El peso del manto de un rey
El halfling estaba colgando de los tobillos, atado con cadenas sobre un caldero en el que un líquido hervía a borbotones. Pero no era agua, sino algo más oscuro. Quizá de color rojo.
Sangre, tal vez.
La manivela crujió y el halfling cayó un centímetro más abajo. Tenía el rostro contraído, la boca abierta, como si gritara.
Pero no se oían gritos, sino sólo los gemidos de la manivela y las siniestras risas del invisible verdugo.
La nebulosa escena se hizo más clara y la manivela apareció a la vista, mientras una mano la manejaba, una única mano que no parecía atada a ningún cuerpo.
De pronto, el descenso se detuvo.
Y, luego, la voz diabólica emitió una última carcajada. La mano empujaba con rapidez, haciendo girar la manivela.
Un alarido rompió el silencio, penetrante y desgarrador, un grito de agonía…, un grito de muerte.
El sudor corría ya por los ojos de Bruenor antes de que consiguiera abrirlos del todo. Se secó el sudor del rostro y sacudió la cabeza, intentando apartar de su mente aquellas terribles imágenes y concentrar sus pensamientos en lo que lo rodeaba.
Estaba en la Mansión de Hiedra, sobre una confortable cama de una acogedora habitación. Las velas nuevas que había encendido estaban casi consumidas. Pero no le habían ayudado mucho; esa noche había sido como las demás: una pesadilla.
Bruenor se incorporó y se sentó en el borde de la cama. Todo permanecía en su lugar. La armadura de mithril y el escudo dorado estaban sobre una silla, al lado del único vestidor de la habitación, el hacha que había usado para abrirse paso hasta salir de la guarida de los duergars reposaba apoyada en la pared, junto a la cimitarra de Drizzt, y había dos objetos más en el vestidor: el abollado y desastado casco que el enano había llevado en todas sus aventuras durante los últimos dos siglos, y la corona del rey de Mithril Hall, recubierta de un millar de titilantes piedras preciosas.
Pero a juicio de Bruenor, todo aquello no estaba donde debía estar. Observó a través de la ventana la oscuridad de la noche en el exterior. Lástima que todo lo que alcanzaba a ver era el reflejo de la habitación iluminada por las velas, la corona y la armadura del rey de Mithril Hall.
Había sido una dura semana para Bruenor. Los días habían estado repletos de excitación, de charlas sobre los ejércitos procedentes de la Ciudadela de Adbar y del valle del Viento Helado para reclamar Mithril Hall. Al enano le dolían los hombros de haber recibido tantas palmadas de los Harpell y de otros visitantes en la mansión, todos ellos ansiosos por felicitarlo de antemano por la inminente recuperación de su trono.
Pero esos últimos días Bruenor había vagado de un lado a otro con aire ausente, representando el papel que le habían otorgado antes de que pudiera valorarlo plenamente. Había llegado la hora de prepararse para la aventura con la que Bruenor había estado soñando desde que había comenzado su exilio, casi dos siglos atrás. El padre de su padre había sido rey de Mithril Hall, al igual que su padre, y así sucesivamente hasta el origen del clan Battlehammer. El derecho legítimo de Bruenor exigía que dirigiera aquellos ejércitos y que reconquistara Mithril Hall, para sentarse en el trono que, desde su nacimiento, estaba destinado a ocupar.
Pero había sido en las propias entrañas de su antiguo hogar donde Bruenor Battlehammer había comprendido lo que de verdad era importante para él. Durante los últimos diez años, cuatro compañeros muy especiales se habían introducido en su vida, y ninguno de ellos era enano. El valor de la amistad que se había forjado entre los cinco era mucho mayor que un reino enano, y Bruenor la apreciaba más que todo el mithril del mundo. Y ahora, cumplir con su fantasía de conquista carecía de sentido para él.
