumbo, mantén nuestra fuerza!
—Tienen un mago —observó Drizzt, al darse cuenta de que el rayo procedía del barco que tenían delante de ellos.
—Eso me temía —replicó Deudermont con una mueca.
El ardiente fuego que brillaba en los ojos de Drizzt indicó a Deudermont que el elfo ya había decidido cuál iba a ser su primera tarea en aquella lucha, y, a pesar de que su desventaja era evidente, el capitán sintió un asomo de lástima por el mago.
Contemplando a Drizzt, a Deudermont se le ocurrió un plan desesperado y esbozó en secreto una sonrisa.
—Llévanos directamente al lado de babor de ese barco —ordenó al timonel—. ¡Lo bastante cerca como para que podamos escupirles a la cara!
—Pero capitán… —protestó el marinero—, ¡eso significa meternos de lleno en el arrecife!
—Justo lo que esos perros esperan que hagamos —fue la respuesta de Deudermont—. Dejémosles que piensen que no conocemos estas aguas; ¡que crean, si quieren, que las rocas harán el trabajo en su lugar!
Drizzt se sintió aliviado al escuchar el tono de seguridad con que hablaba el capitán. El viejo y obstinado lobo de mar tenía un plan en mente.
—¿Aguanta? —gritó Deudermont a Wulfgar.
El bárbaro asintió.
—¡Cuando te lo diga, tira, muchacho, como si tu vida dependiera de ello!
Junto al capitán, Drizzt musitó:
—Es cierto que de ello depende.
Desde el puente de su buque insignia, la rápida embarcación que se acercaba al Duende del Mar por el este, el pirata Dankar observó con inquietud la maniobra de su víctima. Conocía lo suficiente la reputación de Deudermont para saber que el capitán no iba a ser tan alocado como para situar su embarcación sobre un arrecife con la marea baja y bajo el brillante sol del mediodía. Deudermont pretendía luchar.
Dankar observó el barco de mayor tamaño y calculó el ángulo respecto al Duende del Mar. La catapulta podría lanzar dos tiros más, quizá tres, antes de que su objetivo quedara cubierto por el barco que obstaculizaba el acceso al canal. El propio buque de Dankar estaba aún a muchos minutos de distancia y el capitán pirata se preguntó cuánto daño sería capaz de infligir Deudermont a sus aliados, antes de que él pudiera acudir en su ayuda.
Pero Dankar apartó enseguida de su mente el cálculo de lo que le costaría la misión. Estaba llevando a cabo un favor especial para el jefe de una de las cofradías de ladrones más importantes de todo Calimport. ¡Fuera cual fuese el precio, el pago del bajá Pook lo superaría con creces!
Catti-brie observaba impaciente todos los barcos que iban apareciendo a la vista, pero Bruenor, convencido de que el medallón mágico lo conduciría hasta el drow, no les prestaba atención. El enano sacudía las riendas, intentando que los flamígeros caballos avanzaran todavía más deprisa. Como si se tratara de otra propiedad del medallón, Bruenor sentía que Drizzt se encontraba en un apuro y que el tiempo era esencial.
En aquel momento, el enano extendió uno de sus rechonchos dedos frente a él.
—¡Allí! —gritó en cuanto el Duende del Mar apareció a la vista.
Catti-brie no puso en duda su afirmación, sino que se limitó a examinar la dramática escena que se desarrollaba por debajo de ella.
Otra bola de fuego salió volando por los aires y alcanzó la parte de popa del Duende del Mar al nivel del agua, aunque no lo suficiente como para causarle serios daños.
Catti-brie y Bruenor vieron cómo se cargaba la catapulta de nuevo para realizar otro disparo; vieron a la brutal tripulación del barco situado en el canal, empuñando las espadas y dispuestos para el abordaje; y vieron también al tercer barco pirata que avanzaba a toda prisa para completar la emboscada.
Bruenor puso rumbo al sur, hacia el barco pirata de mayor envergadura.
—¡Primero, la catapulta! —gritó el enano, henchido de rabia.
Dankar, al igual que la mayoría de la tripulación de los demás barcos piratas, vio cómo el carro de fuego trazaba una estela en el cielo; pero el capitán y los marineros del Duende del Mar estaban demasiado inmersos en la desesperación de su propia situación como para preocuparse de otros acontecimientos. Sin embargo, Drizzt sí lanzó una ojeada al carro, al percibir un reluciente reflejo que bien podía proceder del único cuerno de un casco roto que sobresalía por encima de las llamas, y, por detrás, una silueta con los cabellos alborotados que le parecía más que familiar.
