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Susan estaba mojada y temblorosa, acurrucada en el sofá de Nodo 3. Strathmore cubrió sus hombros con la chaqueta de su traje. El cuerpo de Hale yacía a unos metros de distancia. Las sirenas aullaban. Como hielo que se derritiera en un estanque helado, de la vasija de Transltr llegó un crujido agudo.

—Voy a bajar a cortar el suministro eléctrico —dijo Strathmore al tiempo que apoyaba una mano tranquilizadora sobre su hombro—. Vuelvo enseguida.

Susan siguió al comandante con la mirada cuando atravesó Criptografía. Ya no era el hombre en estado catatónico que había visto diez minutos antes. El comandante Trevor Strathmore se había recuperado, actuaba con lógica y controlaba la situación tomando las decisiones necesarias.

Las últimas palabras de la nota de Hale resonaron en la mente de Susan como un tren a punto de descarrilar: Por encima de todo, siento muchísimo lo de David Becker. Perdonadme, me dejé cegar por la ambición.

La pesadilla de Susan Fletcher se había confirmado. David estaba en peligro… O algo peor. Tal vez ya era demasiado tarde. Siento muchísimo lo de David Becker.

Contempló la nota. Hale ni siquiera la había firmado. Se había limitado a escribir su nombre al pie: Greg Hale. Tras vomitar todo lo que le torturaba, imprimió su despedida y luego se pegó un tiro; así de sencillo. Había jurado que nunca volvería a la cárcel. Cumplió su promesa, eligiendo a cambio la muerte.

—David —sollozó Susan—. ¡David!

En aquel momento, a tres metros bajo la planta de Criptografía, el comandante Strathmore pisó el primer rellano. Había sido un día plagado de desastres. Lo que había empezado como una misión patriótica se le había ido de las manos. El comandante se había visto obligado a tomar decisiones imposibles, a cometer actos horripilantes, actos de los que nunca se había imaginado capaz.

¡Era una solución! ¡Era la única solución!.

Había que pensar en el deber: patria y honor. Strathmore sabía que aún había tiempo. Podía desactivar Transltr. Podía utilizar el anillo para salvar el banco de datos más valioso del país. , pensó, aún hay tiempo.

Strathmore contempló el desastre que le rodeaba. Transltr emitía rugidos sin cesar. Las sirenas aullaban. Las luces parecían helicópteros que se acercaran a través de una niebla espesa. No podía quitarse a Greg Hale de la cabeza. El joven criptógrafo, con los ojos suplicantes, y después el disparo. Lo había matado por la patria, por el honor. La NSA no podía permitirse otro escándalo. Strathmore necesitaba un chivo expiatorio. Además, Greg Hale era un desastre ambulante.

El sonido de su móvil interrumpió sus pensamientos. Apenas se oía por culpa de las sirenas y los vapores siseantes. Lo desprendió del cinturón sin aminorar el paso.

—Hable.

—¿Dónde está mi clave de acceso? —preguntó una voz familiar.

—¿Quién es usted? —chilló el comandante Strathmore por encima del estruendo.

—¡Soy Numataka! —vociferó la voz airada—. ¡Me prometió la clave de acceso!

Strathmore siguió avanzando.

—¡Quiero fortaleza digital! —siseó Numataka.

—¡Fortaleza digital no existe!

—¿Cómo?

—¡No existe el algoritmo indescifrable!

—¡Pues claro que sí! ¡Lo he visto en Internet! ¡Hace días que mi gente está intentando desencriptarlo!

—Es un virus encriptado, idiota, y tiene suerte de no poder romper el código.

—Pero…

—¡No hay trato! —chilló Strathmore—. Yo no soy Dakota del Norte. ¡Dakota del Norte no existe! ¡Olvídese de ello!

Cerró el móvil, lo apagó y lo devolvió al cinturón. No habría más interrupciones.

A dieciocho mil kilómetros de distancia, Tokugen Numataka se hallaba estupefacto ante un ventanal de su oficina. Un puro Umami colgaba de su boca. El negocio de su vida acababa de esfumarse delante de sus ojos.

Strathmore siguió descendiendo. No hay trato. Numatech Corp. nunca tendría el algoritmo indescifrable… y la NSA nunca tendría un programa espía.

Había planificado su sueño durante mucho tiempo. Había elegido a Numataka con sumo cuidado. Era rico, el probable ganador de la subasta de la clave. No había empresa menos sospechosa de flirtear con el Gobierno de Estados Unidos. Tokugen Numataka era un japonés a la vieja usanza: muerte antes que deshonor. Odiaba a los estadounidenses. Odiaba su comida, odiaba sus costumbres y, por encima de todo, odiaba su poder sobre el mercado del software mundial.

La visión de Strathmore había sido audaz: un modelo de encriptación mundial que tenía incorporado una puerta trasera para la NSA. Había anhelado compartir su sueño con Susan, llevarlo a la práctica con ella a su lado, pero sabía que no podría ser así. Aunque la muerte de Ensei Tankado salvara miles de vidas en el futuro, Susan nunca estaría de acuerdo. Era una pacifista. Yo también soy pacifista, pero no puedo permitirme el lujo de actuar como tal.

El comandante no había dudado en ningún momento quién mataría a Tankado. El japonés estaba en España, y España significaba Hulohot. El mercenario portugués de cuarenta y dos años era uno de los profesionales favoritos del comandante. Hacía años que trabajaba para la NSA. Nacido y criado en Lisboa, Hulohot había trabajado para la agencia en toda Europa. Las pistas de sus crímenes nunca habían apuntado a Fort Meade. El único problema residía en que Hulohot era sordo. La comunicación telefónica era imposible. En fechas recientes, Strathmore se había encargado de que recibiera el último juguete de la NSA, el ordenador Monocle. Strathmore se compró un buscapersonas SkyPager y lo programó en la misma frecuencia. A partir de aquel momento, su comunicación con Hulohot no sólo fue instantánea, sino que no había forma de rastrearla.

El primer mensaje que Strathmore le había enviado no dejaba margen a error. Ya lo habían comentado previamente. Asesinar a Ensei Tankado. Obtener la clave de acceso.

El comandante nunca preguntaba a Hulohot cómo obraba su magia, pero lo había conseguido de nuevo. Ensei Tankado había muerto, y las autoridades españolas estaban convencidas de que la causa de su muerte era un infarto. Un asesinato de manual, salvo por un detalle. Hulohot había elegido mal el lugar. Por lo visto, el que Tankado muriera en un sitio público era una parte necesaria de la farsa. Pero los curiosos habían aparecido demasiado pronto. El asesino se vio obligado a esconderse antes de poder registrar el cuerpo y apoderarse de la clave. Cuando la situación se apaciguó, el cadáver ya estaba en poder del juez de instrucción de Sevilla.

Strathmore estaba furioso. Hulohot había frustrado una misión por primera vez en su vida, y había elegido el peor momento para ello. Conseguir la clave de acceso de Tankado era fundamental, pero el comandante sabía que enviar a un asesino sordo al depósito de cadáveres de Sevilla era una misión suicida. Había sopesado sus otras opciones. Empezó a materializarse un segundo plan. Vio de repente la posibilidad de matar dos pájaros de un tiro, la oportunidad de transformar en realidad dos sueños en lugar de uno. A las seis y media de aquella mañana había llamado a David Becker.