Los sucesos de aquella noche se habían apoderado del corazón de Bruenor y le impedían concentrarse. Los sueños nunca eran iguales, pero tenían siempre el mismo terrible fin, y no se desvanecían con la luz del día.
—¿Otro sueño? —murmuró suavemente una voz desde la puerta. Bruenor miró por encima del hombro y vio que Catti-brie lo estaba observando.
El enano sabía que no necesitaba responder a la pregunta. Inclinó la cabeza y se frotó los ojos.
—¿Otra vez sobre Regis? —preguntó Catti-brie mientras se acercaba. Bruenor oyó cómo la puerta se cerraba con suavidad a sus espaldas.
—Panza Redonda —corrigió Bruenor, utilizando el apodo que había otorgado a aquel halfling que había sido su mejor amigo durante casi una década.
Bruenor volvió a estirar las piernas sobre la cama.
—Debería estar con él —murmuró bruscamente—. ¡O al menos con el drow y con Wulfgar, buscándolo!
—Tu reino te aguarda —le recordó Catti-brie, más para disipar su sensación de culpabilidad que para suavizar su creencia de que aquél era el lugar donde le correspondía estar…, una creencia que la joven compartía de todo corazón—. Los enanos del valle del Viento Helado llegarán de aquí a un mes, y el ejército de Adbar dentro de dos.
—Sí, pero no podremos ir a Mithril Hall hasta que finalice el invierno.
Catti-brie miró a su alrededor en busca de algo para poder desviar aquella deprimente conversación.
—Te quedará bien —dijo con tono alegre, señalando la enjoyada corona.
—¿Cual de los dos? —replicó Bruenor. Sus palabras sonaron como un latigazo.
Catti-brie observó el casco desastado, que parecía lastimoso al lado de la gloriosa corona, y estuvo a punto de soltar una carcajada. Pero al desviar la vista hacia el enano y ver con qué seriedad contemplaba el viejo casco, comprendió que Bruenor no lo había dicho en broma. En aquel momento, Catti-brie tuvo la certeza de que Bruenor consideraba infinitamente más precioso el casco de un solo cuerno que la corona que estaba destinado a llevar.
—Están a mitad de camino hacia Calimport —le explicó Catti-brie, comprendiendo el deseo del enano—. Tal vez un poco más lejos.
—Sí, y pocos barcos zarparán de Aguas Profundas ante la llegada del invierno —murmuró Bruenor con una mueca, repitiendo el mismo argumento que Catti-brie le había expuesto el segundo día de su estancia en la Mansión de la Hiedra, cuando mencionó por primera vez su deseo de partir en busca de sus amigos.
—Tenemos que preparar un millón de cosas —respondió Catti-brie, que se esforzaba en mantener su tono de voz alegre—. El invierno pasará rápido y habremos reconquistado nuestras minas para cuando regresen Drizzt, Wulfgar y Regis.
Pero el rostro de Bruenor no se suavizó. Tenía la vista fija en el casco roto, pero su mente vagaba a la deriva más allá de lo que veía, rememorando la fatídica escena en el barranco de Garumn. Por lo menos, antes de separarse, había hecho las paces con Regis…
De repente, los recuerdos de Bruenor desaparecieron de su mente y clavó la vista en Catti-brie.
—¿Crees que podrían llegar a tiempo para la lucha?
Catti-brie se encogió de hombros.
—Si regresan de inmediato —contestó. Sentía curiosidad por aquella pregunta, pues sabía que Bruenor tenía algo más en mente que luchar junto a Drizzt y Wulfgar en la batalla por Mithril Hall—. Pueden avanzar con rapidez por las tierras del sur…, incluso en invierno.
Bruenor saltó de la cama y se precipitó hacia la puerta, cogiendo de pasada el casco desastado y colocándoselo antes de salir.
—¿En mitad de la noche? —protestó Catti-brie a sus espaldas.
Luego, la muchacha se levantó también y lo siguió al vestíbulo.
