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Estaban en las montañas, en su albergue favorito. David le sonreía.

—¿Qué dices, bonita? ¿Te quieres casar conmigo?

Recostada sobre la cama con dosel, ella levantó la vista, convencida de que era el hombre de su vida. Para siempre. Mientras escudriñaba sus profundos ojos verdes, una campana ensordecedora empezó a tañer en la distancia. Se lo llevaba. Extendió las manos, pero sólo aferraron aire.

Fue el timbre del teléfono lo que arrancó por completo a Susan Fletcher de su sueño. Lanzó una exclamación ahogada, se sentó en la cama y buscó a tientas el aparato.

—¿Hola?

—Susan, soy David. ¿Te he despertado?

Ella sonrió y rodó en la cama.

—Estaba soñando contigo. Ven a jugar.

Él rió.

—Aún está oscuro.

—Mmmm. —Ella emitió un ronroneo sensual—. En ese caso, ven a jugar de inmediato. Podemos dormir un poco antes de dirigirnos al norte.

David exhaló un suspiro de frustración.

—Por eso llamo. Es por nuestra excursión. Tenemos que aplazarla.

—¡Cómo! —protestó Susan.

—Lo siento. He de hacer un viaje. Volveré mañana. Partiremos temprano. Aún nos quedarán dos días.

—Pero ya he reservado nuestra habitación de siempre en Stone Manor —protestó Susan.

—Lo sé, pero…

—Se suponía que esta noche iba a ser especial, para celebrar nuestros primeros seis meses. Te acuerdas de que estamos comprometidos, ¿verdad?

—Susan —suspiró David—. Ahora no puedo ir, me está esperando un coche. Te llamaré desde el avión y te lo explicaré todo.

¿Avión? —repitió ella—. ¿Qué pasa? ¿Por qué la universidad…?

—No es la universidad. Ya te lo explicaré más tarde. He de irme. Me están esperando. Te llamaré. Te lo prometo.

—¡David! —gritó—. ¿Qué…?

Pero era demasiado tarde. David había colgado.

Susan Fletcher estuvo despierta durante horas, esperando a que la llamara. El teléfono no sonó en ningún momento.

Aquella tarde, Susan estaba sentada en la bañera, decepcionada. Se sumergió en el agua jabonosa y trató de olvidar Stone Manor y las Smoky Mountains. ¿Dónde puede estar? ¿Por qué no me ha llamado?

Poco a poco, el agua se entibió y luego se enfrió. Estaba a punto de salir cuando su teléfono inalámbrico cobró vida. Susan se incorporó como impulsada por un resorte y salpicó el suelo de agua cuando cogió el aparato que había dejado encima del lavamanos.

—¿David?

—Soy Strathmore —contestó la voz.

Susan se derrumbó.

—Oh. —Fue incapaz de disimular su decepción—. Buenas tardes, comandante.

—¿Esperabas la llamada de un hombre más joven?

A Strathmore se le escapó una risita.

—No, señor —dijo Susan, avergonzada—. No es lo que…

—Claro que sí. —El hombre rió—. David Becker es un buen partido. No lo dejes escapar.

—Gracias, señor.

La voz del comandante adoptó de repente un tono serio.

—Susan, llamo porque necesito que vengas aquí. Ya.

Susan trató de concentrarse.

—Es sábado, señor. Normalmente…

—Lo sé —dijo el hombre con calma—. Se trata de una emergencia.

Susan se incorporó. ¿Emergencia? Nunca había oído esa palabra en labios del comandante Strathmore. ¿Una emergencia? ¿En Criptografía? No podía imaginárselo.

—Sí, señor. —Hizo una pausa—. Iré lo antes posible.

—Date prisa.

Strathmore colgó.

Susan Fletcher estaba envuelta en una toalla, y de su cuerpo caían gotitas sobre las prendas dobladas con todo esmero que había preparado la noche anterior: pantalones cortos de excursión, jersey para las noches frías de la montaña y la nueva ropa interior que había comprado para la ocasión. Deprimida, se acercó al ropero para buscar una blusa limpia y una falda. ¿Una emergencia? ¿En Criptografía?

Mientras bajaba la escalera, Susan se preguntó si el día podría empeorar más.

Estaba a punto de descubrirlo.