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La Torre del Crepúsculo

—Hemos perdido más de un día —gruñó el bárbaro, mientras detenía su caballo y observaba por encima del hombro. El círculo del sol se hundía ya por el horizonte—. ¡El asesino se va alejando de nosotros, incluso ahora!

—Deberíamos confiar en el consejo de Harkle —contestó Drizzt Do’Urden, el elfo oscuro—. Sería incapaz de llevarnos por un camino erróneo. —Como la luz iba desapareciendo, Drizzt se echó sobre los hombros la capucha que le cubría el rostro y sacudió sus cabellos completamente blancos.

Wulfgar señaló hacia un grupo de altos pinos.

—Ése debe de ser el bosque del que nos habló Harkle Harpell, pero no veo torre alguna, ni el menor signo de que en esta desolada tierra jamás se haya erigido ninguna construcción.

Con sus ojos color de espliego, más acostumbrados a observar en la oscuridad, Drizzt examinó intensamente el panorama que se extendía ante él, en busca de alguna pista que pudiera contradecir las palabras de su joven amigo. Estaba convencido de que aquél era el lugar que les había indicado Harkle, ya que a cierta distancia delante de ellos había un estanque, y, detrás de él, se distinguían las espesas copas del bosque Neverwinter.

—No te desanimes —recordó a Wulfgar—. El mago dijo que la paciencia era el mejor aliado para encontrar el hogar de Malchor. No hace ni una hora que estamos aquí esperando.

—La carretera parece cada vez más larga —murmuró el bárbaro, sin pensar en que los aguzados oídos del drow no se perdían detalle. Drizzt era consciente de que a Wulfgar no le faltaba razón para quejarse, pues un granjero de Longsaddle les había contado que había visto pasar a un hombre, envuelto en una capa oscura, y a un halfling montados en un solo caballo, lo cual les indicaba que el asesino les llevaba más de diez días de ventaja, y avanzaba con rapidez.

Pero Drizzt se había enfrentado a Entreri con anterioridad, y comprendía el reto que tenía por delante. Deseaba toda la ayuda que pudiera encontrar para rescatar a su amigo de las garras de aquel asesino. Por las palabras del granjero, Regis estaba todavía vivo, y Drizzt tenía la completa seguridad de que Entreri no pensaba hacerle daño hasta que llegaran a Calimport.

Harkle Harpell no los habría enviado a aquel lugar sin una buena razón.

—¿Preparamos el campamento para pasar la noche? —preguntó Wulfgar—. En mi opinión, deberíamos volver a la carretera y dirigirnos hacia el sur. El caballo de Entreri lleva doble carga y ahora debe de estar muy fatigado. Si cabalgamos durante toda la noche, podremos reducir la distancia.

Drizzt sonrió a su amigo.

—A estas alturas, habrán pasado ya por la ciudad de Aguas Profundas —explicó—, y Entreri habrá adquirido por lo menos dos nuevos caballos. —Drizzt no añadió nada más sobre el tema, aunque se guardó para sí su temor más profundo: que Entreri se hubiera encaminado hacia el mar.

—¡Entonces, esperar es todavía más absurdo! —protestó con rapidez Wulfgar.

Pero, mientras el bárbaro hablaba, su caballo, un caballo criado por los Harpell, relinchó y, tras acercarse al estanque, levantó una pata en el aire como si estuviera buscando un punto donde apoyarla. En aquel momento, el sol se ocultó definitivamente tras el horizonte y la luz desapareció. Entonces, en el pálido reflejo del crepúsculo, una torre encantada apareció ante sus ojos sobre la diminuta isla que se alzaba en el centro del estanque, una torre cuya estructura centelleaba como la luz de las estrellas y cuyas retorcidas espirales se elevaban hacia el cielo del atardecer. Era de un color verde esmeralda y parecía misteriosamente acogedora, como si los duendes y las hadas hubieran participado en su creación.

A través del agua, justo por debajo del casco que el caballo de Wulfgar mantenía levantado, apareció un reluciente puente de luz verdosa.

Drizzt descendió de su montura.

—La Torre del Crepúsculo —dijo a Wulfgar, como si desde el principio lo hubiera comprendido. Trazó un camino en el aire con el brazo, para invitar a su amigo a atravesar el puente.

Pero Wulfgar se había quedado atónito ante la aparición de la torre. Sostuvo aún con más fuerza las riendas de su caballo, lo cual hizo retroceder, asustado, al animal.

