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Habitación 301. Rocío Eva Granada estaba desnuda ante el espejo del cuarto de baño. Era el momento que había estado temiendo todo el día. El alemán la estaba esperando en la cama. Era el hombre más gordo con el que había estado.

Levantó de mala gana un cubito de hielo de la cubitera y se lo pasó por los pezones. Se endurecieron al instante. Era su don: conseguir que los hombres se sintieran deseados. Por eso volvían. Recorrió con las manos su cuerpo flexible y bronceado, y confió en sobrevivir cuatro o cinco años más, hasta haber ahorrado lo suficiente para retirarse. El señor Roldan se quedaba casi todas sus ganancias, pero sabía que sin él estaría con las demás putas que ligaban borrachos en Triana. Al menos, estos hombres tenían dinero. Nunca le pegaban, y satisfacerles era sencillo. Se puso la ropa interior, respiró hondo y abrió la puerta del cuarto de baño.

Cuando Rocío entró en el dormitorio, los ojos del alemán se salieron de sus órbitas. La joven llevaba un negligé negro. Su piel de color leonado brillaba a la suave luz y sus pezones tensaban el encaje.

Komm doch hierher —dijo el hombre, impaciente, mientras se quitaba el albornoz y se tumbaba de espaldas.

Rocío forzó una sonrisa y se acercó a la cama. Contempló al enorme alemán. Lanzó una risita de alivio. El miembro que tenía entre las piernas era diminuto.

Él la agarró con impaciencia y le arrancó el negligé. Sus dedos gruesos manosearon cada centímetro de su cuerpo. Ella se puso encima, gimió y se retorció como presa de un falso éxtasis. Cuando el hombre la montó, pensó que iba a aplastarla. Jadeó contra su cuello de toro. Rezó para que acabara rápido.

—¡Sí! ¡Sí! —exclamaba entre embestida y embestida. Hundió las uñas en sus costados para darle ánimos.

Pensamientos fortuitos desfilaron por su mente: caras de clientes a los que había satisfecho, techos que había contemplado durante horas en la oscuridad, anhelos maternales…

De pronto, de improviso, el cuerpo del alemán se arqueó, se tensó y casi al instante se derrumbó sobre ella. ¿Eso es todo?, pensó sorprendida y aliviada.

Intentó librarse del peso que la aplastaba.

—Cariño —susurró con voz ronca—. Deja que me ponga encima.

Pero el hombre no se movió.

Empujó sus enormes hombros.

—Cariño… ¡No puedo respirar! —Pensó que se iba a desmayar. Sintió que sus costillas crujían—. ¡Despiértate!

Le tiró del pelo con los dedos. ¡Despierta!

Fue entonces cuando sintió el líquido tibio y pegajoso. Empapaba el pelo del hombre. Resbaló por las mejillas de la mujer y se le metió en la boca. Era salado. Se retorció como una loca debajo de él. Sobre ella, un extraño rayo de luz iluminaba el rostro contorsionado del alemán. Del agujero de bala que horadaba su sien rezumaba la sangre que la mojaba. Intentó chillar, pero no le quedaba aire en los pulmones. El cuerpo la estaba aplastando. Como presa de un delirio, extendió los brazos hacia el rayo de luz procedente de la puerta. Vio una mano. Una pistola con silenciador. Un destello de luz. Y luego nada.