VIII

—Una raza dotada de razón —repitió pensativo Agloval, apoyando el codo en el brazo de la silla y la barbilla en la mano—. Civilización sumergida. Seres peces que viven en el fondo del mar. Escaleras que conducen a las profundidades. Geralt, tú me tienes por un príncipe extremadamente crédulo.

Ojazos, que estaba de pie junto a Jaskier, resopló con rabia. Jaskier agitó la cabeza sin dar crédito. Geralt no se inmutó.

—Me es igual —dijo— si me crees o no. Mi obligación es, sin embargo, advertirte. Cualquier barco que se acerque a los Colmillos del Dragón, o las personas que vayan allá en el momento del reflujo, están en peligro. Peligro mortal. Si quieres comprobar si esto es verdad, si quieres arriesgarte, es tu problema. Yo simplemente te advierto.

—Ja —habló de improviso el alguacil Zelest, que estaba sentado detrás de Agloval en el alféizar de la ventana—. Si son monstruos como elfos u otros goblines, no nos asustan. Que fuera algo peor me temía; algo, nos guarden los dioses, hechizado. Por lo que el brujo relató, son ésos alguna especie de topes marinos u otros pecejos. Hay métodos para ellos. A los oídos míos llegaron, que un hechicero en un quita y pon se las apañó con los topes en el lago Mokva. En el agua, una barrica de filtro mágico echó, y adiós a los putos topes. Ni huellas quedaron.

—Cierto —dijo Drouhard, que hasta ahora había callado—. Ni huellas quedaron. Y de las tencas, lucios, cangrejos y almejas tampoco. Hasta las gusarapas de los fondos se secaron y hasta los alisos de las orillas.

—Maravilloso —dijo con sarcasmo Agloval—. Gracias por tan estupenda sugerencia, Zelest. ¿Tienes más como ésta?

—Toma, y puede que verdad sea. —El alcaide enrojeció—. El mágico apretó demasiado la tuerca, se le fue la mano. Pero y sin mágicos podemos nosotros apañárnoslas, príncipe. Dice el brujo que con las monstruosidades esas luchar se puede y matarlas se puede. Entonces guerra, señores. Como antiguamente. No nos pilla de nuevos, ¿no? ¿Acaso vivían los bobolakos en las sierras, donde ahora? Verdad que por los bosques todavía los elfos salvajes y las rariesposas corrinquean, pero y hasta a ellos el final también les habrá de llegar… Nos tomaremos lo que es nuestro. Como los nuestros abuelos…

—¿Y las perlas las verán tan sólo mis nietos? —se enfadó el príncipe—. Demasiado tiempo para esperar, Zelest.

—Bueno, tan malo no va a ser. A mí se me da que… Digamos así: por cada barca de pescadores, dos barcas de arqueros. Ya les enseñaremos a los monstruos esos a razonar. Les enseñaremos a temernos. ¿No es verdad, señor brujo?

Geralt le contempló con una mirada fría; no respondió.

Agloval volvió la cabeza, mostrando su noble perfil, se mordió los labios. Luego miró al brujo mientras entrecerraba los ojos y se masajeaba la frente.

—No has cumplido tu tarea, Geralt —dijo—. Has fallado de nuevo. No niego que hayas mostrado buena voluntad. Pero yo no pago por la buena voluntad. Pago por resultados. Por efectos. Y el efecto, perdona la expresión, es una mierda. Y una mierda es lo que te has ganado.

—Muy bonito, poderoso príncipe —se mofó Jaskier—. Una pena que no estuvierais con nosotros allí, en los Colmillos del Dragón. Os daríamos el brujo y yo una oportunidad para encontraros con uno de aquéllos, del mar, con la espada en la mano. Puede que entonces entendierais de qué se trata y dejarais de regatear en el precio…

—Como una verdulera —terció Ojazos.

—No tengo por costumbre regatear, mercadear ni discutir —dijo Agloval, sereno—. Dije que no te pagaré ni un duro, Geralt. El contrato era: eliminar el peligro, eliminar la amenaza, permitir que se puedan pescar perlas sin riesgo para las personas. ¿Y tú? Me vienes y me cuentas no sé qué acerca de una raza dotada de razón de las profundidades del mar. Me aconsejas que me mantenga lejos del lugar que me proporciona buenos beneficios. ¿Qué hiciste? Mataste algunos… ¿Cuántos?

—No importa cuántos. —Geralt palideció—. Al menos para ti, Agloval.

—Justamente. Y más que faltan pruebas. Si al menos me hubieras traído la mano derecha de estos peces-ranas, quién sabe, puede que me hubiera permitido soltar la suma habitual, como la que le pago a mi guardabosque por un par de orejas de lobo.

—En fin —dijo el brujo con frialdad—. No me queda más que despedirme.

