—¡Sucio gorrino! ¡Soplagaitas sin talento! ¡Embaucador!
Geralt, con curiosidad, detuvo su yegua en la esquina de la calleja. Antes incluso de que localizara el origen de los gritos, se unió a ellos un ronco sonido de cristales rotos. Un tarro de confitura de cerezas, pensó el brujo. Tal sonido lo produce un tarro de confitura de cerezas cuando se lo tiran a alguien desde una buena altura o con mucha fuerza. Lo recordaba bien: Yennefer, en su furia, cuando vivían juntos, le había arrojado más de una vez botes de confitura. Los que le habían dado sus clientes, claro. Yennefer no tenía ni idea de cómo se hacen las confituras y la magia era, en este sentido, insatisfactoria.
Al otro lado de la esquina de la callejuela, bajo una estrecha casa pintada de rosa, se había reunido un buen grupo de mirones. En un balcón pequeño y lleno de flores, justo debajo del inclinado alero del tejado, había una joven de cabellos claros vestida con un camisón. Doblando un brazo más bien rollizo y redondeado que le salía por entre los volantes, la mujer lanzó con brío una maceta desportillada.
Un delgaducho con un sombrerillo de color ciruela coronado por una pluma blanca saltó como escaldado, la maceta chocó contra el suelo justo delante de él, rompiéndose en pedazos.
—¡Por favor, Vespula! —gritó el hombre del sombrerillo emplumado—. ¡No hagas caso a las malas lenguas! ¡Te he sido fiel! ¡Que me caiga muerto si no digo la verdad!
—¡Canalla! ¡Hijo de diablo! ¡Pordiosero! —gritó la rolliza rubita y se metió dentro de la casa, sin duda en busca de nuevos proyectiles.
—¡Eh, Jaskier! —llamó el brujo, dirigiendo hacia el campo de batalla a su yegua, que resoplaba y se resistía—. ¿Cómo te va? ¿Qué es lo que pasa?
—Bien —dijo el trovador, sonriendo—. Como siempre. Hola, Geralt. ¿Qué te trae por aquí? ¡Coño, cuidado!
Una jarrita de cinc brilló en el aire y resonó con un tintineo sobre los adoquines. Jaskier la alzó, la observó y la tiró al sumidero.
—¡Llévate estos jarapos! —gritó la rubita, haciendo ondular graciosamente los volantes sobre sus rollizos pechos—. ¡Y fuera de mi vista! ¡No vuelvas a pisar por aquí, musicucho!
—Esto no es mío —se sorprendió Jaskier mientras levantaba del suelo unos pantalones de hombre con las perneras de distintos colores—. ¡En mi vida he tenido unos pantalones así!
—¡Lárgate! ¡No quiero verte! Tú… tú… ¿Sabes cómo eres en la cama? ¡Una nulidad! ¡Una nulidad! ¿Me oyes? ¿Me oís, vecinos?
Silbó otra maceta, el tallo seco que crecía en ella aleteó. Jaskier apenas alcanzó a agacharse. Después de la maceta, voló hacia abajo, girando, un caldero de cobre de una capacidad mínima de dos galones y medio. La multitud de mirones, que se mantenía más allá del alcance de los disparos, rompió a reír. Aquellos más humorescos dieron bravos y, con malicia, iban incitando a la rubia a pasar a la acción.
—¿No tendrá una ballesta en casa? —se intranquilizó el brujo.
—No puede descartarse —dijo el poeta y señaló con la cabeza hacia el balcón—. Tiene la casa llena de trastos. ¿Has visto los pantalones?
—¿Y no sería mejor que nos fuéramos de aquí? Ya volverás cuando se tranquilice.
—Qué diablos —se enervó Jaskier—. No pienso volver a una casa desde la que se echan sobre mí calumnias y cacharros de cobre. Declaro rota esta corta relación. Esperaremos solamente a que tire mi… ¡Oh, madre, no! ¡Vespula! ¡Mi laúd!
Se lanzó, extendió los brazos, tropezó, cayó, atrapó el instrumento en el último momento, casi en el empedrado ya. El laúd gimió lastimosa y musicalmente.
—Uff —suspiró el bardo, levantándose del suelo—. Lo tengo. Bien bueno es, Geralt, ya podemos irnos. Tengo aún en su casa, cierto, un abrigo de cuello de marta, pero qué se le va a hacer, que sea mi castigo. El abrigo, si no la conozco mal, no lo tira.
—¡Paleto mentiroso! —voceó la rubia y al mismo tiempo escupió abundantemente desde el balcón—. ¡Vagamundo! ¡Pavo real afónico!
—¿Por qué está ella así contigo? ¿Qué es lo que le has liado, Jaskier?
—Lo de siempre —se encogió de hombros el trovador—. Exige monogamia, como todas, y va y ella misma tira a un servidor pantalones ajenos. ¿Has oído lo que ha gritado sobre mí? Por los dioses, yo también conozco a algunas que cierran las piernas de forma más bonita de lo que ella las abre, pero no voy gritándolo por las calles. Vámonos de aquí.
—¿Adónde propones?
—¿Y qué piensas? ¿Al Santuario del Fuego Eterno? Ven, vamos a pasarnos por La Punta de Lanza. Tengo que calmarme los nervios.
El brujo, sin protestar, condujo a la yegua siguiendo a Jaskier, quien, a paso vivo, se metía por un estrechísimo callejón. Mientras marchaba, el trovador apretó el mástil del laúd, probó a rasguear las cuerdas, tañó un profundo y vibrante acorde.
Soplaba la brisa de otoño perfumada
y con el viento huía
el sentido de las palabras.
Así ha de ser,
no pueden cambiar nada los brillantes
en la punta de tus pestañas.
Se detuvo, saludó alegremente con la mano a dos mocosas que pasaron al lado con cestos llenos de verduras. Las mocosas risotearon.
—¿Qué te trae a Novigrado, Geralt?
—Las compras. Atelajes, unos cuantos avíos. Y un gabán nuevo. —El brujo se ajustó la crujiente piel que olía a nuevo—. ¿Qué te parece mi nuevo gabán, Jaskier?
