Abriéndose paso con esfuerzo por entre la muchedumbre, Geralt anduvo derecho hacia un tenderete donde colgaban cacerolas, peroles y sartenes de cobre que lanzaban rojizos destellos bajo los rayos del sol poniente. En el tenderete había un enano de barbas rojas con una capucha olivácea y pesadas botas de piel de foca. En el rostro del enano se dibujaba un visible desagrado: en pocas palabras, parecía como si estuviera a punto de escupir a la clienta que estaba mirando la mercancía. La clienta meneaba el busto, remecía los dorados rizos y atosigaba al enano con un interminable diluvio de palabras carente de orden y contenido.
La clienta era nada más y nada menos que Vespula, conocida por Geralt como lanzadora de objetos. Sin esperar a que lo reconociera, se sumergió rápidamente entre la masa.
El Mercado de Poniente latía de vida, cruzar a través del tropel de personas recordaba el paso de un cañaveral. A cada trecho algo se enganchaba a las mangas y a las perneras, ahora niños que habían perdido a sus madres, cuando éstas intentaban arrancar a los padres del puesto de licores, luego espías de la guardia municipal, más allá estraperlistas que ofrecían gorros que volvían invisible, afrodisíacos y escenas guarras labradas en madera de cedro. Geralt dejó de reírse y comenzó a maldecir, haciendo uso apropiado de los codos.
Escuchó el sonido de un laúd y una conocida y perlada risa. El sonido provenía de un tenderete pintado de colores de cuento de hadas, con un letrero que decía: «Aquí milagros, amuletos y cebos para peces».
—¿Alguien le ha dicho a la señora que es preciosa? —gritó Jaskier, sentado en el puesto y moviendo alegremente las piernas—. ¿No? ¡No puede ser! ¡Ésta es una ciudad de ciegos, nada, sólo una ciudad de ciegos! ¡Venga, buenas gentes! ¿Quién desea escuchar un romance de amor? Quien quiera emocionarse y enriquecer su espíritu, que eche una moneda en el sombrero. Pero ¿con qué, con qué me vienes aquí, cagonazo? El cobre te lo guardas para los pordioseros, no insultes con cobre a un artista. ¡Puede que yo te lo perdone, pero el arte nunca!
—Jaskier —dijo Geralt, acercándose—. Resulta que nos separamos para buscar al doppler y tú vas y te pones a dar un concierto. ¿No te da vergüenza cantar por los mercados como el ciego de los romances?
—¿Vergüenza? —se asombró el bardo—. Lo importante es qué y cómo se canta, y no dónde se canta. Aparte de ello, tengo hambre, y el propietario del puesto me ha prometido la comida. En lo que respecta al doppler, buscadlo vosotros mismos. Yo no sirvo para persecuciones ni apaleamientos ni para tomarme la justicia por propia mano. Yo soy un poeta.
—Mejor harías en evitar hacer ruido, poeta. Está por aquí tu novia, puede haber problemas.
—¿Mi novia? —Jaskier pestañeó nervioso—. ¿De quién se trata? Tengo varias.
Vespula, sujetando en la mano una sartén de cobre, atravesó por entre la muchedumbre con ímpetu de un auroch a la carga. Jaskier se echó abajo del puesto y se lanzó a la huida, saltando hábilmente por encima de unas cestas con zanahorias. Vespula se dio la vuelta en dirección al brujo, hinchando las narices.
Geralt retrocedió, su espalda encontró la dura resistencia de la pared del tenderete.
—Geralt —gritó Dainty Biberveldt, saliendo de entre la multitud y empujando a Vespula—. ¡Aprisa! ¡Aprisa! ¡Lo he visto! ¡Oh, allí, huye!
—¡Ya os pillaré, canallas! —gritó Vespula logrando mantener el equilibrio—. ¡Ya me las pagará toda vuestra pandilla de cerdos! ¡Bonita compaña! ¡Un pavo real, un pordiosero y un canijo con las pezuñas llenas de pelos! ¡Os acordaréis de mí!
—¡Por aquí, Geralt! —gritó Dainty, dispersando a un grupo de escolares que estaban jugando a las tres conchas—. ¡Allí, allí, se ha metido entre los carros! ¡Córtale por la izquierda! ¡Aprisa!
