Jabba estaba sudando bajo la maraña de cables. Todavía se hallaba tumbado de espaldas, con la linterna entre los dientes. Estaba acostumbrado a trabajar hasta tarde los fines de semana. Las horas menos frenéticas de la NSA eran los únicos momentos que podía dedicar al mantenimiento del hardware. Mientras manejaba el soldador al rojo vivo entre el laberinto de cables, procedía con excepcional cautela. Quemar cualquier revestimiento sería un desastre.
Unos centímetros más, pensó. Estaba tardando más de lo que había imaginado.
Justo cuando acercaba el extremo del soldador al filamento de soldadura, sonó su móvil. Sobresaltado, agitó el brazo y una gruesa gota de plomo líquido le cayó sobre él.
—¡Mierda! —Dejó caer el soldador y estuvo a punto de tragarse la linterna—. ¡Mierda! ¡Mierda!
Se frotó frenéticamente la gota hasta que rodó al suelo. Le dejó un verdugón impresionante. El chip que estaba intentando soldar cayó y le golpeó en la cabeza.
—¡Maldita sea!
El teléfono volvió a sonar. Jabba no hizo caso.
—Midge —masculló.
¡Maldita seas! ¡No pasa nada en Criptografía! El teléfono siguió sonando. Jabba volvió a colocar el nuevo chip, pero el teléfono no dejaba de sonar. ¡Por los clavos de Cristo, Midge! ¡Ríndete!
El teléfono sonó quince segundos más y luego enmudeció. Jabba exhaló un suspiro de alivio.
Un minuto después sonó el intercomunicador del techo.
—Que el jefe de Sys-Sec se ponga en contacto con la centralita principal para recibir un mensaje.
Jabba puso los ojos en blanco, incrédulo. No se rinde, ¿eh? Hizo caso omiso del mensaje.