Becker cruzó el vestíbulo en dirección a los lavabos, pero descubrió que la puerta con el cartel CABALLEROS estaba bloqueada por un cono naranja y un carrito de la limpieza lleno de detergentes y trapos. Miró la otra puerta.
SEÑORAS. Se acercó y llamó con los nudillos.
—¿Hola? —Abrió la puerta unos centímetros—. ¿Hay alguien?
Silencio.
Entró.
El lavabo era el típico aseo público español: un cuadrado perfecto con azulejos blancos en las paredes y una bombilla en el techo. Como de costumbre, había un váter cerrado y un urinario. Era irrelevante del todo si los urinarios cumplían una función en un baño de mujeres. Pero de este modo, los constructores se ahorraban tener que instalar un váter adicional.
A Becker le produjo asco lo que vio en el lavabo. Cuánta suciedad. El lavamanos estaba tapado y rebosaba de un agua color marrón. Por todas partes había servilletas de papel usadas tiradas. El suelo estaba encharcado. El vetusto secador de manos eléctrico adosado a una pared estaba manchado con huellas digitales verdosas.
Se detuvo ante el espejo y suspiró. Los ojos que solían mirarle con viveza estaban apagados esta noche. ¿Cuántas horas llevo yendo de un lado a otro de esta ciudad?, se preguntó. No consiguió calcularlo. Por puro hábito profesoral, se arregló el nudo de la corbata Windsor. Después se volvió hacia el urinario que tenía detrás.
Parado delante del urinario se preguntó si Susan habría llegado ya a casa. ¿Adonde habrá ido? ¿A Stone Manor sin mí?
—¡Eh! —gritó una airada voz femenina detrás de él.
Becker pegó un bote.
—Perdón, yo… —farfulló, y se apresuró a subirse la cremallera del pantalón—. Lo siento… Es que…
Se volvió hacía la chica que acababa de entrar. Era una joven sofisticada, como salida de las páginas de una revista de modelos juveniles. Vestía unos pantalones a cuadros clásicos y una blusa blanca sin mangas. Sostenía en la mano un bolso rojo de L.L. Bean. Su pelo rubio estaba perfectamente peinado.
—Lo siento —murmuró Becker al tiempo que se ceñía el cinturón—. El lavabo de caballeros estaba… Ya salgo.
—¡Cerdo de mierda!
Becker volvió a examinarla. Aquella expresión no parecía acorde con una mujer como ésa, como si de una botella de cristal tallado salieran aguas negras. Pero mientras la estudiaba, vio que no era tan elegante como parecía a primera vista. Tenía los ojos abultados e inyectados en sangre y el antebrazo izquierdo hinchado. Bajo la irritación rojiza del brazo, la carne se veía azul.
¡Increíble!, pensó Becker. Se pincha. ¿Quién lo hubiera dicho?
—¡Lárgate! —gritó la chica—. ¡Ya!
Becker se olvidó por un instante del anillo, la NSA, todo. Se compadeció de la joven. Era probable que sus padres la hubieran enviado aquí, con un programa de estudios de una escuela preparatoria y una tarjeta Visa, y había terminado sola en un lavabo, en plena noche, sumida en el infierno de la droga.
—¿Te encuentras bien? —preguntó, y retrocedió hacia la puerta.
—Estoy bien. —La voz de la joven era altiva—. ¡Márchate de una vez!
Becker se volvió. Dirigió una última mirada entristecida a su brazo izquierdo. No puedes hacer nada, David. Déjala en paz.
—¡Fuera! —chilló la muchacha.
Él asintió. Le dirigió una mirada pesarosa.
—Ten cuidado.