—Te equivocas —dijo el príncipe—. Te queda algo todavía. Un trabajo fijo por la comida y una buena soldada. El cargo y la patente de capitán de mi guardia armada. La que desde ahora va a acompañar a mis pescadores. No tiene por qué ser para siempre, es suficiente con que sea hasta el momento en que la mencionada raza, al parecer dotada de razón, sea tan razonable como para mantenerse lejos de mis barcos, evitarlos como si fueran el fuego. ¿Qué dices a esto?

—Gracias, no lo acepto. —El brujo se enojó—. No me gusta ese trabajo. Hacer la guerra a otros pueblos lo considero una estupidez. Puede que sea una estupenda diversión para príncipes llenos de tedio y hartos de pan. Pero no para mí.

—Oh, qué orgulloso —sonrió Agloval—. Qué altanero. En verdad, rechazas una proposición de una forma de la que más de un rey no se avergonzaría. Rechazas un buen montón de dinero con gesto de rico que acaba de volver de una copiosa comida. ¿Geralt? ¿Has almorzado hoy? ¿No? ¿Y mañana? ¿Y pasado mañana? Veo pocas posibilidades, brujo, muy pocas. Incluso en condiciones normales, difícil es ganarlo, y ahora, con esa mano en cabestrillo…

—¿Cómo te atreves? —gritó con fina voz Ojazos—. ¡Cómo te atreves a decir eso, Agloval! ¡La mano que lleva en cabestrillo se la hirieron cuando cumplía tus órdenes! Cómo puedes ser tan infame…

—Déjalo —dijo Geralt—. Déjalo, Essi. Esto no tiene sentido.

—No es cierto —dijo ella con rabia—. Esto tiene sentido. Alguien ha de decirle por fin la verdad a la cara a este príncipe que se nombró príncipe a sí mismo, aprovechando el hecho de que nadie competía con él por el título de señorío sobre este pedazo de playa rocosa, y que ahora piensa que puede humillar a todo el que quiera.

Agloval enrojeció y apretó los labios pero ni dijo palabra ni se movió.

—Sí, Agloval —siguió Essi—. Te diviertes y te alegras de la posibilidad de humillar a otros, eres feliz con el desprecio que puedes mostrar a un brujo capaz de jugarse el cuello por tus dineros. Pero has de saber que al brujo le importan un pimiento tu desprecio y tu humillación, que no le causan la más mínima impresión, que ni siquiera las advierte. No, el brujo no siente ni siquiera lo que sienten tus siervos y súbditos, Zelest y Drouhard, y ellos sienten vergüenza, una profunda y ardiente vergüenza. El brujo tampoco siente lo que nosotros sentimos, Jaskier y yo, y nosotros sentimos asco. ¿Sabes, Agloval, por qué es así? Yo te lo diré. El brujo sabe que él es mejor. Vale mucho más que tú. Y esto le da las fuerzas que tiene.

Essi se sumió en el silencio, bajó la cabeza, no lo suficientemente rápido como para que Geralt no alcanzara a ver una lágrima. La muchacha se tocó con la mano una florecilla de pétalos de plata que llevaba al cuello, una florecilla en cuyo centro brillaba una gran perla azul. La florecilla tenía unos misteriosos pétalos trenzados, realizados con maestría. Drouhard, pensó el brujo, ha estado a la altura de la tarea. El platero recomendado por él había hecho un buen trabajo. Y no le había querido coger ni un céntimo. Drouhard había corrido con los gastos.

—Por ello, poderoso príncipe —recomenzó Ojazos, alzando la cabeza—. No te pongas en ridículo proponiendo al brujo el papel de un mercenario en el ejército que quieres organizar contra el océano. No te hagas el hazmerreír, porque tu proposición sólo sirve para provocar la risa. ¿Todavía no lo has comprendido? Al brujo le puedes pagar para que realice una tarea, puedes contratarle para que proteja a la gente del Mal, para que conjure el peligro que la amenaza. Pero al brujo no lo puedes comprar, no lo puedes usar para tus propios fines. Porque el brujo, incluso herido y hambriento, es mucho mejor que tú. Vale mucho más. Por eso se burla de tu miserable oferta. ¿Has entendido?

—No, señorita Daven —dijo Agloval con la voz fría—. No entiendo. Al contrario, cada vez entiendo menos. Lo principal es que aún no comprendo cómo todavía no he hecho colgar a todo vuestro trío, después de haberos dado de bastonazos y haberos marcado con el acero al rojo. Vos, señorita Daven, intentáis provocar la sensación de que lo sabéis todo. Decidme entonces por qué no hago eso.

—Por supuesto —saltó de inmediato la poetisa—. No lo hacéis, Agloval, porque allá, profundo, en vuestro interior, arde todavía una llamita de decencia, un resto de honor, aún no sofocado por el orgullo de nuevo rico y de mercader. En el centro, Agloval. En el fondo de vuestro corazón. Un corazón que todavía es capaz de amar a una sirena.

Agloval se puso blanco como el papel y apretó las manos sobre los brazos del sillón. Bravo, pensó el brujo, bravo, Essi, maravilloso. Estaba orgulloso de ella. Pero al mismo tiempo sentía pena, una monstruosa pena.

