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Becker contempló el cadáver. Pese a las horas transcurridas desde el momento de su muerte, el rostro del asiático todavía irradiaba un brillo rosado, debido a la exposición al sol. El resto del cuerpo era de un amarillo pálido, excepto la pequeña zona púrpura sobre el corazón.

Probablemente debido a la resucitación cardiorrespiratoria, meditó Becker. Lástima que no funcionara.

Volvió a examinar las manos del cadáver. Becker no había visto nada semejante en su vida. Cada mano sólo tenía tres dedos retorcidos. Sin embargo, no era la deformidad lo que Becker inspeccionaba.

—Es japonés, no chino —gruñó el teniente desde el otro lado de la habitación.

Becker alzó la vista. El agente estaba hojeando el pasaporte del muerto.

—No debería mirar eso —le advirtió Becker. No toque nada. No lea nada.

—Ensei Tankado… Nacido el…

—Por favor —dijo Becker con educación—. Devuélvalo a su sitio.

El agente miró el pasaporte un momento más, y después lo tiró sobre la pila.

—Este tipo tenía un visado que le hubiera permitido poder quedarse años aquí.

Becker pinchó la mano del cadáver con un bolígrafo.

—Tal vez vivía aquí.

—No. La fecha de entrada es de la semana pasada.

—Tal vez se estaba mudando aquí —sugirió Becker.

—Sí, es posible. Una primera semana horrible. Insolación y ataque al corazón. Pobre desgraciado.

Becker hizo caso omiso del comentario del agente y estudió la mano.

—¿Está seguro de que no llevaba ninguna joya cuando murió?

El agente levantó la cabeza sorprendido.

—¿Joyas?

—Sí. Venga a echar un vistazo.

El agente cruzó la habitación.

La piel de la mano izquierda de Tankado mostraba huellas de insolación, excepto una estrecha franja en la piel del dedo meñique.

Becker indicó la franja de carne pálida.

—¿Ve que aquí no está quemada por el sol? Parece que llevaba un anillo.

El hombre expresó perplejidad.

—¿Un anillo? —Estudió el dedo. Después se ruborizó—. Dios mío. —Lanzó una risita—. ¿La historia era cierta?

De pronto Becker tuvo un presentimiento.

—¿Perdón?

El agente meneó la cabeza en señal de incredulidad.

—Se lo habría dicho antes, pero pensé que el tipo estaba chiflado.

Becker no sonreía.

—¿Qué tipo?

—El tipo que telefoneó para avisar de la emergencia. Un turista canadiense. No paraba de hablar de un anillo, en el peor español chapurreado que he oído en mi vida.

—¿Dijo que el señor Tankado llevaba un anillo?

El agente asintió. Sacó un Ducados, echó un vistazo al cartel que prohibía fumar y lo encendió.

—Supongo que tendría que haber dicho algo, pero el tipo parecía loco de remate.

Becker frunció el ceño. Las palabras de Strathmore resonaron en su mente. Quiero todo lo que Ensei Tankado llevaba encima. Todo. No deje nada. Ni siquiera un trocito de papel.

—¿Dónde está el anillo? —preguntó.

El agente dio una bocanada.

—Es una larga historia.

Becker intuyó que no se trataba de una buena noticia.

—Cuéntemela.