David Becker se acercó y miró al anciano dormido en el catre. Tenía enyesada la muñeca derecha. Tendría entre sesenta y setenta años de edad. Su pelo nevado estaba partido pulcramente a un lado, y en el centro de su frente aparecía un cardenal púrpura que se extendía hasta el ojo derecho.
¿Un chichón?, pensó, cuando recordó las palabras del teniente. Becker examinó los dedos del hombre. No llevaba ningún anillo de oro. Becker tocó el brazo del hombre.
—Señor. —Le sacudió un poco—. Perdone, señor.
El hombre no se movió.
Becker probó de nuevo en voz más alta.
—Señor.
El hombre se removió.
—Qu’est-ce…? Quelle heure il est…? —Abrió poco a poco los ojos y los enfocó en Becker. No le había hecho muy feliz que le despertara—. Qu’est-ce que vous voulez?
¡Vaya, un francocanadiense!, pensó Becker. Sonrió.
—¿Me permite un momento?
Aunque el francés de Becker era perfecto, habló en el que suponía segundo idioma del hombre, el inglés. Convencer a un desconocido de que entregara un anillo de oro podía ser un poco difícil. Becker pensaba utilizar todos los recursos a su alcance.
Siguió un largo silencio, mientras el hombre acababa de despertarse. Paseó la mirada por la sala y levantó un largo dedo para alisar su bigote blanco. Por fin, habló.
—¿Qué quiere?
Su inglés tenía un leve acento nasal.
—Señor —dijo Becker, pronunciando de manera exagerada, como si hablara a un sordo—, he de hacerle unas preguntas.
El hombre le miró con expresión extraña.
—¿Tiene algún problema?
Becker frunció el ceño. El inglés del hombre era impecable. Dejó de inmediato el tono condescendiente.
—Siento molestarle, señor, pero ¿se hallaba hoy por casualidad en la plaza de España?
El anciano entornó los ojos.
—¿Es usted del Ayuntamiento?
—No, de hecho soy…
—¿De la Oficina de Turismo?
—No, soy…
—¡Escuche, sé por qué ha venido! —El anciano se incorporó con un esfuerzo—. ¡No voy a permitir que me intimiden! Si no lo he dicho mil veces, no lo he dicho ninguna. Pierre Cloucharde describe el mundo tal como lo vive. ¡Algunos cronistas de guías oficiales no hablan de ciertas cosas a cambio de una noche gratis en la ciudad, pero el Montreal Times no se vende! ¡Me niego!
—Lo siento, señor. Creo que no ent…
—Merde alors! ¡Lo entiende a la perfección! —Agitó un dedo huesudo en dirección a Becker, y su voz resonó por todo el gimnasio—. ¡No es usted el primero! ¡Intentaron lo mismo en el Moulin Rouge, en el Brown’s Palace y en el Golfigno de Lagos! Pero ¿qué conté? ¡La verdad! ¡El peor Wellington que he comido en mi vida! ¡La bañera más sucia en que me he metido! ¡La playa más rocosa que he pisado! ¡Mis lectores no esperan menos!
Los pacientes de los catres cercanos empezaron a incorporarse para ver lo que pasaba. Becker miró a su alrededor, nervioso, temiendo ver a una enfermera. Lo último que necesitaba era que le echaran a patadas.
Cloucharde estaba cada vez más furioso.
—¡Y ese miserable remedo de agente de policía es funcionario de su ciudad! ¡Me hizo subir a su moto! ¡Míreme! —Intentó alzar la muñeca—. ¿Quién va a escribir mi columna ahora?
—Señor, yo…
—¡Nunca he pasado por algo tan desagradable en mis cuarenta y tres años de viajes! ¡Mire este lugar! Mi columna se publica en más de…
—¡Señor! —Becker levantó ambas manos para pedir una tregua—. No me interesa su columna. Trabajo en el consulado de Canadá. ¡He venido para comprobar que se encuentra bien!
De pronto, se hizo un silencio de muerte en el gimnasio. El viejo levantó la vista y miró al intruso con suspicacia.
—He venido para ver si puedo ayudarle en algo —susurró Becker. Como traerle un par de Valiums.
Al cabo de una larga pausa, el canadiense habló.
—¿El consulado?
Su tono se suavizó de manera considerable.
Becker asintió.