Bruenor avanzó con rapidez y sin detenerse hasta la habitación de Harkle Harpell y empezó a golpear la puerta con suficiente estrépito como para despertar a todos los que dormían en aquella ala de la mansión.
—¡Harkle! —gritó.
Catti-brie lo conocía demasiado bien para intentar siquiera calmarlo, y se limitó a encogerse de hombros, a modo de disculpa, cada vez que una cabeza se asomaba curiosa al vestíbulo para echar un vistazo.
Harkle abrió por fin, vestido sólo con una camisa de dormir y un gorro con una borla en la punta. Sostenía una vela en una mano.
Bruenor se precipitó en la habitación, con Catti-brie pisándole los talones.
—¿Puedes hacerme un carro? —inquirió el enano.
—¿Un qué? —Harkle soltó un bostezo, intentando inútilmente apartar el sueño—. ¿Un carro?
—¡Un carro! —gruñó Bruenor—. De fuego. ¡Como el que construyó la dama Alustriel para traerme aquí! ¡Un carro de fuego!
—Bueno… —balbució Harkle—, nunca he…
—¿Puedes hacerlo? —insistió Bruenor, que no se sentía con paciencia suficiente para escuchar palabrerías.
—Sí…, bueno, quizá —respondió Harkle, con tanta seguridad como pudo—. De hecho, ese hechizo es la especialidad de Alustriel. Nunca nadie ha… —se interrumpió, al ver una mirada de decepción en los ojos de Bruenor. El enano permanecía de pie, frotando un talón desnudo contra el suelo, y los brazos cruzados sobre el pecho. Con los dedos de una mano tamborileaba impaciente los contraídos músculos del otro brazo.
—Hablaré con la dama por la mañana —le aseguró Harkle—. Estoy convencido de…
—¿Alustriel sigue todavía aquí? —lo interrumpió Bruenor.
—Sí, se quedó unos días más… ¿Por qué?
—¿Dónde está?
—Al otro lado del vestíbulo.
—¿En qué puerta?
—Te llevaré a ella por la maña… —empezó Harkle.
Bruenor agarró al mago por el cuello de su camisa y lo hizo inclinarse hasta poner su rostro a su mismo nivel. Bruenor era más fuerte y apretó con su nariz, larga y puntiaguda, la de Harkle contra una de sus mejillas. Los ojos de Bruenor no parpadeaban y el enano repitió la pregunta con palabras lentas y claras.
—¿En qué habitación?
—La de la puerta verde, junto a la barandilla —balbució Harkle.
Bruenor le guiñó maliciosamente el ojo y lo soltó. El enano dio media vuelta y, al pasar frente a Catti-brie, le devolvió una sonrisa divertida y sacudió con determinación la cabeza, antes de volver a salir al vestíbulo.
—¡Oh, no puede molestar a la dama Alustriel a estas horas! —protestó Harkle.
Catti-brie no pudo evitar soltar una carcajada.
—Intenta detenerlo.
Harkle escuchó unos instantes las fuertes pisadas del enano, que resonaban en el vestíbulo. Los pies desnudos de Bruenor retronaban sobre la madera como si fueran piedras.
—No —respondió Harkle esbozando también una sonrisa—. Creo que no lo haré.
Aunque la habían despertado bruscamente a medianoche, la dama Alustriel apareció tan bella como siempre, luciendo su cabellera de plata relacionada de algún modo con el suave brillo de la noche. Nada más verla, Bruenor intentó componerse un poco, al recordar la posición de la dama y sus propios modales.
—¡Oh! Ruego que me perdones —balbució, sintiéndose súbitamente incómodo por su arranque.
—Es tarde, buen rey Bruenor —murmuró Alustriel con cortesía, mientras una sonrisa divertida se dibujaba en sus labios al ver al enano, vestido sólo con su camisa de dormir y el casco roto—. ¿Qué te ha traído a mi puerta a estas horas?
—Con todo lo que ha ocurrido, no sabía siquiera que seguías en Longsaddle —explicó Bruenor.
