V

—Quítate el pañuelo, Gwynbleidd. Ya puedes. Hemos llegado.

Braenn estaba inmersa hasta las rodillas en un denso tapiz de niebla.

—Duén Canell —señaló con la mano.

Duén Canell, el Lugar de los Robles. El Corazón de Brokilón.

Geralt ya había estado aquí antes. Dos veces. Pero no se lo había contado a nadie. Nadie le hubiera creído.

Una hondonada cerrada con las copas de antiguos y verdes árboles. Sumida en las nieblas y los vapores que emanaban de la tierra, de las rocas, de las fuentes termales. Una hondonada…

El medallón en su cuello temblaba ligeramente.

Una hondonada sumida en la magia. Duén Canell. El Corazón de Brokilón.

Braenn levantó la cabeza, se colocó el carcaj en la espalda.

—Vayamos. La mano tiéndeme, bichito.

Al principio la hondonada parecía muerta, abandonada. No por mucho tiempo. Se escucharon sonoros y modulados silbidos y en pasos casi imperceptibles, de entre unos poliporáceos, que rodeaban en espiral el tronco más cercano, apareció con agilidad una esbelta dríada de cabellos oscuros, vestida, como todas, con un traje hecho de remiendos para camuflarse.

—Ceád, Braenn.

—Ceád, Sirssa. Va’n vort meáth. ¿Eithné á?

—Neén, aefder —repuso la morena, midiendo al brujo con una mirada lánguida—. ¿Ess’ ae’n Sidh?

Sonrió, brillaron sus blancos dientes. Era increíblemente hermosa, incluso desde el punto de vista humano. Geralt se sintió inseguro y tonto, consciente de que la dríada le estaba tasando sin embarazo alguno.

—Neén —negó con la cabeza Braenn—. Ess’ vatt’ghern, Gwynbleidd, á váen meáth Eithné va, a’ss.

—¿Gwynbleidd? —La hermosa dríada frunció el ceño—. ¡Bloede caérme! ¡Aen’ne caen n’wedd vort! ¡T’ess foile!

Braenn se rió.

—¿De qué va esto? —preguntó el brujo, enojándose.

—Nada —rió de nuevo Braenn—. Nada. Vayamos.

—¡Oh! —se emocionó Ciri—. ¡Mira, Geralt, qué casitas más graciosas!

En lo profundo de la hondonada comenzaba verdaderamente Duén Canell. Las «graciosas casitas», que recordaban la forma de enormes bolas de muérdago, cubrían los troncos y las ramas de los árboles a distintas alturas, tanto bajas, junto a la tierra, como altas, e incluso muy altas, cerca de las propias copas. Geralt vio también algunas construcciones mayores, en la tierra, bohíos hechos de ramas entrelazadas aún cubiertas de hojas. Percibió movimiento en las entradas de las chozas, pero apenas se veía a las propias dríadas. Había muchas menos que entonces, cuando había estado allí por última vez.

—Geralt —susurró Ciri—. Estas casas crecen. ¡Tienen hojas!

—Son de árboles vivos —confirmó el brujo con un ademán de cabeza—. Así es como viven las dríadas, así construyen sus casas. Ninguna dríada, en ningún lugar, hará daño a un árbol, cortándolo o serrándolo. Ellas aman los árboles. Sin embargo, son capaces de conseguir que las ramas crezcan de tal modo que se forman esas casillas.

—Precioso. Me gustaría tener una casita como ésta en nuestro parque.

Braenn se detuvo frente a una de las chozas más grandes.

—Entra, Gwynbleidd —dijo—. Aquí esperarás a doña Eithné. Vá fáill, bichito.

—¿Qué?

—Era una despedida, Ciri. Ha dicho: hasta la vista.

—Ah. Hasta la vista, Braenn.

Entraron. Dentro de la «casita» tremolaban, como en un calidoscopio, manchas de sol, que atravesaban la estructura del tejado y eran divididas por él.

—¡Geralt!

—¡Zywiecki!

