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—¿Ensei Tankado ha muerto? —Susan sintió náuseas—. ¿Usted mandó matarle? Pensé que había dicho…

—Ni siquiera le tocamos —la tranquilizó Strathmore—. Murió de un ataque al corazón. COMINT telefoneó esta mañana. Su computador localizó el nombre de Tankado en una comunicación de la policía de Sevilla con Interpol.

—¿Un ataque al corazón? —dijo Susan, escéptica—. Tenía treinta años.

—Treinta y dos —la corrigió Strathmore—. Tenía una malformación cardíaca congénita.

—No lo sabía.

—Apareció en su revisión médica. No era algo para vanagloriarse.

A Susan le costaba aceptar la coincidencia.

—¿Una malformación congénita puede causar la muerte así como así?

Se le antojaba muy conveniente.

Strathmore se encogió de hombros.

—Un corazón débil, combinado con el calor que hace en España. Añade la tensión producida por chantajear a la NSA…

Susan guardó silencio un momento. Aun teniendo en cuenta las circunstancias, experimentó una punzada de pena por la pérdida de un criptógrafo tan brillante. La voz grave de Strathmore interrumpió sus pensamientos.

—El único resquicio de esperanza en todo este desastre es que Tankado viajaba solo. Existen bastantes posibilidades de que su socio no sepa aún que ha muerto. Las autoridades españolas dicen que retendrán la información lo máximo posible. Sólo recibimos la llamada porque COMINT estaba en el ajo. —Strathmore miró fijamente a Susan—. He de localizar al socio antes de que se entere de la muerte de Tankado. Por eso te he llamado. Necesito tu ayuda.

Susan estaba confusa. Pensaba que la muerte prematura de Ensei Tankado había resuelto el problema.

—Comandante —dijo—, si las autoridades dicen que sufrió un ataque al corazón, nos han sacado del apuro. Su socio comprenderá que la NSA no es responsable.

—¿Qué no es responsable? —Strathmore manifestó su asombro—. Alguien chantajea a la NSA y aparece muerto días después, ¿y no somos responsables? Apostaría una fortuna a que el misterioso amigo de Tankado no lo creerá así. Sea cual sea la causa, pareceremos culpables. Habría podido ser veneno, una autopsia amañada, un montón de cosas. —Hizo una pausa—. ¿Cuál fue tu primera reacción cuando te dije que Tankado había muerto?

Susan frunció el ceño.

—Pensé que la NSA le había asesinado.

—Exacto. Si la NSA es capaz de poner cinco satélites Rhyolite en órbita geosincrónica sobre Oriente Próximo, creo que no cuesta nada asumir que contamos con recursos suficientes para sobornar a unos cuantos policías españoles.

El comandante había dado en el clavo.

Susan exhaló aire. Ensei Tankado ha muerto. La culpa recaerá sobre la NSA.

—¿Podremos encontrar a su socio a tiempo?

—Creo que sí. Tenemos una buena pista. Tankado efectuó numerosos anuncios públicos de que estaba trabajando con ese socio. Creo que confiaba en desalentar a los fabricantes de software de perjudicarle o intentar robarle la clave. Amenazó con que si había juego sucio, su socio publicaría la clave, y todos los fabricantes se encontrarían compitiendo con software gratuito.

—Muy inteligente —asintió Susan.

Strathmore continuó.

—Algunas veces, en público, Tankado se refirió a su socio por el nombre. Le llamó Dakota del Norte.

—¿Dakota del Norte? Un alias, es evidente.

—Sí, pero por precaución hice una búsqueda en Internet de los términos Dakota del Norte. Pensé que no iba a encontrar nada pero di con una cuenta de correo. —Strathmore hizo una pausa—. Claro que jamás pensé que era el Dakota del Norte que estaba buscando, pero investigué la cuenta sólo para salir de dudas. Imagínate mi sorpresa al descubrir que la cuenta estaba llena de correos electrónicos de Ensei Tankado. —Strathmore enarcó las cejas—. Y en los mensajes abundaban referencias a fortaleza digital y a los planes de Tankado de chantajear a la NSA.

Susan miró con escepticismo a Strathmore. Le asombraba que el comandante se estuviera dejando engatusar con tal facilidad.

—Comandante —argumentó—, Tankado sabe perfectamente que la NSA puede fisgonear en los correos electrónicos. Nunca enviaría información secreta por correo electrónico. Es una trampa. Ensei Tankado le puso a Dakota del Norte en bandeja. Sabía que usted haría una búsqueda. Envió la información porque quería que usted la encontrara. Se trata de una pista fácil.