—Hubiera ido a despedirme de ti antes de marcharme —respondió Alustriel, en un tono de voz todavía cordial—. No había necesidad de que interrumpieras tu sueño… ni el mío.
—No estaba pensando en despedidas. Necesito que me hagas un gran favor.
—¿Urgentemente?
Bruenor asintió con fuerza.
—Un favor que debería haberte pedido antes de venir aquí.
Alustriel lo hizo pasar a la habitación y cerró la puerta, al comprender que el asunto del enano era serio.
—Necesito otro de tus carros de fuego —explicó Bruenor—, para ir hacia el sur.
—Quieres alcanzar a tus amigos y ayudarlos en la búsqueda del halfling, ¿verdad? —dijo la dama.
—Sí, sé que mi lugar está allí.
—Sin embargo, no puedo acompañarte. Tengo que dirigir mis dominios y no puedo iniciar un viaje a otros Reinos sin previo aviso.
—No te pido que lo hagas —contestó Bruenor.
—Pero entonces, ¿quién conducirá el carro? No tienes experiencia con este tipo de magia.
Bruenor reflexionó unos breves instantes.
—¡Harkle me llevará! —exclamó.
Alustriel no pudo evitar sonreír al pensar en las posibilidades de que el viaje acabara en desastre. Harkle, al igual que tantos otros miembros de su familia, solía hacerse daño a sí mismo al realizar los hechizos. La dama sabía que no podía hacer cambiar de opinión a Bruenor, pero sentía que era su deber señalarle todos los puntos débiles de su plan.
—Calimport está muy lejos —le dijo—. Si bien el viaje hasta allí en el carro será rápido, el regreso puede costarte varios meses. ¿No es la obligación del legítimo rey de Mithril Hall conducir a sus ejércitos en la lucha por su trono?
—Lo haré —contestó Bruenor—, si es posible. Pero ahora debo estar con mis amigos. ¡Les debo eso, como mínimo!
—Arriesgas mucho.
—No más de lo que ellos han arriesgado por mí… en innumerables ocasiones.
Alustriel abrió la puerta.
—Muy bien, respeto tu decisión. Serás un rey de gran nobleza, Bruenor Battlehammer.
El enano enrojeció, cosa que le había sucedido muy pocas veces en toda su vida.
—Ahora ve y descansa —le ordenó Alustriel—. Veré lo que puedo hacer esta noche. Reúnete conmigo en la ladera sur de la colina Harpell antes del alba.
Bruenor asintió, lleno de impaciencia, y regresó a su habitación. Por primera vez desde que había llegado a Longsaddle, durmió de un tirón.
Bajo el luminoso cielo del amanecer, Bruenor y Harkle se reunieron con Alustriel en el lugar indicado. Harkle se había apuntado al viaje sin dudarlo un instante; siempre había deseado tener la oportunidad de conducir uno de los famosos carros de la dama de Luna Plateada. Sin embargo, parecía fuera de lugar junto al enano, que iba cargado con su equipo de guerra, pues él no llevaba más que su atuendo de mago: unas botas altas de piel, y un casco de plata de forma extraña, con unas suaves alas blancas de pieles y una visera que le caía sobre los ojos.
Alustriel no había dormido durante el resto de la noche. Se había dedicado a escudriñar la bola de cristal que le habían prestado los Harpell, investigando en lejanos lugares para tratar de encontrar alguna pista que pudiera indicarle dónde se encontraban los amigos de Bruenor. Había descubierto muchas cosas en aquel corto espacio de tiempo e incluso se había puesto en contacto con el difunto mago Morkai en el mundo de los espíritus, para obtener más información.
Y lo que había descubierto la tenía verdaderamente intranquila.
