37

En la planta baja del Alfonso XIII, Becker se dirigió, cansado, al bar. Un camarero con pinta de enano dejó una servilleta delante de él.

—¿Qué le pongo?

—Nada, gracias —contestó—. Quisiera saber si hay locales de punkis en la ciudad.

El camarero le miró con un gesto de extrañeza.

—¿Locales de punkis?

—Sí. ¿Se reúnen en algún lugar de la ciudad?

—No lo sé, señor. ¡Pero aquí no, desde luego! —Sonrió—. ¿Le apetece beber algo? —insistió.

Becker tuvo ganas de sacudir al individuo. Nada salía como había pensado.

—¿Quiere algo? —repitió el camarero—. ¿Fino? ¿Jerez?

De la planta de arriba le llegaron notas de música clásica. Los conciertos de Brandenburgo, pensó Becker. El número cuatro. Susan y él habían escuchado a la Academy of St. Martín in the Fields interpretando la obra de Johann Sebastian Bach en la universidad el año pasado. De repente, sintió deseos de tenerla a su lado. La brisa del aire acondicionado le recordó lo que le esperaba fuera. Se imaginó recorriendo las bochornosas calles de Triana, entre drogadictos, mientras buscaba a una punki con una camiseta adornada con la bandera inglesa. Pensó en Susan de nuevo.

—Zumo de arándano —se oyó decir.

El camarero se quedó sorprendido.

—¿Solo?

El zumo de arándano era una bebida popular en España, pero siempre acompañada de algo más.

—Sí —dijo Becker—. Solo.

—¿Le echo un poco de Smirnoff? —insistió el camarero.

—No, gracias.

—Gratis —dijo el camarero—. Invita la casa.

La cabeza le dolía y Becker imaginó las sucias calles de Triana, el calor sofocante y la larga noche que le aguardaba. Qué demonios. Asintió.

—Sí, écheme un poco de vodka.

El camarero pareció aliviado y fue a buscar la bebida.

Becker miró a su alrededor y se preguntó si estaba soñando. Cualquier cosa parecería más lógica que la verdad. Soy un profesor universitario, pensó, en una misión secreta.

El camarero regresó con la bebida.

—Aquí tiene, señor. Arándano con un chorrito de vodka.

Becker le dio las gracias. Tomó un sorbo y le vinieron náuseas. ¿Esto es un chorrito?