—Estás sentado en mi silla, capullo —le recriminó una voz en inglés.
Becker levantó la cabeza. ¿Acaso nadie hablaba español en este jodido país?
Un menudo adolescente de cabeza rapada y cara llena de granos le estaba mirando con furia. Llevaba la mitad del cráneo rojo y la otra mitad púrpura. Parecía un huevo de Pascua.
—He dicho que estás ocupando mi asiento, capullo.
—Ya te oí la primera vez —contestó Becker, al tiempo que se levantaba. No estaba de humor para peleas. Era hora de irse.
—¿Dónde has puesto mis botellas? —rugió el chico. Llevaba un imperdible en la nariz.
Becker indicó las botellas de cerveza que había dejado en el suelo.
—Estaban vacías.
—¡Pero eran mías, joder!
—Te pido mil perdones —dijo Becker, y se dispuso a salir.
El muchacho le cortó el paso.
—¡Recógelas!
Becker parpadeó sorprendido.
—Estás de broma, ¿no?
Le sacaba treinta centímetros y pesaba veinte kilos más que el muchacho.
—¿Te parece que estoy de broma, joder?
Becker no dijo nada.
—¡Recógelas!
La voz del chico se quebró.
Becker intentó sortearle, pero el adolescente volvió a bloquear su camino.
—¡He dicho que las recojas, joder!
Punkis colocados de las mesas cercanas empezaron a volverse hacia el barullo.
—No hablas en serio, chico —dijo Becker en voz baja.
—¡Te lo advierto! —gritó el muchacho—. ¡Es mi mesa! Vengo aquí cada noche. ¡Recógelas!
La paciencia de Becker se agotó. ¿No tenía que estar en las Smoky con Susan? ¿Qué estaba haciendo en España discutiendo con un adolescente psicótico?
Cogió al muchacho por las axilas, lo alzó en el aire y lo inmovilizó sobre la mesa.
—Escucha, enano. Te vas a largar ahora mismo, de lo contrario te arrancaré el imperdible y te coseré la boca.
El chico palideció.
Becker le sujetó un momento y luego le soltó. Sin apartar los ojos de él, se agachó, recogió las botellas y las devolvió a la mesa.
—¿Qué dices? —preguntó al aterrorizado muchacho.
El muchacho estaba sin habla.
—De nada —soltó Becker.
Este mamarracho es un anuncio ambulante a favor del control de natalidad.
—¡Vete a la mierda! —chilló el joven, sin darse cuenta de que sus compañeros se reían de él—. ¡Lameculos!
Becker no se movió. Algo que el chico había dicho se registró en su mente. Vengo aquí cada noche. Se preguntó si el muchacho podría ayudarle.
—Lo siento —dijo Becker—. No he entendido tu nombre.
—Dos Tonos —siseó el punki, como si estuviera pronunciando una sentencia de muerte.
—¿Dos Tonos? —musitó Becker—. Deja que lo adivine… ¿Es por tu pelo?
—No me jodas, Sherlock.
—Bonito nombre. ¿Lo inventaste tú mismo?
—Ya lo creo —dijo el muchacho con orgullo—. Voy a patentarlo.
Becker frunció el ceño.
—¿Quieres decir que vas a registrar la marca?
El chico le miró confuso.
—Has de registrar la marca —dijo Becker—, no patentarla.
—¡Lo que sea! —gritó el punki frustrado.
El grupo heterogéneo de chicos borrachos y colocados de las mesas cercanas era preso de la histeria. Dos Tonos se levantó y miró a Becker con expresión burlona.
—¿Qué cojones quieres de mí?
Becker pensó un momento. Quiero que te laves el pelo, te limpies la boca y consigas un empleo. Concluyó que era demasiado pedir en el primer encuentro.
—Necesito cierta información —dijo.
—Que te folle un pez.
—Busco a alguien.
—No le vi.
—No le has visto —corrigió Becker, mientras hacía una seña a una camarera. Pidió dos cervezas Águila y dio una a Dos Tonos. El muchacho parecía sorprendido. Dio un sorbo a la cerveza y miró a Becker con cautela.
—¿Me estás echando los tejos?
—Estoy buscando a una chica —dijo Becker sonriendo.
Dos Tonos lanzó una carcajada histérica.
—¡Te juro que no vas a ligar vestido así!
Becker frunció el ceño.
—No quiero ligar. Sólo he de hablar con ella. Quizá podrías ayudarme a encontrarla.
Dos Tonos dejó su cerveza sobre la mesa.
—¿Eres un poli?
—Soy de Maryland, tío. Si fuera un poli, estaría fuera de mi jurisdicción, ¿no crees?
Dio la impresión de que la pregunta le dejó confuso.
—Me llamo David Becker.
Sonrió y le extendió la mano.
El punki se encogió asqueado.
—Quita de ahí, maricón.
Becker retiró la mano.
El muchacho sonrió con aire burlón.
—Te ayudaré, pero gratis no.
Becker le siguió la corriente.
—¿Cuánto?
—Cien dólares.
Becker frunció el ceño.
—Sólo llevo pesetas.
—¡Me da igual! Que sean cien pesetas.
No cabía duda de que el cambio de la moneda extranjera no era el punto fuerte de Dos Tonos.
—Trato hecho —dijo Becker, al tiempo que dejaba la botella sobre la mesa.
El chico sonrió por primera vez.
—Trato hecho.
—De acuerdo. —Becker habló en voz baja—. Creo que la chica a la que busco podría estar aquí. Lleva el pelo de color rojo, blanco y azul.
Dos Tonos resopló.
—Es el aniversario de Judas Taboo. Todo el mundo lleva…
—También lleva una camiseta con la bandera inglesa y un pendiente en forma de calavera en una oreja.
Una vaga mirada de reconocimiento cruzó el rostro de Dos Tonos. Becker se dio cuenta y experimentó una oleada de esperanza, pero un momento después Dos Tonos se puso muy serio. Dejó la botella sobre la mesa con violencia y le agarró la camisa.
—¡Es la chica de Eduardo, capullo! ¡Yo la vigilo! ¡Si le pones la mano encima, te mataré!