—No vas a la moda. —El bardo torció el gesto y se quitó una pluma de pollo de la manga de su resplandeciente caftán de color azul flor de aciano, con mangas de bullón y cuello recortado en dientes de sierra—. ¡Ah! Me alegro de que nos hayamos encontrado. Aquí, en Novigrado, la capital del mundo, el centro y la cuna de la cultura. ¡Aquí puede el hombre de talento respirar a pleno pulmón!
—Vayamos a respirar a otra callejuela —propuso Geralt mirando al andrajoso sujeto que, en cuclillas y con los ojos desencajados, exoneraba el vientre en un callejón lateral.
—Tu eterno sarcasmo resulta en verdad irritante. —Jaskier torció el gesto de nuevo—. Novigrado, como te digo, es la capital del mundo. Casi treinta mil habitantes sin contar los de paso. ¿Te haces una idea? Casas de buenos muros, calles principales empedradas, puerto de mar, alhóndigas, cuatro molinos de agua, mataderos, serrerías, una gran manufactura de botines, y además todos los gremios y artesanías imaginables. Una casa de cambio, ocho bancos y diecinueve montes de piedad. Un castillo y un cuerpo de guardia que quitan el aliento. Y entretenimientos: un cadalso, una horca con trampilla, treinta y cinco tabernas, una casa de comedias, una casa de fieras, un bazar y doce lupanares. Y santuarios, no recuerdo cuántos. Muchos. Va, y esas mujeres, Geralt, limpitas, peinaditas y perfumadas, esos rasos, esos terciopelos, esas sedas, esos corsetes y cintillas… ¡Oh, Geralt! Los versos mismos saltan a mis labios:
Allá donde vives, ya es blanco de nieve,
ciénagas y lagos se vuelven cristal.
Así ha de ser, a cambiar nada alcanza
la que en tus ojos acecha, nostalgia sin par.
—¿Un nuevo romance?
—Ajá. Lo llamo «Invierno». Pero no está listo todavía, no puedo terminar, estoy totalmente alterado a causa de Vespula y las rimas no me cuajan. Ah, Geralt, me olvidé de preguntarte. ¿Cómo te va con Yennefer?
—No va.
—Entiendo.
—Entiendes una mierda. Venga, ¿dónde está esa taberna?
—Al doblar la esquina. Oh, ya estamos. ¿Ves el letrero?
—Lo veo.
—¡Saludo y me inclino ante vos! —Jaskier sonrió a la mozuela que barría la escalera—. ¿Nadie le ha dicho a vuesa merced que es preciosa?
La mozuela enrojeció y apretó fuertemente la escoba con las manos. Geralt pensó por un momento que le iba a atizar con ella al trovador. Se equivocaba. La muchacha sonrió con simpatía y pestañeó. Jaskier, como de costumbre, no le prestó la más mínima atención.
—¡Saludos! ¡A los buenos días! —estalló, entrando a la taberna y pasó con fuerza el pulgar por las cuerdas del laúd—. ¡El Maestro Jaskier, el más famoso poeta de este país, visita tu poco limpio local, tabernero! ¡Le han entrado ganas de beber cerveza! ¿Valoras el honor que se te hace, sacadineros?
—Lo valoro —dijo tétrico el posadero, saliendo desde detrás de la barra—. Contento estoy de veros, señor cantaor. Veo que en verdad no es humo vuestra palabra. Prometisteis que muy de mañana pasaríais a satisfacer la cuenta de ayer. Y yo juzgué, un simple pensamiento, que mentíais como de costumbre. Vergüenza me doy y mientras viva.
—Sin motivo alguno te avergüenzas, buen hombre —dijo despreocupado el trovador—. Pues ciertamente no tengo dinero. Luego hablaremos de ello.
—No —dijo con frialdad el posadero—. Vamos a hablar de ello ahora. El crédito se ha acabado, honorable señor poeta. Nadie me la da dos veces seguidas.
Jaskier colgó el laúd de un gancho en la pared, se sentó a una mesa, se quitó el sombrerito y observó pensativo la plumilla de garza cosida a él.
—¿Tienes dinero, Geralt? —preguntó con esperanza en la voz.
—No tengo. Todo lo que tenía se me ha ido en el gabán.
—No está bien, no está bien —suspiró Jaskier—. Joder, ni un alma, nadie que pudiera prestar algo. Jefe, ¿qué pasa hoy que está esto tan vacío?
—Demasiado pronto para los clientes habituales. Y los aprendices de albañil, esos que están arreglando el santuario, ya han tenido tiempo de venir y volverse luego al tajo, llevándose a rastras a su maestro.
—¿Y nadie, de verdad nadie?
—Nadie excepto el honorable mercader Biberveldt, que está desayunando en el camaranchón.
—¿Está Dainty? —se alegró Jaskier—. Haber empezado por ahí. Ven al camaranchón, Geralt. ¿Conoces a Dainty Biberveldt, el mediano?
—No.
—No importa. Lo vas a conocer. ¡Jojó! —gritó el trovador, dirigiéndose hacia la parte trasera de la casa—. Percibo desde Occidente el aroma y el efluvio de una sopa de cebolla, gloriosa para mis narices. ¡Cu-cú! ¡Somos nosotros! ¡Sorpresa!
A la mesa central de la estancia, bajo un pilar adornado con guirlandas de ajos y ramilletes de hierbas, estaba sentado un mediano mofletudo y de cabello rizado con un chaleco de color pistacho. En la mano derecha tenía una cuchara de madera, en la izquierda sujetaba una escudilla de barro. A la vista de Jaskier y Geralt el mediano se quedó petrificado, abrió la boca y sus grandes ojos avellanados se hicieron más grandes del miedo.
—Hola, Dainty —dijo Jaskier, agitando alegre el sombrerillo. El mediano no cambió de posición ni cerró la boca. La mano, como observó Geralt, le temblaba ligeramente y la larga tirilla de cebolla cocida que le colgaba de la cuchara se balanceaba como un péndulo.
—Bbbi… bbbienvenido, Jaskier —tartamudeó y tragó saliva sonoramente.