Pero tal vez fuera sólo un efecto de la luz y de las propias esperanzas de Drizzt. El carro se alejó dejando una estela de fuego y Drizzt lo apartó de su pensamiento, pues no tenía tiempo para meditar sobre ello.
La tripulación del Duende del Mar estaba alineada en la cubierta de proa y lanzaba flechas al barco pirata, con la esperanza de mantener al mago ocupado para evitar que volviera a atacar.
Un segundo rayo de luz salió disparado, pero el Duende del Mar se balanceaba violentamente, arrastrado por las olas que rompían en el arrecife, y el disparo del mago no causó más que un pequeño agujero en la vela mayor.
Deudermont miró esperanzado a Wulfgar, que, tenso y preparado, esperaba la orden.
Y en aquel momento, se cruzaron con el barco pirata, a apenas unos metros de distancia, y prosiguieron su loco avance, como si se dirigieran a una muerte segura en el arrecife.
—¡Tira! —gritó Deudermont, y Wulfgar obedeció, mientras todos los músculos de su corpulento cuerpo se contraían con fuerza y su rostro enrojecía por el súbito aflujo de sangre.
El palo mayor gimió, las vergas chirriaron y crujieron, y las velas llenas de viento empujaron en sentido contrario mientras Wulfgar se pasaba el cabo por encima del hombro y retrocedía inclinándose hacia atrás. El barco giró en el agua como sobre un eje y, cabalgando sobre una ola, la proa se dirigió hacia el barco pirata. A pesar de que habían presenciado la fuerza de Wulfgar en el río Chionthar, los hombres de la tripulación de Deudermont se aferraban desesperados a la borda y esperaban, con una mezcla de terror y respeto.
Y los asombrados piratas, que nunca hubieran podido sospechar que un barco navegando a toda vela pudiera trazar un giro semejante ni siquiera pudieron reaccionar. Se limitaron a observar, boquiabiertos, cómo la proa del Duende del Mar se hundía en su flanco de babor, entrelazando a las dos embarcaciones en un abrazo mortal.
—¡A por ellos! —gritó Deudermont.
Al instante, empezaron a volar ganchos por el aire, para afianzar la presa, y se colocaron planchas de abordaje.
Wulfgar se incorporó y cogió a Aegis-fang, que colgaba de su espalda. Drizzt también desenvainó sus cimitarras pero no pasó a la acción, sino que se dedicó a escudriñar la cubierta del barco enemigo. Al instante, sus ojos se detuvieron en un hombre que, aunque no iba vestido como un mago, por lo que podía ver iba desarmado.
El hombre empezó a moverse lentamente, como si invocara un hechizo, y las reveladoras chispas mágicas no tardaron en flotar en el aire a su alrededor.
Pero Drizzt fue más rápido. Sirviéndose de las habilidades innatas de su especie, el drow envolvió la silueta del mago con unas inofensivas llamas de color púrpura. Cuando el hechizo de invisibilidad surtió efecto, el cuerpo del mago desapareció de la vista.
Pero el purpúreo contorno aún estaba allí.
—¡El mago, Wulfgar! —gritó Drizzt.
El bárbaro se acercó corriendo a la borda del barco enemigo y examinó la cubierta. Pronto vislumbró el contorno mágico.
El mago, comprendiendo su fracaso, se ocultó tras unos barriles.
Wulfgar no titubeó. Con ayuda de Aegis-fang, los fue destrozando uno a uno; el poderoso martillo de guerra aplastaba fácilmente los toneles, haciendo volar trozos de madera y oleadas de agua, hasta que al final dio con su objetivo.
El martillo lanzó por los aires el cuerpo destrozado del mago, del que sólo era visible el contorno del fuego que había creado el drow y lo hizo caer por la borda opuesta.
Drizzt y Wulfgar se miraron y asintieron al unísono, profundamente satisfechos.
Entretanto, Deudermont se frotaba incrédulo los ojos.
Quizá tenían todavía una posibilidad.
Los piratas de las dos embarcaciones restantes dejaron sus tareas por un instante para observar el flamígero carro. Mientras Bruenor giraba por la popa del mayor de los barcos cargados con la catapulta y lo embestía desde atrás, Catti-brie tensaba la cuerda de su arco Taulmaril.