Se lanzaron en la persecución, perseguidos ellos mismos por las maldiciones de los vendedores y compradores que iban empujando. Geralt evitó sólo de milagro el tropezón con un chiquillo lleno de mocos que le salió a los pies. Saltó sobre él, pero derribó dos barriles de arenques, lo que el enfurecido pescadero le premió dándole un golpetazo en la espalda con una anguila viva que estaba mostrando justo en ese momento a unos clientes.
Vieron al doppler, que intentaba escapar corriendo a lo largo de una cerca para ovejas.
—¡Por el otro lado! —gritó Dainty—. ¡Córtale el paso por el otro lado, Geralt!
El doppler corrió como una flecha a lo largo de la valla, relucía su chaleco verde. Se puso de manifiesto por qué no se transformaba en alguien distinto. Nadie podía igualar en velocidad a un mediano. Nadie. Excepto otro mediano. Y el brujo.
Geralt observó cómo el doppler cambiaba violentamente de dirección, levantando una nube de polvo; cuán hábilmente se introducía por un agujero en una empalizada que rodeaba a una gran tienda de campaña que servía de matadero y carnicería. Dainty también lo vio. Saltó la barrera y comenzó a abrirse paso por el apiñado rebaño de corderos que balaban en el interior de la cerca. Estaba claro que no iba a llegar a tiempo. Geralt dobló y se lanzó tras las huellas del doppler por entre las tablas de la empalizada. Sintió un tirón, escuchó un chasquido de cuero rasgado y el gabán se soltó también por debajo del otro sobaco.
El brujo se detuvo. Blasfemó. Escupió. Y blasfemó de nuevo.
Dainty entró en la tienda siguiendo al doppler. De dentro surgieron aullidos, el sonido de golpes, anatemas y un horrible rumor.
El brujo blasfemó por tercera vez, con extremada obscenidad, después de lo cual apretó los dientes, alzó la mano derecha, puso los dedos en la Señal de Aard y la dirigió directamente hacia la tienda. La tienda parecía como una vela durante un huracán, y de su interior salieron gritos de locura, un estrépito y el mugido de los bueyes. Luego se vino abajo.
El doppler, arrastrándose con la barriga, salió de entre la tela y se echó en dirección a otra tienda, más pequeña, seguramente una enfriadera. Geralt, sin pensarlo, dirigió hacia él la mano y le golpeó en la espalda con la Señal. El doppler cayó al suelo como herido por un rayo, dio una voltereta, pero enseguida se levantó y entró en la tienda. El brujo le pisaba los talones.
La tienda apestaba a carne. Y estaba oscura.
Tellico Lunngrevink Letorte estaba allí, respirando con dificultad, sujetándose con las dos manos a un medio cerdo que colgaba de un gancho. No había otra salida de la tienda, y la tela estaba sujeta a la tierra con solidez y sin dejar huecos.
—Es un verdadero placer encontrarte de nuevo, mímico —dijo Geralt con frialdad.
El doppler respiraba ronca, pesadamente.
—Déjame en paz —jadeó al fin—. ¿Por qué me persigues, brujo?
—Tellico —dijo Geralt—. Ésa es una pregunta estúpida. Para hacerte con los caballos y la forma de Biberveldt, le rompiste la cabeza y le dejaste abandonado en un descampado. Sigues usando de su persona y te burlas de los problemas que le causas con ello. El diablo sabe lo que planeas, pero me entrometeré en tus planes de una u otra forma. No quiero matarte ni entregarte a las autoridades, pero tienes que irte de la ciudad. Me cuidaré de que te vayas.
—¿Y si no quiero?
—Entonces te sacaré en una carretilla y metido en una bolsa.
El doppler se dilató de pronto, luego adelgazó con rapidez y empezó a crecer, sus cabellos rizados y castaños se volvieron blanquecinos, crecieron, alcanzándole los hombros. El chaleco verde de mediano adoptó un brillo oleaginoso y se convirtió en cuero negro, en los hombros y las mangas se formaron unos remaches plateados. El rostro redondeado y colorado se alargó y palideció.
Por detrás del hombro derecho surgió la empuñadura de una espada.
—No te acerques —advirtió roncamente el segundo brujo al tiempo que sonreía—. No te acerques, Geralt. No dejaré que me toques.