—¿Tienes hipo? ¿Quieres que te pegue un susto? ¡Atento: en el portazgo han visto a tu mujer! ¡En nada estará aquí! ¡Gardenia Biberveldt en carne y hueso! ¡Ja, ja, ja!
—Mira que eres tonto, Jaskier —le reprochó el mediano.
Jaskier lanzó de nuevo una argentina risa que acompañó con dos complicados acordes de las cuerdas del laúd.
—Bueno, porque tienes un gesto, hermano, bastante estúpido, y nos miras con ojos desencajados como si tuviéramos cuernos y rabo. ¿Y puede que te haya dado miedo el brujo? ¿Qué? ¿Puede que pienses que se ha abierto la veda de la caza de medianos? Puede…
—Basta ya —no aguantó Geralt, acercándose a la mesa—. Perdona, amigo. Jaskier ha sufrido hoy una terrible tragedia personal; todavía no se le ha pasado. Intenta enmascarar a base de bromas su tristeza, abatimiento y vergüenza.
—No me lo digáis. —El mediano sorbió por fin el contenido de la cuchara—. Yo mismo lo adivinaré. Vespula te ha echado por fin con el rabo entre las piernas. ¿Eh, Jaskier?
—No me dejaré meter en conversación sobre temas tan delicados con personas que tragan y trasiegan mientras los amigos están de pie —dijo el trovador, después de lo cual, sin esperar, se sentó. El mediano tomó una cucharada de sopa y relamió el hilillo de queso que colgaba de ella.
—Quien verdad dice, la dice —afirmó pensativo—. Os invito, pues. Sentaos, que de perdidos al río. ¿Queréis un caldo de cebolla?
—Normalmente no almuerzo a tan tempranas horas. —Jaskier respingó la nariz—. Pero qué le vamos a hacer, comeré. Sólo que no con la tripa vacía. ¡Eh, jefe! ¡Cerveza, si hacéis la merced! ¡Y presto!
Una moza con una imponente y gruesa trenza, que le alcanzaba hasta las nalgas, trajo un pote y una escudilla con sopa. Geralt, al mirar su redondeada boca rodeada de pelusilla, pensó que tendría bonitos labios si se acordara de cerrarlos.
—¡Dríada del bosque! —gritó Jaskier aferrando el brazo de la muchacha y besándola en la palma de la mano—. ¡Sílfide! ¡Hechicera! ¡Deidad de ojos como azules lagos! ¡Bella eres como la mañana y la forma de tus alzados y abiertos…!
—Dadle cerveza, aprisa —gimió Dainty—. O si no habrá problemas.
—No los habrá, no los habrá —aseguró el trovador—. ¿Verdad, Geralt? Difícil encontrar a gente más tranquila que nosotros dos. Yo mismo, señor mercader, soy poeta y músico, y la música suaviza las costumbres. Y el brujo aquí presente sólo es amenaza para seres monstruosos. Os presentaré: éste es Geralt de Rivia, terror de estriges, lobisomes y toda maraña. ¿Has oído hablar de él, Dainty?
—He oído. —El mediano arrojó una mirada desconfiada al brujo—. ¿Qué… qué hacéis en Novigrado, don Geralt? ¿Acaso ha aparecido por aquí algún horrible monstrum? ¿Estáis… ejem, ejem… contratado?
—No —se sonrió el brujo—. Estoy aquí para divertirme.
—Oh —dijo Dainty, moviendo nerviosamente los velludos pies que colgaban medio codo por encima del suelo—. Eso está bien…
—¿Qué está bien? —Jaskier tomó una cucharada de sopa y echó un trago de cerveza—. ¿Piensas acaso apoyarnos, Biberveldt? En las diversiones, se entiende. Viene que ni pintado. Aquí, en La Punta de Lanza, teníamos intención de cogernos el punto. Y luego planeamos pasarnos por el Passiflora, una casa de lenocinio muy cara y muy buena, donde podemos costearnos una medio elfa o, quién sabe, puede que hasta una elfa de pura sangre. Necesitamos, sin embargo, un espónsor.
—¿Qué cosa?
—Uno que pague por todo.
—Me lo imaginaba —murmuró Dainty—. Lo siento. En primer lugar, tengo una cita de negocios. En segundo, no tengo medios para costear tales diversiones. En tercero, al Passiflora sólo dejan entrar a personas.
—¿Y nosotros qué somos entonces, mochuelos? Ah, entiendo. No dejan pasar medianos. Cierto. Tienes razón, Dainty. Esto es Novigrado. La capital del mundo.
—Sí… —respondió el mediano, mirando aún al brujo y encogiendo de forma extraña los labios—. Yo ya me voy. Tengo una cita…
La puerta del camaranchón se abrió de golpe y, con un estruendo, entró… Dainty Biberveldt.
—¡Dioses! —gritó Jaskier.
El mediano que estaba de pie en la puerta no se diferenciaba en nada del mediano que estaba sentado a la mesa, si descontamos el hecho de que el de la mesa estaba limpio, y el de la puerta, sucio, desgreñado y con la ropa arrugada.
—¡Te pillé, picha de perro! —bramó el mediano sucio, al tiempo que se lanzaba en dirección a la mesa—. ¡Ladrón!
Su gemelo aseado se levantó, derribando el escabel y tirando la vajilla. Geralt reaccionó instintiva y rápidamente: tomó del banco la espada envainada y le atizó un fuerte golpe a Biberveldt en el cuello. El mediano cayó al suelo, se arrastró, se sumergió por entre las piernas de Jaskier y, a gatas, se dirigió hacia la salida, mientras las manos y los pies se le alargaban como patas de araña. Al verlo, el Dainty Biberveldt sucio blasfemó, aulló y dio un salto a un lado, estrellando con un crujido la espalda contra el tabique de madera. Geralt soltó la vaina con la espada y de una patada quitó de su camino una silla y comenzó la persecución. El Dainty Biberveldt limpio, quien, excepto en el color del chaleco, ya no se parecía en nada a Dainty Biberveldt, saltó el umbral como un saltamontes, salió a la estancia común, tropezándose con la muchacha de la boca medio abierta. Al ver sus largas garras y su fisonomía temblorosa y caricaturesca, la muchacha abrió la boca en toda su amplitud y expulsó un chillido que taladraba los oídos. Geralt, aprovechando la pérdida de ritmo que le había producido el choque contra la muchacha, alcanzó al ser en el centro de la isba y lo derribó sobre el suelo con un hábil puntapié en la rodilla.
