VI

El árbol de Eithné era, por supuesto, un roble; de hecho, tres robles que crecían juntos, verdes, sin traicionar una señal de decaimiento, aunque Geralt les daba por lo menos trescientos años. Los robles estaban vacíos en su interior y los huecos tenían las proporciones de una amplia habitación de techado alto y de forma cónica. El interior estaba iluminado por un candil que no producía humo y se encontraba preparado como un habitáculo cómodo, modesto pero en ningún caso primitivo.

Eithné estaba hincada de hinojos en el centro, en algo parecido a una estera de estambre. Ante ella estaba Ciri, erguida e inmóvil, como petrificada, sentada sobre sus piernas dobladas. Estaba limpia y curada de su catarro, tenía muy abiertos sus grandes ojos esmeraldas. El brujo advirtió que su carita, ahora, cuando habían desaparecido la suciedad y la mueca de diablillo malvado, era bastante hermosa.

Eithné peinaba los largos cabellos de la muchacha, despacio y cuidadosamente.

—Entra, Gwynbleidd. Siéntate.

Se sentó, arrodillándose primero ceremonialmente.

—¿Has descansado? —preguntó la dríada sin mirarle y sin dejar de peinar a la niña—. ¿Cuándo puedes ponerte en camino para volver? ¿Qué me dices de mañana temprano?

—En cuanto lo ordenes —dijo impasible—, Señora de Brokilón. Una sola palabra tuya bastará para que deje de molestarte mi presencia en Duén Canell.

—Geralt. —Eithné volvió la cabeza con lentitud—. No me entiendas mal. Te conozco y te aprecio. Sé que nunca hiciste daño a ninguna dríada, rusalka, sílfíde o ninfa, al contrario, hubo veces en que saliste en su defensa, salvaste vidas. Pero esto no cambia nada. Demasiadas cosas nos separan. Pertenecemos a mundos distintos. No quiero ni puedo hacer excepciones. Para nadie. No voy a preguntar si lo entiendes, porque sé que es así. Pregunto si lo aceptas.

—¿Y qué cambia eso?

—Nada. Pero quiero saberlo.

—Lo acepto —confirmó—. Pero ¿qué hay de ella? ¿De Ciri? Ella también pertenece a otro mundo.

Ciri le miró asustada, luego volvió los ojos hacia arriba, hacia la dríada. Eithné sonrió.

—No por mucho tiempo —dijo.

—Eithné, por favor. Recapacita.

—¿Sobre qué?

—Dámela. Que se venga conmigo. Al mundo al que pertenece.

—No, Lobo Blanco. —La dríada pasó de nuevo el peine por los cenicientos cabellos de la muchacha—. No te la devolveré. Justamente tú debieras comprenderlo.

—¿Yo?

—Tú. Incluso hasta Brokilón llegan las noticias del mundo. Noticias sobre cierto brujo que por los servicios prestados arranca de vez en cuando extraños juramentos. «Dame lo que no esperas encontrar en tu casa.» «Dame aquello que ya tienes y aún no lo sabes.» ¿Te suena? Por ello intentáis desde hace algún tiempo controlar al destino, buscáis muchachos marcados por la fortuna para ser vuestros sucesores, queréis defenderos de la extinción y del olvido. De la nada. ¿Por qué entonces te extrañas de mí? Yo me preocupo por la suerte de las dríadas. Pienso que es justo, ¿no? Por cada dríada muerta por los humanos, una muchacha humana.

—Reteniéndola, despiertas la enemistad y el ansia de venganza, Eithné. Despiertas un odio ardiente.

—El odio de los humanos no es nada nuevo para mí. No, Geralt. No te la devolveré. Y además está sana. Esto no es ahora muy frecuente.

—¿No es frecuente?

La dríada clavó en él sus grandes ojos de plata.

