Phil Chartrukian estaba echando chispas en el laboratorio de Sys-Sec. Las palabras de Strathmore resonaron en su cabeza: ¡Lárguese! ¡Es una orden! Propinó una patada al cubo de la basura y blasfemó en el laboratorio desierto.
—¿Diagnóstico? ¡Y una mierda! ¿Desde cuándo el subdirector se salta los filtros de Manopla?
Pagaban bien a los técnicos de Sys-Sec para proteger los sistemas informáticos de la NSA, y Chartrukian había aprendido que el trabajo sólo exigía dos cosas: ser brillante y extremadamente paranoico.
¡Joder, no se trata de paranoia!, maldijo. ¡El puto monitor de control indica que el proceso ya lleva dieciocho horas!
Era un virus. Lo presentía. No albergaba muchas dudas sobre lo que estaba pasando: Strathmore había cometido una equivocación al saltarse los filtros de Manopla, y ahora estaba intentando ocultarlo con una historia absurda sobre diagnósticos.
Chartrukian no habría estado tan irritado si la única preocupación hubiera sido Transltr. Pero no era así. Pese a las apariencias, la gran bestia decodificadora no era una isla. Si bien los criptógrafos creían que Manopla había sido construida con el único propósito de proteger la obra maestra de la decodificación, los técnicos de Sys-Sec comprendían la verdad. Los filtros de Manopla servían a un dios muy superior: el banco de datos principal de la NSA.
La historia escondida detrás de la construcción del banco de datos siempre había fascinado a Phil Chartrukian. Pese a los denodados esfuerzos del Departamento de Defensa por reservarse Internet para su uso exclusivo a finales de la década de 1970, era una herramienta demasiado útil para no atraer a otros. Al final las universidades se abrieron camino por la fuerza. Poco después llegaron los servidores comerciales. Las compuertas se abrieron y el público se precipitó. A principios de la década de 1990, el «Internet» antes tan seguro del gobierno era un páramo congestionado de correo electrónico público y ciberporno.
Después de cierto número de infiltraciones informáticas, a las que nunca se dio publicidad, pero muy perjudiciales, en la Oficina de Inteligencia Naval quedó claro que los secretos del gobierno ya no estaban a salvo en ordenadores conectados a Internet. El presidente, en colaboración con el Departamento de Defensa, aprobó una ordenanza secreta para crear una red gubernamental absolutamente segura que sustituyera a la contaminada Internet y funcionara como vínculo entre las agencias de inteligencias estadounidenses. Con el fin de impedir más asaltos informáticos a los secretos del gobierno, todos los datos sensibles fueron trasladados a un emplazamiento de alta seguridad, el recién construido banco de datos de la NSA, el Fort Knox de los datos de inteligencia estadounidenses.
Literalmente, millones de las fotografías más secretas, cintas, documentos y vídeos fueron digitalizados y transferidos al inmenso almacén, y luego se destruyeron las copias. El banco de datos estaba protegido por un regulador de voltaje de triple capa y un sistema de copia de seguridad digital por niveles. Se hallaba a sesenta y cinco metros de profundidad para protegerlo de campos magnéticos y posibles explosiones. Las actividades que tenían lugar en la sala de control se denominaban Top Secret Umbra, el nivel de seguridad más elevado de la nación.
Los secretos del país nunca habían estado más a salvo. Este banco de datos inexpugnable albergaba planos de armas avanzadas, listas de protección de testigos, seudónimos de espías, análisis detallados y propuestas de operaciones clandestinas. La lista era interminable. Ya no volverían a asestar puñaladas por la espalda al espionaje estadounidense.
Los funcionarios de la NSA sabían que los datos almacenados sólo poseían valor si eran accesibles. La verdadera importancia del banco de datos no residía en ocultar los datos clasificados, sino en hacerlos accesibles tan sólo a la gente idónea. Toda la información almacenada estaba clasificada en función de niveles de seguridad, que dependían del grado de secretismo, y determinados funcionarios del gobierno tenían acceso a ella sobre una base compartimentada. El comandante de un submarino podía examinar las fotos de satélite más recientes de puertos rusos, pero no tenía acceso a los planes de una misión antidroga en Suramérica. Los analistas de la CIA podían acceder a historiales de asesinos conocidos, pero no a códigos de lanzamiento de misiles reservados al presidente.
Sys-Sec, por supuesto, carecía de permiso para acceder a la información del banco de datos, pero era responsable de su seguridad. Como todos los bancos de datos extensos, desde compañías aseguradoras a universidades, la NSA era atacada continuamente por hackers que intentaban echar un vistazo a los secretos que custodiaba. Pero los programadores de los cortafuegos informáticos de la NSA eran los mejores del mundo. Nadie había conseguido infiltrarse en el banco de datos de la agencia, y la NSA carecía de motivos para sospechar que alguien pudiera hacerlo.
En el laboratorio de Sys-Sec, Chartrukian se debatía entre si debía marcharse o no. Problemas en Transltr significaban problemas en el banco de datos. La despreocupación de Strathmore era asombrosa.
Todo el mundo sabía que Transltr y el banco de datos principal de la NSA estaban inextricablemente vinculados. Cada nuevo código, una vez descifrado, era enviado desde Criptografía, por una red de cuatrocientos metros de cable de fibra óptica, al banco de datos de la NSA, donde se guardaba a buen recaudo. La sacrosanta instalación de almacenamiento tenía puntos de entrada limitados, y Transltr era uno de ellos. Manopla era el guardián invencible del umbral. Y Strathmore lo había burlado.
Chartrukian oyó los latidos de su corazón. ¡Transltr se ha quedado atascado dieciocho horas! La idea de que un virus hubiera entrado en Transltr e hiciera de las suyas en el superordenador de la NSA, era excesiva para él.
—He de informar de esto —soltó en voz alta.
En una situación como ésta, Chartrukian sabía que sólo se podía llamar a una persona: el jefe de Sys-Sec, el irascible gran gurú de la informática, de ciento setenta kilos de peso, que había construido Manopla. Su mote era Jabba. Era un semidiós en la NSA: rondaba por los pasillos, apagaba incendios virtuales y maldecía la debilidad mental de los ineptos y los ignorantes. Chartrukian sabía que, en cuanto Jabba se enterara de que Strathmore se había saltado los filtros de Manopla, se armaría la gorda. Qué pena, pensó. He de cumplir con mi deber. Cogió el teléfono y llamó al móvil de Jabba, conectado las veinticuatro horas del día.