—¡Geralt! ¡Despiértate! ¡Despiértate por favor!
Abrió los ojos, vio el sol, un ducado de oro de precisos bordes, en lo alto, sobre las copas de los árboles, más allá de la cortina turbia de la niebla de la mañana. Estaba tendido sobre un musgo húmedo, esponjoso, una dura raíz le lastimaba la espalda.
Ciri estaba arrodillada junto a él, agarrándole por los faldones del gabán.
—Maldita sea… —carraspeó, miró alrededor—. ¿Dónde estoy? ¿Cómo he venido a parar aquí?
—No sé —dijo—. Me desperté hace un momentito, aquí, junto a ti, terríbilemente helada. No recuerdo cómo… ¿Sabes qué? ¡Esto es un hechizo!
—Seguro que tienes razón —dijo mientras se sentaba y se quitaba unas agujas de pino de la nuca—. Seguro que tienes razón, Ciri. El Agua de Brokilón, joder… Parece que las dríadas se estuvieron riendo a nuestra costa.
Se incorporó, alzó su espada, que yacía junto a él, se colocó el talabarte a la espalda.
—¿Ciri?
—¿Ajá?
—Tú también te reíste a mi costa.
—¿Yo?
—Eres la hija de Pavetta, la nieta de Calanthe de Cintra. ¿Sabías desde el principio quién era yo?
—No. —Se ruborizó—. No desde el principio. Tú desencantaste a mi padre, ¿verdad?
—No es verdad —negó—. Lo hizo tu madre. Y tu abuela. Yo sólo ayudé.
—Pero el aya dijo… Dijo que estoy predestinada. Porque soy una Inesperada. Una Hija de la Sorpresa. ¿Geralt?
—Ciri. —La miró, agitando la cabeza y sonriendo—. Créeme, eres la mayor sorpresa que me podía encontrar.
—¡Ja! —El rostro de la muchacha se iluminó—. ¡Es cierto! Estoy predestinada. El aya dijo que vendrá un brujo de cabellos blancos y me llevará. Y la abuela gritó… ¡Aj, qué más da! ¿Adónde me llevarás, di?
—A casa. A Cintra.
—Aj… Y yo pensaba que…
—Pensarás mientras marchemos. Vamos, Ciri, hay que salir de Brokilón. Éste no es un lugar seguro.
—¡Yo no tengo miedo!
—Pero yo sí.
—La abuela decía que los brujos no temen a nada.
—Tu abuela exageraba mucho. En marcha, Ciri. Si sólo supiera dónde estamos…
Miró al sol.
—Bueno, arriesguémonos… Vayamos por allá.
—No. —Ciri arrugó la nariz, señaló en dirección contraria—. Por allá. Allá.
—Y tú ¿cómo lo sabes?
—Lo sé. —Se encogió de hombros, le miró con una mirada esmeralda, desarmada y asombrada—. De algún modo… Algo, allá… No sé.
Hija de Pavetta, pensó. Niño… ¿Niño de la Antigua Sangre? Es posible que haya heredado algo de la madre.
—Ciri. —Se desabrochó el cuello de la camisa, sacó el medallón—. Toca esto.
—Oj. —Abrió la boca—. Pero qué lobo más horrible. Pero qué dientes tiene…
—Tócalo.
—¡Ayay!
El brujo sonrió. También percibía el violento temblor del medallón, la poderosa onda que corría por la cadena de plata.
—¡Se ha movido! —Ciri tomó aire—. ¡Se ha movido!
—Lo sé. Vamos, Ciri. Tú guías.
—Esto es magia, ¿verdad?
—Por supuesto.
Resultó tal y como se esperaba. La muchacha sentía la dirección. No sabía de qué forma. Pero rápidamente, más rápidamente de lo que se esperaba, salieron a un camino, a una encrucijada en forma de horquilla donde se cruzaban tres sendas. Ésta era la frontera de Brokilón… al menos según los humanos. Eithné, recordaba bien, no la aceptaba.
Ciri se mordió los labios, arrugó la nariz, dudó, mirando a la encrucijada, al camino arenoso y lleno de baches, hozado por pisadas y ruedas de carros. Pero Geralt ya sabía dónde estaba, no tenía por qué confiar en las inseguras habilidades de ella y tampoco quería hacerlo. Se encaminó por la senda que iba hacia el este, hacia Brugge. Ciri, aún con el ceño fruncido, miró hacia el camino al oeste.
