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En la mente de David Becker reinaba un vacío absoluto. Estoy muerto. Pero oía un sonido. Una voz lejana…

—David.

Debajo de su brazo ardía un fuego vertiginoso, el mismo que se propagaba por su cuerpo. No es mi cuerpo. Pero una voz le llamaba. Tenue, familiar. Muy querida. Y también otras voces, desconocidas, carentes de importancia. Se esforzó por expulsarlas. Sólo contaba una voz. Hablaba y enmudecía.

—David… Lo siento.

Había una luz moteada. Débil al principio, una única rendija gris. Iba aumentando de tamaño. Becker intentó moverse. Dolor. Trató de hablar. Silencio. La voz seguía llamando.

Alguien estaba cerca de él, le levantó. Becker se movió hacia la voz. ¿O le estaban moviendo? Contempló la imagen luminosa. La vio en una pantalla pequeña. Era una mujer, que le miraba desde otro planeta. ¿Está presenciando mi muerte?

—David…

La voz era familiar. Era un ángel. Había venido a buscarle. El ángel habló.

—Te quiero, David.

Entonces comprendió.

Susan extendió las manos hacia la pantalla, llorando y riendo al mismo tiempo, perdida en un torrente de emociones. Se secó con furia las lágrimas.

—David… Pensaba…

El agente Smith acomodó a Becker en el asiento encarado al monitor.

—Está un poco aturdido, señora. Concédale un segundo.

—Pero… —balbuceó Susan—, leí un mensaje. Decía…

Smith asintió.

—Nosotros también lo leímos. Hulohot vendió la piel del oso antes de haberlo cazado.

—Pero la sangre…

—Una herida —contestó Smith—. La vendamos.

Susan era incapaz de hablar.

El agente Coliander habló fuera de cámara.

—Le disparamos con la nueva J23, una pistola aturdidora de efecto de larga duración. Debió dolerle mucho, pero así lo redujimos.

—No se preocupe, señora —la tranquilizó Smith—. Se pondrá bien.

David Becker contempló el monitor de televisión que tenía delante. Estaba desorientado, mareado. La imagen que se veía en la pantalla era la de una sala de control en la que reinaba el caos. Susan estaba en ella. Tenía la vista clavada en él.

Estaba llorando y riendo al mismo tiempo.

—David. ¡Gracias a Dios! ¡Pensaba que te había perdido!

El se masajeó la sien. Acercó el micrófono hacia su boca.

—¿Susan?

Ella le miraba con arrobo. Las facciones marcadas de David llenaban toda la pantalla. Su voz resonó.

—Susan, he de preguntarte algo.

Por un momento la resonancia y volumen de la voz de Becker pareció paralizar a todos los presentes en el banco de datos.

—Susan Fletcher —tronó la voz—, ¿quieres casarte conmigo?

Un murmullo apagado recorrió la sala. Una tablilla cayó al suelo, acompañada de un bote portalápices. Nadie se agachó a recogerlos. Sólo se oía el leve zumbido de los ventiladores de la sala y la respiración de David Becker en el micrófono.

—David —masculló Susan, sin darse cuenta de que treinta y siete personas la estaban mirando—, ya me lo pediste, ¿te acuerdas? Hace cinco meses. Te dije que sí.

—Lo sé —sonrió Becker—. Pero esta vez… —Extendió la mano izquierda hacia la cámara y exhibió el anillo de oro de su dedo anular—, esta vez tengo un anillo.