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De hecho, la Clínica de Salud Pública era una escuela de primaria reconvertida, y no se parecía en nada a un hospital. Era un edificio alargado de ladrillo de una planta, con enormes ventanas. Becker subió las ruinosas escaleras.

El interior era oscuro y ruidoso. La sala de espera consistía en una hilera de sillas de metal plegables que abarcaban toda la longitud de un estrecho pasillo. Un letrero de cartón colocado sobre un caballete rezaba OFICINA, con una flecha que señalaba hacia el fondo del pasillo.

Becker avanzó por el sombrío corredor. Era como una especie de decorado empleado para alguna película de terror de Hollywood. El aire estaba impregnado de un olor a orina. Las luces del final del pasillo estaban apagadas, y en los últimos doce o quince metros se perfilaban siluetas indefinidas. Una mujer que sangraba, una pareja joven que lloraba, una niña que rezaba. Becker llegó al final del pasillo tenebroso. La puerta de la izquierda estaba un poco entreabierta, y la abrió de un empujón. En la habitación sólo había una anciana desnuda tendida sobre una camilla que intentaba utilizar un orinal.

Encantador, gruñó Becker. Cerró la puerta. ¿Dónde demonios está la oficina?

Becker oyó voces procedentes de más allá de la esquina del pasillo. Siguió el sonido y llegó a una puerta de cristal transparente, detrás de la cual parecía tener lugar una discusión. Becker abrió la puerta a regañadientes. La oficina. El caos Justo lo que había temido.

Había una cola de diez personas, que empujaban y gritaban al mismo tiempo. España no era famosa por su eficacia, y Becker sabía que podía esperar toda la noche hasta que le proporcionaran información sobre el canadiense. Sólo había una secretaria detrás del escritorio, que se dedicaba a despedir a pacientes furiosos. Se quedó en el umbral un momento y repasó sus opciones. Había una mejor manera de conseguir lo que quería.

—¡Con permiso! —gritó un enfermero. Una camilla pasó a toda velocidad.

Becker se apartó de un salto y preguntó al enfermero.

—¿Dónde está el teléfono?

El hombre señaló una puerta doble sin detenerse y desapareció tras una esquina. Becker se acercó a las puertas y entró.

La sala era enorme: un antiguo gimnasio. El suelo era de color verde pálido y parecía difuminarse donde no iluminaban las luces fluorescentes. En la pared, una cesta de baloncesto colgaba fláccida de su tablero. Diseminados por el suelo había unas cuantas docenas de pacientes sobre catres. En la esquina del fondo, bajo un marcador fundido, había un viejo teléfono de pago. Becker esperó que funcionara.

Mientras avanzaba buscó una moneda en su bolsillo. Encontró setenta y cinco pesetas en monedas de cinco duros, el cambio del taxi, suficiente para dos llamadas locales. Sonrió cortésmente a una enfermera que salía y se encaminó al teléfono. Descolgó el aparato y marcó el número de información telefónica. Medio minuto después tenía el número de la oficina principal de la clínica.

En lo referente a oficinas, y con independencia del país, parecía existir una regla universal: ninguna persona podía soportar el sonido de un teléfono al que nadie contestaba. Daba igual cuántas personas estuvieran esperando. La secretaria siempre dejaba lo que estaba haciendo para contestar el teléfono.

Becker marcó el número de la centralita que le habían dado. Pronto estaría hablando con la oficina de la clínica. No cabía la menor duda de que hoy sólo había ingresado un canadiense con una fractura de muñeca y un golpe en la cabeza. Sería fácil encontrar su historial. Becker sabía que en la oficina se resistirían a dar el nombre y dirección del paciente a un desconocido, pero tenía un plan.

El teléfono empezó a sonar. Becker supuso que cinco timbrazos serían suficientes. Tardó diecinueve.

—Clínica de Salud Pública —contestó la ocupadísima secretaria.

Becker hablo en español con un pronunciado acento francoamericano.

—Soy David Becker. Trabajo en la embajada de Canadá. Hoy han atendido a uno de nuestros ciudadanos. Querría saber sus datos para que la embajada se encargue de pagar la factura.

—Estupendo —dijo la mujer—. Los enviaré a la embajada el lunes.

—De hecho —insistió él—, es importante que los recoja de inmediato.

—Imposible —replicó la mujer—. Estamos muy ocupados.

Becker habló en el tono más oficial posible.

—Se trata de un asunto urgente. El hombre tenía una muñeca rota y una herida en la cabeza. Le atendieron esta mañana. Su expediente debería estar encima de todo.

Exageró el acento. Habló con suficiente claridad para transmitir sus necesidades, y de manera lo bastante confusa para exasperar. La gente podía saltarse las normas cuando estaba exasperada.

Sin embargo, en lugar de saltarse las normas, la mujer maldijo a los altivos norteamericanos y colgó.

Becker frunció el ceño y colgó a su vez. Fracaso rotundo. La idea de hacer cola durante horas no le emocionaba. El tiempo seguía transcurriendo. El viejo canadiense podía estar en cualquier sitio. Tal vez había decidido regresar a Canadá. Tal vez pensaba vender el anillo. No podía esperar. Con renovada determinación, levantó el auricular y volvió a marcar. Apretó el teléfono contra su oído y se apoyó contra la pared. Empezó a sonar. Miró hacia el fondo de la sala. Un timbrazo… Dos timbrazos… Tres…

Una descarga de adrenalina recorrió su cuerpo.

Becker se volvió y colgó con brusquedad. Luego se giró de nuevo y contempló la sala en estupefacto silencio. Delante de él, sobre un catre, apoyado sobre un montón de viejas almohadas, estaba tendido un anciano con un yeso nuevo en la muñeca derecha.