—Ése conduce al castillo de Nastrog —se burló él—. ¿Echas de menos a Kistrin?
La muchacha bufó, le siguió obediente, pero miró varias veces a su alrededor.
—¿Qué sucede, Ciri?
—No sé —susurró—. Pero es un mal camino, Geralt.
—¿Por qué? Vamos a Brugge, al hermoso castillo donde habita el rey Venzlav. Nos lavaremos en los baños, dormiremos en camas con edredones…
—Es un mal camino —repitió—. Malo.
—Cierto, los he visto mejores. Deja de arrugar la nariz, Ciri. Vamos, a paso vivo.
Pasaron una curva poblada de matojos. Y resultó que Ciri tenía razón.
Les salieron al paso de pronto, velozmente y de todas direcciones. Individuos con yelmos en pico, lorigas y túnicas azul oscuro que portaban en el pecho el escudo ajedrezado en oro y sable de Verden. Los rodearon, pero ninguno de ellos se acercó ni tocó las armas.
—¿De dónde y adónde? —gritó un rechoncho personaje que vestía un desgastado traje verde, al tiempo que se ponía delante de Geralt apoyándose en unas combadas piernas muy separadas.
Tenía la tez oscura y arrugada como una ciruela seca. El arco y unas flechas con plumas blancas le sobresalían por la espalda, bien por encima de su cabeza.
—De los Desmontes —mintió Geralt, apretando significativamente la mano de la muchacha—. Volvemos a casa, a Brugge. ¿Y qué?
—Guardia Real —dijo el tez oscura con mayor cortesía, como si sólo en aquel momento hubiera percibido la espada de Geralt—. Nosotros…
—¡Tráelo aquí, Junghans! —gritó alguien que estaba más lejos, en el camino. Los soldados se apartaron.
—No mires, Ciri —dijo Geralt presto—. Vuélvete. No mires.
En el camino estaba tendido un árbol que bloqueaba el paso con la maraña de su copa. La parte del tronco rota y cortada blanqueaba la espesura junto al camino con montones de largas astillas. Delante del árbol había un carro con la carga cubierta por una lona. Unos pequeños y velludos caballos yacían en la tierra, enredados en la pértiga y los arreos, erizados de flechas, mostrando sus dientes amarillos. Uno todavía estaba vivo, roncaba pesadamente, coceaba. También había personas tendidas en charcos de sangre oscura que la arena había absorbido, colgando del borde del carro o crispados sobre las ruedas.
De entre los personajes armados que rodeaban el carro salieron a paso lento dos, luego se les añadieron tres más. Los restantes —había unos diez— se mantuvieron inmóviles, sujetando sus caballos.
—¿Qué ha pasado aquí? —preguntó el brujo, poniéndose de tal modo que cubría ante Ciri la escena de la masacre.
Un bisojo de corta loriga y altas botas le miró inquisitivamente, mientras se frotaba la barbilla, que crepitaba de vello crecido. En el antebrazo izquierdo llevaba una gastada y deslucida muñequera de cuero, como las que usaban los arqueros.
—Un ataque —dijo seco—. Las rariesposas del bosque a los mercaderes mataron. Nosotros aquí hacemos las pesquisas.
—¿Las rariesposas? ¿Atacaron a los mercaderes?
—Tú mismo lo ves —señaló con la mano el bizco—. Atravesaos de saetas como erizos. ¡En el Camino Real! Cada vez más insolentes se hacen, las brujas del bosque. Ya no sólo al bosque entrar no se puede, incluso por los caminos a su derredor no se puede.
—Y vosotros. —El brujo entrecerró los ojos—. ¿Quiénes sois?
—La tropa de Ervyll. De las decenas nastroganas. Con el barón Zywiecki servíamos. Pero el barón cayó en Brokilón.
Ciri abrió los labios, pero Geralt le apretó con fuerza la mano, ordenándole silencio.
—¡Sangre por sangre, os digo! —tronó el camarada del bisojo, un gigante con un jubón reforzado con chapas—. ¡Sangre por sangre! Esta vez no se puede dejar pasar por alto. Primero Zywiecki y la princesa de Cintra, que había sido raptada. Ahora los mercaderes. ¡Por los dioses, venganza, venganza, os digo! ¡Porque si no, ya veréis, mañana, pasado, empezarán a matar gente a las puertas de sus propios chozos!