—Pensé que habías superado el recelo que te inspiraba la magia —se burló Drizzt. En realidad, Wulfgar, al igual que todos los bárbaros del valle del Viento Helado, había sido educado en la creencia de que los magos eran unos débiles estafadores en los que no se podía confiar. Su gente, orgullosos guerreros de la tundra, medían a los hombres verdaderos por la fuerza de sus brazos, y no por su habilidad en las artes oscuras de la magia. Aun así, durante las muchas semanas que llevaban ya de viaje, Drizzt había ido viendo cómo Wulfgar superaba sus prejuicios y desarrollaba una cierta tolerancia, e incluso curiosidad, por la práctica de la magia.

Con una contracción de sus poderosos músculos, Wulfgar apaciguó a su caballo.

—Sí, claro que lo he superado —masculló, mientras descendía de su montura—. ¡Son los Harpell quienes me preocupan!

Una sonrisa de satisfacción se dibujó en el rostro de Drizzt al comprender de improviso la alarma de su amigo. Él mismo, que había sido criado entre los magos más poderosos y temibles de todos los Reinos, había sacudido incrédulo la cabeza en numerosas ocasiones, mientras permanecían como invitados de aquella excéntrica familia en Longsaddle. Los Harpell poseían una concepción del mundo única y, a menudo, desastrosa; aunque su ánimo no albergaba maldad alguna. Utilizaban su magia de acuerdo con sus puntos de vista…, muy a menudo en contra de la supuesta lógica de los hombres racionales.

—Malchor no es como los demás miembros de la familia —aseguró Drizzt a Wulfgar—. No reside en la Mansión de Hiedra y ha actuado en numerosas ocasiones como consejero para varios reyes de las tierras septentrionales.

—Es un Harpell —afirmó Wulfgar de un modo tan terminante que Drizzt no pudo hacer ninguna objeción. Tras sacudir de nuevo la cabeza y respirar profundamente para calmarse, Wulfgar cogió las riendas de su caballo y empezó a atravesar el puente. Drizzt, con la sonrisa todavía en los labios, se apresuró a seguirlo.

—Harpell —volvió a decir Wulfgar entre dientes en cuanto llegaron a la isla y empezaron a rodear la construcción.

La torre no tenía puerta.

—Paciencia —le recordó Drizzt.

Sin embargo, no tuvieron que esperar demasiado, ya que al cabo de unos segundos oyeron el chirrido de un cerrojo y el crujido de una puerta al abrirse. Al instante, un muchacho de apenas diez años atravesó la roca verde del muro, como si de un espectro transparente se tratara, y echó a andar directamente hacia ellos.

Wulfgar soltó un gruñido y cogió con ambas manos a Aegis-fang, su poderoso martillo de guerra, que llevaba apoyado en el hombro. Drizzt se apresuró a posar la mano en el brazo del bárbaro para tranquilizarlo, por miedo a que su fatigado amigo, en plena frustración, se lanzara a un ataque antes de que pudieran averiguar las intenciones del joven.

Cuando el muchacho llegó hasta ellos, pudieron ver con toda claridad que estaba hecho de carne y hueso, que no se trataba de un espectro de otro mundo, y Wulfgar relajó un poco las manos que sostenían su arma. El joven hizo una profunda reverencia ante ellos y les indicó con un ademán que lo siguieran.

—¿Malchor? —inquirió Drizzt.

El chico no respondió, pero volvió a repetir el gesto para que fueran tras él y echó a andar de regreso a la torre.

—Había pensado encontrar a alguien de más edad, si en realidad eres Malchor —prosiguió Drizzt, mientras seguía los pasos del muchacho.

—Dime, ¿qué hacemos con los caballos? —preguntó Wulfgar.

Pero el joven continuó caminando en silencio hacia la torre.

Drizzt observó a Wulfgar y se encogió de hombros.

—¡Entrémoslos y dejemos que nuestro mudo amigo se encargue de ellos! —propuso el elfo oscuro.

Pronto descubrieron que al menos una parte del muro de la torre era pura ilusión, y que ocultaba una puerta que los condujo a una estancia amplia y circular, situada en el nivel inferior de la torre. En una de las paredes divisaron varios pesebres, lo que les confirmó que habían hecho bien al entrar los caballos. No se demoraron en atar a los animales y se apresuraron a alcanzar al muchacho, que no había aflojado un instante el paso y ya se introducía por otra puerta.