—Me envían muchachas enfermas. Difteria, escarlatina, tifus, últimamente hasta la viruela. Piensan que no somos inmunes, que la epidemia nos destruirá o al menos nos diezmará. Desilusiónalos, Geralt. Tenemos algo más que inmunidad. Brokilón cuida de sus hijos.

Calló, se inclinó, peinó con cuidado un enredado mechón de pelo de Ciri, ayudándose con la otra mano.

—¿Puedo —carraspeó el brujo— pasar al mensaje con el que me envió aquí el rey Venzlav?

—¿Y no es una pérdida de tiempo? —Eithné alzó la cabeza—. ¿Por qué tendrías que hacer el esfuerzo? Yo ya sé perfectamente lo que quiere el rey Venzlav. Para ello por lo menos no hace falta tener el don de la profecía. Quiere que le dé Brokilón, seguramente hasta el río Vda, que por lo que sé considera o le gustaría considerar como la frontera natural entre Brugge y Verden. A cambio, imagino, me ofrece un enclave, un pequeño y salvaje rincón del bosque. Y seguramente garantiza con la palabra real y la protección real que ese pequeño y salvaje rincón, ese retal de despoblado, me pertenecerá por los siglos de los siglos y que nadie se atreverá a molestar allí a las dríadas. Que allí las dríadas podrán vivir en paz. ¿Qué, Geralt? Venzlav quiere terminar una guerra por Brokilón que dura ya dos siglos. ¿Y para terminarla habrán de dar las dríadas aquello por cuya defensa han venido muriendo durante doscientos años? ¿Simplemente… cederlo? ¿Ceder Brokilón?

Geralt guardó silencio. No tenía nada que añadir. La dríada sonrió.

—¿Así era la proposición del rey, Gwynbleidd? O puede que fuera más sincera, diciendo: «No tengas la cabeza tan alta, fantasma del bosque, bestia del despoblado, reliquia del pasado, y escucha lo que queremos nos, rey Venzlav. Nos queremos el cedro, el roble y la hicoria, queremos la caoba y el abedul dorado, el tejo para los arcos y el pino para los mástiles, porque tenemos Brokilón aquí al lado y sin embargo nos vemos obligados a traer madera de más allá de las sierras. Queremos el hierro y el cobre que se encuentran bajo tierra. Queremos el oro que yace en Craag An. Queremos talar y serrar, y cavar en la tierra sin tener que escuchar el silbido de la flecha. Y lo que es más importante: queremos por fin ser un rey al que todo en el reino esté subordinado. No deseamos en nuestro reino ningún Brokilón, un bosque al que no podemos entrar. Tal bosque nos molesta, nos enerva y no nos deja dormir bien, porque nosotros somos humanos, nosotros gobernamos el mundo. Podemos, si queremos, tolerar en el mundo unos cuantos elfos, dríadas o rusalkas. Si no son demasiado descarados. Sométete a nuestra voluntad, Hechicera de Brokilón. O muere».

—Eithné, tú misma reconociste que Venzlav no es tonto ni fanático. Con toda seguridad sabes que es un rey justo y amante de la paz. A él le duele y le mortifica la sangre derramada aquí…

—Si se mantiene lejos de Brokilón no fluirá ni una gota de sangre.

—Bien sabes… —Geralt alzó la cabeza—. Bien sabes que no es así. Mataron gente en los Desmontes, en la Octava Milla, en los montes de los Búhos. Mataron gente en Brugge, en la orilla derecha del río Cintas. Fuera de Brokilón.

—Los lugares que mencionaste —repuso serena la dríada— son parte de Brokilón. Yo no reconozco los mapas humanos ni las fronteras.

—¡Pero allí se taló el bosque hace cien años!

—¿Qué significan cien años para Brokilón? ¿Y cien inviernos?

Geralt se calló.

La dríada dejó de lado el peine, acarició los cenicientos cabellos de Ciri.

—Acepta la proposición de Venzlav, Eithné.

La dríada le miró con frialdad.

—¿Qué nos da eso? ¿A nosotras, hijas de Brokilón?

