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Becker se levantó del suelo del autobús y se derrumbó en un asiento libre.

—Bien hecho, capullo —rió el chico de las tres púas. Becker lo miró con atención. Era el chico al que había perseguido hasta el autobús. Inspeccionó el mar de peinados rojo, blanco y azul.

—¿Por qué lleváis el pelo así? —gruñó Becker, y señaló a los demás—. Todos…

—¿Rojo, blanco y azul? —preguntó el chico.

Él asintió, mientras procuraba no mirar la perforación infectada del labio superior del muchacho.

—Judas Taboo —dijo el chico.

Becker le miró perplejo.

El punki escupió en el pasillo, disgustado por la ignorancia de aquel tipo.

—Judas Taboo. El mayor punki desde Sid Vicious. Hoy hace un año que se voló la cabeza. Es su aniversario.

Becker asintió vagamente, sin establecer la relación.

—Taboo llevaba el pelo así el día que se largó. —El chico volvió a escupir—. Todos sus verdaderos admiradores llevan hoy el pelo rojo, blanco y azul.

Becker guardó silencio durante un largo momento. Poco a poco, como si le hubieran inyectado un tranquilizante, se volvió hacia delante. Inspeccionó al grupo del autobús. Todos eran punkis. Casi todos le estaban mirando.

Todos sus admiradores llevan hoy el pelo rojo, blanco y azul.

Becker alargó el brazo para tirar de la cadena que activaba el timbre de parada. Había llegado el momento de bajar. Volvió a tirar de la cadena. No pasó nada. Llamó por tercera vez, frenético. Nada.

—En el veintisiete no funciona. —El chico volvió a escupir—. Para que no les jodamos.

Becker se volvió.

—¿Quieres decir que no puedo bajar?

El chico rió.

—Hasta el final de la línea no.

Cinco minutos después, el autobús traqueteaba por una carretera rural española. Becker se volvió hacia el chico.

—¿Parará alguna vez?

El joven asintió.

—Faltan unos kilómetros.

—¿Adonde vamos?

—¿Quieres decir que no lo sabes? —preguntó el punki sonriente.

Becker se encogió de hombros.

El chico se puso a reír como un histérico.

—Oh, mierda. Te va a encantar.