La sangre de Cristo… el cáliz de la salvación…
La gente se congregó alrededor del cuerpo derrumbado en el banco. El incensario colgado del techo seguía describiendo sus plácidos arcos. Hulohot se revolvió en el pasillo central y exploró la iglesia. ¡Tiene que estar aquí! Se volvió hacia el altar.
Treinta bancos más adelante, el rito de la comunión continuaba. El padre Gustavo Herrera observó con curiosidad la conmoción que tenía lugar en un banco del centro, pero no estaba preocupado. A veces, el Espíritu Santo tomaba posesión de algún anciano y éste se desmayaba. Con un poco de aire se solucionaba el problema.
Mientras tanto, Hulohot buscaba frenéticamente. Becker había desaparecido. Unas cien personas estaban arrodilladas ante el altar para recibir la comunión. El asesino se preguntó si Becker era una de ellas. Examinó sus espaldas. Estaba preparado para disparar desde cincuenta metros de distancia y salir corriendo.
El cuerpo de Jesús, el pan del cielo.
El joven sacerdote dio la comunión a Becker y le miró con aire de desaprobación. Podía comprender la ansiedad del extranjero por recibir la comunión, pero eso no era excusa para colarse.
Becker agachó la cabeza y masticó la hostia como mejor pudo. Presintió que algo estaba sucediendo detrás de él. Pensó en el hombre al que había comprado la chaqueta y confió en que hubiera seguido su consejo y no se hubiera puesto la de él. Estuvo a punto de volverse para mirar, pero temió que el tipo de las gafas con montura metálica le devolviera la mirada. Se acuclilló con la esperanza de que la chaqueta negra cubriera la parte posterior de sus pantalones caqui. No fue así.
El cáliz se acercaba rápidamente por su derecha. La gente bebía el vino que les era ofrecido en el cáliz, se persignaban y se levantaban para dejar sitio en el altar. ¡Cálmate! Becker no tenía ninguna prisa por abandonar el altar, pero con dos mil personas esperando para tomar la comunión y sólo ocho sacerdotes para darla, se consideraba de mala educación demorarse con un sorbo de vino.
El cáliz estaba justo a la derecha de Becker cuando Hulohot localizó los pantalones caqui.
—Ya estás muerto —siseó en voz baja.
Avanzó por el pasillo central. El tiempo de las sutilezas había pasado. Dos disparos en la espalda, apoderarse del anillo y huir. La parada más grande de taxis de Sevilla estaba a media manzana de distancia, en Mateos Gago. Sacó el arma.
Adiós, señor Becker…
La sangre de Cristo, la copa de la salvación.
El intenso aroma del vino tinto invadió la nariz de Becker cuando el padre Herrera le acercó el cáliz de plata bruñido a mano. Un poco temprano para beber, pensó cuando se inclinó hacia delante. Pero cuando el cáliz se situó a la altura de sus ojos, distinguió un movimiento borroso. Una figura que se acercaba rápidamente se reflejó en el cáliz plateado.
Becker vio un destello metálico, un arma desenfundada. Al instante, sin pensar, como un corredor que sale disparado cuando suena la señal de salida, se precipitó hacia delante. El sacerdote retrocedió horrorizado cuando el cáliz voló por los aires y el vino tinto se derramó sobre el mármol blanco. Sacerdotes y monaguillos se dispersaron cuando Becker saltó sobre la barandilla que le separaba del altar. Un silenciador escupió una sola bala. Becker aterrizó en el suelo, y la bala se estrelló a su lado. Un instante después, bajaba dando tumbos tres peldaños de granito que conducían al valle, un estrecho pasadizo por el que accedían los sacerdotes al altar como por la gracia divina.
Al pie de la escalera, tropezó y cayó. Una cuchillada de dolor le atravesó cuando aterrizó sobre el costado. Un momento después franqueó una puerta cubierta con una cortina y bajó una escalera de madera.
Dolor. Becker cruzó corriendo la sacristía. Estaba a oscuras. Oyó gritos procedentes del altar. Pasos decididos que le perseguían. Atravesó una puerta doble y entró en una especie de estudio. En una pared había un crucifijo de tamaño natural. Se detuvo. Callejón sin salida. Estaba al pie de la cruz. Oyó que Hulohot se acercaba. Becker contempló el crucifijo y maldijo su mala suerte.
—¡Maldición! —chilló.
Se oyó un ruido de cristales rotos a su izquierda. Se volvió. Un hombre con sotana roja lanzó una exclamación ahogada y dirigió una mirada horrorizada a Becker. Como un gato atrapado in fraganti con un canario, el sacerdote se secó la boca y trató de ocultar la botella rota de vino de consagrar caída a sus pies.
—¡Una salida! —gritó Becker—. ¡Quiero salir!
El cardenal Guerra reaccionó instintivamente. Un demonio había entrado en sus aposentos sagrados, pidiendo que le dejaran salir de la casa de Dios. Guerra le concedería tal deseo, de inmediato. El demonio había entrado en el momento más inoportuno.
El cardenal, pálido, indicó una cortina en la pared, a su izquierda. Oculta había una puerta. La había mandado construir tres años antes. Comunicaba con el patio exterior. El cardenal se había cansado de salir de la iglesia por la puerta principal como un vulgar pecador.