—Espéranos —gritó Drizzt, mientras atravesaba la abertura; pero al instante descubrió que el guía había desaparecido. Se hallaban ahora en un corredor apenas iluminado que ascendía suavemente y giraba, al parecer, trazando la circunferencia de la torre—. Sólo hay un camino —indicó a Wulfgar, que había entrado tras él, y ambos echaron a andar.

Drizzt supuso que habían recorrido ya un círculo completo y se encontraban en el segundo piso —a tres metros de altura, al menos—, cuando descubrieron al muchacho, que los estaba esperando junto a un oscuro pasadizo lateral que descendía hacia el centro de la construcción. Pero, el muchacho no tomó ese pasadizo y prosiguió su ascensión por el corredor principal.

Wulfgar había perdido ya la paciencia con aquellos juegos secretos, pues su única preocupación era que, con cada minuto que pasaba, Entreri y Regis se alejaban cada vez más. Se separó unos pasos de Drizzt y agarró al chico por el hombro, para obligarlo a dar media vuelta.

—¿Eres Malchor? —preguntó con brusquedad.

El muchacho palideció ante el crudo tono de voz de aquel hombre gigantesco, pero no respondió.

—Déjalo —intervino Drizzt—. Estoy seguro de que no es Malchor, pero pronto encontraremos al dueño de esta torre. —Desvió la vista hacia el atemorizado joven—. ¿Verdad?

Éste hizo un ligero asentimiento con la cabeza y echó a andar de nuevo.

—Pronto —repitió Drizzt, al escuchar el gruñido de Wulfgar. Con gran precaución, se situó delante del bárbaro para interponerse entre él y el guía.

—Harpell —resopló Wulfgar a sus espaldas.

La inclinación de la pendiente era cada vez más pronunciada y los círculos más estrechos, lo que indicó a ambos amigos que se aproximaban a la cima. Al final, el muchacho se detuvo ante una puerta, la abrió con cuidado y les hizo un gesto para que pasaran.

Drizzt se apresuró para entrar en primer lugar, por miedo a que el enojado bárbaro produjera una pésima primera impresión a su anfitrión, el mago.

En el otro extremo de la estancia, sentado encima de un escritorio y aparentemente esperándolos, vislumbraron a un hombre vigoroso, con el cabello entrecano y muy bien cuidado. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho. Drizzt empezó a pronunciar un cordial saludo, pero Wulfgar estuvo a punto de lanzarlo al suelo al precipitarse en la estancia y abalanzarse directamente hacia el escritorio.

Con una mano en la cadera y la otra enarbolando a Aegis-fang frente a él, el bárbaro observó al hombre unos instantes.

—¿Eres el mago llamado Malchor Harpell? —inquirió, en un tono de voz que traducía una rabia mal disimulada—. Si no eres tú, ¿dónde diablos podemos encontrarlo?

La carcajada que soltó el hombre pareció surgir directamente de su estómago.

—Por supuesto —respondió, mientras bajaba del escritorio y palmeaba con firmeza a Wulfgar en el hombro—. ¡Prefiero los invitados que no ocultan sus sentimientos con palabras bonitas! —exclamó, al tiempo que pasaba ante el atónito bárbaro y se dirigía hacia la puerta…, hacia el muchacho.

—¿Les hablaste?

El chico palideció todavía más y sacudió con énfasis la cabeza.

—¿Ni una sola palabra? —gritó Malchor.

El muchacho empezó a temblar visiblemente, mientras negaba de nuevo con la cabeza.

—No dijo ni una… —empezó Drizzt, pero Malchor lo interrumpió con un gesto.

—Si descubro que pronuncias la más mínima sílaba… —lo amenazó. Luego, dio media vuelta y se alejó un paso, pero cuando supuso que el muchacho se habría relajado ya un poco, volvió a abalanzarse sobre él y a punto estuvo de hacerlo caer al suelo del espanto.

—¿Por qué estás todavía aquí? —preguntó—. ¡Fuera!

La puerta se cerró de golpe antes de que el mago hubiera acabado de hablar. Malchor volvió a soltar una carcajada y la tensión desapareció de sus músculos, mientras regresaba al escritorio. Drizzt se situó junto a Wulfgar, y ambos intercambiaron una mirada de estupefacción.

—Salgamos pronto de este lugar —murmuró Wulfgar a Drizzt y el drow percibió que su amigo luchaba contra el deseo de saltar sobre el escritorio y estrangular, sin más, a aquel mago arrogante.

