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A nueve mil metros de altura sobre un océano en calma, David Becker miraba por la ventanilla ovalada del Learjet 60, desolado. Le habían dicho que el teléfono de a bordo no funcionaba, y no había podido llamar a Susan.

«¿Qué estoy haciendo aquí?» —pensó malhumorado. Pero la respuesta era sencilla: había hombres a los que no podías decir no.

—Señor Becker —oyó por un altavoz—, llegaremos dentro de media hora.

Becker asintió a la voz invisible. Maravilloso. Corrió la cortinilla y trató de dormir, pero sólo pudo pensar en ella.