Dicen que cuando mueres todo se te revela. Tokugen Numataka supo entonces que era cierto. Ante el ataúd depositado en las dependencias de la aduana de Osaka, experimentó una amarga lucidez que nunca había conocido. Su religión hablaba de círculos, de los niveles interrelacionados de la vida, pero Numataka nunca había tenido tiempo para la religión.
Los agentes de aduanas le habían entregado un sobre con los papeles de adopción y la partida de nacimiento.
—Usted es el único pariente vivo de este chico —habían dicho—. Nos costó mucho localizarle.
Su mente retrocedió treinta y dos años hasta aquella noche de lluvia, hasta el pabellón del hospital donde había abandonado a su hijo deforme y a su mujer agonizante. Lo había hecho en nombre del menboku, el honor, ahora una sombra vacía.
Había un anillo de oro con los papeles. Estaba grabado con palabras que no comprendió. Daba igual. Las palabras ya no significaban nada para él. Había abandonado a su único hijo. Y ahora el sino más cruel les había reunido.