—¿No ha venido por mi columna?
—No, señor.
Era como si una gigantesca burbuja hubiera estallado ante Pierre Cloucharde. Se reclinó poco a poco sobre la montaña de almohadas. Parecía acongojado.
—Creía que era del Ayuntamiento, que intentaba convencerme de… —Calló y levantó la vista—. Si no es por mi columna, ¿por qué ha venido?
Era una buena pregunta, pensó Becker, mientras imaginaba las Smoky Mountains.
—Una simple cortesía diplomática —mintió.
El hombre pareció sorprenderse.
—¿Una cortesía diplomática?
—Sí, señor. Como un hombre tan viajado como usted sabrá muy bien, el Gobierno canadiense se esfuerza por proteger a sus ciudadanos en dondequiera que estén de las indignidades sufridas en estos, um, países menos refinados, podríamos decir.
Los labios delgados de Cloucharde formaron una sonrisa de complicidad.
—Por supuesto… Muy amables.
—Usted es ciudadano canadiense, ¿verdad?
—Sí, desde luego. Qué tonto he sido. Le ruego que me disculpe. A veces, las personas conocidas como yo somos objeto de ofrecimientos… Bien, usted ya me entiende.
—Sí, señor Cloucharde, por supuesto. Es el precio de la fama.
—En efecto. —Cloucharde exhaló un suspiro trágico. Era un mártir reacio que toleraba las masas—. ¿Ha visto que lugar tan espantoso? —Puso los ojos en blanco—. Es una burla. Han decidido que me quede a pasar la noche.
Becker miró a su alrededor.
—Lo sé. Es terrible. Lamento haber tardado tanto en venir.
Cloucharde parecía confuso.
—Ni siquiera sabía que iba a venir.
Becker cambió de tema.
—Se ha dado un buen golpe en la cabeza. ¿Le duele?
—No mucho. Me caí de una moto esta mañana. Es el precio que uno paga por ser buen samaritano. Lo que sí me duele es la muñeca. Estúpido guardia civil. ¡De veras! Subir a un hombre de mi edad a una moto. Es reprobable.
—¿Puedo ir a buscarle algo?
Cloucharde pensó un momento, disfrutando de la atención que recibía.
—Bien, la verdad… —Estiró el cuello y movió la cabeza a derecha e izquierda—. No me iría mal otra almohada, si no representa ningún problema.
—En absoluto. —Becker cogió una almohada de otro catre y ayudó a Cloucharde a acomodarse.
El viejo suspiró satisfecho.
—Mucho mejor… Gracias.
—Pas du tout —contestó Becker.
—¡Ah! —El hombre sonrió—. De manera que habla el idioma del mundo civilizado.
—Hago lo que puedo —dijo Becker con timidez.
—Ningún problema —declaró con orgullo Pierre Cloucharde—. Mi columna se publica también en Estados Unidos. Mi inglés es de primera.
—Eso me han dicho. —Becker sonrió. Se sentó en el borde del catre—. Si no le importa la pregunta, señor Cloucharde, ¿por qué un hombre como usted ha venido a un lugar como éste? En Sevilla hay hospitales mucho mejores.
Cloucharde le miró con irritación.
—Ese agente de policía… Me caí de su moto y luego me dejó sangrando en la calle como un cerdo. Tuve que venir a pie hasta aquí.
—¿No le ofreció llevarlo a un centro mejor?
—¿En su maldita moto? ¡No, gracias!
—¿Qué pasó esta mañana?
—Ya se lo conté todo al teniente.
—He hablado con el agente y…
—¡Espero que le haya dado un buen rapapolvo! —interrumpió Cloucharde.
Becker asintió.
—En los términos más severos. Mi oficina no da por cerrado el asunto.
—Eso espero.
—Señor Cloucharde —sonrió Becker, y sacó un bolígrafo del bolsillo de la chaqueta—, me gustaría presentar una protesta oficial al Ayuntamiento. ¿Quiere ayudarme? Un hombre de su reputación sería un testigo valioso.
Cloucharde parecía encantado con la idea de que le citaran. Se incorporó.
—Pues sí, por supuesto. Será un placer.
Becker sacó una libretita y alzó la vista.
—Muy bien, empecemos por lo que sucedió esta mañana. Hábleme del accidente.
El viejo suspiró.
