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La comunión.

Hulohot localizó a Becker de inmediato. Era imposible no ver la americana caqui, sobre todo con la mancha de sangre en el costado. La chaqueta avanzaba por la fila central entre un mar negro. No debe saber que estoy aquí, sonrió Hulohot. Es hombre muerto.

Acarició los diminutos contactos metálicos que llevaba en las yemas de los dedos, ansioso por anunciar a su contacto norteamericano la buena nueva. Pronto, muy pronto.

Como un depredador que se desplazara con el viento de cara, Hulohot retrocedió al fondo de la iglesia. Después empezó la maniobra de acercamiento a la presa: avanzó por el pasillo central. No tenía pensado perseguir a Becker entre la muchedumbre que abandonaría la iglesia. Su presa estaba atrapada, una afortunada concatenación de acontecimientos. Sólo necesitaba encontrar una forma de eliminarle con discreción. El silenciador de su pistola, el mejor del mercado, emitía un ruido inaudible. Eso bastaría.

Hulohot no era consciente de los murmullos que se elevaban de las personas a las que iba adelantando. La congregación podía comprender las ansias de este hombre por recibir la eucaristía, pero las normas del protocolo eran estrictas: dos colas en fila india.

El siguió avanzando. Se estaba acercando muy rápido. Acarició la pistola en el bolsillo de la chaqueta. El momento había llegado. Hasta entonces Becker había gozado de una suerte excepcional. No había necesidad de tentar más a la fortuna.

La americana caqui se encontraba a sólo diez personas de distancia, dándole la espalda con la cabeza gacha. Hulohot visualizó el asesinato. La imagen era clara: colocarse detrás de Becker, con la pistola escondida, disparar dos veces a la espalda de éste, y cuando se derrumbara, cogerle y conducirle hasta un banco como un amigo preocupado. Después Hulohot correría hacia la parte posterior de la iglesia como si fuera a buscar ayuda. En la confusión, desaparecería antes de que nadie supiera qué había pasado.

Cinco personas. Cuatro. Tres.

Hulohot acarició el arma. Dispararía desde la altura de la cadera a la espalda de Becker. De esa forma la bala atravesaría la columna o un pulmón antes de alojarse en el corazón. Aunque la bala no alcanzara el corazón, Becker moriría. Un pulmón perforado era mortal; quizá no en países donde la medicina estaba más avanzada. Pero en España era fatal.

Dos personas… Una. Como un bailarín que realizara un movimiento muy bien ensayado, Hulohot se volvió hacia su derecha. Apoyó la mano en el hombro de la americana caqui, apuntó y disparó. Dos detonaciones con sordina.

El cuerpo se puso rígido al instante. Luego cayó. Hulohot sujetó a su víctima por las axilas. Con un solo movimiento, la depositó en un banco antes de que aparecieran manchas de sangre en su espalda. Las personas que estaban cerca se volvieron. El asesino no les prestó atención. En un instante desaparecería.

Tanteó los dedos sin vida del muerto en busca del anillo. Nada. Palpó de nuevo. Los dedos estaban desnudos. Hulohot le giró la cabeza al hombre. Se quedó horrorizado. No era el rostro de David Becker.

Rafael de la Maza, un banquero vecino de un barrio residencial de Sevilla, había muerto casi al instante. Aún aferraba las cincuenta mil pesetas que el extraño norteamericano le había pagado por una americana negra barata.