—Piensa en tus amigos —la animó Bruenor, al ver su indecisión. Hacía sólo unas semanas, Catti-brie se había visto obligada a matar a un ser humano y todavía no había podido asumirlo. Ahora, mientras se acercaban al barco, preparaba sus flechas que caerían como una mortífera lluvia sobre los indefensos marineros.
La muchacha inhaló una profunda bocanada de aire para calmarse y apuntó a un marinero, que permanecía con la boca abierta, sin saber que estaba a punto de morir.
Había otro sistema.
Por el rabillo del ojo, Catti-brie descubrió un blanco mejor. Desvió el arco hacia la popa del barco y disparó. La flecha de plata se incrustó en el brazo de la catapulta, hendiendo la madera, y su mágica energía dejó un agujero negro y humeante mientras lo atravesaba.
—¡Probad mis llamas! —gritó Bruenor, mientras dirigía el carro hacia abajo. El salvaje enano lanzó a sus flamígeros caballos contra la vela mayor, y dejó a su paso un humeante desgarrón.
El blanco de Catti-brie era perfecto; una y otra vez las flechas de plata se incrustaban en la catapulta. Cuando el carro de fuego atacó por segunda vez, los artilleros del barco intentaron reaccionar lanzando una bola de fuego; pero el brazo de madera de la catapulta estaba demasiado dañado para poder actuar con fuerza y sólo pudo lanzar la bola de brea a unos metros.
¡Y ésta fue a caer sobre la cubierta de su propio barco!
—¡Una pasada más! —gruñó Bruenor, observando por encima del hombro cómo las llamas rugían ahora en el mástil y la cubierta.
Pero Catti-brie tenía la vista fija frente a ella y contempló cómo el Duende del Mar se incrustaba en una de las embarcaciones y cómo el otro barco pirata acudía veloz a unirse a la contienda.
—¡No tenemos tiempo! —gritó—. ¡Nos necesitan allí!
Las espadas se entrechocaban mientras la tripulación del Duende del Mar luchaba contra los piratas. Uno de ellos, al ver que Wulfgar lanzaba su martillo de guerra, se precipitó sobre la embarcación y se acercó al indefenso bárbaro, creyendo que sería una presa fácil. Con la espada blandida frente a él, se lanzó contra Wulfgar.
El bárbaro esquivó con facilidad el golpe y, tras coger al hombre por la muñeca, lo agarró de los pantalones con la otra mano. Aprovechando el ímpetu que llevaba el pirata, lo cambió ligeramente de dirección y lo envió por el aire más allá de la borda. Dos piratas más, que al igual que su desafortunado compañero habían tenido la misma idea de atacar al bárbaro desarmado, se detuvieron en seco y fueron en busca de contrincantes mejor armados pero menos peligrosos.
En aquel momento, Aegis-fang retornó mágicamente a las impacientes manos de Wulfgar y el bárbaro se dispuso a atacar de nuevo.
Tres de los miembros de la tripulación de Deudermont, que intentaban pasar al barco enemigo por la plancha del centro, habían encontrado la muerte allí, y en ese momento los piratas se precipitaban por aquel frente libre para abordar la cubierta del Duende del Mar.
Drizzt Do’Urden detuvo aquella marea de hombres. Empuñó las cimitarras —Centella relucía con una encolerizada luz azul—, y subió de un salto al tablón de abordaje.
Al ver a un único y delgado contrincante que les barraba el paso, los piratas se precipitaron sobre él.
Pero su ímpetu se detuvo en seco cuando la primera fila de tres hombres cayó frente a ellos en un remolino de espadas, mientras se sujetaban la garganta o el estómago abierto de parte a parte.
Deudermont y el timonel, que en un principio corrieron en ayuda de Drizzt, se detuvieron para observar el espectáculo. Centella y su compañera se levantaban y embestían con febril velocidad y una precisión mortal. Otro pirata cayó al suelo, y otro, al ver cómo le desaparecía el arma de las manos, se lanzó al agua para escapar al terrible guerrero elfo.
Los cinco piratas restantes se quedaron petrificados con las bocas abiertas en mudos gritos de terror.
Deudermont y el timonel también dieron un paso atrás, sorprendidos y confusos, pues mientras Drizzt Do’Urden se concentraba en la batalla, la máscara mágica había realizado uno de sus trucos. Se había deslizado por el rostro del drow, revelando a todos su verdadera identidad.