Pero qué sonrisa más lúgubre tengo, pensó Geralt mientras echaba mano a la espada. Pero qué morros más lúgubres tengo. Pero de qué forma tan lúgubre entorno los ojos. ¿Ése es mi aspecto? Truenos.
La mano del doppler y la mano del brujo tocaron la empuñadura de la espada al mismo tiempo, ambos la sacaron de la vaina al mismo tiempo. Ambos brujos realizaron al mismo tiempo dos rápidos, blandos pasos, uno de frente, otro a un lado. Ambos alzaron la espada al mismo tiempo y la movieron en un corto y silbante molinete.
Ambos se quedaron quietos al mismo tiempo, congelaron su posición.
—No me puedes vencer —gruñó el doppler—. Porque soy tú, Geralt.
—Te equivocas, Tellico —dijo el brujo en voz baja—. Suelta la espada y vuelve a la forma de Biberveldt. Si no, lo lamentarás.
—Soy tú —repitió el doppler—. No puedes conseguir ventaja. ¡No me puedes vencer, porque soy tú!
—No tienes ni idea de lo que significa ser yo, mímico.
Tellico bajó la mano que apretaba la espada.
—Soy tú —repitió.
—No —le negó el brujo—. No lo eres. ¿Y sabes por qué? Porqué eres un doppler pequeño, pobre y de buena voluntad. Un doppler que, por cierto, podría haber matado a Biberveldt y haber enterrado su cuerpo entre el soto, consiguiendo así la seguridad absoluta de que no sería nunca desenmascarado, nunca, por nadie, incluyendo a la mujer del mediano, la famosa Gardenia Biberveldt. Pero no lo mataste, Tellico, porque no eras capaz. Porque eres un doppler pequeño, pobre y de buena voluntad, al que sus amigos llaman Dudu. Y da igual en quién te transformes, siempre eres el mismo. Sabes copiar solamente lo que es bueno en nosotros porque lo que es malo no lo entiendes. Así eres tú, doppler.
Tellico retrocedió, apoyando la espalda en la tela de la tienda.
—Por eso —continuó Geralt— te vas a cambiar ahora en Biberveldt y me vas a dar gentilmente tus manos para que las ate. No estás en situación de ofrecerme resistencia, porque yo soy lo que no eres capaz de copiar. Lo sabes muy bien, Dudu. Porque hace unos instantes leíste mis pensamientos.
Tellico se enderezó violentamente, los rasgos de su rostro, que era el rostro del brujo, se deformaron y fluyeron, los cabellos blancos ondularon y comenzaron a oscurecerse.
—Tienes razón, Geralt —dijo torpemente, porque sus labios cambiaban la forma—. He leído tus pensamientos. Por corto tiempo, pero suficiente. ¿Sabes lo que voy a hacer?
El gabán de cuero del brujo tomó un brillante color azul flor de aciano. El doppler sonrió, se colocó el sombrerillo color ciruela con la pluma de garza, se apretó el cinturón del que colgaba el laúd a sus espaldas. Un laúd que hacía escasos segundos era una espada.
—Te diré lo que voy a hacer, brujo —rió la risa sonora y perlada de Jaskier—. Me iré, me perderé entre la multitud y me cambiaré en silencio por cualquiera, aunque sea en un mendigo. Porque prefiero ser mendigo en Novigrado que doppler en un despoblado. Novigrado me debe algo, Geralt. Fue la fundación de esta ciudad lo que destruyó el medio ambiente en el que podíamos vivir, vivir en nuestra forma natural. Nos destruyeron, nos cazaron como a perros rabiosos. Soy uno de los pocos que sobrevivieron. Quiero sobrevivir y sobreviviré. Una vez, cuando me perseguían los lobos en invierno, me transformé en lobo y anduve con la manada durante algunas semanas. Y sobreviví. Ahora también lo haré, porque no quiero arrastrarme por entre los arbustos, ni invernar en agujeros en el suelo, no quiero estar eternamente hambriento, no quiero ser siempre objetivo para las flechas. Aquí, en Novigrado, se está caliente, hay comida, se puede ganar dinero y sólo en raras ocasiones se disparan entre sí con arcos. Novigrado es una manada de lobos. Me uniré a esta manada y sobreviviré. ¿Entiendes?
Geralt afirmó con un cierto retraso.