—Fue muy triste. El pobre asiático se desplomó fulminado. Intenté ayudarle, pero no sirvió de nada.
—¿Le aplicó la resucitación cardiorrespiratoria?
Cloucharde le miró avergonzado.
—Temo que no sé hacerlo. Llamé a una ambulancia.
Becker recordó los moratones en el pecho de Tankado.
—¿Los de la ambulancia le hicieron el masaje cardiorrespiratorio?
—¡No, por Dios! —Cloucharde rió—. Es inútil azotar a un caballo muerto. El tipo ya llevaba rato en el otro mundo cuando llegó la ambulancia. Le tomaron el pulso y se lo llevaron, y a mí me dejaron con ese horrible policía.
Qué raro, pensó Becker, y se preguntó cuál habría sido la causa de los morados. Apartó esa cuestión de su mente y fue al grano.
—¿Qué me dice del anillo? —preguntó con la mayor indiferencia posible.
Cloucharde le miró sorprendido.
—¿El teniente le habló del anillo?
—Sí.
Cloucharde parecía asombrado.
—¿De veras? Pensaba que no había creído mi historia. Fue tan grosero, como si creyera que estaba mintiendo. Pero mi historia era precisa, por supuesto. Estoy orgulloso de mi precisión.
—¿Dónde está el anillo? —insistió Becker.
Cloucharde no pareció oírle. Tenía los ojos vidriosos clavados en la lejanía.
—Un anillo muy extraño, con todas aquellas letras. No se parecía a ningún idioma que haya visto.
—¿Tal vez japonés? —aventuró Becker.
—De ninguna manera.
—¿Lo vio bien?
—¡Ya lo creo! Cuando me arrodillé para ayudar, el hombre me metió los dedos en la cara. Quería darme el anillo. Fue horrible, espantoso. Sus manos eran aterradoras.
—¿Fue entonces cuando cogió el anillo?
Cloucharde manifestó un gran asombro.
—¿El agente le dijo que yo cogí el anillo?
Becker se removió inquieto.
Cloucharde estalló.
—¡Sabía que no me escuchaba! ¡Así empiezan los rumores! Le dije que el japonés entregó el anillo, ¡pero no a mí! ¡Yo no habría aceptado nada de un moribundo! ¡Santo cielo! ¡Sólo de pensarlo me entran escalofríos!
Becker presintió problemas.
—¿Así que no tiene el anillo?
—¡Dios, no!
Becker sintió un dolor sordo en la boca del estómago.
—Entonces, ¿quién lo tiene?
Cloucharde le miró indignado.
—¡El alemán! ¡El alemán lo tiene!
Becker experimentó la sensación de que se había quedado sin suelo firme bajo los pies.
—¿Alemán? ¿Qué alemán?
—¡El alemán del parque! ¡Le hablé al agente de él! ¡Yo rechacé el anillo, pero ese cerdo fascista lo aceptó!
Becker dejó el bolígrafo y el papel. La charada había terminado. Esto significaba más problemas.
—¿Así que un alemán tiene el anillo?
—En efecto.
—¿Adonde fue?
—No tengo ni la más remota idea. Yo corrí a llamar a la policía. Cuando volví, se había ido.
—¿Sabe quién era?
—Un turista.
—¿Está seguro?
—Mi vida son los turistas —replicó Cloucharde—. Conozco a uno en cuanto lo veo. Él y su amiga estaban paseando por el parque.
Becker estaba más confuso a cada momento que pasaba.
—¿Amiga? ¿Iba alguien con el alemán?
Cloucharde asintió.
—Una acompañante. Una hermosa pelirroja. Mon Dieu! Era realmente preciosa.
—¿Una acompañante? —Becker estaba perplejo—. ¿Quiere decir… una prostituta?
Cloucharde hizo una mueca.
—Sí, si quiere utilizar el término vulgar.
—Pero el agente no dijo nada acerca…
—¡Pues claro que no! Yo no le hablé de la acompañante. —Cloucharde desechó las aprensiones de Becker con un gesto displicente de la mano sana—. No son delincuentes. Es absurdo que las acosen como a vulgares ladrones.
Becker aún continuaba sorprendido.
—¿Había alguien más?
—No, sólo los tres. Hacía calor.
—¿Está seguro de que la mujer era una prostituta?