—¡Vives, que me lleven los diablos!

El herido mostró sus dientes, mientras se incorporaba en el lecho de ramas de picea. Vio a Ciri, que estaba pegada a las caderas del brujo, y los ojos se le agrandaron y un rubor le cubrió el rostro.

—¡Tú, rata canija! —vociferó—. ¡A poco no perdí por ti la vida! ¡Oh, tienes suerte de que no me pueda alzar, si no te iba a tundir el pellejo!

Ciri amohinó su boquita.

—Éste ya es el segundo que me quiere pegar —dijo, arrugando graciosamente la nariz—. ¡Y yo soy una niña y a las niñas no se les debe pegar!

—Ya te iba yo a enseñar a ti… lo que se debe —dijo, tosiendo, Zywiecki—. ¡Tú, pequeña plaga! A Ervyll, los sentidos se le escapan… Voces da, lleno de miedo, de que tu abuela se le echará encima con su ejército. ¿Quién le va a creer que tú misma te escabullíste? Todos saben cómo Ervyll es, y lo que le gusta. ¡Todos pensarán que te… hizo algo estando borracho y luego te mandó ahogar en el pantano! ¡La guerra con Nilfgaard de un hilo pende, y el tratado y el pacto con tu abuela se han ido al diablo por tu culpa! ¿Te das cuenta de la que has montado?

—No te excites —le advirtió el brujo— porque puede darte una hemorragia. ¿Cómo has llegado aquí tan pronto?

—Su padre lo sabe, la mayor parte del tiempo fuera de mí estuve. Me metieron algo asqueroso por el gaznate. Con violencia. Me apretaron la nariz y… Qué vergüenza, su puta madre…

—Estás vivo gracias a eso que te metieron en el gaznate. ¿Te trajeron aquí?

—En un trineo me portaron. Pregunté por ti, nada dijeron. Estaba seguro de que también te habían metido un flechazo. Desapareciste tan de súbito… Y tú, sano y salvo, y ni siquiera en cadenas, y a todo esto, por favor, hasta salvaste a la princesa Cirilla… Que me cuelguen, tú te las apañas en todos lados, Geralt, siempre caes de pie, como los gatos.

El brujo sonrió, no respondió. Zywiecki tosió profundamente, volvió la cabeza, escupió una saliva rosácea.

—Digo —añadió—. Y el que conmigo no acabaran, a ti creo que te lo debo. Te conocen, estas putas rariesposas. Por vez segunda me salvaste de la desgracia.

—Tranquilízate, barón.

Zywiecki, jadeando, intentó sentarse, pero al final lo dejó.

—A la mierda mi baronía —resopló—. Fui barón en Hamm. Ahora soy algo así como vaievoda para Ervyll, en Verden. Es decir, lo era. Incluso si de algún modo consigo desembarazarme del bosque este, no hay sitio para mí en Verden, a no ser que sea en el patíbulo, claro. De mi mano y mi cuidado es de donde esta comadreja, Cirilla, se escapó. ¿Qué te piensas, que por fantasear me metí de cabeza en Brokilón? No, Geralt, yo también me las pelaba, con el perdón de Ervyll contar podía sólo si me la traía de vuelta. Va, y nos topamos con las putas rariesposas… Si no hubiera sido por ti, allí la habría diñado, en el agujero. De nuevo me has salvado. Es el destino, está más claro que el agua.

—Exageras.

Zywiecki negó con un ademán de la cabeza.

—Es el destino —repitió—. Debía de estar escrito que nos íbamos a encontrar de nuevo, brujo. Que de nuevo me ibas a salvar el pellejo. Lo recuerdo, en Hamm se habló de ello, después de que me quitaras el hechizo de pájaro aquel.

—Coincidencia —dijo Geralt con frialdad—. Coincidencia, Zywiecki.

—¿Qué coincidencia ni qué leches? Joder, si no hubiera sido por ti, seguro que hasta el día de hoy seguiría siendo un cormorán…

—¿Eras un cormorán? —gritó Ciri con énfasis—. ¿Un verdadero cormorán? ¿Un pájaro?