—Les disteis —siguió el doppler, y adoptó la sonrisa descarada de Jaskier— una pequeña oportunidad de asimilarse a los enanos, medianos, gnomos, hasta a los elfos. ¿Por qué tengo yo que ser peor? ¿Por qué se me niega a mí ese derecho? ¿Qué tengo que hacer para poder vivir en esta ciudad? ¿Transformarme en una elfa de ojos grises, cabellos de seda y largas piernas? ¿Qué? ¿En qué es mejor esa elfa que yo? ¿En que a la vista de la elfa se os traban los pies y al verme a mí os dan arcadas? Meteos ese argumento donde os quepa. Yo sobreviviré pese a todo. Sé cómo. Cuando era un lobo corría con la manada, aullaba y me peleaba con los otros por una hembra. Cuando sea habitante de Novigrado voy a mercadear, trenzar cestas de mimbre, mendigar o robar, como uno de vosotros haré lo mismo que uno de vosotros. Quién sabe, puede que hasta me case.
El brujo callaba.
—Sí, como te he dicho —siguió Tellico con tranquilidad—. Voy a salir. Y tú, Geralt, no vas a intentar detenerme, ni siquiera te vas a mover. Porque yo, Geralt, durante un instante, he leído tus pensamientos. Incluidos aquellos que no quieres reconocer, aquellos que te ocultas hasta a ti mismo. Porque para detenerme habrías de matarme. Y a ti, el pensamiento de matarme a sangre fría te produce repulsión. ¿No es cierto?
El brujo callaba.
Tellico colocó de nuevo el correón del laúd, se dio la vuelta y se dirigió a la salida. Salió con paso decidido, pero Geralt sabía que doblaba el cuello y apretaba los hombros en espera del silbido de la hoja. Introdujo la espada en la vaina. El doppler se detuvo a mitad de camino, le miró.
—Adiós, Geralt —dijo—. Te lo agradezco.
—Adiós, Dudu —respondió el brujo—. Suerte.
El doppler se volvió y anduvo en dirección al tumultuoso mercado, con el enérgico, alegre y bamboleante paso de Jaskier. Al igual que Jaskier saludaba con fuerza con la mano izquierda y al igual que Jaskier sonreía a las mozas. Geralt le siguió despacio. Despacio.
Tellico aferró el laúd mientras andaba, aflojó el paso y tocó dos acordes, después de lo cual rasgueó con habilidad en las cuerdas una melodía conocida de Geralt. Volviéndose ligeramente, cantó.
Completamente igual que Jaskier.
La primavera trae al camino la lluvia,
el calor del sol al corazón alcanza.
Así ha de ser, pues arde en nosotros
ese fuego eterno que es la esperanza.
—Repítele esto a Jaskier, si te acuerdas —gritó—. Y dile que «Invierno» es un feo título. Este romance debiera llamarse «Fuego eterno». ¡Adiós, brujo!
—¡Eh! —se escuchó de pronto—. ¡Pavo real!
Tellico se dio la vuelta, sorprendido. De un puestecillo surgió Vespula, agitando violentamente los pechos, midiéndolo con una mirada furiosa.
—¿A las mozas miras, embustero? —siseó agitándose cada vez más amenazadoramente—. ¿Cancioncillas cantas, canalla?
Tellico se quitó el sombrerillo y se inclinó, sonriendo con la amplia sonrisa característica de Jaskier.
—Vespula, querida mía —dijo zalamero—. Qué contento estoy de verte. Perdóname, bonita. Te debo…
—Me debes, me debes —le cortó Vespula a gritos—. ¡Y lo que me debes me lo vas a pagar ahora! ¡Aquí tienes!
Una enorme sartén de cobre rebrilló al sol y con un grave y sonoro golpe se estrelló contra la cabeza del doppler. A Tellico se le quedó congelado en el rostro un gesto de indescriptible estupidez, se dobló y cayó con los brazos en cruz, su fisonomía comenzó a cambiarse, a fluir, y a perder parecido con cualquier cosa. Al verlo, el brujo saltó sobre él, arrancó al pasar por un puesto una gran alfombra. Tendió la alfombra en el suelo, empujó dentro al doppler con dos patadas y rápidamente le envolvió muy apretado.