—Ni respires, hermano —susurró a través de los dientes apretados mientras ponía la punta de la espada en el cuello de la rareza—. Ni respires.
—¿Qué pasa aquí? —gritó el posadero, acercándose con el mango de una pala en el puño—. ¿Qué es esta cosa? ¡La guardia! ¡Dechka, corre a por la guardia!
—¡Nooo! —aulló el ser, aplastándose contra el suelo y deformándose todavía más—. ¡Por piedad, nooo!
—¡Nada de guardia! —le acompañó el mediano sucio, al salir del camaranchón—. ¡Agarra a la muchacha, Jaskier!
El trovador aferró a Dechka y, pese a la prisa, eligió cuidadosamente el lugar donde aferrar. Dechka chilló y cayó de rodillas al suelo, junto a los pies de él.
—Tranquilo, jefe —dijo Dainty Biberveldt, respirando con fuerza—. Esto es un asunto personal, no vamos a llamar a la guardia. Pagaré todos los destrozos.
—No hay destrozo alguno —respondió con lucidez el tabernero, mirando a su alrededor.
—Pero los habrá —afirmó el rechoncho mediano con voz chirriante—. Porque ahora mismo le voy a apalear. Y cómo. Le voy a dar de palos brutalmente, largo tiempo y con rabia, y él, entonces, lo va a romper todo.
La larga de patas y desleída caricatura de Biberveldt que estaba tendida en el suelo rompió en fúnebres sollozos.
—Nada de eso —dijo con frialdad el posadero, entornando los ojos y alzando levemente el mango de la pala—. Apaleadle en la calle o en el corral, señor mediano. Aquí no. Y yo voy a llamar a la guardia. He de hacerlo, me va la cabeza en ello. Pues eso… ¡no más que algún monstruo es!
—Señor posadero —dijo con tranquilidad Geralt, sin aflojar la presión de la hoja sobre el cuello del ser—. Mantened la calma. Nadie va a romper nada, no habrá destrozo alguno. La situación está controlada. Soy brujo, y al monstruo, como veis, lo tengo bien sujeto. Puesto que esto parece que es un asunto personal, lo resolveremos tranquilamente en el camaranchón. Suelta a la muchacha, Jaskier, y ven aquí. En mi talega tengo unas cadenas de plata. Sácalas y ata con ellas como es debido las patas a su señoría, doblando los codos y a la espalda. No te muevas, amigo.
El ser empezó a gañir por lo bajito.
—Bien, Geralt —dijo Jaskier—. Ya lo he atado. Vamos al camaranchón. Y usted, jefe, ¿qué hace ahí parado? He pedido una cerveza. Y a mí, cuando pido una cerveza, tenéis que traerme una tras otra hasta que grite: «Agua».
Geralt empujó al ser hasta la estancia y sin delicadeza alguna lo sentó junto al pilar. Dainty Biberveldt se sentó también, mirando con disgusto.
—Qué horrible aspecto —dijo—. Mismamente como un montón de masa de levadura. Mira su nariz, Jaskier, si hasta se le va a caer, su perra madre. Y las orejas las tiene como mi suegra antes del entierro. ¡Brrr!
—Espera, espera —murmuró Jaskier—. ¿Tú eres Biberveldt? Sí, sin duda. Pero eso que está junto al pilar era tú hace un rato. Si no me equivoco. ¡Geralt! Todos los ojos están vueltos hacia ti. Eres brujo. ¿Qué diablos está pasando aquí? ¿Qué es esto?
—Un mímico.
—Tú padre será un mímico —dijo roncamente el ser, balanceando la nariz—. No soy ningún mímico, sino un doppler, y me llamo Tellico Lunngrevink Letorte. Abreviadamente, Penstock. Y Dudu para los amigos.
—¡Yo te voy a dar Dudu, hijo de alguna puta! —gritó Dainty, dirigiendo hacia él el puño apretado—. ¿Dónde están mis caballos? ¡Ladrón!
—Señores —recordó el posadero, entrando con unas jarras y un barrilete—. Prometisteis que habría paz.
—Oh, cerveza —suspiró el mediano—. Cuidado que tengo sed, joder. ¡Y hambre!
—Yo también me tomaría algo —aseveró, gorgoteante, Tellico Lunngrevink Letorte.
Fue completamente desdeñado.
—¿Qué es esto? —preguntó el tabernero, mirando al ser, el cual ante la vista de la cerveza sacó una larga lenguaza de entre unos labios caídos y pastosos—. ¿Qué es esta cosa, señores?
—Un mímico —repitió el brujo, sin hacer caso al gesto de enfado del monstruo—. Recibe, en cualquier caso, muchos nombres. Cambión, doblador, vexling, bedak. O doppler, como él se llama a sí mismo.
—¡Vexling! —gritó el posadero—. ¿Aquí, en Novigrado? ¿En mi local? ¡Presto, hay que llamar a la guardia! ¡Y a los sacerdotes! Mi cabeza en ello…
—Despacio, despacio —graznó Dainty Biberveldt, comiendo a toda prisa la sopa de Jaskier de la escudilla que se había salvado de milagro—. Tenemos tiempo de llamar a quien haga falta. Pero luego. Este canalla me robó, no tengo intenciones de dárselo a la autoridad local sin haber recuperado mi propiedad. Os conozco yo, novigradenses, y a vuestros jueces también. Puede que me tocara un décimo, nada más.
—Tened piedad —gimió desgarradamente el doppler—. ¡No me entreguéis a los humanos! ¿Sabéis lo que hacen con los que son como yo?
—Claro que lo sabemos —afirmó el posadero—. A todo doppler que se atrapa los sacerdotes lo exorcizan. Luego se le ata a un palo y se le envuelve bien, a lo redondo, de barro mezclado con limaduras y se le cuece al fuego hasta que el barro se convierte en duro ladrillo. Así por lo menos se hacía antes, cuando se atrapaba a estos monstruos más a menudo.