—Por completo. ¡Ninguna mujer tan bella podría ir con un hombre como aquél a menos que le pagaran bien! Mon Dieu! ¡Era gordo, gordo, gordo! ¡Un alemán vociferante, obeso, aborrecible! —Cloucharde se encogió un momento cuando cambió de postura, pero hizo caso omiso del dolor y continuó su diatriba—. Ese hombre era una bestia, ciento treinta kilos como mínimo. Llevaba agarrada a la pobrecilla como si quisiera impedirle que huyera, cosa que no me extrañaría que ella deseara hacer. ¡Lo digo en serio! No paraba de toquetearla. ¡Se jactaba de que la tendría todo el fin de semana por sólo trescientos dólares! ¡El debería haberse muerto, y no el pobre asiático!
Cloucharde tomó aire, y Becker aprovechó la oportunidad.
—¿Averiguó su nombre?
El canadiense pensó un momento y luego sacudió la cabeza.
—No.
Volvió a encogerse de dolor y se recostó sobre las almohadas.
Becker suspiró. El anillo se había evaporado delante de sus ojos. El comandante Strathmore no iba a alegrarse.
Cloucharde se secó la frente. Su estallido de entusiasmo le había pasado factura. De pronto parecía enfermo.
Becker probó otro enfoque.
—Señor Cloucharde, me gustaría obtener el testimonio del alemán, y también de su acompañante. ¿Tiene idea de dónde se alojan?
El hombre cerró los ojos, sin fuerzas. Su respiración perdió fuerza.
—¿Sabe algo más? —insistió Becker—. ¿El nombre de la acompañante?
Siguió un largo silencio.
Cloucharde se masajeó la sien derecha. Estaba muy pálido.
—Bien… Ah… No, no creo…
Su voz era temblorosa.
Becker se inclinó sobre él.
—¿Se encuentra bien?
Cloucharde asintió apenas.
—Sí, bien… Sólo un poco… Tal vez la emoción…
Su voz enmudeció.
—Piense, señor Cloucharde —le apremió Becker—. Es importante.
El canadiense se encogió.
—No sé… La mujer…, el hombre la llamaba…
Cerró los ojos y gimió.
—¿Cómo la llamaba?
—No me acuerdo…
Cloucharde estaba perdiendo el sentido.
—Piense —insistió Becker—. Es importante que el expediente consular sea lo más completo posible. Tendré que apoyar su historia con declaraciones de otros testigos. Cualquier información que me dé puede ayudarme a localizarlos…
Pero Cloucharde no estaba escuchando. Se estaba secando la frente con la sábana.
—Lo siento… Tal vez mañana…
Daba la impresión de que sentía náuseas.
—Señor Cloucharde, es importante que lo recuerde ahora.
De pronto, Becker se dio cuenta de que estaba hablando en voz demasiado alta. Había pacientes de los catres cercanos todavía incorporados, mirándoles. Al fondo de la sala apareció una enfermera por las puertas dobles y se encaminó hacia ellos.
—Cualquier cosa —le urgió Becker.
—El alemán llamaba a la mujer…
Becker sacudió un poco a Cloucharde con la intención de despertarle.
Los ojos del hombre destellaron un instante.
—La llamaba…
No me dejes, viejo…
—Dew…
Cloucharde cerró los ojos de nuevo. La enfermera se estaba acercando, y parecía furiosa.
—¿Dew?
Becker sacudió el brazo del canadiense.
El viejo gimió.
—La llamaba…
Los murmullos de Cloucharde eran inaudibles.
La enfermera se hallaba a menos de tres metros de distancia, increpaba a Becker en español, pero éste no oía nada. Tenía los ojos clavados en los labios del anciano. Sacudió a Cloucharde por última vez.
La enfermera agarró el hombro de David Becker. Le puso en pie justo cuando los labios de Cloucharde se abrían. El viejo no pronunció la palabra, en realidad. Fue como un suspiro, como un lejano recuerdo sensual.
—Dewdrop…
La enfermera alejó a Becker.
¿Dewdrop?, se preguntó Becker. ¿Qué clase de nombre es Dewdrop? Se soltó de la enfermera y se volvió por última vez hacia Cloucharde.
—¿Dewdrop? ¿Está seguro?
Pero Pierre Cloucharde se había dormido.