Ahora permanecía de pie, con todo dispuesto, mirando serenamente hacia el este, a la espera de la salida del sol. Cuando los primeros rayos asomaron por el horizonte, los agarró con sus dedos y ejecutó el hechizo. Pocos minutos después, un flamígero carro y dos caballos en llamas aparecieron en la colina, suspendidos mágicamente a sólo unos centímetros del suelo. La proximidad de las llamas hacía que se elevaran unas delgadas columnas de humo de la hierba húmeda.
—¡A Calimport! —exclamó con voz rotunda Harkle, saltando al carruaje encantado.
—No —corrigió Alustriel. Bruenor le dirigió una mirada confusa.
—Tus amigos no se encuentran en el Impero de las Arenas —explicó la dama—. Están en el mar, y hoy se enfrentarán con un grave peligro. Dirige el carro hacia el sudoeste, hacia el mar, y luego pon rumbo al sur, bordeando la costa. —Con estas palabras, dio a Bruenor un pequeño relicario en forma de corazón. Al abrirlo, el enano descubrió un retrato de Drizzt Do’Urden—. El medallón se calentará cuando os acerquéis al barco que lleva a vuestros amigos —explicó entonces Alustriel—. Lo creé hace varias semanas, pues tenía que saber si vuestro grupo iba a pasar por Luna Plateada de regreso de Mithril Hall. —Evitó la mirada inquisitiva de Bruenor, ya que suponía que, en aquel momento, un sinfín de preguntas debían de estar paseando por la mente del enano. Luego, en voz baja, como si se sintiera incómoda, añadió—: Me gustaría que me lo devolvieras.
Bruenor se guardó sus maliciosos comentarios para sí. Sabía que la relación entre Alustriel y Drizzt crecía día a día, y era cada vez más evidente.
—Te lo devolveré —le prometió. Cerró el puño alrededor del medallón y se acercó a Harkle.
—No os demoréis —les aconsejó la dama—. ¡Hoy os necesitarán con urgencia!
—¡Esperad! —gritó una voz desde la colina. Los tres se volvieron y divisaron a Catti-brie, que venía preparada para realizar el viaje, pues llevaba a Taulmaril, el arco mágico de Anariel que había descubierto en las ruinas de Mithril Hall, colgado del hombro. Se acercó corriendo a la parte trasera del carro.
—¿No pensarías dejarme así? —preguntó a Bruenor.
El enano evitó mirarla a los ojos. De hecho, pensaba partir sin decir adiós a su hija.
—¡Bah! —resopló—. Si me hubiera despedido, sólo habrías intentado detenerme.
—¡No es cierto! —protestó Catti-brie—. Creo que haces lo correcto, ¡pero sería aún mejor si te apartaras y me hicieras un poco de sitio!
Bruenor sacudió con fuerza la cabeza.
—¡Tengo tanto derecho como tú! —protestó Catti-brie.
—¡Bah! —volvió a gruñir Bruenor—. ¡Drizzt y Panza Redonda son mis mejores amigos!
—¡También los míos!
—¡Y Wulfgar es casi como un hijo para mí! —replicó Bruenor, pensando que había ganado el primer asalto.
—Y un poco más que eso para mí —le espetó Catti-brie—, si logra regresar del sur. —La muchacha no necesitaba recordar a Bruenor que había sido ella quien le había presentado a Drizzt, pues había agotado todos los argumentos del enano—. ¡Hazte a un lado, Bruenor Battlehammer, y déjame sitio! ¡Tengo tanto en juego como tú, y pienso ir contigo!
—¿Quién se ocupará de los ejércitos? —preguntó Bruenor.
—Los Harpell los recibirán y no irán a Mithril Hall hasta que regresemos, o al menos hasta la próxima primavera.
—Pero si os vais los dos y no regresáis… —intervino Harkle, dejando que aquella posibilidad pendiera sobre ellos unos instantes—. Sois los únicos que conocéis el camino.
Bruenor observó la decepcionada mirada de Catti-brie y comprendió que deseaba profundamente acompañarlo en su búsqueda. Además, sabía que ella tenía derecho a ir, pues en aquella persecución por las tierras del sur tenía tanto que ganar o perder como él. Reflexionó unos instantes, intentando ver las cosas desde el punto de vista de Catti-brie.