—La posibilidad de perdurar. No, Eithné, no me interrumpas. Sé lo que quieres decir. Entiendo que estés orgullosa de la independencia de Brokilón. El mundo, sin embargo, está cambiando. Algo se termina. Tanto si lo quieres como si no, el dominio del ser humano sobre el mundo es un hecho. Perdurarán aquellos que se asimilen a los seres humanos. Los otros morirán. Eithné, hay bosques en los que las dríadas, las rusalkas y los elfos viven en paz, adaptándose a los humanos. Estamos muy cercanos. ¡Pero si los humanos pueden ser padres de vuestros hijos! ¿Qué te da la guerra que llevas a cabo? Los padres potenciales de vuestros hijos caen bajo vuestras flechas. ¿Y cuál es la consecuencia? ¿Cuántas de las dríadas de Brokilón son de sangre pura? ¿Cuántas de ellas no son muchachas humanas raptadas y reconvertidas? Incluso has de usar de Zywiecki, porque no tienes elección. Pocas dríadas pequeñas veo por aquí. Sólo la veo a ella, una muchacha humana, asustada y embotada por los narcóticos, paralizada del miedo…

—¡Yo no tengo miedo! —gritó de pronto Ciri, adoptando por un momento su habitual gesto de pequeño diablo—. ¡Ni estoy empotada! ¡Qué te has creído! ¡A mí no me puede pasar nada aquí! ¡No tengo miedo! ¡Mi abuela dice que las dríadas no son malas y mi abuela es la más lista del mundo! Mi abuela… Mi abuela dice que debiera haber más bosques como éste…

Se calló, bajó la cabeza. Eithné sonrió.

—Un Niño de la Vieja Sangre —dijo—. Sí, Geralt. Todavía siguen naciendo en el mundo Niños de la Vieja Sangre, sobre los que hablan las profecías. Y tú dices que algo se acaba… Te preocupa el que no perduremos…

—La mocosa tenía que casarse con Kistrin de Verden —le interrumpió Geralt—. Una pena que no lo haga. Kistrin asumirá algún día el reino después de Ervyll y bajo la influencia de una esposa que piensa así, ¿no dejaría quizá los ataques contra Brokilón?

—¡No quiero a Kistrin! —gritó muy agudo la muchacha, y algo relampagueó en sus ojos verdes—. ¡Que Kistrin se busque su hermoso y tonto material! ¡Yo no soy un material! ¡Ni seré princesa!

—Silencio, Niño de la Vieja Sangre. —La dríada abrazó a la muchacha—. No grites. Por supuesto que no serás princesa…

—Por supuesto —añadió, ácido, el brujo—. Tú y yo, Eithné sabemos bien lo que será. Veo que ya está todo decidido. Una pena. ¿Qué respuesta debo llevarle al rey Venzlav, Señora de Brokilón?

—Ninguna.

—¿Cómo que ninguna?

—Ninguna. Él lo entenderá. Hace ya mucho, mucho tiempo, cuando aún Venzlav no estaba en el mundo, a Brokilón acudían los heraldos, tronaban los cuernos y las trompas, relucían las armas, se agitaban los pabellones y los estandartes. «¡Sométete, Brokilón!», gritaban. «¡El rey Cabridente, de Calvas de Arriba y Prado Mojado, ordena que te sometas, Brokilón!» Y la respuesta de Brokilón fue siempre la misma. Cuando vayas a abandonar mi bosque, Gwynbleidd, vuélvete y escucha. En el murmullo de las hojas oirás la respuesta de Brokilón. Llévasela a Venzlav y añade que no habrá jamás otra, mientras queden robles en Duén Canell. Mientras crezca aunque sea un solo árbol y viva siquiera una dríada.

Geralt se mantuvo en silencio.