Drizzt compartía aquel mismo sentimiento, aunque con menos intensidad, pero sabía que a su debido tiempo conocerían el significado de aquella torre y de sus ocupantes.

—Saludos, Malchor Harpell —dijo, con sus ojos color de espliego clavados en el hombre—. Lamento ver, sin embargo, que tus actos no concuerdan con la descripción que tu primo Harkle nos hizo de ti.

—Os aseguro que soy como Harkle me ha descrito —replicó Malchor con calma—. Bienvenidos seáis, Drizzt Do’Urden y Wulfgar, hijo de Beornegar. Rara vez he tenido invitados tan ilustres en mi humilde torre. —Hizo una profunda reverencia para completar su cortés y diplomático, por no decir correcto, saludo.

—¿Hizo algo equivocado el muchacho? —le espetó Wulfgar.

—No, ha actuado de forma admirable —asintió Malchor—. ¡Ah!, ¿teméis por él? —El mago examinó de arriba abajo al corpulento bárbaro, cuyos músculos seguían tensos por la cólera—. Os aseguro que trato bien al chico.

—No es ésa la impresión que me has dado —replicó Wulfgar.

—Anhela convertirse en mago —explicó Malchor, sin inmutarse por el tono de voz del bárbaro—. Su padre es un terrateniente poderoso y me ha contratado para que eduque a su hijo. El muchacho demuestra cierto potencial: una mente rápida y un gran amor por este tipo de artes; pero has de comprender, Wulfgar, que la magia no difiere tanto de vuestra propia educación.

La sonrisa que esbozó el bárbaro traducía una opinión muy diferente.

—Disciplina —prosiguió Malchor, impertérrito—. Sea lo que sea lo que hagamos en la vida, la disciplina y el control sobre nuestros actos son la medida definitiva de nuestros progresos. El muchacho tiene grandes aspiraciones y empieza a poseer un cierto poder que no llega a comprender. Pero si no es capaz de mantener sus pensamientos en silencio durante un mes, no voy a malgastar mi precioso tiempo en él. Me parece que tu compañero me comprende.

Wulfgar desvió la vista hacia Drizzt, que permanecía relajado a su lado.

—Sí, lo comprendo —le respondió el elfo oscuro—. Malchor ha puesto a prueba al muchacho, ha puesto a prueba su habilidad para obedecer órdenes y pretende conocer de este modo la profundidad de sus anhelos.

—¿Me considero pues perdonado? —les preguntó el mago.

—Eso no es importante —gruñó Wulfgar—. No hemos venido para luchar en las batallas de un muchacho.

—Por supuesto —respondió Malchor—. Harkle me ha dicho que vuestro asunto os urge. Volved a los establos y aseaos. El chico está preparando la cena. Irá a buscaros cuando sea la hora de comer.

—¿Tiene algún nombre ese muchacho? —preguntó Wulfgar con evidente sarcasmo.

—Todavía no se ha ganado ninguno —fue la breve respuesta de Malchor.

Aunque estaba ansioso por emprender de nuevo el camino, Wulfgar no podía negar que Malchor Harpell les había preparado una mesa espléndida. Tanto él como Drizzt dieron buena cuenta de la comida, conscientes de que aquél iba a ser, con toda probabilidad, el único ágape digno que iban a hacer en muchos días.

—Pasaréis aquí la noche —les dijo Malchor en cuanto acabaron de comer—. Una cama mullida os sentará bien —añadió, ante la mirada malhumorada que le lanzó Wulfgar—. Y os prometo que saldréis mañana a primera hora.

—Nos quedaremos, y te estamos muy agradecidos —respondió Drizzt—. Seguro que esta torre será mucho más acogedora que el frío y duro suelo del exterior.

—Excelente —prosiguió Malchor—. Así pues, venid conmigo. Tengo algunos objetos que pueden ayudaros en vuestra búsqueda. —Los condujo fuera de la estancia y descendieron por el empinado corredor hasta los niveles inferiores de la construcción. Mientras caminaban, Malchor fue contando a sus invitados el origen de la torre y sus características. Al final, giraron por uno de los oscuros pasadizos laterales y atravesaron una pesada puerta.