—La dama conoce el camino —dijo, señalando a Alustriel.
Ésta asintió.
—Sí, lo conozco, y estaré encantada de poder conducir a los ejércitos a Mithril Hall; pero en el carro sólo caben dos personas.
Tanto Bruenor como Catti-brie soltaron un sonoro suspiro. El enano se encogió de hombros, impotente, observando a su hija.
—Será mejor que te quedes —dijo suavemente—. Prometo que te los traeré.
Pero Catti-brie no iba a rendirse con tanta facilidad.
—Cuando empiece la lucha, y tarde o temprano la habrá, ¿qué preferirás: tener a Harkle y sus hechizos a tu lado o a mí con mi arco?
Bruenor observó de reojo a Harkle y, al instante, comprendió que las palabras de la muchacha eran totalmente lógicas. El mago sujetaba las riendas del carro, intentando a toda costa que la visera de su casco no le resbalara por debajo de las cejas. Al final, optó por rendirse y se limitó a echar la cabeza hacia atrás lo suficiente como para ver por debajo de la visera.
—Se te ha caído una pieza aquí —le indicó Bruenor—. ¡Por eso no se te sostiene!
Harkle se volvió y vio que Bruenor le señalaba un punto en el suelo, detrás del carro. El mago pasó junto a Bruenor y se inclinó, intentando ver lo que el enano le mostraba.
En aquel momento, el peso de su casco de plata —que, de hecho, pertenecía a un primo suyo un poco más corpulento— le hizo perder el equilibrio y cayó de bruces sobre la hierba. Bruenor aprovechó el momento para colocar a Catti-brie en el carro, junto a él.
—¡Oh, maldición! —gimió Harkle—. ¡Me hubiera gustado tanto ir!
—La dama construirá otro carro para ti —le dijo Bruenor para animarlo. Harkle desvió la vista hacia Alustriel.
—Mañana por la mañana —le prometió ella, divertida con toda aquella escena. Luego, se volvió hacia Bruenor—. ¿Podrás conducirlo?
—¡Creo que tan bien como él! —aseguró el enano, cogiendo las llameantes riendas—. ¡Sujétate, muchacha, vamos a cruzar medio mundo! —Hizo chasquear las riendas y el carro se elevó hacia el cielo de la mañana, dejando una estela de fuego en la neblina azul grisácea del amanecer.
El viento les silbaba en los oídos mientras avanzaban como una flecha rumbo al oeste, con el carro tambaleándose peligrosamente a derecha e izquierda, arriba y abajo. Catti-brie luchaba con todas sus fuerzas para no perder el equilibrio. Los costados se balanceaban, la parte trasera se hundía y se levantaba, y en una ocasión llegaron a dar una vuelta completa en el aire, aunque afortunadamente fue tan rápido que ninguno de los ocupantes tuvo tiempo de caer.
Pocos minutos después, vieron delante de ellos una enorme nube de tormenta. Bruenor fue el primero en divisarla y Catti-brie soltó un grito de alarma, pero el enano no dominaba aún lo suficiente las sutilezas de la conducción del carro como para cambiar de trayectoria, así que volaron a través de la oscuridad, dejando a su paso una estela chisporroteante, y salieron disparados por encima de la nube.
Al poco rato, Bruenor, cuyo rostro estaba todavía húmedo, consiguió dominar las riendas y equilibró la trayectoria del carro, y dejó el sol naciente a su derecha, detrás de él. Por su parte, Catti-brie consiguió también mantener el equilibrio, aunque con una mano continuaba asida con firmeza al borde del carro, mientras con la otra se agarraba a la pesada capa del enano.