—Bárbaras costumbres tenéis los humanos —se enojó Dainty, retirando la escudilla vacía—. Pero puede que eso fuera justo castigo por bandolerismo y latrocinio. Venga, habla, canalla, ¿dónde están mis caballos? ¡Dilo, porque te tiro de esa nariz por entre las piernas y te la meto en el culo! ¿Dónde están mis caballos, te digo?
—Los he… vendido —balbuceó Tellico Lunngrevink Letorte, y sus lacias orejas se le recogieron de pronto en bolitas que recordaban coliflores en miniatura.
—¡Los vendió! ¿Le habéis oído? —El mediano echó espumarajos por la boca—. ¡Ha vendido mis caballos!
—Claro —dijo Jaskier—. Ha tenido tiempo. Está aquí desde hace tres días. Desde hace tres días te veo… es decir, a él… Joder, Dainty, ¿significa esto que…?
—¡Por supuesto que significa esto! —gritó el mercader, pataleando con sus peludos pies—. ¡Me asaltó en el camino, a una jornada de distancia de la ciudad! Vino aquí disfrazado de mí, ¿entendéis? ¡Y vendió mis caballos! ¡Yo lo mato! ¡Lo ahogo con mis propias manos!
—Contadnos cómo sucedió, señor Biberveldt.
—¿Geralt de Rivia, si no me equivoco? ¿El brujo?
Geralt lo confirmó con un gesto de su cabeza.
—Viene que ni pintado —dijo el mediano—. Soy Dainty Biberveldt, natural de Centinodia del Prado, granjero, ganadero y mercader. Llámame Dainty, Geralt.
—Cuéntanos, Dainty.
—Sucedió así. Yo y mis gañanes llevábamos unos caballos a vender, a la feria de Puente del Diablo. A una jornada de la ciudad llegamos a la última venta. Hicimos noche, no sin antes darle finiquito a un barrilillo de aguardiente. En mitad de la noche me despierto, siento que la vejiga casi me estalla, así que bajo del carromato y aprovecho, pienso, para echar un vistazo a ver cómo están los caballos. Salgo, una niebla del copón, miro de pronto, alguien viene. Quién va, pregunto. Y él, nada. Me acerco y veo… a mí mismo. Como en un espejo. Pienso: no tendría que haber bebido aguardiente, maldito bebedizo. Y este de aquí… porque era él, ¡me metió una hostia en la cabeza! Vi las estrellas y caí redondo al suelo. Me despierto temprano en no sé qué maldita fronda, con un chichón como un pepino en la frente, alrededor ni un alma, de nuestro campamento ni huella tampoco. Todo el día dando vueltas anduve hasta que por fin hallé el sendero, dos días vagué de acá para allá comiendo raíces y setas crudas. Y él… este bellaco de Dudulico, o como coño se llame, se vino en ese tiempo hasta Novigrado como si fuera yo y se deshizo de mis caballos. Ahora mismo le… ¡Y a esos mis gañanes los azotaré, cien palos voy a dar a cada uno en el culo al aire, lacayos cegatos! ¡Mira que no conocer al propio amo, mira que dejarse engañar así! ¡Idiotas, caras de col, borrachuzos…!
—No lo tomes a mal, Dainty —dijo Geralt—. No pudieron hacer nada. El mímico copia tan perfectamente que no es posible diferenciarlo del original, es decir, de la víctima a la que ha mirado. ¿Nunca has oído hablar de los mímicos?
—Como oír hablar, sí que he oído. Pero pensaba que eran cuentos.
—No son cuentos. A un doppler le basta acercarse a su víctima para adaptarse rápidamente y sin fallos a la necesaria estructura material. Os llamo la atención sobre que no se trata de una ilusión sino de una completa y perfecta transformación. En los detalles más nimios. En qué forma hacen esto los mímicos, no se sabe. Los hechiceros suponen que actúa aquí el mismo componente de la sangre que en la licantropía, pero yo pienso que se trata de algo completamente distinto o mil veces más fuerte. Al fin y al cabo el lobisome tiene sólo dos formas, como mucho tres, mientras que el doppler puede transformarse en todo lo que quiera, con la condición de que se corresponda más o menos la masa corporal.
—¿La masa corporal?
—Claro, en un mastodonte no se puede cambiar. Ni en un ratón.
—Entiendo. Y la cadena con la que lo has atado, ¿para qué sirve?
—Plata. Para un licántropo es mortal; para un mímico, como ves, simplemente le impide transformarse. Por eso está aquí en su propia forma.
El doppler recogió las orejas a punto de despegarse y le echó al brujo una rápida mirada de enojo con sus ojos confusos, los cuales habían perdido ya el color almendrado del iris del mediano y se habían vuelto amarillos.
—Y bien está que esté aquí quieto, desvergonzado hideputa —farfulló Dainty—. ¡Cuando pienso que se quedó aquí, incluso en La Punta, donde yo mismo acostumbro albergarme! ¡Al tío se le metió en el coco que era yo!
Jaskier agitó la cabeza.
—Dainty —dijo—. Él era tú. Hace tres días que me lo encuentro aquí. Él se veía como tú y hablaba como tú. Pensaba como tú. Y cuando llegaba el momento de soltar la gallina, era tan agarrado como tú. E incluso más.
—Esto último no me molesta —dijo el mediano—, porque puede que recupere una parte de mis dineros. Me da asco tocarlo. Quítale la bolsa, Jaskier, y mira qué hay dentro. Debiera haber mucho, si es verdad que este cuatrero ha vendido mis caballejos.
—¿Cuántos caballos tenías, Dainty?
—Doce.
—Si lo estimamos según los precios internacionales —dijo el trovador, mirando en la escarcela—, lo que hay aquí basta para uno, si lo encuentras viejo e impedido. Si lo estimamos, sin embargo, según los precios novigradienses, da para dos cabras, como mucho tres.
El mercader no dijo nada, pero tenía el aspecto de estar a punto de ponerse a llorar. Tellico Lunngrevink Letorte dejó fluir la nariz hacia abajo, y el labio inferior aún más abajo, después de lo cual, muy bajito, gorgoteó.