Drizzt y Wulfgar se vieron obligados a detenerse en el umbral durante largo rato para asimilar la maravillosa visión que hallaron delante de ellos, pues habían llegado al tesoro de Malchor, una colección de objetos mágicos o de otro tipo, de la mejor calidad que el mago había encontrado a lo largo de sus numerosos años de viajes. Allí había espadas y pulidas armaduras de cuerpo entero, un resplandeciente escudo de mithril y la corona de un rey fallecido. De las paredes colgaban tapices antiguos y una vasija de cristal repleta de piedras preciosas y joyas de incalculable valor, que brillaba a la vacilante luz de las antorchas.

Malchor se había acercado a un armario situado al otro extremo de la estancia y, cuando Wulfgar y Drizzt desviaron la vista hacia él, lo vieron sentado encima de él haciendo juegos malabares con tres herraduras. Mientras lo observaban, añadió una más y prosiguió como si tal cosa con su juego, haciéndolas danzar arriba y abajo.

—He invocado un hechizo en estas cuatro herraduras que hará que vuestros corceles cabalguen con más rapidez que cualquier otro animal en el mundo —les explicó—. Su efecto es limitado, pero os permitirá llegar a Aguas Profundas, lo cual compensará el retraso que podáis llevar por haberos desviado hasta aquí.

—¿Dos herraduras por caballo? —preguntó Wulfgar, siempre receloso.

—No funcionaría —respondió Malchor, mostrando una gran tolerancia hacia el fatigado y joven bárbaro—, ¡a menos que desees que tu caballo se levante y corra como un humano! —Soltó una carcajada, pero el gesto malhumorado no desapareció del rostro de Wulfgar—. No temas. —Malchor se aclaró la garganta al ver que su broma no había tenido éxito—. Tengo otro juego completo. —Volvió la vista hacia Drizzt—. He oído decir que pocos seres son tan ágiles como los elfos oscuros. Y, aquellos que han visto a Drizzt Do’Urden en plena batalla y en plena acción, dicen que supera incluso a la mayoría de sus semejantes.

Sin interrumpir en ningún momento el ritmo de su juego malabar, lanzó una de las herraduras a Drizzt. El drow la cogió con facilidad y, con el mismo movimiento, se la devolvió. Al instante, el mago lanzó la segunda, y luego la tercera, y Drizzt, sin apartar un momento la vista de Malchor, las fue devolviendo una tras otra.

La cuarta herradura fue lanzada por lo bajo y obligó a Drizzt a agacharse hasta el suelo para poder atraparla, pero el drow estaba concentrado en la tarea y no perdía ni un movimiento, siguiendo en todo momento el compás del juego.

Wulfgar observaba la escena con curiosidad, y se preguntaba qué motivos tendría el mago para poner a prueba al drow.

Malchor rebuscó en el armario y extrajo el segundo juego de herraduras.

—La quinta —advirtió, mientras se la lanzaba a Drizzt. El drow permaneció impasible, atrapó la herradura con agilidad y volvió a lanzarla en línea recta.

—¡Disciplina! —exclamó Malchor con vigor, dirigiéndose a Wulfgar—. ¡Demuéstramelo, drow! —ordenó, al tiempo que le lanzaba, en rápida sucesión, la sexta, la séptima y la octava.

Drizzt esbozó una mueca al ver aproximarse los objetos, dispuesto a aceptar el desafío. Sus manos empezaron a moverse como en un torbellino y, al instante, tuvo las ocho herraduras subiendo y bajando en plena armonía. Mientras otorgaba al juego malabar un ritmo fácil, Drizzt empezó a comprender la estrategia del mago.

Malchor se acercó a Wulfgar y volvió a palmearle el hombro.

—Disciplina —repitió de nuevo—. Míralo, joven guerrero, pues tu amigo de tez oscura es por completo dueño de sus movimientos y, por lo tanto, dueño en su oficio. Aunque todavía no lo comprendas, nosotros dos no somos tan diferentes. —Captó la mirada de Wulfgar con la suya—. Nosotros tres no somos tan diferentes. Tenemos métodos distintos, de acuerdo, pero con la misma finalidad.

Cansado del juego, Drizzt fue cogiendo las herraduras una por una mientras iban cayendo y las fue ensartando en su antebrazo, mientras observaba a Malchor con aprobación. Al ver a su joven amigo sumido en una honda reflexión, el drow empezó a pensar que el mejor regalo de aquella visita no habían sido las herraduras encantadas, sino la lección.

—Basta ya de todo esto —dijo Malchor de improviso, al tiempo que se ponía en movimiento. Se acercó a un extremo de la pared donde colgaban docenas de espadas y otras armas.