—Dices que algo se termina —continuó con lentitud Eithné—. No es cierto. Son cosas que no se terminan nunca. ¿Me hablas a mí de perdurar? Yo lucho por la perduración. Porque Brokilón resiste gracias a mi lucha, porque los árboles viven más que los humanos, sólo hay que protegerlos de vuestras hachas. Me hablas de reyes y princesas. ¿Quiénes son? Los que conozco son blancos esqueletos que yacen en las necrópolis de Craag An, allí, en lo profundo del bosque. En las tumbas de mármol, en ataúdes de metal dorado y piedras relucientes. Y Brokilón perdura, los árboles murmuran sobre las ruinas de los palacios, las raíces perforan el mármol. ¿Acaso tu Venzlav recuerda quiénes fueron esos reyes? ¿Acaso tú lo recuerdas, Gwynbleidd? Y si no, ¿cómo puedes afirmar que algo se acaba? ¿Cómo sabes a quién le está predestinada la aniquilación y a quién la eternidad? ¿Qué te da derecho a hablar del destino? ¿Sabes siquiera lo que es el destino?

—No —admitió—. No sé. Pero…

—Si no sabes —le interrumpió— no hay sitio ya para ningún «pero». No sabes. Simplemente no sabes.

Calló, se pasó la mano por la cabeza, volvió el rostro.

—Cuando estuviste aquí por vez primera —siguió— tampoco lo sabías. A Morénn… Mi hija… Geralt, Morénn ha muerto. Murió junto al río Cintas, defendiendo Brokilón. No la reconocí cuando me la trajeron. Tenía el rostro triturado por los cascos de vuestros caballos. ¿Predestinación? Y hoy tú, brujo, que no podías dar un hijo a Morénn, me la traes a ella, un Niño de la Vieja Sangre. Una muchacha que sabe lo que es el destino. No, no es un conocimiento que pudiera serte adecuado, que pudieras aceptar. Ella simplemente cree. Repite, Ciri, repite lo que me contaste antes de que entrara aquí este brujo, Geralt de Rivia, el Lobo Blanco. El brujo que no sabe. Repite, Niño de la Vieja Sangre.

—Podero… Noble señora —dijo Ciri con la voz quebrada—. No me retengáis aquí. Yo no puedo… Yo quiero… volver a casa. Quiero volver a casa con Geralt. Yo tengo… con él.

—¿Por qué con él?

—Porque él… Él es mi destino.

Eithné se volvió. Estaba muy pálida.

—¿Y qué dices a esto, Geralt?

No respondió. Eithné dio una palmada. Al interior del roble, apareciendo como espíritus desde la noche que reinaba en el exterior, entró Braenn, llevando con ambas manos una gran copa de plata. El medallón en el cuello del brujo comenzó a vibrar rítmicamente.

—¿Y qué dices a esto? —repitió la dríada de cabellos plateados levantándose—. ¡No quiere quedarse en Brokilón! ¡No quiere convertirse en una dríada! ¡No quiere sustituir a mi Morénn, quiere irse, irse tras de su destino! ¿Es así, Niño de la Vieja Sangre? ¿Es justo eso lo que quieres?

Ciri afirmó con la cabeza baja. Sus hombros temblaban. El brujo estaba ya harto.

—¿Por qué torturas a esta niña, Eithné? En unos instantes le darás el Agua de Brokilón y lo que ella desee dejará de tener sentido alguno. ¿Por qué lo haces? ¿Por qué lo haces en mi presencia?

—Quiero mostrarte lo que es el destino. Quiero probarte que nada se termina. Que todo está comenzando justo ahora.

—No, Eithné —dijo él, al tiempo que se levantaba—. Siento perturbar tu demostración pero no tengo intenciones de contemplar esto. Has ido demasiado lejos, Señora de Brokilón, en tu intento de mostrar la frontera que nos separa. A vosotros, el Antiguo Pueblo, os gusta repetir que el odio os es ajeno, que es un sentimiento que sólo los humanos conocen. Pero no es cierto. Sabéis lo que es el odio y sois capaces de odiar, sólo que lo mostráis de una forma algo distinta, más inteligente y menos violenta. Pero puede que por eso aún más despiadada. Acepto tu odio, Eithné, en nombre de todos los humanos. Nos lo merecemos. Siento lo de Morénn.