—Lo fui —sonrió el barón—. Me hechizó una… puta… Así se escuerne… Para vengarse.

—Seguro que no le diste un cuero —afirmó Ciri arrugando la nariz—. Bueno, ese, cómo se dice… manguito.

—Otro fue el motivo. —Zywiecki enrojeció ligeramente, después de lo cual miró amenazante a la muchacha—. Pero ¿y qué coño te importa a ti, jodida cría?

Ciri puso un gesto enfadado y volvió la cabeza.

—Sí. —Zywiecki tosió de nuevo—. En qué estábamos… Ah, sí, en cómo me quitaste el hechizo en Hamm. Si no es por ti, Geralt, como cormorán me hubiera quedado hasta el final de mi vida, volando por cima de la laguna y cagando en las ramas, consolando mis cuitas con la esperanza de que a salvar me iba la camisa de tela de líber de ortigas que mi hermanilla tejía con un afán digno de mejor empresa. La puta de oros, cuando me acuerdo de la camisa aquella, me dan ganas de darle una patada a alguien. La idiota…

—No hables así —sonrió el brujo—. Sus intenciones eran buenas. Mal la informaron, eso es todo. Sobre la limpieza de hechizos rondan multitud de mitos sin sentido. Y aún tuviste suerte, Zywiecki. Podría haber mandado darte un chapuzón en leche hirviendo. He oído hablar de un caso así. Se mire como se mire, el vestirse una camisa de ortigas perjudica poco la salud, incluso si tampoco ayuda mucho.

—Ja, y puede que sea verdad. Puede que pida demasiado de ella. Elisa era tonta, desde niña era tonta y hermosa. De hecho, un buen material para la mujer de un rey.

—¿Qué es un hermoso material? —preguntó Ciri—. ¿Y por qué para esposa?

—No te metas, jodida cría, te he dicho. Sí, Geralt, tuve suerte de que entonces aparecieras por Hamm. Y de que el rey, mi suegro, dispuesto estuvo a dar el par de ducados que pedías por quitar el hechizo.

—¿Sabes, Zywiecki —dijo Geralt, sonriendo aún más—, que la novedad de este acontecimiento llegó hasta muy lejos?

—¿La verdadera historia?

—No mucho. Primero, te añadieron diez hermanos.

—¡Pero bueno! —El barón se apoyó en los codos, tosió—. Y entonces, sumando a Elisa, ¿habíamos de ser doce? ¡Vaya una puta tontería! ¡Mi madre no era una coneja!

—Eso no es todo. Decidieron que el cormorán era poco romántico.

—¡Pues es verdad! ¡No hay nada en él de romántico! —El barón arrugó el ceño y se masajeó el pecho rodeado de hebras y tiras de corteza de abedul—. ¿En qué me habían encantado, según los cuentos?

—En un cisne. Es decir, en cisnes. No olvides que erais once.

—¿Y en qué, por todos los diablos, es más romántico un cisne que un cormorán?

—No sé.

—Yo tampoco. Pero me apuesto a que en el cuento era Elisa la que me desencantaba, con ayuda de su asquerosa camisita de ortigas.

—Acertaste. ¿Y qué tal le va a Elisa?

—Tiene tisis, la pobre. No durará mucho.

—Una pena.

—Una pena —confirmó Zywiecki, impasible, mirando a un lado.

—Volviendo al encantamiento. —Geralt se apoyó en la pared de embrolladas y tensas ramas—. ¿No has tenido recaídas? ¿No te crecen plumas?

—Alabados sean los dioses, no —suspiró el barón—. Todo está en su sitio. Lo único que de aquellos tiempos me ha quedado es el gusto por los peces. No hay para mí, Geralt, mejor yantar que el pescado. A veces, a la salida del sol, me voy adonde los pescadores, al embarcadero, y antes de que me encuentren algo más noble, yo mismo me tomo de los puestecillos uno o dos puñados de brecas, un par de lochas, de leuciscos o de cachos… Un gusto es, te digo, que no comida.