—En una palabra —suspiró por fin el mediano—, me ha despojado y arruinado un ser cuya existencia yo suponía hasta ahora un cuento de niños. A esto se le llama tener mala suerte.
—Ni una coma puedo añadir —dijo el brujo, dirigiendo la vista al doppler que se retorcía sobre la silla—. Yo también estaba convencido de que se había acabado con los mímicos hace mucho tiempo. Antes, por lo que he oído, muchos de ellos vivían en los bosques de los alrededores y en la meseta. Pero su habilidad para la mímica incomodaba sobremanera a los primeros colonos y se comenzó a perseguirlos. Bastante eficazmente. Se exterminó a casi todos con mucha rapidez.
—Y una suerte fue esto —dijo el posadero—. Lagarto, lagarto, por el Fuego Sagrado, juro que prefiero un dragón o un diablo, los cuales siempre dragón y diablo son, y así sabe uno a qué atenerse. ¡Pero la lobisomería, tales cambios y transformaciones, son proceder repugnante, demoníaco, engaño y acción traidora, pensada por estos horrendos para a las gentes dañar y perderlas! ¡Os digo, llamemos a la guardia y al fuego con esta asquerosidad!
—¿Geralt? —preguntó con curiosidad Jaskier—. Quisiera escuchar la opinión de un especialista. ¿De verdad son tan peligrosos y agresivos estos mímicos?
—Su capacidad para la copia —dijo el brujo— es una propiedad que sirve más para la defensa que para la agresión. No he oído hablar…
—Voto a mí —le cortó, furioso, Dainty, golpeando con el puño en la mesa—. Si atizarle a uno en la crisma y robarle no es agresión, entonces no sé qué cosa lo será. Dejad de haceros el listo. El asunto es muy sencillo: he sido asaltado y robado, no sólo de los bienes alcanzados a fuerza de pesado trabajo, sino y hasta de la propia forma. Exijo una satisfacción, no descansaré…
—¡A la guardia, a la guardia hemos de llamar! —dijo el posadero—. ¡Y a los sacerdotes hemos de llamar! ¡Y quemar a este monstrum, a este inhumano!
—Basta ya, jefe. —El mediano alzó la cabeza—. Os estáis poniendo pesado con esa guardia vuestra. Os llamo la atención sobre el hecho de que a vos el tal inhumano nada os hizo, sino a mí. Y, dicho sea entre paréntesis, yo tampoco soy humano.
—Pero qué decís vos, señor Biberveldt —se rió nerviosamente el tabernero—. Dónde va a parar, la diferencia entrambos. Vos sois casi un hombre, y él es por contra un monstrum. Me extraño, señor brujo, de que estéis sentado con tanta calma. ¿Para qué, con perdón, estáis vos? ¿Lo vuestro es matar monstruos o no?
—Monstruos —dijo Geralt con frialdad—. Pero no a miembros de razas dotadas de razón.
—Vamos, hombre —dijo el posadero—. Ahora sos habéis pasado un poquino.
—¡Y tanto! —terció Jaskier—. Demasiado lejos has ido, con eso de la raza dotada de razón, Geralt. Míralo si no.
Tellico Lunngrevink Letorte, de hecho, no recordaba en aquel momento a miembro alguno de razas dotadas de razón. Recordaba más bien a un muñeco modelado de barro y harina, mirando al brujo con una expresión de súplica desde unos turbios ojos amarillos. Tampoco los sonidos de succión que producía una nariz que llegaba a rozar la tabla de la mesa parecían proceder del miembro de una raza dotada de razón.
—¡Basta ya de tanta jodienda! —gruñó de pronto Dainty Biberveldt—. ¡No hay discusión que valga! ¡Lo único que cuenta son mis caballos y mis pérdidas! ¿Lo oyes, cara de robellón? ¿A quién le has vendido mis caballos? ¿Qué has hecho con los dineros? ¡Habla ya mismo porque te pateo, te rajo y te saco la piel!
Dechka abrió un poco la puerta e introdujo en la estancia su cabeza de color de lino.
—Clientes hay en la taberna, padre —susurró—. Los albañiles de la obra y algotros. Les estoy sirviendo, pero ustedes no gritéis tan fuerte, porque se empiezan a interesar por el camaranchón.
—¡Por el Fuego Eterno! —se asustó el posadero con la mirada puesta en el desfigurado doppler—. Si alguien echa aquí un ojo y lo cata… Ay, la vamos a tener. Si no hemos de llamar a la guardia, entonces… ¡Señor brujo! Si es un verdadero vexling, decidle que se cambie en algo más honrado, para que no lo conozcan. De momento.
—Cierto —dijo Dainty—. Que se transforme en algo, Geralt.
—¿En qué? —gorgoteó de pronto el doppler—. Puedo tomar toda forma que contemple con atención. ¿En cuál de vosotros, entonces, he de cambiarme?
—En mí no —dijo con presteza el tabernero.
—Ni en mí —se estremeció Jaskier—. Al fin y al cabo eso no sería camuflaje alguno. Todos me conocen, así que la vista de dos Jaskiers en la misma mesa produciría mayor sensación que éste aquí con su propio aspecto.
—Conmigo sucedería parecido —sonrió Geralt—. Sólo quedas tú, Dainty. Y viene que ni pintado. No te enfades, pero tú mismo sabes que los humanos difícilmente distinguen a un mediano de otro.
El mercader no lo pensó mucho rato.
—Vale —dijo—. Así sea. Quítale la cadena, brujo. Venga, transfórmate en mí, raza dotada de razón.
Después de que le quitaran la cadena, alzó el doppler su pata que parecía pasta de levadura, se masajeó la nariz y dirigió los ojos al mediano. La piel colgante del rostro se estiró y tomó color. La nariz se redujo y se contrajo con un sordo chasquido, sobre el calvo cráneo crecieron unos cabellos rizados. Dainty desencajó los ojos, el posadero abrió los morros en mudo asombro, Jaskier suspiraba y gemía.
Lo último que cambió fue el color de los ojos.
Dainty Biberveldt Segundo carraspeó, se acercó a la mesa, agarró la jarra de Dainty Biberveldt Primero y con avidez aplastó contra ella sus labios.
