Tokugen Numataka miró por la ventana y luego continuó paseando como un animal enjaulado. Aún no había recibido noticias de su contacto, Dakota del Norte. ¡Malditos norteamericanos! ¡No tienen sentido de la puntualidad!
Le habría llamado, pero no tenía su número de teléfono. Numataka detestaba hacer negocios de esta manera, cuando no era él quien controlaba la situación.
Desde el primer momento había pensado que las llamadas de Dakota del Norte podían ser una treta, un competidor japonés que le estaba tomando el pelo. Ahora las dudas lo torturaban de nuevo. Decidió que necesitaba más información.
Salió como una exhalación de su despacho y bajó en ascensor al vestíbulo principal de Numatech. Sus empleados le hicieron reverencias a su paso. El no creía ni por asomo que le querían. Las reverencias eran una cortesía japonesa que los empleados ofrecían hasta a los jefes más despiadados.
Numataka fue directamente a la centralita principal de la empresa. Todas las llamadas pasaban por una única operadora gracias a un Corenco 2000, una terminal de doce líneas. La mujer estaba ocupada, pero se levantó y dedicó una reverencia a su jefe cuando éste entró.
—Siéntese —dijo el hombre con brusquedad.
La mujer obedeció.
—He recibido una llamada a las cinco menos cuarto por mi línea personal. ¿Puede decirme de dónde vino?
Numataka se reprendió por no haberlo hecho antes.
La operadora tragó saliva, nerviosa.
—Esta centralita carece de identificador de llamadas, señor, pero puedo ponerme en contacto con la compañía telefónica. Estoy segura de que nos podrá ayudar.
Numataka no albergaba duda alguna de que la compañía telefónica podría ayudarle. En esta era digital, la privacidad se había convertido en algo del pasado. Todo quedaba registrado. Las compañías telefónicas podían decirte con toda exactitud quién te había llamado y cuánto rato habíais hablado.
—Hágalo —ordenó—. Avíseme cuando lo sepa.