El dragón de plata se recostó perezosamente sobre su espalda, dejándose arrastrar por los vientos matutinos, con sus cuatro patas cruzadas sobre el pecho, y los soñolientos ojos medio cerrados. El buen dragón disfrutaba de aquellos paseos diarios, cuando dejaba el bullicio del mundo muy abajo y recogía los primeros rayos del sol por encima de las nubes.
Pero los maravillosos ojos del dragón se abrieron desorbitados cuando vio la estela llameante que se dirigía hacia él desde el este. Pensando que las llamas eran el anuncio de la presencia de un diabólico dragón rojo, el dragón de plata se ocultó en una nube alta y se preparó para tender una emboscada a aquella cosa. Sin embargo, la furia que brillaba en los ojos del dragón desapareció al distinguir un flamígero carro por cuyo frente asomaban el casco del conductor, al que le faltaba un cuerno, y una muchacha humana detrás, con su rizada cabellera rojiza flotando sobre sus hombros.
El dragón de plata observó boquiabierto cómo el carro pasaba a toda velocidad. Pocas cosas conseguían despertar la curiosidad de aquella antigua criatura, que había vivido tantos años, pero por un momento pensó seriamente en la posibilidad de seguir aquella insólita escena.
Una gélida brisa envolvió al dragón y le apartó todos los pensamientos de la mente.
—Gente —murmuró, recostándose de nuevo sobre su espalda y sacudiendo la cabeza con incredulidad.
Catti-brie y Bruenor no llegaron siquiera a ver al dragón. Tenían la vista fija únicamente delante de ellos, donde empezaba ya a vislumbrarse el mar sobre el horizonte occidental, envuelto en una pesada niebla matutina. Media hora después, divisaron las torres de Aguas Profundas hacia el norte y, tras alejarse de la costa de la Espada, empezaron a sobrevolar el océano. Bruenor, que ya dirigía con más soltura las riendas, puso rumbo al sur y empezó a descender.
Muy abajo. Demasiado.
Inmersos en la grisácea nube de niebla, sólo alcanzaron a oír el romper de las olas bajo sus pies y el siseo del vapor cuando la espuma alcanzaba ya el llameante carro.
—¡Levántalo! —gritó Catti-brie—. ¡Vamos demasiado bajo!
—¡Necesitamos ir a esta altura! —gruñó Bruenor, luchando con las riendas por mantener el equilibrio.
Intentaba disimular su incompetencia, pero en realidad estaba convencido de que tenían que volar lo más cerca posible del agua. Haciendo un gran esfuerzo, consiguió levantar el carro unos palmos y equilibrarlo.
—¡Así! —exclamó—. En línea recta y muy abajo. —Observó por encima del hombro a Catti-brie—. Hemos de ir a esta altura —repitió al ver su expresión dubitativa—. ¡Tenemos que ver el maldito barco para encontrarlo!
Catti-brie se limitó a sacudir la cabeza.
Pero en aquel momento, divisaron de veras un barco. No el que buscaban, pero sí una nave, perdida entre la niebla a apenas veinticinco metros de distancia.
Catti-brie soltó un alarido —al igual que Bruenor—, y el enano se enfrentó de nuevo con las riendas, intentando subir el carro en vertical. La cubierta del barco empezó a pasar por debajo.
¡Y el mástil todavía se erguía como una torre frente a ellos!
Si los fantasmas de todos los marineros que habían muerto en el mar se hubieran levantado de sus húmedas tumbas y hubieran buscado vengarse en aquel barco en particular, el rostro del vigía no habría tenido una expresión más sincera de terror. Es posible que intentara bajar de su puesto —o, más probable aún, que se cayera aterrorizado—, pero, fuera como fuese, saltó evitando por muy poco la cubierta y se zambulló en el agua, un segundo antes de que el carro pasara a toda velocidad por su torre de observación y rozara el extremo del mástil.
Catti-brie y Bruenor intentaron recobrar la compostura y observaron por encima del hombro el barco, cuyo mástil ardía por el extremo como una vela solitaria en la niebla gris.
—Volamos demasiado bajo —repitió Catti-brie.