Se sentó sobre el paquete mientras se secaba el sudor de la frente. Vespula, agarrando la sartén, le miró con enojo, la multitud creció a su alrededor.
—Está enfermo —dijo el brujo y sonrió esforzadamente—. Es por su bien. No os acerquéis tanto, buenas gentes, el pobre necesita aire.
—¿No habéis oído? —preguntó con tranquilidad pero en altas voces Chappelle, abriéndose paso de pronto por entre la multitud—. ¡Por favor, no forméis grupos! ¡Dividíos! Está prohibido formar grupos. ¡Castigado con una multa!
La masa, en un abrir y cerrar de ojos, se echó a un lado, sólo para descubrir a Jaskier, que se acercaba a paso decidido y entre el sonido del laúd. Al verlo, Vespula lanzó un grito estridente, tiró la sartén y echó a correr por la plaza.
—¿Qué le ha pasado? —preguntó Jaskier—. ¿Ha visto al diablo?
Geralt se levantó del paquete, que comenzó a moverse ligeramente. Chappelle se acercó con lentitud. Estaba solo, no se veía por ningún lado su guardia personal.
—No me acercaría —dijo en voz baja Geralt—. Si yo fuera vos, señor Chappelle, no me acercaría.
—¿Tú crees? —Chappelle apretó los amplios labios, mirándole con frialdad.
—Si fuera vos, señor Chappelle, haría como que no he visto nada.
—Sí, seguro —dijo Chappelle—. Pero tú no eres yo.
Desde detrás de la tienda salió corriendo Dainty Biberveldt, sin aliento y bañado en sudor. A la vista de Chappelle se detuvo, comenzó a silbar, puso las manos a la espada e hizo como si admirara el tejado de la alhóndiga.
Chappelle fue hacia Geralt, muy cerca. El brujo no se movió, solamente entornó los ojos. Se miraron durante un instante, luego Chappelle se inclinó sobre el paquete.
—Dudu —dijo a las extrañamente deformes botas de cordobán de Jaskier, que sobresalían de la alfombra—. Copia a Biberveldt, rápido.
—¿Qué, qué? —gritó Dainty, dejando de mirar la alhóndiga—. ¿Qué, cómo?
—Silencio —dijo Chappelle—. ¿Qué, Dudu, cómo va?
—Ya —de la alfombra surgió un apagado jadeo—. Ya… Ahora…
Las botas de cordobán que sobresalían de la alfombra se disolvieron, fluyeron y se transformaron en los peludos pies desnudos del mediano.
—Sal, Dudu —dijo Chappelle—. Y tú, Dainty, cállate. Para los humanos todos los medianos parecen iguales. ¿Cierto?
Dainty murmuró algo inaudible. Geralt, aún con los ojos entornados, miraba a Chappelle acusadoramente. El vicario se enderezó y miró alrededor, y entonces, de los mirones que aún estaban cerca, sólo quedó el sonido que desaparecía en la lejanía de unos zuecos de madera.
Dainty Biberveldt Segundo salió con esfuerzo y se desenvolvió del paquete, estornudó, se sentó, se limpió los ojos y la nariz. Jaskier tomó asiento en una caja que yacía no muy lejos, rasgó el laúd con aspecto de una moderada curiosidad en el rostro.
—¿Quién es éste, qué piensas, Dainty? —preguntó amigablemente Chappelle—. Muy parecido a ti, ¿no crees?
—Es mi primo —respondió el mediano y sonrió—. Un pariente muy cercano. Dudu Biberveldt de Centinodia del Prado, una gran cabeza para los negocios. Justo acababa de decidir…
—¿Sí, Dainty?
—Acababa de decidir nombrarlo mi factor en Novigrado. ¿Qué dices a eso, primo?
—Oh, gracias, primo —sonrió el pariente muy cercano, el orgullo del clan de los Biberveldt, la gran cabeza para los negocios.
Chappelle también sonrió.
—¿Se ha cumplido el sueño? —murmuró Geralt—. ¿De la vida en la ciudad? ¿Qué es lo que veis en esta ciudad, Dudu… y tú, Chappelle?
—Si hubieras vivido en los brezales —repuso Chappelle—, hubieras comido raíces, siempre húmedo y helado, lo sabrías. También nosotros queremos algo de la vida, Geralt. No somos peores que vosotros.