—Veo que una de tus vainas está vacía —dijo a Drizzt. Luego, extrajo de su funda una cimitarra esplendorosamente forjada—. Tal vez ésta te vaya bien.

En cuanto recibió el arma de manos del mago, Drizzt percibió el poder que emanaba de ella, el esmero con que había sido forjada y la perfección de su equilibrio. En la empuñadura relucía un único zafiro de color azul y con forma de estrella.

—Se llama Centella —explicó Malchor—. Fue construida por elfos de una época pasada.

—Centella —repitió Drizzt. Al instante, una luz azulada perfiló el contorno del acero. Drizzt sintió una súbita tensión en el interior de la hoja y de algún modo percibió que el filo sería muy afilado. La balanceó en el aire varias veces y, a cada movimiento, el acero dejó tras de sí una estela de luz azulada. ¡Con qué facilidad se manejaba en el aire!… ¡Con qué facilidad partiría en dos a un enemigo! Drizzt la volvió a enfundar con gesto respetuoso.

—Fue forjada gracias a la magia de los poderes que todos los elfos de la superficie tienen en tan gran estima —explicó Malchor—. La magia de las estrellas y de la luna, y de los misterios de sus almas. Te la mereces, Drizzt Do’Urden, y te será de gran utilidad.

Drizzt no encontraba ninguna respuesta para agradecer aquel tributo, pero Wulfgar, emocionado por el honor que Malchor confería a su amigo, que tan a menudo era desprestigiado, habló en su nombre.

—Mil gracias, Malchor Harpell —dijo, compensando de este modo el cinismo que había dominado sus acciones anteriores, mientras hacía una profunda reverencia.

—Sigue los consejos de tu corazón, Wulfgar, hijo de Beornegar —respondió Malchor—. El orgullo puede ser un arma valiosa, pero también puede cerrarte los ojos a las verdades que están por encima de ti. Ahora, id a acostaos. Os despertaré temprano para que podáis seguir vuestro camino.

Drizzt se sentó en su cama y permaneció observando a su amigo, que había caído ya en un profundo sueño. Estaba preocupado por Wulfgar, pues el bárbaro se hallaba muy lejos de la tundra que siempre había sido su hogar. En su búsqueda de Mithril Hall, habían vagabundeado por las tierras del norte, luchando a cada kilómetro que avanzaban. Y, al encontrar su objetivo, sus problemas no habían hecho más que empezar, porque habían tenido que abrirse camino con esfuerzo en el antiguo complejo minero de los enanos. Wulfgar había perdido allí a su tutor, y Drizzt a su mejor amigo, y habían acabado por arrastrarse de regreso al pueblo de Longsaddle en busca de un largo y merecido descanso.

Pero la realidad no les permitía respiro ninguno. Como Entreri se había apoderado de Regis, Drizzt y Wulfgar eran la última esperanza que le quedaba al halfling. En Longsaddle habían encontrado el final de un camino, pero también el principio de otro incluso más largo.

Drizzt podía superar su propia fatiga, pero Wulfgar parecía envuelto en una nube de oscuridad y corría siempre al filo del peligro. Era un joven bárbaro que salía por primera vez en su vida del valle del Viento Helado, la tierra que había constituido siempre su hogar, y ahora ese acogedor pedazo de tundra, donde soplaba eternamente el viento, quedaba muy lejos, hacia el norte.

Sin embargo, Calimport se encontraba aún mucho más lejos, hacia el sur.

Drizzt se recostó sobre la almohada y se recordó a sí mismo que Wulfgar había escogido acompañarlo. Aunque lo hubiera intentado, no habría podido detenerlo.

El drow cerró los ojos. Lo mejor que podía hacer ahora, para sí mismo y para Wulfgar, era dormir y estar listo para lo que les deparara el día siguiente.

El aprendiz de Malchor los despertó, en completo silencio, unas horas más tarde y los condujo al comedor, donde los esperaba el mago. Un delicioso desayuno estaba servido ante ellos.

—Por lo que me ha dicho mi primo, os dirigís hacia el sur —les comentó Malchor—. Vais en persecución de un hombre que mantiene prisionero a vuestro amigo Regis, el halfling.

—Sí, se llama Entreri —repuso Drizzt—, y, por lo que sabemos de él, la persecución no será fácil. Va camino de Calimport.

—Y será todavía más difícil —añadió Wulfgar—, porque hasta ahora le teníamos seguida la pista. —Hablaba con Malchor, pero Drizzt era consciente de que sus palabras iban dirigidas a él—. Ahora sólo nos queda esperar que no haya cambiado de rumbo.