—Él era un cormorán —dijo Ciri con lentitud, mirando a Geralt—. Y tú le desencantaste. ¡Sabes de magia!

—Que sabe creo que claro está —habló Zywiecki—. Todos los brujos saben.

—¿Brujo?

—¿No sabías que es un brujo? ¿El famoso Geralt el rivio? Cierto, cómo ha de saber una cría lo que es un brujo. Estos tiempos no son como los de antes. Ahora hay pocos brujos, casi ni se los encuentra. Seguro que en toda tu vida no has visto brujo alguno.

Ciri meneó la cabeza lentamente, sin apartar la vista de Geralt.

—Un brujo, jodida cría, es algo así… —Zywiecki se interrumpió y se puso pálido, viendo entrar a la choza a Braenn—. ¡No, no quiero! ¡No me voy a dejar meter en el gaznate nada, nunca, nunca más! ¡Geralt! Dile que…

—Tranquilízate.

Braenn no honró a Zywiecki con nada más que una mirada casual. Se acercó directamente a Ciri, que estaba en cuclillas al lado del brujo.

—Ven —dijo—. Ven, bichito.

—¿Adónde? —se enojó Ciri—. No voy. Quiero estar con Geralt.

—Ve —sonrió forzadamente el brujo—. Juega un rato con Braenn y las dríadas jóvenes. Te enseñará Duén Canell…

—No me vendó los ojos —dijo Ciri muy despacio—. Cuando vinimos, no me vendó los ojos. A ti te los vendó. Para que no fueras capaz de encontrar el camino de vuelta cuando te vayas. Eso quiere decir…

Geralt miró a Braenn. La dríada encogió los hombros, luego abrazó a la muchacha y se apretó contra ella.

—Eso quiere decir… —La voz de Ciri se quebró de pronto—. Eso quiere decir que no saldré de aquí, ¿verdad?

—Nadie escapa a su destino.

Todos volvieron la cabeza al sonido de aquella voz. Queda, pero sonora, dura, decidida. Una voz que obligaba a ser escuchada, que no aceptaba réplica. Braenn se inclinó. Geralt dobló una rodilla.

—Doña Eithné…

La señora de Brokilón llevaba un manto largo, ondeante, de claro color verde. Como la mayoría de las dríadas era pequeña y delgada pero la cabeza erguida con orgullo, el rostro de serios y agudos rasgos y la boca decidida hacían que pareciera más alta y más fuerte. Sus cabellos y sus ojos tenían el color de la plata líquida.

Entró al bohío escoltada por dos dríadas jóvenes armadas con arcos. Sin decir palabra hizo un gesto a Braenn y ésta, de inmediato, tomó a Ciri de la mano y la arrastró en dirección a la salida, bajando la cabeza. Ciri dio pasos rígidos y torpes, pálida y enmudecida. Cuando pasaron al lado de Eithné, la dríada de cabellos plateados la agarró por la barbilla con un rápido movimiento, le levantó la cabeza, miró largo rato a los ojos de la muchacha. Geralt vio cómo Ciri temblaba.

—Ve —dijo por fin Eithné—. Ve, niña. No tengas miedo de nada. Nada podrá ya cambiar tu destino. Estás en Brokilón.

Ciri caminó obediente tras Braenn. En la salida, se dio la vuelta. El brujo alcanzó a ver que su boca temblaba y que sus ojos verdes se llenaban de lágrimas. No dijo ni una palabra. Geralt seguía arrodillado, la cabeza baja.

—Levántate, Gwynbleidd. Saludos.

—Saludos, Eithné, Señora de Brokilón.

—De nuevo tengo el placer de recibirte en mi Bosque. En cualquier caso estás aquí sin yo saberlo y sin mi consentimiento. Entrar en Brokilón sin que yo lo sepa y sin mi consentimiento es peligroso, Lobo Blanco. Incluso para ti.

—Vengo con un mensaje.