—Buena argumentación —contraatacó Strathmore—. Salvo por un par de cosas. No encontré nada bajo la referencia de Dakota del Norte, así que alteré los términos de la búsqueda. La cuenta que localicé tiene una pequeña variación: NDAKOTA.

Susan meneó la cabeza.

—Realizar permutaciones es un procedimiento habitual en criptografía. Tankado sabía que usted probaría variaciones hasta encontrar algo. NDAKOTA es una alteración demasiado sencilla.

—Tal vez —dijo Strathmore, mientras escribía unas palabras en una hoja de papel y se la daba a Susan—. Pero mira esto.

Susan leyó. De pronto, comprendió lo que pensaba el comandante. En la hoja estaba la dirección de correo electrónico de Dakota del Norte.

NDAKOTA@ara.anon.org

Fueron las letras ARA las que llamaron la atención de Susan. Eran las siglas de American Remailers Anonymous, un servidor anónimo muy conocido.

Los servidores anónimos gozaban de popularidad entre los usuarios de Internet que deseaban mantener en secreto su identidad. Por un módico precio, estas empresas protegían la identidad del remitente haciendo las veces de intermediario del correo electrónico. Era como tener un apartado de correos numerado. Un usuario podía enviar y recibir correo sin revelar su verdadero nombre o dirección. La empresa recibía correo electrónico dirigido a los alias, y después lo reenviaba a la verdadera cuenta del cliente. La empresa que reenviaba se responsabilizaba en el contrato de no revelar jamás la identidad o dirección del auténtico usuario.

—Eso no prueba nada —dijo Strathmore—, pero es sospechoso.

Susan asintió, más convencida.

—Por lo tanto, está diciendo que a Tankado le daba igual que alguien buscara a Dakota del Norte, porque la ARA protege su identidad y ubicación.

—Exacto.

Susan meditó un momento.

—ARA sobre todo da servicio a cuentas de Estados Unidos. ¿Cree que Dakota del Norte podría estar en territorio norteamericano?

Strathmore se encogió de hombros.

—Es posible. Con un socio local, Tankado podría mantener las dos claves de acceso separadas geográficamente. Una jugada inteligente.

Susan lo pensó. Dudaba de que Tankado hubiera revelado la clave de acceso a nadie, excepto a un amigo íntimo, y si no recordaba mal, Ensei Tankado no tenía muchos amigos en Estados Unidos.

—Dakota del Norte —murmuró, mientras su mente criptográfica analizaba el posible significado del alias—. ¿Qué decía el correo electrónico que envió a Tankado?

—Ni idea. COMINT sólo interceptó los mensajes enviados por Tankado. En este momento, lo único que tenemos sobre Dakota del Norte es una dirección anónima.

Susan reflexionó un momento.

—¿Alguna probabilidad de que sea un señuelo?

Strathmore enarcó una ceja.

—¿Qué quieres decir?

—Tankado pudo haber estado enviando correos electrónicos falsos a una cuenta muerta, con la esperanza de que los interceptáramos. De esta manera pensaríamos que estaba protegido, y nunca tendría que correr el riesgo de revelar la clave de acceso. Pudo haber estado trabajando solo.

Strathmore rió quedamente, impresionado.

—Buena idea, salvo por una cosa. No utilizaba ninguna de sus cuentas particulares o comerciales. Iba a la Universidad de Doshisha para conectarse a su computador central. Por lo visto, tenía una cuenta allí que ha logrado conservar en secreto. Es una cuenta muy bien escondida, y sólo la descubrí por casualidad. —Strathmore hizo una pausa—. Así que… si Tankado quería que interceptáramos su correo electrónico, ¿por qué iba a utilizar una cuenta secreta?

Susan reflexionó sobre la pregunta.

—Tal vez utilizaba una cuenta secreta para que usted no sospechara que era un señuelo. Quizá sólo escondió la cuenta lo suficiente para que usted tropezara con ella y pensara que había tenido un golpe de suerte. Confiere credibilidad a su correo electrónico.

Strathmore rió.

—Tendrías que haber sido espía. La idea es buena. Por desgracia, cada correo que Tankado envía recibe respuesta. Tankado escribe, su socio responde.

Susan frunció el ceño.

—Muy razonable. Por lo tanto, está diciendo que Dakota del Norte es real.

—Temo que sí. Y hemos de encontrarle. Y con discreción. Si se entera de que vamos a por él, todo habrá terminado.

Susan sabía muy bien por qué la había llamado Strathmore.

—A ver si lo adivino —dijo—. ¿Quiere que me introduzca en la base de datos inexpugnable de ARA y descubra la verdadera identidad de Dakota del Norte?