La dríada no respondió.

—Así que ésta es la respuesta de Brokilón que tengo que transmitir a Venzlav de Brugge, ¿verdad? ¿Una advertencia y un reto? ¿La prueba fehaciente del odio y el Poder que habita entre estos árboles, un odio y un Poder por cuya voluntad dentro de unos instantes un niño humano va a beber un veneno que le destruirá la memoria, y tomándolo de la mano de otro niño humano cuya memoria y conciencia ya han sido destruidas? ¿Y esta respuesta ha de llevársela a Venzlav un brujo que conoce y ha aprendido a querer a ambos niños? ¿Un brujo culpable de la muerte de tu hija? Bien, Eithné, que sea según tu voluntad. Venzlav escuchará tu respuesta, escuchará mi voz, verá mis ojos y leerá todo en ellos. Pero no estoy obligado a contemplar lo que va a suceder aquí. Ni tampoco quiero.

Eithné continuó en silencio.

—Adiós, Ciri. —Geralt se arrodilló, abrazó a la muchacha. Los brazos de Ciri temblaban violentamente—. No llores. Ya sabes que aquí no te puede pasar nada malo.

Ciri respiró con fuerza. El brujo se levantó.

—Adiós, Braenn —dijo a la joven dríada—. Salud, y cuídate. Vive, Braenn, vive tan largo como tu árbol. Como Brokilón. Y otra cosa…

—¿Sí, Gwynbleidd? —Braenn levantó la cabeza y en sus ojos brilló un algo húmedo.

—Fácil es matar con un arco, muchacha. Y también fácil es soltar la cuerda y pensar que no soy yo, no soy yo, que es la flecha. En mis manos no hay sangre de ese muchacho. La flecha lo mató, no yo. Pero la flecha no sueña nada por la noche. Que tú tampoco sueñes nada por la noche, dríada de ojos azules. Adiós, Braenn.

—Mona… —dijo Braenn casi ininteligiblemente. La copa que sujetaba con las manos tembló, el líquido que la llenaba hasta los bordes onduló.

—¿Qué?

—¡Mona! —jadeó—. ¡Me llamo Mona! ¡Doña Eithné! Yo…

—¡Basta! —dijo Eithné con dureza—. Basta. Contrólate, Braenn.

Geralt sonrió secamente.

—Aquí tienes tu predestinación, Señora del Bosque. Respeto tu resistencia y tu lucha. Pero sé que dentro de poco lucharás sola. La última dríada de Brokilón enviando a la muerte a la última muchacha, quien, sin embargo, aún recordará su verdadero nombre. Pese a todo, te deseo suerte, Eithné. Adiós.

—Geralt… —susurró Ciri, aún sentada e inmóvil, con la cabeza baja—. No me dejes… sola…

—Lobo Blanco —dijo Eithné, abrazando la torcida espalda de la muchacha—. ¿Habías de esperar hasta que ella te lo pidiera? ¿Que te pidiera que no la dejaras? ¿Que te quedaras con ella hasta el final? ¿Por qué quieres dejarla en este momento? ¿Dejarla sola? ¿Adónde quieres huir, Gwynbleidd? ¿Y de quién?

Ciri bajó aún más la cabeza. Pero no se echó a llorar.

—Hasta el final. —El brujo movió la cabeza—. Bien, Ciri. No estarás sola. Estaré junto a ti. No temas nada.

Eithné tomó la copa de las temblorosas manos de Braenn, la alzó.

—¿Sabes leer las Antiguas Runas, Lobo Blanco?

—Sé.

—Lee lo que está escrito en la copa. Es una copa de Craag An. Bebieron de ella los reyes a los que nadie ya recuerda.