—No puede ser, no puede ser —dijo Jaskier en voz baja—. Miradlo, una copia fiel. Imposible de diferenciar. Todito, todo. Esta vez hasta los picotazos de los mosquitos y las manchas en las calzas… ¡Justo, en las calzas! ¡Geralt, esto no lo consiguen ni siquiera los hechiceros! Toca, ¡es auténtica lana, no es una ilusión! ¡Increíble! ¿Cómo lo hace?
—Eso no lo sabe nadie —murmuró el brujo—. Él tampoco. He dicho que tiene completa capacidad para cambiar voluntariamente la estructura de la materia, pero se trata de una voluntad orgánica, instintiva…
—Pero las calzas… ¿De qué ha hecho las calzas? ¿Y el chaleco?
—De su propia piel adaptada. No pienso que a él le gustase quitarse esas calzas. En cualquier caso perderían inmediatamente sus características de lana…
—Una pena. —Dainty mostró la rapidez de su pensamiento—. Porque ya andaba pensando en mandarle transformar un balde de materia en un balde de oro.
El doppler, en aquel momento una copia fiel del mediano, se repantigó con comodidad y sonrió ampliamente, por lo visto contento de ser el centro de interés. Estaba sentado en idéntica posición que Dainty y de la misma forma removía los peludos pies.
—Mucho sabes de los dopplers, Geralt —dijo, tras lo cual tomó un sorbo de la jarra, masticó ruidosamente y eructó—. Cierto, mucho.
—Dioses, la voz y las maneras también son de Biberveldt —dijo Jaskier—. ¿Nadie tiene una tintilla roja? Hay que marcarlo, voto al diablo, o la tendremos buena.
—Pero qué dices, Jaskier —se enojó Dainty Biberveldt Primero—. ¿No me irás a confundir con él? Al primer…
—… vistazo se ve la diferencia —terminó Dainty Biberveldt Segundo y volvió a eructar con un sonidillo—. De verdad, para confundirse hay que ser más tonto que el culo de una yegua.
—¿Qué he dicho? —susurró Jaskier con asombro—. Piensa y habla como Biberveldt. Imposible de diferenciar…
—Exageras. —El mediano despegó los labios—. Exageras mucho.
—No —repuso Geralt—. No es una exageración. Lo creas o no, él es en estos momentos tú, Dainty. De un modo que desconocemos, el doppler copia con precisión también la psique de la víctima.
—¿Epsi qué?
—Bueno, las características del intelecto, el carácter, los sentimientos, los pensamientos. El alma. Lo que confirmaría lo que niegan la mayor parte de los hechiceros y todos los sacerdotes. Que el alma es también materia.
—Herejía… —resopló el posadero.
—Y gilipollez —dijo con dureza Dainty Biberveldt—. No nos cuentes cuentos, brujo. Las características del intelecto, ya te vale. Copiar la nariz y las calzas es una cosa, pero la razón no es lo mismo que cagarse en un palo. Ahora mismo te lo demuestro. Si este piojoso doppler hubiera copiado mi razón de mercader, no hubiera vendido los caballos en Novigrado, donde no hay demanda, sino que hubiera ido a Puente del Diablo, a la feria de caballos, donde los precios son de subasta, el que da más. Allí no se pierde…
—Claro que se pierde. —El doppler parodió el gesto enfadado del mediano y resopló de forma peculiar—. En primer lugar, los precios en las subastas de Puente del Diablo están por los suelos porque los mercaderes se ponen de acuerdo para licitar. Y además hay que pagar comisión a los subastadores.
—No me des lecciones de tratante, tontaina —se enojó Biberveldt—. Yo en Puente del Diablo hubiera sacado noventa y hasta cien por cabeza. Y tú, ¿cuánto conseguiste de los picaros novigradienses?
—Ciento treinta —dijo el doppler.
—Mientes, guiñapo.
—No miento. Arreé los caballos directamente hasta el puerto, don Dainty, y allí hablé con un mercader de pieles de ultramar. Los peleteros no usan caravanas de bueyes porque los bueyes son demasiado lentos. Las pieles son ligeras pero caras, hay pues que viajar rápido. En Novigrado no hay demanda de caballos, así que tampoco hay caballos. Yo era el único que los tenía, así que dicté los precios. Es sencillo…
—¡Te digo que no me des lecciones! —gritó Dainty, enrojeciendo—. Vale, bien, entonces has ganado mucho. ¿Y dónde está el dinero?
—Lo invertí —dijo con orgullo Tellico, imitando el típico gesto del mediano de pasarse los dedos por la melena—. El dinero, don Dainty, tiene que moverse y el interés tiene que crecer.
—¡Cuídate de que yo no te haga crecer la cabeza! Habla, ¿qué hiciste con la guita que sacaste por los caballos?
—Ya lo he dicho. Compré mercancías.
—¿Qué mercancías? ¿Qué compraste, torpe?
—Co… cochinillas —tartamudeó el doppler, y luego recitó deprisa—. Quinientas fanegas de cochinillas, doscientas setenta arrobas de corteza de mimosas, cincuenta y cinco alcuzas de esencia de rosa, veintitrés barrilillos de aceite de hígado de bacalao, seiscientas escudillas de barro y ochenta libras de cera de abejas. El aceite de hígado de bacalao, por cierto, lo compré muy, muy barato, porque estaba ya un pelín rancio. Ah, casi lo olvido. Compré también cien codos de cuerda de algodón.
Se hizo el silencio, un largo, largo silencio.
—Aceite rancio —dijo por fin Dainty, pronunciando muy despacio cada palabra—. Cuerda de algodón. Esencia de rosa. Esto es un sueño. Sí, seguro, es una pesadilla. En Novigrado se puede comprar de todo, todas las cosas valiosas y útiles, y este cretino tira mi dinero en comprar no sé qué mierda. Con mi aspecto. Estoy acabado, he perdido mi dinero, he perdido mi reputación de mercader. No, estoy harto. Préstame tu espada, Geralt. Me lo cargo aquí mismo.
Las puertas del camaranchón se abrieron rechinando.