—Brick dice bien —dijo el bisojo—. ¿No es cierto? A ti te pregunto, paisano, ¿de qué parte eres?
—De Brugge —mintió Geralt.
—Y la cría, ¿tu hija?
—Mi hija.
El brujo apretó de nuevo la mano de Ciri.
—De Brugge. —Brick frunció el ceño—. Te diré, paisano, que tu rey mismo a las monstruas envalentona. No se quiere aliar a nuestro Ervyll y a Virax de Kerack. Y si de las tres partes estas se asaltara Brokilón, arrancaríamos de una vez la mierda esta…
—¿Cómo sucedió esta matanza? —preguntó lentamente Geralt—. ¿Alguien lo sabe? ¿Sobrevivió alguno de los mercaderes?
—Testigos no hay —dijo el bisojo—. Pero sabemos lo que aconteció. Junghans, el guardabosques, lee en las huellas como en un libro. Díselo, Junghans.
—Y no —dijo el de la cara arrugada—. Y así fue esto: iban los mercaeres por el camino real. Acercáronse al ostáculo. Veis, señor, al medio del camino un pino tumbado, cortado recién. Entre los matojos harto huellas hay, ¿queréis verlas? Bien, y al punto que los mercaeres se bajaron para quitar el árbol, los dispararon en un pispas. Desde allá, desde la broza, donde aquel abedul torcido. Allá también huellas encontré. Y las flechas, velailas, trabajo todo de las rariesposas, las plumas pegadas con resina, las astas arrodeadas de hebras…
—Lo veo —le cortó el brujo, mirando los cadáveres—. Algunos, me da la impresión, sobrevivieron a las flechas, pero les cortaron el cuello. Con cuchillos.
De la soldadesca que estaba a su espalda se separó otro más: delgado y más bien bajo, con un caftán de piel de alce. Tenía los cabellos negros y muy cortos, las mejillas azules del muy afeitado y oscuro vello. Al brujo le bastó una sola mirada a las pequeñas y estrechas manos que llevaba embutidas en unos guantes negros sin dedos, a los pálidos ojos de pez, a las empuñaduras de los estiletes que sobresalían del cinturón y de la caña de la bota izquierda. Geralt había visto demasiados asesinos como para no reconocer inmediatamente a uno.
—Rápido eres de ojos —dijo el moreno, muy despacio—. Cierto, mucho ves.
—Y bien está —habló el bizco—. Lo que vio, que se lo cuente a su rey. Venzlav jura y perjura siempre que a las rariesposas no se ha de matar, porque son buenas y dulces. A lo seguro acude a ellas en los mayos y se las jode. En lo tocante a esto último y puede que hasta razón tenga. Ya nosotros mismos lo probaremos, si a alguna agarramos viva.
—Y hasta medio viva —se carcajeó Brick—. Va, ¿dónde coño está el druida? Pronto serán las doce, y de él ni huella. Ya toca irse.
—¿Qué pensáis hacer? —preguntó Geralt sin soltar la mano de Ciri.
—¿Y a ti qué te importa? —farfulló el moreno.
—Va, por qué ahora tan áspero, Levecque —sonrió feamente el bisojo—. Nosotros, gente honrada sernos, secretos no tenemos. Ervyll nos manda acá a un druida, un gran mago, que hasta con los árboles se las apaña para hablar. El tal fulano nos llevará al bosque, a vengar a Zywiecki, a intentar rescatar a la princesa. Esto no es cualquier cosa, paisano, sino una expedición puti… puni…
—Punitiva —terminó el moreno, Levecque.
—Así es. De la boca me lo has quitado. Así, entonces, sigue tu camino, paisano, porque acá puede en corto plazo ponerse peligroso.
—Sííí —dijo alargando las sílabas Levecque, mientras miraba a Ciri—. Peligroso, en especial con una mozuela. Las rariesposas andan a rebusco de mozuelas. ¿Qué, pequeña? ¿Mamá espera en casa?
Ciri, temblando, afirmó con la cabeza.