—Duettaeánn aef cirrán Cáerme Gláeddyv. Yn á esseath.

—¿Sabes lo que significa?

—La espada del destino tiene dos filos… Uno eres tú.

—Levántate, Niño de la Antigua Sangre. —En la voz de la dríada resonó una orden acerada a la que no era posible oponerse, una voluntad a la que sólo era dado someterse—. Bebe. Esto es el Agua de Brokilón.

Geralt se mordió los labios mientras miraba fijamente los ojos plateados de Eithné. No miró a Ciri, quien acercaba lentamente los labios a los bordes de la copa. Lo había visto ya antes, mucho antes. Convulsiones, temblores, gritos increíbles, aterradores, que se apagaban poco a poco. Y el vacío, la torpeza y la apatía de los ojos que se abrían poco a poco. Lo había visto antes.

Ciri bebió. Por el rostro impasible de Braenn se deslizaron lentas lágrimas.

—Basta.

Eithné le quitó la copa, la dejó sobre el suelo, acarició los cabellos de la muchacha con las dos manos, unos cabellos que caían sobre los hombros en ondas cenicientas.

—Niño de la Antigua Sangre —dijo—. Elige. ¿Quieres quedarte en Brokilón o partir en persecución de tu destino?

El brujo agitó la cabeza con incredulidad. Ciri respiraba un poco más deprisa, adquirió color en los pómulos. Y nada más. Nada.

—Quiero ir en persecución de mi destino —dijo con sonoridad, mirando a los ojos de la dríada.

—Que así sea —habló Eithné, con voz fría y concisa.

Braenn suspiró ruidosamente.

—Quiero quedarme sola —dijo Eithné, volviéndoles la espalda—. Idos, por favor.

Braenn agarró a Ciri, tocó el brazo de Geralt, pero el brujo retiró su mano.

—Te lo agradezco, Eithné —dijo él.

La dríada se volvió despacio.

—¿Qué es lo que me agradeces?

—El destino —sonrió—. Tu decisión. Porque eso no era el Agua de Brokilón, ¿no es cierto? El destino de Ciri era volver a casa. Y tú, Eithné, desempeñaste el papel del destino. Y por ello te lo agradezco.

—Qué poco sabes sobre el destino —dijo la dríada con amargura—. Qué poco sabes, brujo. Qué poco sabes. Qué poco entiendes. ¿Me agradeces? ¿Me agradeces el papel que desempeñé? ¿Una actuación de feria de pueblo? ¿El artificio, el engaño, la mistificación? ¿El que la espada del destino fuera, según tú, de madera dorada? Continúa pues, no me agradezcas, desenmascárame. Quédate en tus trece. Demuestra que la razón está de tu parte. Arrójame a la cara tu verdad, muestra cómo triunfa la lúcida verdad humana, el sano juicio, gracias al cual, en vuestra opinión, os apoderáis del mundo. Ésta es el Agua de Brokilon, aún queda un poco. ¿Te atreves, conquistador del mundo?

Geralt, aunque irritado por sus palabras, dudó, pero sólo un instante. El Agua de Brokilon, incluso la auténtica, no ejercía influencia sobre él. A las toxinas y a los taninos alucinógenos contenidos en ella era completamente inmune. Pero en cualquier caso esto no podía ser Agua de Brokilon. Ciri la había bebido y no le había pasado nada. Agarró la copa con las dos manos, miró a los ojos plateados de la dríada.

La tierra huyó de debajo de sus pies, momentáneamente, y le golpeó en la espalda. El enorme roble giró y se retorció. Agitando con esfuerzo a su alrededor sus temblorosas manos, abrió los ojos, y fue como si hubiera apartado a un lado la losa de mármol de una tumba. Vio sobre él la pequeña carita de Braenn y detrás los ojos relampagueantes como mercurio de Eithné. Y aún unos ojos más, verdes como esmeraldas. No, más claros. Como la hierba de la primavera. El medallón de su cuello temblaba, vibraba.