—Su camino era muy claro —protestó Drizzt—. Se dirigía a Aguas Profundas, en la costa. En este momento ya habrá salido de allí.

—Entonces se habrá embarcado —razonó Malchor.

Wulfgar estuvo a punto de atragantarse con la comida, pues nunca se había parado a pensar en esa posibilidad.

—Es lo que yo me temo —continuó Drizzt—. Y creo que haré lo mismo.

—Es un camino peligroso y costoso —respondió Malchor—. Al final del verano, los piratas se reúnen para atacar los últimos barcos que van hacia el sur, y si uno tiene que hacer los preparativos adecuados…

Dejó que las palabras pendieran amenazadoras frente a ellos.

—Aun así, tenéis pocas opciones —prosiguió el mago—. Un caballo no puede correr a la misma velocidad que un barco, y la ruta por el mar es más recta que la terrestre. Tal vez pueda acelerar las cosas para encontraros pasaje. Mi alumno ya ha colocado las herraduras encantadas a vuestras monturas y, gracias a ellas, podréis llegar a la ciudad portuaria en pocos días.

—¿Y cuánto tiempo tendremos que navegar? —preguntó Wulfgar, consternado y sin poder apenas creer que Drizzt siguiera las sugerencias del mago.

—Tu amigo no comprende la longitud del trayecto —dijo Malchor a Drizzt. El mago colocó un tenedor encima de la mesa y, luego, dispuso otro a unos centímetros de distancia—. Aquí está el valle del Viento Helado —explicó a Wulfgar, mientras señalaba el primer tenedor—. Y aquí está la Torre del Crepúsculo, donde nos hallamos ahora. Entre un tenedor y otro hay una distancia de casi seiscientos cuarenta kilómetros.

A continuación, pasó otro tenedor a Drizzt, que se apresuró a colocarlo frente a él, a una distancia de casi un metro respecto al que representaba su posición actual.

—El camino que os queda por delante es cinco veces mayor que la distancia que habéis recorrido hasta aquí —prosiguió el mago—, pues ese tercer tenedor representa Calimport, a más de tres mil kilómetros y varios Reinos de distancia.

—Entonces, estamos perdidos —gimió Wulfgar, incapaz de concebir una distancia semejante.

—No creas —contestó Malchor—, pues el viento del norte henchirá las velas y evitaréis así las primeras nieves del invierno. Comprobaréis que las tierras y la gente del sur son más acogedoras.

—Ya veremos —intervino Drizzt, con poca convicción. La gente siempre solía traer problemas al elfo oscuro.

—¡Ah, comprendo! —asintió Malchor, consciente de las dificultades que un elfo drow debía de tener entre los habitantes de la superficie terrestre—. Pero tengo un regalo más para daros: el mapa de un tesoro que podéis descubrir hoy mismo.

—Otro retraso —se limitó a decir Wulfgar.

—Es un precio pequeño que debéis pagar —replicó Malchor—, y este breve viaje os podrá ahorrar muchos días en las pobladas tierras del sur, lugar donde un elfo oscuro sólo puede caminar de noche. De eso estoy seguro.

Drizzt estaba intrigado al ver que Malchor comprendía con tanta claridad su problema y aparentemente sugería una alternativa. Nunca sería bien recibido en el sur. Las mismas ciudades que darían vía libre al perverso Entreri no dudarían en ligar con cadenas al elfo oscuro si intentaba atravesarlas, porque los drow se habían ganado, hacía ya tiempo, la reputación de seres fundamentalmente diabólicos y malvados en extremo. En todos los Reinos había poca gente dispuesta a reconocer que Drizzt Do’Urden era una excepción a la norma general.

—Al oeste de aquí, descendiendo un oscuro sendero en el bosque Neverwinter, en una cueva formada por varios árboles, habita un monstruo a quien los granjeros de la zona apodan Águeda —explicó Malchor—. Creo que en un tiempo pasado fue una elfo, y una maga justa por derecho propio. Según la leyenda, este ser miserable vive después de la muerte y considera la oscuridad como su aliada.

Drizzt conocía las siniestras leyendas de tales criaturas y sabía también su nombre.

—¿Una banshee[1]? —preguntó.

Malchor asintió.

—Debéis ir a su guarida, si sois valientes, pues la banshee ha ido acumulando un valioso tesoro, en el que hay un objeto que puede serte de gran utilidad, Drizzt Do’Urden.