—Aunque hagas arder todas sus velas, el barco no se hundirá —aseguró Cattibrie, mientras observaba cómo el tercer barco pirata reducía la distancia con las dos embarcaciones enlazadas a la entrada del canal.
—¿Las velas? —se burló Bruenor—. ¡Te aseguro que pensaba hacer algo más que eso!
Catti-brie se apartó del enano, para asimilar el significado de sus palabras.
—¡Estás loco! —exclamó, mientras Bruenor situaba el carro a la altura de la cubierta.
—¡Bah! ¡Detendré a esos perros! ¡Espera y verás!
—Ni hablar —respondió Catti-brie y, después de golpear cariñosamente al enano en la cabeza, se dispuso a realizar un plan alternativo. De un salto, se zambulló en el agua.
—Una muchacha encantadora —rio Bruenor entre dientes al ver que emergía sana y salva. Luego, desvió de nuevo la mirada hacia los piratas. Los hombres de la tripulación situados en la popa del barco lo habían visto llegar, y salían huyendo en todas direcciones dejándole libre el paso.
Dankar, que se encontraba en aquel momento en la proa, oyó el súbito revuelo, y volvió la vista hacia atrás, en el preciso instante en que Bruenor se precipitaba sobre ellos con su carro.
—¡Moradin!
El grito de guerra del enano resonó sobre la cubierta del Duende del Mar y del tercer barco pirata, por encima del fragor de la batalla. Tanto los piratas como los marineros observaron la explosión del buque insignia de Dankar y oyeron cómo toda la tripulación respondía al grito de Bruenor con un alarido de terror.
Wulfgar se detuvo al oír la aclamación al dios de los enanos, recordando a un apreciado amigo que solía gritar tales nombres a sus enemigos.
Drizzt se limitó a sonreír.
Mientras el carro se estrellaba contra la cubierta, Bruenor saltó y rodó por el suelo. El hechizo de Alustriel desapareció, transformando el mágico vehículo en una bola de destrucción. Las llamas se esparcieron por la cubierta, empezaron a lamer los mástiles y no tardaron en alcanzar las velas.
Bruenor se puso en pie, con el hacha de mithril lista en una mano y el reluciente escudo de oro en la otra. Pero nadie se preocupaba de enfrentarse a él en aquel momento. Aquellos piratas que habían sobrevivido a la devastación inicial pensaban únicamente en el modo de escapar de aquel infierno.
Bruenor escupió hacia ellos con desprecio y se encogió de hombros. Y entonces, para sorpresa de aquellos que los estaban observando, el chiflado enano se introdujo entre las llamas, para ver si alguno de los piratas de la parte de popa deseaba pelear.
Dankar comprendió que su barco estaba perdido. Intentó consolarse a sí mismo, no por primera vez y probablemente no por última vez, mientras ordenaba a sus oficiales más cercanos que lo ayudaran a soltar un pequeño bote de remos. Dos de los miembros de su tripulación habían tenido la misma idea y ya estaban desatando la diminuta embarcación cuando él llegó.
En un desastre semejante, cada uno tenía que velar por su propia vida, así que Dankar apuñaló a uno de ellos por la espalda y apartó de un empujón al segundo.
Bruenor emergió ileso de las llamas, pero se encontró la cubierta delantera desierta. Esbozó una alegre sonrisa al ver el pequeño bote de remos, y al capitán de los piratas, a punto de posarse sobre el agua. El otro pirata estaba inclinado soltando el último cabo.
De pronto, al ver que el pirata pasaba una de las piernas por encima de la borda, Bruenor se dispuso a ayudarlo y, de una patada en el trasero, lo lanzó al agua, a varios metros de distancia del pequeño bote.
—Vuélvete de espaldas, ¿de acuerdo? —gruñó Bruenor al capitán pirata mientras se dejaba caer pesadamente en el bote—. ¡Tengo que recoger a una muchacha en el agua!
Dankar con gran cautela desenvainó la espada y echó una ojeada por encima del hombro.
—¿De acuerdo? —repitió el enano.
Dankar se dio rápidamente la vuelta y embistió contra el enano.
—Podías haber dicho simplemente no —se burló Bruenor, mientras detenía el golpe con su escudo y lanzaba un revés contra las rodillas del hombre.