—Gwynbleidd —escuchó—. Mira atentamente. No, de nada servirá que cierres los ojos. Mira, mira tu destino.

—¿Recuerdas?

De pronto, una columna de humo rasgada por una explosión de claridad; grandes, pesadas velas de candelabros cubiertos de festones de cera. Paredes de piedra, una abrupta escalera. Una muchacha que baja la escalera, de ojos verdes y cabellos cenicientos que lleva una pequeña diadema con una gema misteriosamente labrada, vestida con un vestido azul plata que tiene una cola que sujetaba un paje de jubón escarlata.

—¿Recuerdas?

Su propia voz diciendo… Diciendo…

Volveré aquí dentro de seis años…

Una enramada, calor, perfume de flores, el pesado y monótono zumbido de las abejas. Él solo, de rodillas, tendiendo una rosa a una mujer de cabellos cenicientos, derramados en rizos por debajo de un estrecho aro de oro. En las palmas de la mano de la mujer que tomaba la rosa de sus manos, anillos con esmeraldas, grandes y verdes cabochons.

—Vuelve aquí —dice la mujer—. Vuelve aquí, si cambias de opinión. Tu destino te esperará.

Nunca volví, pensó. Nunca… volví allí. Nunca volví a…

¿Adónde?

Cabellos cenicientos. Ojos verdes.

De nuevo su voz, en la oscuridad, en las tinieblas en las que todo desaparece. Sólo hay hogueras, hogueras hasta alcanzar el horizonte. Un remolino de chispas en el humo púrpura. ¡Belleteyn! ¡Noche de Mayo! Desde la maraña de humo miran unos ojos oscuros, de color violeta, ardiendo en un rostro pálido y triangular, un rostro cubierto por una negra y ondulada tormenta de rizos.

¡Yennefer!

—Es poco.

Los finos labios de la aparición se torcieron de pronto, por la pálida mejilla se deslizó una lágrima, rápida, cada vez más rápida, como gota de cera por una vela.

—Es poco. Hace falta algo más.

—¡Yennefer!

—La nada por la nada —comentó el fantasma con la voz de Eithné.

—La nada y el vacío que están en ti, un conquistador del mundo que no es capaz siquiera de conquistar a la mujer que ama. Que huye y escapa, teniendo su destino al alcance de la mano. La espada del destino tiene dos filos. Uno eres tú. ¿Y cuál es el otro, Lobo Blanco?

—No hay destino —su propia voz—. No hay. No hay. No existe. Lo único que nos está destinado a todos es la muerte.

—Eso es verdad —dice la mujer de cabellos cenicientos y misteriosa sonrisa—. Es verdad, Geralt.

La mujer está vestida con una armadura plateada, ensangrentada, abollada, agujereada por las puntas de picas o alabardas. Un fino hilillo de sangre le cuelga desde la comisura de unos labios formados en fea y misteriosa sonrisa.

—Tú te burlas del destino —dice, sin dejar de sonreír—. Te burlas de él, juegas con él. La espada del destino tiene dos filos. Uno eres tú. ¿Y el otro… es la muerte? Pero somos nosotros los que morimos, los que morimos por tu causa. A ti la muerte no puede alcanzarte, por eso se ceba en nosotros. La muerte te sigue paso a paso, Lobo Blanco. Pero son otros los que mueren. Por tu causa. ¿Me recuerdas?

—¡Ca… Calanthe!

—Puedes salvarlo. —La voz de Eithné, desde detrás de la cortina de humo—. Puedes salvarlo, Niño de la Antigua Sangre. Antes de que se suma en la nada que tanto ama. En el oscuro bosque que no tiene final.

Unos ojos, verdes como hierba de la primavera. Un roce. Voces gritando en coro ininteligible. Rostros.

No vio nada más, voló hacia el abismo, hacia el vacío, hacia la oscuridad. Lo último que escuchó fue la voz de Eithné.

—Que así sea.