Vio que el drow lo escuchaba con suma atención. Drizzt se había inclinado sobre la mesa y sopesaba cada una de las palabras de Malchor.

—Una máscara —prosiguió el mago—, una máscara encantada que te permitirá ocultar tu origen y caminar libremente como un elfo de la superficie…, o como un hombre, según te convenga.

Drizzt se echó hacia atrás, un poco asustado ante la amenaza que eso significaba para su propia identidad.

—Comprendo tu recelo —le dijo Malchor—. No es para dar credibilidad a sus falsos prejuicios. Pero has de pensar en tu amigo preso, y comprenderás que te hago esa sugerencia sólo por su bien. Podrás atravesar las tierras meridionales tal como eres, como un elfo oscuro, pero sin impedimentos.

Wulfgar se mordió el labio inferior y permaneció en silencio, consciente de que aquella decisión debía tomarla únicamente Drizzt. Sabía incluso que sus propios temores por un nuevo retraso no podían influir en lo más mínimo en una decisión tan personal.

—Iremos a esa guarida en el bosque —declaró Drizzt al final—. Y me pondré una máscara de ese tipo si es necesario. —Desvió la mirada hacia Wulfgar—. Lo único que debe preocuparnos es Regis.

En el exterior de la Torre del Crepúsculo, Drizzt y Wulfgar montaron sobre sus caballos mientras Malchor permanecía a su lado.

—Tened cuidado con esa criatura —les advirtió Malchor, al tiempo que daba a Drizzt el mapa del camino que debían seguir para llegar a la guarida de la banshee y otro pergamino que les indicaba en líneas generales la ruta que debían tomar para ir al lejano sur—. Su contacto produce un frío mortal y la leyenda afirma que quien escucha su lamento, muere.

—¿Su lamento? —preguntó Wulfgar.

—Un gemido sobrenatural tan horroroso que los oídos mortales no pueden soportarlo —les explicó Malchor—. ¡Tomad todo tipo de precauciones!

—Lo haremos —le aseguró Drizzt.

—Nunca olvidaremos la hospitalidad ni los regalos de Malchor Harpell —añadió Wulfgar.

—Ni la lección, espero —replicó el mago con un guiño.

Wulfgar esbozó una sonrisa incómoda, y Drizzt se alegró de ver que a su amigo ya casi se le había pasado el malhumor.

El amanecer empezó a asomar por el horizonte y la mágica construcción se ocultó con rapidez en la nada.

—La torre ha desaparecido, pero el mago permanece aquí —señaló Wulfgar.

—La torre ha desaparecido, pero la puerta interior sigue abierta —corrigió Malchor. Dio unos pasos hacia atrás y alargó un brazo. La mano desapareció de la vista.

Wulfgar, desconcertado, dio un respingo.

—Sólo para aquellos que saben cómo encontrarla —añadió Malchor—. Para aquellos que han educado sus mentes para la magia. —Atravesó la puerta sobrenatural y desapareció, pero su voz llegó hasta ellos una vez más—. ¡Disciplina! —gritó, y Wulfgar supo que aquella última exclamación iba dirigida a él.

Drizzt puso en movimiento a su caballo y desplegó el mapa mientras se alejaba.

—¿Harpell? —preguntó por encima del hombro, imitando el tono burlón de Wulfgar la noche anterior.

—¡Si todos los Harpell fueran como Malchor! —replicó el bárbaro. Luego, se quedó mirando fijamente el vacío en el que se había asentado la Torre del Crepúsculo, y comprendió a la perfección que el mago le había dado dos valiosas lecciones en una sola noche: una sobre prejuicios y otra sobre humildad.

Desde el interior de la dimensión oculta de su hogar, Malchor los vio partir. Deseó poder unirse a ellos, poder viajar por un camino repleto de aventuras, como había hecho en su juventud; poder emprender una ruta y seguirla superando todos los obstáculos. Malchor era consciente de que Harkle había juzgado correctamente los principios de aquellos dos individuos y había tenido razón al pedirle que los ayudara.

El mago se apoyó en la puerta de su hogar. Lástima que sus días de aventura, sus días de llevar sobre los hombros la cruzada de la justicia, se desvanecían ya a sus espaldas.

Sin embargo, Malchor se animó al pensar en los acontecimientos de aquella última noche. Si el drow y su amigo bárbaro eran una señal, había ayudado a pasar la antorcha a unas manos capaces de llevarla.