De todos los desastres que habían caído sobre los piratas aquel día, ninguno los horrorizó tanto como la entrada de Wulfgar en combate. El poderoso bárbaro no necesitaba ninguna plancha de abordaje, pues de un solo salto salvó la separación entre los dos barcos y se abalanzó sobre las filas de enemigos, diezmando a los aterrorizados piratas con sucesivos barridos de su poderoso martillo de guerra.
Apostado en la plancha central, Drizzt observaba el espectáculo. El drow no se había dado cuenta de que la máscara se había deslizado y, de todas formas, tampoco hubiera tenido tiempo para hacer nada. Con la intención de unirse a su amigo, embistió contra los cinco piratas que quedaban en la plancha; éstos se apartaron presurosos de su camino, pues preferían enfrentarse al agua que a las mortíferas cuchillas del elfo drow.
De modo que, a los pocos instantes, los dos héroes, los dos amigos, luchaban juntos, provocando una oleada de destrucción en el barco enemigo. Deudermont y sus hombres, también expertos luchadores, pronto despejaron de piratas la cubierta del Duende del Mar y se apoderaron de todas las planchas de abordaje. Con la certeza de que la victoria era ya suya, se apostaron junto a la borda del barco pirata, mientras veían desfilar la creciente oleada de prisioneros que regresaban gustosos al Duende del Mar, mientras Drizzt y Wulfgar finalizaban la tarea.
—¡Morirás, perro barbudo! —gruñó Dankar, embistiendo con la espada.
Bruenor, que intentaba no perder el equilibrio en el inestable bote, dejaba que el hombre llevara la ofensiva y se guardaba sus propios ataques para los momentos más propicios.
De pronto, se le presentó una buena ocasión, cuando el pirata al que Bruenor había lanzado al agua de una patada desde el barco en llamas se acercó a nado al bote de remos. El enano observaba por el rabillo del ojo cómo se iba aproximando.
El hombre se asió al costado del bote y se empujó hacia arriba…, para encontrarse con el recibimiento del hacha de mithril de Bruenor.
El pirata cayó de espaldas, con la cabeza abierta, y el agua empezó a teñirse de rojo.
—¿Un amigo tuyo? —se burló Bruenor.
Tal como el enano esperaba, Dankar embistió todavía con más furia y, en un momento dado, erró un golpe salvaje y perdió el equilibrio, a la derecha de Bruenor. Éste aprovechó entonces para apoyar todo su peso en el mismo lado y aumentar la inclinación del bote, mientras estampaba su escudo contra la espalda del capitán.
—Si aprecias tu vida —gritó Bruenor, cuando Dankar asomó la cabeza por encima del agua a varios metros de distancia—, ¡suelta la espada!
El enano reconocía que aquel hombre podía ser importante, y, además, prefería que fuese otro quien remase.
Sin otra alternativa, Dankar obedeció y empezó a nadar hacia la pequeña embarcación. Bruenor tiró de él para ayudarlo a subir, y lo empujó hacia los remos.
—¡Ponte de espaldas! —gruñó el enano—. ¡Y rema con todas tus fuerzas!
—La máscara ha resbalado —susurró Wulfgar a Drizzt cuando acabaron el trabajo. El drow se escabulló detrás de un mástil y volvió a ponerse el disfraz en su sitio.
—¿Crees que se han dado cuenta? —preguntó Drizzt al volver al lado de Wulfgar, pero, mientras hablaba, divisó a la tripulación del Duende del Mar alineada en la cubierta del barco pirata, observándolo con ojos recelosos y las armas en las manos.
—Sí —señaló Wulfgar—. ¡Vamos! —ordenó a Drizzt, mientras regresaba a la plancha de abordaje—. ¡Aceptarán esto!
Pero el drow no estaba tan convencido. Recordaba haber salvado la vida de otros hombres anteriormente, para ver después cómo se volvían contra él cuando atisbaban por debajo de la capucha de su capa y veían el color real de su piel.
Sin embargo, ése era el precio que tenía que pagar por haber abandonado a su gente y haberse trasladado al mundo de la superficie.
Drizzt asió a Wulfgar por el hombro y empezó a caminar a su lado, guiando la marcha con aire resuelto, de regreso al Duende del Mar. Luego, tras dirigir una larga mirada a su joven amigo, le guiñó un ojo y se quitó la máscara del rostro. Enfundó las cimitarras y se volvió hacia la tripulación.
—Deja que conozcan a Drizzt Do’Urden —gruñó suavemente Wulfgar detrás de él, en un intento de transmitir a Drizzt la fuerza que iba a necesitar.