Strathmore le dedicó una sonrisa tensa.

—Me ha leído el pensamiento, señorita Fletcher.

En materia de investigaciones discretas en Internet, Susan Fletcher era la mujer ideal para el trabajo. Un año antes, un alto funcionario de la Casa Blanca había recibido correos electrónicos amenazadores de alguien que poseía una dirección de correo electrónico anónima. Habían pedido a la NSA que localizara al individuo. Si bien la NSA contaba con suficiente influencia para exigir a la empresa de reenvío que revelara la identidad del usuario, optó por un método más sutil: un «rastreador».

Susan había creado un programa rastreador que se camuflaba en un correo electrónico. Podía enviarlo a la dirección falsa del usuario, y la empresa intermediaria lo enviaba a la dirección auténtica. Momento en que el programa grababa la dirección verdadera del usuario y enviaba la información a la NSA. Después el programa se autodestruía sin dejar rastro. A partir de aquel día, para la NSA los remitentes anónimos ya no significaron más que un engorro sin importancia.

—¿Podrás localizarle? —preguntó Strathmore.

—Claro. ¿Por qué ha esperado tanto para llamarme?

—De hecho —el comandante frunció el ceño—, no había pensado llamarte. No quería que nadie más interviniera. Intenté enviar una copia de tu rastreador de direcciones, pero programaste el maldito chisme en uno de esos nuevos lenguajes híbridos. No pude ponerlo en funcionamiento. No paraba de devolverme datos sin sentido. Por fin, tuve que agarrar el toro por los cuernos y convocarte.

Susan rió. Strathmore era un brillante programador criptográfico, pero su repertorio se limitaba al trabajo con algoritmos. Las complejidades de programaciones menos «profanas» se le escapaban con frecuencia. Aún más, Susan había creado su rastreador con un nuevo lenguaje de programación híbrido llamado LIMBO. Era comprensible que Strathmore hubiera tenido problemas.

—Yo me ocuparé. —Susan sonrió, dispuesta a marcharse—. Estaré en mi terminal.

—¿Tienes idea de cuánto tardarás?

Susan calculó.

—Bien… Depende de la eficiencia con que ARA reenvíe los correos que recibe. Si el objetivo se encuentra en Estados Unidos y utiliza algo similar a AOL o Compuserve, obtendré el número de su tarjeta de crédito y conseguiré una dirección de cobro dentro de una hora. Si la cuenta está en un servidor de una universidad o de una empresa, tardaré un poco más. —Sonrió algo inquieta—. Después el resto es cosa suya.

Susan sabía que «el resto» sería un comando de asalto de la NSA, que cortaría la luz de la casa del objetivo y penetraría por una ventana con pistolas aturdidoras. El comando pensaría que iba a la caza y captura de un cargamento de drogas. Strathmore entraría después y localizaría la clave de acceso de sesenta y cuatro bits. Luego la destruiría. Fortaleza digital languidecería para siempre en Internet.

—Extrema las precauciones al enviar el rastreador —la apremió Strathmore—. Si Dakota del Norte sospecha que andamos detrás de él, será presa del pánico y huirá con la clave antes de que el comando se presente en su domicilio.

—Coser y cantar —le tranquilizó Susan—. Cuando el chisme localiza la cuenta auténtica, se autodestruye. Dakota del Norte nunca se enterará de que le hemos localizado.

El comandante, cansado, asintió.

—Gracias.

Susan le dedicó una sonrisa de afecto. Siempre le asombraba que Strathmore no perdiera nunca la calma, aunque se enfrentara a un grave desastre. Estaba convencida de que era ésta la capacidad que había definido su carrera y que le había catapultado hasta los máximos niveles de poder.

Al abandonar el despacho de Strathmore, Susan echó un vistazo a Transltr. La existencia de un algoritmo imposible de descifrar era un concepto que aún no acababa de asimilar. Rezó para que encontraran a Dakota del Norte a tiempo.

—Si te das prisa —dijo Strathmore—, estarás en las Smoky Mountains al anochecer.

Susan se detuvo en seco. Sabía que no había mencionado en ningún momento ese viaje a Strathmore. Giró en redondo. ¿La NSA ha intervenido mi teléfono?

Strathmore sonrió con aire culpable.

—David me habló de vuestro viaje esta mañana. Dijo que te molestaría mucho aplazarlo.

Susan se sintió desorientada.

—¿Habló con David esta mañana?

—Por supuesto. —Strathmore parecía perplejo por la reacción de Susan—. Tenía que darle instrucciones.

—¿Darle instrucciones? —preguntó Susan—. ¿Sobre qué?

—Su viaje. Lo envié a España.