—¿Estamos ya en los Tras Ríos, Yurga?
—Desde ayer, don Geralt. En breve el río Yaruga, y al otro lado, ya mi tierra es. Mirad, los mismos caballos van más vivos, las testas levantan. Sienten que la casa está ya cerca.
—La casa… ¿Vives en la villa?
—En los arrabales.
—Extraño. —El brujo miró a su alrededor—. Casi no se ven huellas de la guerra. Decían que este país estaba terriblemente destruido.
—Así es —dijo Yurga—. Otra cosa puede, pero ruinas acá no nos faltaron. Mirad más atento, en cada casi palloza, en cada cerca, nuevita es la madera toda. Y al otro lado del río, ya veréis, allá mucho peor fue, allá hasta los mismos cimientos quemaron todo… Mas en fin, la guerra es la guerra y vivir hemos. Hubieron los mayores revoltijos que se puedan dar, cuando los Negros por nuestra tierra correteaban. Cierto, pareció entonces que acá todo se tornaba en despoblado. Muchos de aquellos que entonces escaparon nunca jamás volvieron. Pero nuevos vinieron en su lugar. Vivir hemos.
—Verdad —murmuró Geralt—. Vivir hemos. No importa lo que haya pasado. Vivir hemos…
—Razón tenéis. Venga, acá tenéis, ponéoslas. Os recosí las calzas, las eché un remiendo. Como nuevas están. Tal y como esta tierra, don Geralt. La guerra la estrozó, la atravesó como un rastrillo de yerro, la descosió, la anegó de sangre. Pero pronto estará como nueva. Y parirá aún mejor que antes. Incluso aquellos que en esta tierra cayeron, para algo bueno habrán de servir, pues abonan la gleba. De momento arar es difícil, porque hay huesos y yerros por todos lados, pero la tierra y hasta con el yerro se atreve.
—¿No tenéis miedo de que los nilfgaardianos… los Negros, vuelvan? Una vez que ya conocen el camino…
—Así es, miedo tenemos. ¿Y qué? ¿Acularse y llorar, ponerse a temblar? Vivir hemos. Y que sea lo que sea. A lo que destinado estás, aunque te lo opongas no te escapas.
—¿Crees en el destino?
—¿Y cómo no he de creer? ¿Después de cómo en el puente nos encontramos, en los dólmenes, y de cómo vos de la muerte me salvasteis? Oh, señor brujo, veréis, mi Doradita a los pies se os va a echar…
—Tranquilo. Si te soy sincero, yo te debo más a ti. Allí, en el puente… Al fin y al cabo es mi trabajo, Yurga, mi especialidad. Al fin y al cabo defiendo gente por dinero. No por bondad de corazón. Reconócelo, Yurga, ¿has oído lo que la gente dice sobre los brujos? Que no se sabe quién es peor, si ellos o los monstruos que matan…
—No es verdad eso, señor, ni sé por qué en tal modo habláis. ¿Qué? ¿Que yo ojos no tengo? A vos de la misma piedra os hicieron que a la tal sanadora…
—Visenna.
—El nombre no nos dijo. Pero a toda prisa detrás de nosotros se vino, porque sabía que se la necesitaba, nos alcanzó por la noche, de vos se ocupó al punto, apenas se apeó de la silla. Oh, señor, y cómo se deslomó en curar la pierna vuestra, temblaba hasta el aire de la magia aquella, y nosotros nos escapamos del propio miedo al monte. Y luego a ella la sangre de la nariz se le iba. Oh, con qué cuidado en vos se afanaba, en verdad, como una…
—¿Como una madre? —Geralt apretó los dientes.
—Así mismo. Bien habéis dicho. Y cuando os dormisteis…
—¿Sí. Yurga?
—Apenas en los pies se tenía, estaba blanca como un papel. Pero se allegó, preguntó si ayuda no necesitaba alguno de nosotros. Curó a un peguero la mano que con un tronco se había golpeado. Ni un duro tomó, y aún dejó algunas medicinas. No, don Geralt, por esos mundos mal se habla de los brujos y no mejor de los hechiceros. Pero no acá. Nosotros, los del Alto Sodden y la gente de Tras Ríos, lo sabemos bien. Demasiado a los hechiceros les debemos como para no saber cómo son. La memoria de ellos no en chuscos y chascarrillos la guardamos, sino en piedra labrada. Vos mismo lo veréis, apenas acabe la floresta. Al fin y al cabo, vos seguro mejor lo sabéis. Pues aquella batalla sonada fue en el mundo entero y poco más del año ha que tuviera lugar. Habréis oído de ella.
—No he estado por aquí —murmuró el brujo—. Desde hace un año. Estuve en el Norte. Pero algo he oído… La Segunda Batalla de Sodden…
—Talmente. Presto veréis el monte y la peña. En otros tiempos nosotros, al monte, monte del Águila lo llamábamos, pero hoy día todos le dicen monte de los Hechiceros o monte de los Catorce. Porque veinte y dos de ellos había en aquel monte, veinte y dos allá lucharon y catorce cayeron. Aquélla fue una batalla terrible, don Geralt. La tierra se abría de bruces, del cielo fuego caía como si lluvia fuera, los rayos tronaban… Los muertos se amontonaban. Pero a los hechiceros de los Negros vencieron, rompieron la Potencia que los traía. Y catorce de ellos cayeron en aquella grande ocasión. Catorce la vida dejaron… ¿Qué, señor? ¿Qué os pasa?
—Nada. Sigue hablando, Yurga.
—Oh, terrible fue la batalla, de no ser por los hechiceros del monte aquel, quién sabe, puede que no pudiéramos mantener este parlamento acá, según vamos a casa, porque casa no habría, ni yo y puede que vos tampoco… Sí, y esto gracias a los hechiceros. Catorce de ellos murieron por defendernos a nosotros, gentes de Sodden Tras Ríos. Ja, seguro, otros también allí lucharon, guerreros y nobles, y hasta de los campesinos quien pudo tomó un bierno o un hacha, o siquiera un palo… Todos como hombres aguantaron y más de uno cayó. Pero los hechiceros… Nada significa que muera el soldado, pues esto en su profesión entra y la vida, de cualquier modo, es corta. Pero los hechiceros pueden vivir tan largo como su voluntad sea. Y ellos no vacilaron.
—No vacilaron —repitió el brujo, limpiando la frente con la mano—. No vacilaron. Y yo estaba en el Norte…
—¿Qué os pasa, señor?
—Nada.
—Sí… Y nosotros, los de los alredores, flores allá llevamos, al monte, y por mayo, para Belleteyn, ardía allá un fuego. Y por los siglos de los siglos arderá. Y eternamente vivirán ellos en la memoria de las gentes, los catorce. Porque vivir así, en la memoria es… esto es… ¡algo más! ¡Más, don Geralt!
—Tienes razón, Yurga.
—Cada niño conoce acá los nombres de aquellos catorce, que están en la piedra que hay a la cima del monte grabados. ¿No lo creéis? Escuchad: Axel llamado el Mancebo, Triss Merigold, Atlan Kerk, Vanielle de Brugge, Dagobert de Vole…
—Déjalo, Yurga.
—¿Qué os pasa, señor? ¡Emblanquecisteis como la muerte!