—Largo —dijo Agloval con la voz baja—. Idos de aquí. Adonde queráis. Dejadme en paz.

—Adiós, príncipe —dijo Essi—. Y en la despedida, acepta un buen consejo. Un consejo que debiera dártelo el brujo, pero yo no quiero que te lo dé el brujo. Que se humillara hasta el punto de darte consejos. Lo haré por él.

—Te escucho.

—El océano es grande, Agloval. Nadie todavía ha investigado qué hay más allá, detrás del horizonte, si acaso algo hubiera. El océano es mayor que cualquier despoblado a cuyo seno hayáis expulsado a los elfos. Es más difícil de penetrar que cualquier montaña y cualquier garganta en las que hayáis masacrado a los bobolakos. Y allá, en el fondo del océano, vive un pueblo que usa armas, que conoce los secretos de los metales. Guárdate, Agloval. Si con los pescadores comienzan a navegar arqueros, comenzarás una guerra con algo que no conoces. Lo que quieres remover puede suceder que sea un nido de avispas. Te aconsejo que les dejéis el mar, porque el mar no es para vosotros. No sabéis y nunca sabréis adónde conducen las escaleras que bajan desde los Colmillos del Dragón.

—Os equivocáis, doña Essi —habló con serenidad Agloval—. Nos enteraremos de adónde conducen estas escaleras. Aún más, bajaremos por ellas. Comprobaremos qué hay al otro lado del océano, si acaso algo hubiera. Y sacaremos de este océano todo lo que se pueda sacar. Y si no nosotros, lo harán nuestros nietos, o los nietos de nuestros nietos. Es sólo cuestión de tiempo. Sí, lo haremos aunque este océano se tenga que volver rojo de la sangre. Y tú lo sabes, Essi, sabia Essi, que escribe la crónica de la humanidad con sus romances. La vida no es un romance, pequeña, pobre poeta de ojos hermosos perdida entre sus propias hermosas palabras. La vida es una lucha. Y la lucha nos la enseñaron justamente los tales brujos más valiosos que nosotros. Ellos nos mostraron el camino, ellos nos abrieron paso, ellos lo sembraron con los cadáveres de aquellos que nos estorbaban y nos molestaban a nosotros, seres humanos, con los cadáveres de aquellos que protegían de nosotros este mundo. Nosotros, Essi, sólo continuamos esta lucha. Somos nosotros y no tus romances los que creamos la crónica de la humanidad. Y ya no necesitamos brujos porque ahora nada es capaz de detenernos. Nada.

Essi, pálida, se sopló el rizo y alzó la cabeza.

—¿Nada, Agloval?

—Nada, Essi.

La poeta sonrió.

De la antesala les llegó un repentino bureo, griterío, barahúnda. En la sala entraron pajes y guardias, se inclinaron o se pusieron de rodillas, formando una hilera. Ante la puerta estaba Sh’eenaz.

Sus cabellos verde claro aparecían artísticamente peinados, sujetos por una maravillosa diadema de corales y perlas. Vestía un traje de color agua de mar, con volantes blancos como la espuma. El traje estaba muy calado, de modo que la belleza de la sirena, aunque escondida en parte y decorada con bordados de jade y lapislázuli, todavía era digna de la mayor admiración.

—Sh’eenaz… —gimió Agloval, cayendo de rodillas—. Mi… Sh’eenaz…

La sirena se acercó con lentitud, y su paso era blando y lleno de gracia, fluido como una ola que se acerca.

Se detuvo ante el príncipe, brillaron en su sonrisa unos pequeñísimos dientes blancos; luego, con mucha rapidez, sus pequeñas manos aferraron el traje y lo levantaron, muy alto, lo suficientemente alto como para que todos pudieran valorar la calidad del trabajo de la hechicera marina, marfanta. Geralt tragó saliva. No cabía duda: la marfanta sabía lo que son unas piernas bonitas y cómo se las hace.

—¡Ja! —gritó Jaskier—. Mi romance… Es completamente igual que mi romance… ¡Se hizo unas piernas para él, pero perdió la voz!

—No he perdido nada —dijo Sh’eenaz, cantarína, en la más pura lengua común—. De momento. Después de esta operación me siento como nueva.

—¿Hablas nuestra lengua?

—¿Qué pasa, que no se puede? Cómo te va, peloblanco. Ah, y tu amada está aquí; Essi Daven, si no recuerdo mal. ¿La conoces ya mejor o todavía apenas, apenas?

—Sh’eenaz… —gimió Agloval conmovedor, mientras se acercaba a ella de rodillas—. ¡Amor mío! Mi única… amada… Así que al final, por fin. ¡Por fin, Sh’eenaz!

La sirena, con un elegante gesto, le dio la mano para que la besara.

—Sí. Porque yo también te quiero, idiota. Y qué amor sería éste si el enamorado no fuera capaz de un pequeño sacrificio.