—Sería fatal —prosiguió el moreno, sin apartar de ella los ojos— si no llegaras. Seguramente andaría adonde el rey Venzlav y diría: te apiadaste de las dríadas, rey, y mira, mi hija y mi marido tienes sobre tu conciencia. ¿Quién sabe, puede que entonces Venzlav volviera a pensar en la alianza con Ervyll?
—Dejailo, don Levecque —aulló Junghans, y su arrugado rostro se arrugó aún más—. Que se vayan.
—Adiós, pequeña.
Levecque alzó la mano, acarició la cabeza a Ciri. Ciri se asustó y retrocedió.
—¿Qué es esto? ¿Te asustas?
—Tienes sangre en la mano —dijo en voz queda el brujo.
—Aj. —Levecque levantó el brazo—. Cierto. Es su sangre. De los mercaderes. Comprobé si alguno se había salvado. Pero, por desgracia, las rariesposas disparan con precisión.
—¿Las rariesposas? —Ciri tomó la palabra con voz temblorosa, sin reaccionar a la presión de la mano del brujo—. Oh, noble caballero, os equivocáis. ¡Esto no lo pudieron hacer las dríadas!
—¿Qué es lo que relatas, pequeña?
Los descoloridos ojos del moreno se estrecharon. Entonces, Geralt echó un vistazo a la derecha, a la izquierda, midió la distancia.
—No fueron las dríadas, señor caballero —repitió Ciri—. ¡Si está claro!
—¿Eh?
—Si ese árbol… ¡Ese árbol ha sido cortado! ¡Con un hacha! Y las dríadas nunca talarían un árbol, ¿verdad?
—Verdad —dijo Levecque y miró al bisojo—. Oh, qué lista eres, muchacha. Demasiado lista.
El brujo ya había visto antes su estrecha mano embutida en el guante, arrastrándose como una araña negra hacia la empuñadura del estilete. Aunque Levecque no apartó los ojos de Ciri, Geralt sabía que el golpe vendría dirigido a él. Esperó hasta el momento en el que Levecque tocó el arma y el bisojo retuvo el aliento.
Tres movimientos. Sólo tres. Los antebrazos reforzados con tachuelas de plata le golpearon al moreno a un lado de la cabeza. Antes de que cayera, el brujo ya estaba entre Junghans y el bisojo, y la espada, saliendo con un silbido de su vaina, aulló en el aire, mientras destrozaba la sien de Brick, el gigante del caftán reforzado con chapas.
—¡Huye, Ciri!
El bisojo, alcanzando la espada, dio un salto, pero no llegó a tiempo. El brujo le acertó un tajo a través del pecho, al sesgo, de arriba abajo, e inmediatamente, aprovechando la energía del golpe, de abajo arriba, arrodillado, le marcó al mercenario una equis sangrienta.
—¡Muchachos! —aulló Junghans al resto, petrificados de la sorpresa—. ¡A mí!
Ciri se topó con un haya torcida y trepó como una ardilla hasta la copa, desapareciendo entre las hojas. El guardabosques envió detrás de ella una flecha, pero falló. Los otros corrieron, dispersándose, en semicírculo, sacando los arcos y las flechas de las aljabas. Geralt, aún de rodillas, colocó los dedos y lanzó la Señal de Aard, no a los arqueros, pues estaban demasiado lejos, sino al camino de arena delante de él, a fin de cegarlos con una nube de polvo.
Junghans, dando un salto, sacó de su aljaba una segunda flecha.
—¡No! —gritó Levecque, levantándose de la tierra con la espada en la mano derecha y el estilete en la izquierda—. ¡Déjalo, Junghans!
El brujo giró con fluidez, se volvió hacia él.
—Es mío —dijo Levecque, al tiempo que agitaba la cabeza, se limpiaba con el antebrazo las mejillas y la boca—. ¡Sólo mío!
Geralt, inclinado, se movió en semicírculo, pero Levecque no giró, atacó de inmediato, alcanzándole en dos saltos.