—Ah… —La dríada sonrió ligeramente—. De ahí tu osadía, por no usar otras palabras mucho más duras. Geralt, la intangibilidad de los mensajeros es una costumbre de los humanos. Yo no la acepto. No reconozco nada que sea humano. Esto es Brokilón.

—Eithné.

—Calla —le cortó, sin alzar la voz—. He ordenado que te respeten. Saldrás vivo de Brokilón. No porque seas un mensajero. Por otras razones.

—¿No te interesa saber cuál es el mensaje? ¿De dónde vengo, en nombre de quién?

—Si te soy sincera, no. Esto es Brokilón. Tú vienes del exterior, de un mundo que no me afecta. ¿Por qué tendría que perder tiempo para escuchar un mensaje? ¿Qué pueden significar para mí no sé qué propuestas, no sé qué ultimátum pensado por alguien que piensa y siente de manera diferente a mí? ¿Qué puede importarme lo que piense el rey Venzlav?

Geralt agitó la cabeza con asombro.

—¿Cómo sabes que vengo de parte de Venzlav?

—Está bastante claro —dijo la dríada con una sonrisa—. Ekkehard es demasiado idiota. Ervyll y Viraxas me odian demasiado. Brokilón no tiene frontera con otros dominios.

—Sabes mucho de lo que sucede fuera de Brokilón, Eithné.

—Sé muchas cosas, Lobo Blanco. Es el privilegio de mi edad. Ahora, si lo permites, quisiera resolver cierto asunto. ¿Acaso este hombre con apariencia de oso —la dríada dejó de sonreír y miró a Zywiecki— es tu amigo?

—Lo conozco. Lo desencanté una vez.

—El problema radica en que no sé qué hacer con él —habló Eithné con voz fría—. Ahora no puedo mandar que lo rematen. Podría permitir que se restableciera, pero es una amenaza. No parece un fanático. Por lo cual debe de ser un cazador de cabelleras. Sé que Ervyll paga por cada cabellera de dríada. No recuerdo cuánto. Al fin y al cabo el precio crece al paso que cae el valor del dinero.

—Te equivocas. No es un cazador de cabelleras.

—Entonces, ¿por qué entró en Brokilón?

—Buscaba a la muchacha que estaba encomendada a su cuidado. Arriesgó la vida para hallarla.

—Muy tonto —dijo, impasible, Eithné—. Difícil es incluso llamarlo riesgo. Se encaminó hacia una muerte cierta. El que viva se lo debe únicamente a su salud de caballo y a su resistencia. Y si hablamos de la niña, también ella se salvó por casualidad. Mis muchachas no dispararon porque pensaron que era un puck o un leprechaun.

Miró de nuevo a Zywiecki, y Geralt advirtió que sus labios perdían su desagradable dureza.

—Bien, de acuerdo. Saquemos lo que podamos de todo esto.

Se acercó al lecho de ramas. Las dos dríadas que la acompañaban se acercaron también. Zywiecki palideció y se encogió, lo que para nada le hizo hacerse más pequeño.

Eithné le miró durante un momento, guiñando ligeramente los ojos.

—¿Tienes hijos? —le preguntó por fin—. A ti te hablo, tarugo.

—¿Qué?

—Creo que he hablado bien claro.

—No estoy… —Zywiecki carraspeó, tosió—. No estoy casado.

—Poco me interesa a mí tu vida familiar. Mi interesa saber si eres capaz de sacar algo de esos lomos tan gordos que tienes. ¡Por el Gran Árbol! ¿No has dejado nunca preñada a una mujer?

—Eeeh… Sí… Sí, señora, pero…

Eithné agitó la mano descuidadamente, se volvió a Geralt.

—Se quedará en Brokilón —dijo— hasta que se recupere del todo, y aún algo más. Después… Que vaya adonde quiera.

—Gracias, Eithné. —El brujo se inclinó—. ¿Y… la muchacha? ¿Qué pasa con ella?

—¿Por qué preguntas? —La dríada le miró con la frialdad de sus ojos de plata—. Si ya lo sabes.