—Cierto —afirmó Geralt—. No lo sois. Sucede a veces que sois mejores. ¿Qué hay del verdadero Chappelle?
—Le cayó un rayo —susurró Chappelle Segundo—. Hará dos meses. Apoplejía. Así le sea leve la tierra, así le ilumine el Fuego Eterno. Justamente estaba por allí cerca… Nadie lo advirtió… ¿Geralt? No irás a…
—¿El qué no advirtió nadie? —preguntó el brujo con el rostro inmóvil—. ¿Hay más de vosotros aquí?
—¿Acaso importa?
—No —reconoció el brujo—. No importa.
De detrás de los carromatos y tenderetes surgió corriendo al trote una figura de dos codos de altura con sombrerillo verde y abrigo de conejos manchos.
—Señor Biberveldt —jadeó el gnomo y se atragantó mirando, posando los ojos de un mediano a otro.
—Pienso, pequeño —dijo Dainty— que traes un recado para mi primo, Dudu Biberveldt. Habla, habla, ése es él.
—Acedera comunica que todo ha funcionado —dijo el gnomo y sonrió, mostrando unos agudos dientes—. A cuatro coronas la pieza.
—Resulta que sé de qué va esto —dijo Dainty—. Una pena que no esté aquí Vivaldi, hubiera calculado el beneficio en un segundo.
—Permite, primo —llamó la atención Tellico Lunngrevink Letorte, abreviadamente Penstock, para los amigos Dudu, y para todo Novigrado miembro de la numerosa familia de los Biberveldt—. Permite que lo calcule. Tengo una memoria infalible para las cifras. Como para otras cosas.
—Por favor —se inclinó Dainty—. Por favor, primo.
—Los costes —arrugó la frente el doppler— fueron bajos. Dieciocho la esencia, ocho cincuenta por el aceite de hígado, hmmm… Todo junto, incluyendo la cuerda, cuarenta y cinco coronas. Solución: seiscientos por cuatro coronas, es decir dos mil cuatrocientos. Sin comisiones, porque no hubo intermediarios.
—Pido que no se olviden los impuestos —recordó Chappelle Segundo—. Pido que no olvides que delante de vosotros hay un representante del poder municipal y de la iglesia, el cual trata sus obligaciones con seriedad y conciencia.
—Libres de impuestos —declaró Dudu Biberveldt—. Porque se trata de una venta para un objetivo santo.
—¿Qué?
—Mezclados en apropiadas proporciones el aceite, la cera, la esencia, coloreados con los restos de las cochinillas —explicó el doppler— bastaría con echar en las escudillas de barro y meter en ellas un cachito de cuerda. Si se prende fuego a la cuerda produce un fuego hermoso y rojo que arde largo tiempo y produce poco mal olor. El Fuego Eterno. Los sacerdotes necesitaban lamparillas para el altar del Fuego Eterno. Ya no las necesitan.
—Rayos… —murmuró Chappelle—. Tienes razón… Eran necesarias las lamparillas… Dudu, eres genial.
—Es por parte de madre —dijo, con modestia, Tellico.
—Y que lo digas, clavadito a su madre —confirmó Dainty—. Mirarle esos ojos de listeras. Clavadito a Begonia Biberveldt, mi querida tía.
—Geralt —jadeó Jaskier—. ¡En tres días ha ganado más dinero que yo en toda mi vida de cantante!
—En tu lugar —dijo el brujo con seriedad— me dejaría de cantes y me metería en el comercio. Díselo, igual te toma como aprendiz.
—Brujo. —Tellico le tiró de la manga—. Dime cómo podría… agradecerte…
—Veintidós coronas.
—¿Qué?
—Para un gabán nuevo. Mira lo que ha quedado del mío.
—¿Sabéis qué? —gritó de pronto Jaskier—. ¡Vámonos todos al lupanar! ¡Al Passiflora! ¡Los Biberveldt pagan!
—Pero ¿dejan pasar a los medianos? —se preocupó Dainty.
—Que intenten no dejaros. —Chappelle adoptó un gesto de amenaza—. Que lo intenten, y condeno a todo ese burdel por herejía.
—Va —gritó Jaskier—. Entonces, todo bien. ¿Geralt? ¿Vienes?
El brujo se rió bajito.
—¿Sabes, Jaskier? —dijo—. Con gusto.