Es bueno, pensó el brujo, envolviendo con esfuerzo la hoja del asesino en un corto molinete y escapando con una media vuelta al golpe del puñal. Conscientemente evitó responder, saltó hacia atrás, contaba con que Levecque intentaría alcanzarlo con un tajo largo y dirigido hacia delante, que perdería el equilibrio. Pero el asesino no era un novato. Se inclinó y también se movió en semicírculo, con un paso blando y felino. Inesperadamente saltó, hizo un molinete con la espada, un giro, y acortó la distancia. El brujo no salió a su encuentro, se limitó a una finta rápida, muy alta, que obligó al asesino a retroceder. Levecque se inclinó de nuevo, plegándose una cuarta, escondió la mano con el estilete detrás de la espalda. El brujo tampoco atacó esta vez, no redujo la distancia, de nuevo anduvo hacia un lado, rodeándole.
—Ajá —rezongó Levecque, incorporándose—. ¿Alargamos la diversión? ¿Por qué no? ¡Nunca está de más un buen entretenimiento!
Saltó, giró, golpeó, una, dos, tres veces, en rápido ritmo, con altos tajos de espada y al mismo tiempo, con la izquierda, dando un golpe plano y derecho con el estilete. El brujo no retardó el ritmo, paró, retrocedió y otra vez se movió hacia un lado, obligó al asesino a girarse. Levecque retrocedió de pronto, se dio media vuelta en dirección contraria.
—Toda diversión —murmuró a través de los dientes apretados— tiene su fin. ¿Qué dices a un golpe, listeras? Un golpe y luego, con una flecha, echaremos abajo del árbol a esa putilla tuya. ¿Qué dices a eso?
Geralt vio que Levecque observaba su sombra, que esperaba a que la sombra alcanzase al contrincante para señalar que éste tiene el sol en los ojos. Dejó de moverse, para facilitar al asesino su tarea.
Y encogió las pupilas en forma de dos rendijas perpendiculares, dos líneas estrechísimas.
Para mantener el engaño, frunció ligeramente el ceño, haciendo como que estaba cegado.
Levecque saltó, giró, mantuvo el equilibrio sacando la mano del estilete a un lado, golpeó con una casi imposible torsión de la muñeca, desde abajo, apuntó al mismo tiempo. Geralt dio un paso hacia delante, se volvió, rechazó el golpe, torciendo el brazo y la muñeca también de inaudita forma, empujó al asesino con el ímpetu de la parada y le atravesó con la punta de la espada por la mejilla izquierda. Levecque se tambaleó, echándose las manos a la cara. El brujo se retorció en una media vuelta, desplazó el peso del cuerpo hacia el pie izquierdo y con un corto golpe le rajó la arteria carótida. Levecque se hizo un ovillo, la sangre brotaba de su cuello, cayó de rodillas, se encorvó, hundió el rostro en la arena.
Geralt se dio la vuelta lentamente en dirección a Junghans. Éste, deformando su arrugada cara en una mueca de rabia, le apuntó con el arco. El brujo se inclinó, mientras aferraba la espada con las dos manos. Los otros mercenarios elevaron también sus arcos, en un sordo silencio.
—¿A qué esperáis? —gritó el guardabosques—. ¡Disparad! ¡Disparadle a…!
Dio un traspié, vaciló, se arrastró hacia delante y cayó de morros; de su nuca sobresalía una flecha. La flecha tenía en el asta una pluma rayada de la cola de un faisán teñida de amarillo con cocimientos de corteza.
Las flechas volaban con un susurro y un silbido en largas y planas parábolas desde la negra pared del bosque. Volaban aparentemente lentas y tranquilas, agitando las plumas, y pareciera que sólo adquirían ímpetu y fuerza en el momento en que se clavaban en su objetivo. Y se clavaban sin errores, derribando a la patulea nastrogana, tumbándolos sobre el camino de arena, inertes y truncados como girasoles golpeados por un palo.
Aquellos que sobrevivieron echaron a correr hacia los caballos, tropezándose unos con otros. Las flechas no dejaron de silbar, los alcanzaron en su carrera, los golpearon en las sillas. Sólo tres pudieron poner a galope a los caballos y huir, gritando, haciendo sangrar con sus espuelas los lados de los animales. Pero tampoco éstos llegaron lejos.
El bosque se cerró, bloqueó el camino. De pronto ya no hubo un camino real bañado por el sol. Hubo un muro de negros troncos, cerrado e impenetrable.
Los mercenarios detuvieron los caballos, asustados y sorprendidos, intentaron volverse, pero las flechas volaban incansablemente. Y los alcanzaron, los echaron abajo de las sillas entre las coces y los relinchos de los caballos, entre los gritos.