—¡Mercader Biberveldt! —cantó la persona que entraba, envuelta en una toga púrpura que colgaba de la delgada figura como de un palo. En la cabeza tenía un sombrerillo de terciopelo con la forma de un orinal vuelto del revés—. ¿Está aquí el mercader Biberveldt?
—Sí —respondieron al mismo tiempo los dos medianos.
Al instante siguiente, uno de los Dainty Biberveldt arrojó el contenido de una jarra sobre el rostro del brujo, dio un hábil puntapié a la silla de Jaskier y se escurrió por debajo de la mesa en dirección a la puerta, derribando en su camino al personaje del ridículo sombrero.
—¡Fuego! ¡Socorro! —gritó al entrar en la sala común—. ¡Asesinos! ¡Se quema!
Geralt se quitó la espuma y se echó tras él, pero el segundo de los Biberveldt, arrastrándose también hacia la puerta, se resbaló en el serrín y le cayó entre los pies. Ambos quedaron tendidos en el mismo umbral. Jaskier, saliendo de debajo de la mesa, blasfemaba horriblemente.
—¡Asaltooo! —gritó desde el suelo el delgado personaje, enredado en su toga púrpura—. ¡Asaaaltooo! ¡Bandidooos!
Geralt se retorció bajo el mediano, entró en la taberna, vio cómo el doppler, entrechocándose con los clientes, salía a la calle. Se echó a por él, sólo para golpearse con un elástico, aunque sólido, muro de personas que le cerraba el paso. Pudo tumbar a uno, sucio de barro y apestando a cerveza, pero el resto lo inmovilizó en el férreo abrazo de unas fuertes manos. Se revolvió con rabia, y entonces hubo un chasquido seco de hilos que estallan y cuero rasgado y notó más suelto el sobaco derecho. El brujo blasfemó, dejando de retorcerse.
—¡Lo tenemos! —gritaron los albañiles—. ¡Tenemos al bellaco! ¿Qué hacemos, señor maestro?
—¡Cal! —chilló el maestro, levantando la cabeza de la mesa y mirando alrededor con ojos que no veían.
—¡Guardiaaa! —gritó el de la púrpura, arrastrándose a gatas—. ¡Asalto a un funcionario! ¡Guardia! ¡Al cadalso vas a ir por esto, belitre!
—¡Lo tenemos! —gritaron los albañiles—. ¡Lo tenemos, señor!
—¡No es éste! —chilló el personaje de la toga—. ¡Agarrad al truhán! ¡Perseguidlo!
—¿A quién?
—¡A Biberveldt, el mediano! ¡Tras él, tras él! ¡Al calabozo con él!
—Despacio, despacio —dijo Dainty, saliendo de la alcoba—. ¿Qué decís, señor Schwann? No os llenéis los morros con mi apellido. Y no deis la alarma, no hay necesidad alguna.
Schwann se calló, miró al mediano con asombro. Jaskier salió del camaranchón con el sombrerito ladeado y mirando a su laúd. Los albañiles, susurrando entre ellos, soltaron por fin a Geralt. El brujo, aunque estaba muy enojado, se limitó a escupir abundantemente en el suelo.
—¡Señor mercader Biberveldt! —dijo con voz aguda Schwann, guiñando sus ojos miopes—. ¿Qué significa esto? Atacar a un funcionario municipal os puede salir muy caro… ¿Quién era ése? ¿El mediano que se ha escabullido?
—Un primo —dijo con rapidez Dainty—. Mi primo lejano…
—Sí, sí —le apoyó presto Jaskier, sintiéndose en su elemento—. Un primo lejano de Biberveldt. Conocido como el Grillado-Biberveldt. La oveja negra de la familia. Siendo niño se cayó a un pozo. Seco. Pero, por desgracia le cayó el cubo en la cabeza. Por lo general es tranquilo, sólo al ver el púrpura se vuelve loco. Pero no hay de qué preocuparse porque se serena ante la vista de los rojos cabellos de un pubis femenino. Por eso se fue directo hacia el Passiflora. Os digo, señor Schwann…
—Basta, Jaskier —silbó el brujo—. Cierra el pico, coño.
Schwann se estiró la toga, la limpió de serrín y se enderezó, adoptando una expresión de arrogancia.
—Sííí —dijo—. Sed más cuidadoso con los parientes, mercader Biberveldt, porque vos mismo al fin y al cabo sois responsable. Si presentara una denuncia… Pero no tengo tiempo. Estoy aquí por asuntos de servicio. En nombre de la autoridad municipal os reclamo el pago de los impuestos.
—¿Eh?
—Impuestos —repitió el funcionario y puso los labios en una mueca que seguramente había visto a alguien mucho más importante que él—. ¿Qué mosca os ha picado? ¿Os ha soltado alguna el primo? Si se hacen negocios, hay que pagar impuestos. O se le mete a uno en la mazmorra.
—¿Yo? —rugió Dainty—. ¿Yo, negocios? ¡Si yo no tengo más que pérdidas, su puta madre! Yo…
—Cuidado, Biberveldt —susurró el brujo, y Jaskier le atizó al mediano un puntapié disimuladamente en su peluda espinilla. El mediano tosió.
—Claro está —dijo, intentando forzadamente extraer una sonrisa de su rostro mofletudo—. Claro está, señor Schwann. Si se hacen negocios, hay que pagar impuestos. Buenos negocios, muchos impuestos. Y al contrario, me imagino.
—No soy yo quien ha de valorar vuestros negocios, señor mercader. —El funcionario hizo un gesto de desagrado y se sentó a la mesa. De las profundas entrañas de la túnica sacó un ábaco y un manojo de pergaminos que desplegó sobre la mesa, la cual había limpiado antes con la manga—. Yo sólo he de contar y cobrar. Sííí… Hagamos entonces la cuenta… Van a ser… hmmm… Bajo dos, me quedo uno… Sííí… Mil quinientas cincuenta coronas y veintidós coppecs.
De la garganta de Dainty Biberveldt se escapó un ronquido sordo. Los albañiles murmuraron asombrados. El posadero dejó la bandeja. Jaskier suspiró.
—Va, entonces, hasta la vista, compadres —dijo el mediano agriamente—. Si alguien pregunta por mí, decidle que estoy en la mazmorra.