—¡Está acelerando! —gritó Soshi desde el fondo de la sala—. ¡Código incorrecto!
Horrorizados, todos guardaron silencio.
En la pantalla apareció el mensaje de error:
ENTRADA INCORRECTA, SÓLO CAMPO NUMÉRICO.
—¡Maldita sea! —chilló Jabba—. ¡Sólo campo numérico! ¡Estamos buscando un jodido número! ¡Nos han dado por el culo! ¡Este anillo vale una mierda!
—¡El gusano ha duplicado la velocidad! —gritó Soshi—. ¡Ciclo de castigo!
En la pantalla central, justo debajo del mensaje de error, la RV plasmó una imagen horripilante. Al tiempo que el tercer cortafuegos se derrumbaba, la media docena de líneas negras que representaban a otros tantos hackers saltaron hacia adelante, en dirección al núcleo. A cada momento aparecía una línea nueva. Y luego otra.
—¡Es un enjambre! —chilló Soshi.
—¡Confirmando conexiones extranjeras! —gritó otro técnico—. ¡Ha corrido el rumor!
Susan apartó la mirada de los cortafuegos inutilizados y se volvió hacia la pantalla lateral. La grabación del asesinato de Tankado se había convertido en un bucle interminable. Cada vez era igual: Tankado se aferraba el pecho, caía y, con una mirada de pánico desesperado, entregaba su anillo a unos turistas desorientados. Es absurdo, pensó. Si no sabía que le habían asesinado… Susan se quedó en blanco. Era demasiado tarde, hemos pasado algo por alto.
En la RV, el número de hackers que llamaban a las puertas se había duplicado en los últimos minutos. Los hackers, al igual que las hienas, formaban una gran familia, siempre ansiosos por correr la voz de que había una nueva presa.
Por lo visto, Leland Fontaine ya había visto suficiente.
—¡Desconecta! —ordenó—. Desconecta de una vez.
Jabba miraba la pantalla, como el capitán de un barco a punto de naufragar.
—Demasiado tarde, señor. Nos hundimos.