Phil Chartrukian colgó enfurecido. Jabba estaba hablando por teléfono. El jefe de Sys-Sec sostenía que la llamada en espera era un truco ideado por las compañías telefónicas para aumentar los beneficios a base de conectar cada llamada. La sencilla frase «Estoy hablando por la otra línea, enseguida te llamo» hacía ganar millones a las compañías cada año. La negativa de Jabba a suscribirse al servicio de llamada en espera era una silenciosa protesta simbólica a la exigencia de la NSA de que llevara un móvil de emergencia en servicio día y noche.
Chartrukian se volvió y echó un vistazo a la planta desierta de Criptografía. El zumbido de los generadores aumentaba de intensidad a cada momento. Presentía que el tiempo se estaba terminando. Sabía que debía marcharse, pero a pesar del rugido de los grupos electrógenos, no podía quitarse de la cabeza el mantra de Sys-Sec: Primero actúa y después explica.
En el mundo de la seguridad informática, unos pocos minutos solían significar a menudo la diferencia entre salvar un sistema o perderlo. Apenas había tiempo para justificar un procedimiento defensivo antes de adoptarlo. Los técnicos de Sys-Sec cobraban por su experiencia técnica y su instinto.
Primero actúa y después explica. Chartrukian sabía lo que debía hacer. También sabía que, cuando la situación se solucionara, sería un héroe de la NSA o un desempleado más.
El superordenador tenía un virus, de eso estaba seguro. Sólo existía una forma de actuación responsable. Desconectarlo.
Chartrukian sabía que sólo había dos maneras de desconectar Transltr. Una era mediante la terminal particular del comandante, que estaba cerrada con llave en su despacho. Nada que hacer. La otra era el interruptor localizado en uno de los niveles subterráneos de Criptografía.
Chartrukian tragó saliva. Odiaba los niveles inferiores. Sólo había estado una vez, cuando le entrenaron. Era como algo surgido de un planeta alienígena, con su largo laberinto de pasarelas, conductos de freón y un descenso mareante de cuarenta metros hasta los generadores.
Era el último lugar al que deseaba ir, y Strathmore era la última persona con quien deseaba cruzarse, pero el deber era el deber. Mañana me darán las gracias, pensó, y se preguntó si estaría en lo cierto.
Respiró hondo y abrió la taquilla metálica de los responsables de Sys-Sec. En un estante de piezas desechadas, escondida detrás de un concentrador y un probador de redes de área local, había una taza de Stanford. Sin tocar el borde, buscó dentro y extrajo una llave Medeco.
—Es asombroso —gruñó— lo que los técnicos de Sys-Sec no saben sobre seguridad.