Luego se hizo el silencio.
La pared de bosque que cerraba la senda tembló, se deformó, brilló con los colores del arco iris y desapareció. De nuevo pudo verse el camino, y en el camino había un caballo rucio, y sobre el caballo rucio había un jinete, de complexión fuerte, de barba amarillenta, vestido con una almilla de piel de foca y un echarpe de lana a cuadros puesto al bies.
El caballo rucio, volviendo la testa y mordiendo el bocado, dio unos pasos hacia el frente, alzó bien altas las pezuñas anteriores, relinchando y bufando a los cadáveres, a causa del olor de la sangre. El jinete, erguido en su silla, alzó la mano y un repentino golpe de viento sopló sobre las ramas de los árboles.
De entre los matorrales en los lejanos bordes del bosque fueron surgiendo pequeñas siluetas en ceñidas vestimentas que combinaban verde y bronce, de rostros con rayas de camuflaje pintadas a base de cáscaras de nuez.
—¡Ceádmil, Wedd Brokiloéne! —gritó el jinete—. ¡Fáill, Aná Woedwedd!
—Fáill —una voz desde el bosque como un soplo de viento.
Las siluetas verdibronce comenzaron a desaparecer, una detrás de la otra, perdiéndose entre el sotobosque. Sólo quedó una que tenía revueltos cabellos de color miel. Dio algunos pasos, se acercó.
—¡Va fáill, Gwynbleidd! —gritó, acercándose aún más.
—Adiós, Mona —dijo el brujo—. No te olvidaré.
—Olvídame —repuso, áspera, mientras se colocaba la aljaba a la espalda—. No existe Mona. Mona fue un sueño. Soy Braenn. Braenn de Brokilón.
Le saludó con la mano otra vez. Y desapareció.
El brujo se volvió.
—Myszowor —dijo, mirando al jinete del caballo rucio.
—Geralt. —El jinete le saludó con una inclinación de cabeza, al tiempo que le medía con una fría mirada—. Interesante encuentro. Pero comencemos por cosas más importantes. ¿Dónde está Ciri?
—¡Aquí! —gritó la muchacha, completamente escondida entre la hojarasca—. ¿Puedo salir ya?
—Puedes —dijo el brujo.
—¡Pero no sé cómo!
—De la misma forma que lo hiciste antes, sólo que al revés.
—¡Me da miedo! ¡Estoy en la misma punta!
—¡Baja, te digo! ¡Tenemos algo que hablar, señorita!
—¿De qué?
—¡De por qué diablos tuviste que trepar ahí arriba en lugar de huir al bosque! Hubiera corrido detrás de ti, no hubiera tenido que… Ah, rayos. ¡Baja!
—¡Hice como el gato en el cuento! ¡Haga lo que haga, todo está mal! ¿Por qué?, me gustaría saberlo.
—Yo también —dijo el druida, bajando del caballo— querría saberlo. Y tu abuela, la reina Calanthe, también querría saberlo. Venga, bajad, infanta.
Hojas y ramas secas cayeron del árbol. Luego se escuchó el fuerte chasquido de una tela rota y al final apareció Ciri, deslizándose a horcajadas por el tronco. En lugar de la capucha de la capa tenía un pintoresco colgajo.
—¡Tío Myszowor!
—En persona.
El druida abrazó a la muchacha, la apretó.
—¿Te envió la abuela? ¿Tío? ¿Está muy preocupada?
—No mucho —sonrió Myszowor—. Tiene demasiado que hacer preparando las varas para azotarte. El camino a Cintra, Ciri, nos llevará algún tiempo. Dedícalo a pensar alguna explicación para tus actos. Debiera ser, si quieres hacer caso de mis consejos, una explicación muy corta y concreta. Tal, que pueda ser dicha muy, muy deprisa. Pero me parece que al final tendrás que gritar de todos modos, princesa. Muy, muy fuerte.
Ciri deformó dolorosamente el rostro, arrugó la nariz, bufó por lo bajo, y las manos se le fueron inconscientemente en dirección al lugar amenazado.
—Vayámonos de aquí —dijo Geralt, mirando alrededor—. Vayámonos de aquí, Myszowor.