—No es una niña normal, una aldeana. Es una princesa.

—Eso no me impresiona. Ni marca diferencia alguna.

—Escucha…

—Ni una palabra más, Gwynbleidd.

Calló, se mordió los labios.

—¿Y qué hay de mi mensaje?

—Lo escucharé —suspiró la dríada—. No, no por curiosidad. Lo haré por ti, para que puedas manifestárselo a Venzlav y cobrar el sueldo que, con toda seguridad, te prometió por llegar hasta mí. Pero no ahora. Ahora estoy ocupada. Ven por la noche a mi Árbol.

Cuando salió, Zywiecki se incorporó apoyándose en los codos, jadeó, tosió, se escupió en la mano.

—¿De qué va todo esto, Geralt? ¿Por qué tengo que quedarme aquí? ¿Y qué quería decir con lo de los niños? ¿En qué me has metido, eh?

El brujo se sentó.

—Vas a salvar la cabeza, Zywiecki —dijo con voz cansada—. Te convertirás en uno de los pocos que lograron salir de aquí vivos, al menos en los últimos tiempos. Y serás padre de una pequeña dríada. Puede que de más.

—¿Que yo…? ¿Que tengo que hacer de semental?

—Llámalo como quieras. No tienes otra elección.

—Entiendo —murmuró el barón y se sonrió con lascivia—. En fin, cautivos he visto que trabajaban en las minas y cavaban canales. Me quedo con lo menos malo… Ojalá no me falten las fuerzas. Muchas de ellas hay aquí…

—Deja de reírte como un tonto —se enojó Geralt— y de criar sueños. No te prepares para homenajes, músicas, vino, abanicos ni un enjambre de dríadas adorándote. Habrá una, puede que dos. Y no habrá adoración alguna. Tratarán todo el asunto muy objetivamente. Y a ti aún más.

—¿No les produce placer? Pero seguro que no les desagrada.

—No seas niño. En este sentido ellas no se diferencian para nada de las mujeres. Al menos físicamente.

—Lo que quiere decir…

—Que de ti depende si les desagrada o no. Pero esto no cambia el hecho de que a ellas sólo les importa el resultado. Tu persona tiene un significado secundario. No esperes agradecimiento. Ah, y en ningún caso intentes algo por propia iniciativa.

—¿Por propia qué?

—Si te la encuentras por la mañana —le explicó el brujo con paciencia—, inclínate, pero, por el diablo, sin sonrisitas ni guiños. Para las dríadas se trata de un asunto mortalmente importante. Si ella se sonríe o se acerca a ti, puedes hablar con ella. Lo mejor, sobre árboles. Si no sabes nada de árboles, entonces, habla del tiempo. Pero si ella hace como que no te ve, mantente lejos. Y mantente lejos de otras dríadas y ten cuidado con las manos. Para la dríada que no está preparada, estos asuntos no existen. Si la tocas te meterá el cuchillo, porque no entenderá tus intenciones.

—Conocimiento tienes —sonrió Zywiecki— de sus costumbres de casamiento. ¿Ya tuviste ocasión?

El brujo no respondió. Ante sus ojos tenía a la hermosa y esbelta dríada, su sonrisa insolente. Vatt’ghern, bloede caérme. Un brujo, puta suerte. ¿Qué nos has traído aquí, Braenn? ¿Para qué nos sirve? No hay nada que hacer con un brujo…

—¿Geralt?

—¿Qué?

—¿Y la princesa Cirilla?

—Olvídate de ella. Se convertirá en una dríada. En dos o tres años será capaz de meterle una flecha en el ojo a su propio hermano, si éste intentara entrar en Brokilón.

—Su puta madre —maldijo Zywiecki, frunciendo el ceño—. Ervyll se pondrá furioso. ¿Geralt? Y no se podría…

—No —cortó el brujo—. Ni lo intentes. No saldrías vivo de Duén Canell.

—Lo que quiere decir que la mozuela está perdida.

—Para vosotros sí.